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[0240] • PÍO IX, 1846-1878 • INDISOLUBILIDAD DEL VÍNCULO MATRIMONIAL

De la Instrucción Difficile dictu, de la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe, a los Obispos greco-rumanos, año 1858

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[1.–] Es difícil de expresar la alegría que tuvo esta Sagrada Congregación al tener la primera noticia de que por fin los Venerables Obispos de esta Iglesia de Fvagvaras, o Alba Iulia, habían actuado con fortaleza y constancia, de modo que aquel inveterado abuso –por el cual se disolvía impunemente el matrimonio cristiano, bien por adulterio, bien por el injusto abandono del otro cónyuge–, comience no sólo a desaparecer, sino a ser extirpado de raíz, a fin de que nunca más se repita. Y en verdad esto es de una mayor alegría para la Congregación, cuanto que por medio de la desaparición y proscripción de este abuso tan grave, ve llevada a la práctica algo tan deseado como la fórmula de fe propuesta y pedida expresamente por los Romanos Pontífices a todos los griegos y orientales que, una vez abjurados sus errores, vuelven desde la división de la herejía o el cisma a la unidad de la Iglesia católica, como al único refugio de la verdad.

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[2.–] Según esta fórmula, propuesta para ellos por Urbano VIII cada uno tiene que profesar abiertamente que: “Igualmente el vínculo del Sacramento del Matrimonio es indisoluble y, aunque puede darse, entre los cónyuges, separación de lecho y no haber cohabitación, por adulterio, herejía u otras causas, sin embargo no les está permitido contraer otro matrimonio” [1]. Y esta fórmula fue aprobada y confirmada por todos los Pontífices que –sin excepción alguna– sucedieron a Urbano; entre los cuales queremos mencionar sobre todo a Benedicto XIV que hizo profesar y proclamar esta misma fórmula a Simón Evodio, elegido Patriarca de la Iglesia de Antioquía [2].

[1]. In Bullario Bened. XIV, rom. I, p. 260 [Cf. 1743 03 16/5].

[2]. In Const. LXXII, Nuper ad nos, in Bullario eiusdem Pontif., tomo I, p. 258 [Cf. CICF 1, 787].

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[3.–] Y ni una sola vez ha dejado la Sede Apostólica, siempre que se le ha presentado la ocasión, de inculcar y exigir la observancia de este artículo, de tanta importancia. Pues ya en las Actas del Concilio de Florencia consta que el Sumo Pontífice Eugenio IV se quejaba gravemente de este inveterado abuso de los griegos, y que no encontraron cómo solucionarlo [3]. Por ello, este Papa, en su decreto Pro Armenis del mismo Concilio, determinó: “Se señala un triple bien del matrimonio: el primero, recibir y educar a la prole para gloria de Dios; el segundo, la fidelidad que cada uno de los cónyuges debe guardar al otro; el tercero, la indisolubilidad del matrimonio, por cuanto significa la unión de Cristo y la Iglesia. Aunque por causa de fornicación es lícito llegar a la separación de lecho, sin embargo no está permitido contraer otro matrimonio, puesto que el vínculo del matrimonio legítimamente contraído es perpetuo”[4]. Por último, el Concilio Ecuménico de Trento definió solemnemente este artículo en la Ses. 24, can. 7, con estas palabras: “Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña que, conforme a la doctrina del Evangelio y los Apóstoles, no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyuges; y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar al adúltero se casa con otro, sea anatema” [5].

[3]. Concilia generalia el provincialia Severini, Binii: Colon. Agripp. 1618, tom. IV, part. I, pp. 60 et seq.

[4]. Acta Conc. Harduin. tom. IX, col. 440 [1439 11 22/10].

[5]. [1563 11 11b/7].

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[4.–] Con este canon el Concilio no sancionó otra cosa que lo que se ha creído y observado en ambas Iglesias, occidental y oriental, por tradición ininterrumpida desde Cristo y los Apóstoles. En cuanto a la Iglesia latina u occidental, la cosa está probada hasta el extremo. Pues ya en el comienzo del siglo V el Concilio Milevitano II había acuñado casi la misma fórmula que después el Concilio de Trento adoptó e hizo suya en el Canon 7 ya recordado, y sus palabras son: “Plugo que, conforme a la disciplina Evangélica y de los Apóstoles, ni el abandonado por la esposa, ni la abandonada por el marido, se unan con otro; sino que permanezcan así o se reconcilien entre sí. Y si no hicieran caso, hágaseles volver a penitencia” [6]

[6]. Conc. XVII. Acta Conc. Harduin. tom. I, col. 1700 [Cf. 0407 06 13/102].

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[5.–] Y concuerdan en la misma doctrina, como es sabido, S. Hilario Pictaviense [7]. S. Ambrosio [8], S. Jerónimo [9], S. Agustín [10], S. Inocencio I [11]. Creemos que es superfluo referir aquí una a una sus palabras; será suficiente aportar el gravísimo testimonio de S. Inocencio con el que respondió a Exuperio, obispo de Tarragona, que le había preguntado sobre esta cuestión: “también preguntaba tu fraternidad sobre los que se unieron a otro en matrimonio, tras un repudio. Es manifiesto que éstos son adúlteros por ambas partes. Y a los que, viviendo la esposa, aunque parezca que se ha disuelto el matrimonio, se atrevieron a contraer otro matrimonio, no se les puede dejar de tener por adúlteros, hasta el punto incluso de que aquéllos con los que se unieron los tales, –incluso ésos– parecen haber cometido adulterio, según aquello que leemos en el Evangelio: El que despide a su mujer y se casa con otra, adultera; asimismo, quien se casa con la despedida, adultera. Y por tanto todos deben ser separados de la comunión de los fieles” [12].

[7]. In Cap. IV, Comment. in Matth., n. 22, ad Maur. [cap. 19, n. 2: PL 9, 1023-1024].

[8]. Exposit. in Luc., lib. VIII [PL 15, 1855-1858].

[9]. Epist. L XXVII, n. 3, 4, col. 455, ad Vallars [PL 22, 691-692] et in Comment. in cap. XIX s. Matth. [PL 26, 139-140].

[10]. In duobus libr. De coniugiis adulter, ad Pollentium [PL 40, 452-459].

[11]. Epist. id Exsuperium Tarrac., n. 12 edit. Constant., col. 794 [0405 02 20/6]; et iterum Epist. II ad Victricium Rotomag., n. 15, ibid., col. 752 [0404 02 15/6, 12, 14].

[12]. Epist. IV, loc. cit. [0405 02 20/6].

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[6.–] Pero no menos importantes y definitivos son los testimonios que aportan los Padres griegos. Y revela el sentir de la primitiva y naciente Iglesia el varón apostólico Hermas en el libro del Pastor, cuya existencia apenas puede desconocerse por cuanto es tan estimado por los Padres antiguos, y éstos ni pocos en número ni menos insignes en autoridad. Pues en el libro II, Mandato IV, se lee: “¿Y si la mujer permaneciere en su pecado? Y dice (el Ángel): Despídala el marido. Y el marido permanezca solo. Pero si despide a su mujer y se casa con otra, él adultera” [13]. Y el mártir Justino en la Apología I, mostrando cuánto aventaja el cristianismo a la gentilidad, establece, como de Cristo, este precepto general sobre la castidad: “Quien se casa con la repudiada por otro marido, adultera” [14].

[13]. Ed. Coteler PP. Apost., tom. I, edit. Antuerp. 1698, p. 87.

[14]. Mt 19, 9.

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[7.–] Con esto concuerda lo que se determina en los llamados cánones Apostólicos, cuya autoridad siempre ha sido tenida en mucho en la Iglesia griega. En efecto, en el can. 48, se estatuye sin límites y sin hacer ninguna excepción, en forma absoluta: “Si algún laico, habiendo expulsado a su esposa, recibiera a otra, incluso despedida por otro, sea excomulgado” [15]. Por esta razón S. Basilio, S. Gregorio Nacianceno, S. Juan Crisóstomo, Teodoreto y otros, mientras que unánimemente conceden a los fieles la facultad de despedir al cónyuge adúltero, unánimemente también niegan que ellos puedan, una vez despedida la adúltera y mientras vive ésta, tomar otra esposa.

[15]. Apud. Coteler. edit. Antuerp, tom. III, p. 273 seq. [0459 0? 0?b/48].

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[8.–] Razonablemente S. Basilio apoya su defensa de la absoluta indisolubilidad del matrimonio sobre el mismo canon 9, del que tanto abusan los que propugnan el divorcio, diciendo: “Tanto a los hombres como a las mujeres van dirigidas según la sentencia, las palabras pronunciadas por el Señor: que no les es lícito divorciarse, a no ser en caso de fornicación. Pero la costumbre no es ésta, porque con relación a las mujeres encontramos que además de otras cosas que se deben cuidar rigurosamente, está lo que dice el Apóstol: que quien se une a una meretriz, se hace un cuerpo con ella. Y Jeremías, pero si una mujer se fuera con otro marido, no volverá al anterior, sino que la impura quedará manchada: y de nuevo, quien se casa con una adúltera es tonto e impío. Y la ley manda también que los maridos adúlteros, y los fornicarios continúen con sus mujeres. Por lo que no sé si puede ser llamada adúltera aquella que vive con un marido abandonado. Porque en este caso el crimen es de la mujer que abandonó al marido, por cuya causa se separó del matrimonio. Pues o es maltratada y no sabe sufrirlo, cosa que era mejor que separarse del cónyuge; o no es perjudicada en sus bienes, y ésta ciertamente no es excusa. Y para el caso de que viva en fornicación no tenemos este precepto en la costumbre eclesiástica: al menos no está dicho que la mujer se separe del varón infiel, sino que continúen juntos por lo que pueda suceder: Pues ¿qué sabes, mujer, si vas a salvar al varón? Por lo que, la que abandona es adúltera si se une con otro varón; el que ha sido abandonado es digno de perdón, y la que habita juntamente con él, no es condenada. Pero si el marido que se separó de la esposa, se une con otra, él mismo es adúltero, pues hace que ella misma cometa adulterio y la que habita juntamente con él, es adúltera, porque se entrega a un hombre ajeno” [16].

[16]. Epistola CLXXXVII, edit. Maur., tomo III, p. 273 seq.

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[9.–] Por lo cual enseñamos con el Santo Padre que según el Evangelio son iguales el varón y la mujer, aunque la costumbre introducida por medio de las leyes civiles conceda al marido la facultad de repudiar a la mujer por causa de adulterio, mientras que a ésta se le niega. Además, él mismo, según la norma del Evangelio, declara reos de adulterio a ambos –a saber, al varón y a la mujer– que mientras vive el otro, –aunque haya sido repudiado– el varón se casara con otra mujer, o la esposa se casara con otro varón. Cuán coherente es su pensamiento, queda claro por otros lugares [17] y sobre todo por la Regla LXXIII en la que declara que sin excepción alguna, incluso en caso de adulterio: “No es lícito al varón, repudiada la mujer, casarse con otra: ni le es permitido a la repudiada por el marido, ser tomada como esposa por otro” [18]. Y esto es así según la misma doctrina del Evangelio que allí se aduce.

[17]. Can. 48.

[18]. Edit. cit., tom. II, in Moralibus, p. 308 [PL 31, 851].

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[10.–] En la misma línea de S. Basilio está S. Gregorio Nacianceno quien también reprueba la costumbre introducida por las leyes civiles de repudiar a las esposas adúlteras, cuando por el contrario a las mujeres no les es lícito repudiar a los maridos adúlteros, diciendo: “Sobre esta cuestión pienso que muchos están mal dispuestos, y que tienen una ley inicua y que no les obliga. ¿Qué razón han tenido para condenar a la mujer, y, en cambio, perdonar al marido y dejarlo libre? ¿Y qué razón ha habido para que la mujer que haya consentido en esa impía tentación contra el lecho conyugal culparla del delito de adulterio y sancionarla con las gravísimas penas de la ley; y al hombre, en cambio, que haya violado, mediante adulterio, la fidelidad dada a su esposa, no se le someta a pena ninguna? Esta ley de ninguna manera la apruebo, esta costumbre no la alabo en absoluto” [19]. Y en la Epístola CCXI: “Ciertamente –escribe– habría aconsejado de muy buena gana a mi Ucraino, que pase deprisa mucho de lo que está teniendo lugar: que no dé por bueno el divorcio; que nunca desoiga nuestras leyes, aunque las leyes romanas dictaminen otra cosa” [20]. Con estas palabras, el Santo Padre opone expresamente a las leyes civiles que permiten el divorcio, las leyes cristianas que lo prohíben.

[19]. Orat. XXXVII, n. 6, edit. Maur. 1778, tom. I, p. 649.

[20]. Opp. edict. Paris. 1630, tom. I, p. 905.

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[11.–] Por último, S. Juan Crisóstomo enseña constantemente que el matrimonio es siempre indisoluble, cuando reprueba de plano, como contrarias a la ley Evangélica, las leyes civiles que permiten el divorcio. Escribe así: “¿Pues qué le diremos a quien nos habrá de juzgar, cuando lea públicamente la ley inspirada diciendo: mandé no casarse con la mujer repudiada, declarando que eso es adulterio. Cómo, pues, te has atrevido a contraer nupcias prohibidas?”.

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[12.–] “¿Qué diremos, qué responderemos? Porque allí jamás será permitido echar la culpa a las leyes externas; los que callan y los que se someten serán arrojados al fuego de la gehenna con los adúlteros y los que ultrajan el lecho ajeno. Porque tanto el que hubiera repudiado sin causa de estupro, y el que se casara con la repudiada, mientras vive el marido, serán castigados al igual que la misma repudiada” [21]. Y de nuevo declara sin embargo, en otro lugar: “Y no me digas: él la repudió. Pues la repudiada permanece todavía como esposa del que la repudió” [22].

[21]. In serm. de libello repudii, n. 3, edit. Maur. tom. III, p. 207.

[22]. Hom. XVII, in Matth., tom. VII, p. 227 seq., n. 4.

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[13.–] Debido a esta constante y unánime doctrina de los Padres, los fieles nunca han intentado contraer nuevo matrimonio con la esposa repudiada por delito de adulterio, mientras vivía ella. En toda la antigüedad ciertamente, no se puede mostrar ni un solo ejemplo de estos matrimonios, sobre todo con la aprobación y el apoyo de la autoridad eclesiástica. Este modo de obrar debe valorarse tanto más cuanto que las leyes imperiales permitían estos divorcios. Así pues es argumento irrefutable el hecho de que en aquella época todavía no ha comenzado a introducirse la tan peligrosa y perjudicial praxis de dirimir los matrimonios; entonces todavía tenía vigencia en la Iglesia greco-oriental, la constante disciplina de la doctrina evangélica y apostólica, que, como en todo lo demás, también en este artículo estaba de acuerdo con la Iglesia romana u occidental. Por otra parte, si entonces hubiesen sido frecuentes –como lo fueron después– las disoluciones de estos matrimonios, se habrían suscitado en ambas Iglesias muchas discusiones y controversias por esta causa. Sin embargo, según lo que podemos reconstruir por la historia y los escritos, no conocemos que en aquel tiempo haya surgido o se haya discutido nada de esta cuestión entre las dos Iglesias; y ciertamente sería muy sorprendente que –de haberse dado esta cuestión– no quedara ni el más leve recuerdo.

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[14.–] Por tanto esta praxis criminal no puede hacerse remontar a la Sagrada Escritura ni a la Tradición de los mayores, tal como algunos no hace mucho han imaginado. Porque se habrían encontrado algunos documentos de la antigüedad que hablaran de esa controversia. Antes bien es sabido que los escritores griegos no se han acogido ni han apelado a estas fuentes, a no ser cuando la Iglesia Romana comenzó a combatir sin descanso este creciente abuso; de esta manera buscaban cohonestar de algún modo su praxis con cierto tinte de verdad, no fuera a ser que se viera en toda su dimensión el vergonzoso proceder en la separación de la doctrina evangélica y apostólica.

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[15.–] Porque, en efecto, esta praxis, o con más propiedad este abuso de la Iglesia greco-oriental no tiene otro origen que las leyes de los emperadores; por medio de ellas, cometiendo un gravísimo pecado, el malvado Focio –autor del luctuoso cisma con el que la Iglesia griega se separó de la Romana o Católica– fue el primero en incluirla –esa praxis– entre las sanciones canónicas, en su Nomocanone, como si las leyes civiles sobre esta materia, reprobadas por los Padres, tuviesen el valor de la autoridad eclesiástica o canónica. Desde entonces ha ocurrido que aquella costumbre comenzó a introducirse al principio furtivamente en la Iglesia greco-oriental, con la tolerancia e indolencia de los obispos excesivamente sometidos al poder civil; después, en cambio, incluso con la aprobación del creciente mal; hasta que por su amplia y profunda difusión ha llegado a echar unas raíces tan hondas que casi es imposible de desarraigar por el esfuerzo humano. Este modo de proceder, seguido en tiempos más tardíos, tan diferente del que se daba en la época anterior, en la que florecía con su santidad los Padres de la Iglesia, muestra muy a las claras la aparición de otra doctrina absolutamente distinta de la primera y que la contraria no comenzó a crecer y a prevalecer hasta después del luctuoso cisma.

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[16.–] Cosa que no han intentado desmentir ni siquiera los mismos intérpretes griegos del derecho canónico; por el contrario, lo admiten claramente. Baste, a este propósito, recordar a un escritor greco-oriental de no poca autoridad, el monje Blastares, quien, al tratar de las causas por las que se disuelve el matrimonio –de las que reseña no pocas, tanto por parte del marido, como por parte de la mujer–, todas las recoge de las leyes de los emperadores. Escribe así: “Muchas son las leyes que en otros muchos lugares tratan sobre la disolución del matrimonio, pero principalmente las ‘Novella’ de Justiniano, que exponen claramente las causas por las que el marido o la mujer pueden repudiar al cónyuge... Las causas por las que únicamente puede disolverse el matrimonio, han sido descritas una por una por los sagrados emperadores”. Entre estas causas refiere también ésta: “Cuando la mujer, acusada de adulterio, haya sido, según las leyes, convicta del mismo” [23].

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[17.–] Pero es manifiesto –para servimos de una gravísima expresión de Pío VI–, que las leyes humanas a veces conceden a la humana fragilidad cosas que no son lícitas a una recta conciencia. Es claro que no han faltado leyes que permitían una usura tal que no podían conciliarse en modo alguno con la ley natural y divina; tanto que la facultad concedida por estas leyes, más debería llamarse abuso, que justa libertad. Pero para no apartarnos del tema que venimos tratando, es igualmente conocido que también en los primeros siglos hubo leyes humanas que permitieron, por determinadas causas, la disolución de los matrimonios, dándose incluso la facultad de contraer nuevas nupcias a ambas partes. ¿Qué dijeron sobre esto los Padres de la Iglesia? El Crisóstomo en el cap. VII de la Epíst. a los Romanos: No me cites leyes externas y profanas que mandan dar libelo de repudio, y establecen el divorcio; pues en verdad Dios no nos ha de juzgar según estas leyes, sino de acuerdo con las que Él mismo puso. Jerónimo, en la Epíst. 30: Unas son las leyes de los Césares, otras las de Cristo: unas cosas ordena Papiniano y otras nuestro Pablo. Por lo cual el mismo S. Doctor dice que Fabiola pecó, puesto que –habiendo repudiado al marido, ciertamente adúltero, y que se había juntado en torpe y pecaminosa unión–, no permaneció sin casarse de nuevo; por más que intente excusarla diciendo que era una adolescente y que las leyes civiles le permitían el repudio: Fabiola, pues, –porque se había convencido y pensaba que el marido había sido repudiado justamente y no conocía el valor del Evangelio, en el que se corta a las mujeres toda posibilidad de casarse en vida de sus maridos–, mientras evita muchas heridas del diablo, recibe una herida por incauta[24].

[23]. Matth. Blastaris, Syntagma Alphabeticum littera, cap. XIII.

[24]. Litt. (Pii VI) ad Anton. Archiep. Pragens., die 11 iulii 1789 [1789 07 11b/5].

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[18.–] Por eso, al contrarrestar la Sede Apostólica una praxis tan perniciosa, los escritores de la Iglesia greco-oriental, para cohonestarla de alguna manera, recurrieron al texto de Mat. V, 32, y XIX, 9, donde se añade una cláusula de excepción. Fuera del caso de fornicación. A no ser por fornicación; como si Cristo Nuestro Salvador hubiese querido, con ella, al darse el pecado de adulterio, conceder la facultad no sólo de repudiar a la mujer adúltera, sino de, una vez repudiada, casarse con otra. Pero cuán distante es esta interpretación y ajena a la mente de Cristo, lo ve fácilmente cualquiera que tenga presente el fin que entonces se proponía, a saber, el de abolir el libelo de repudio concedido por Moisés a causa de la dureza de corazón del pueblo israelita, y el de restituir el matrimonio cristiano a su primitiva institución divina de perpetua indisolubilidad. Y en verdad, este fin apenas se conseguiría, si hubiese concedido a sus fieles la facultad de divorciarse por causa de adulterio. Además lo ve cualquiera que consulte a los lugares paralelos de Marcos X, 11 y Luc XVI, 18, en los que, excluida toda excepción, Cristo en forma absoluta declara reo de adulterio a quien, habiéndose separado de su mujer, se casa con otra, y a la que, habiéndose separado del varón, se casa con otro; o cualquiera que recurra al Apóstol Pablo, en Rom VII, 2 ss. y en I Cor VII, 10, 11 y 39 donde expone la doctrina de Cristo sobre la perpetua indisolubilidad del matrimonio cristiano; O que considere, por último, el sentir de toda la antigüedad eclesiástica, que en las palabras de Mateo, que se alegan, no reconoce ninguna otra facultad concedida por Cristo, que no sea la de separarse del cónyuge adúltero, en cuanto al lecho y a la habitación, quedando firme el vínculo matrimonial mientras viva. Por eso en vano esos escritores se acogen al patrocinio del Canon 9 de S. Basilio, como si el S. Padre estuviera en contradicción consigo mismo, cuando –como vimos– afirmó la absoluta indisolubilidad del matrimonio cristiano a tenor de la enseñanza evangélica; y admitiese absurdamente, en conformidad con las leyes civiles, que el marido puede repudiar a la mujer en caso de fornicación, pero no la mujer al marido adúltero; y esto después de haber conocido que, según la doctrina evangélica y apostólica, asiste a ambos cónyuges el mismo derecho.

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[19.–] Y si además recurren a uno u otro escritor que parece que les favorece en parte, contestamos de nuevo con el ya alabado Papa Pío VI, de feliz memoria: “La tradición de la Iglesia no debe colegirse de las enseñanzas como doctores privados, tal como queda de manifiesto en la controversia sobre el bautismo conferido por los herejes, y sobre la bienaventuranza que no hay que diferirla hasta el juicio final; pues aunque sobre estas cuestiones haya habido varones conspicuos por su erudición y santidad, que se han equivocado, sin embargo, la Iglesia dirimió estas controversias por la misma tradición. ¿Por qué no podría zanjar la presente controversia de manera similar? Por lo que, a fin de estar unidos en la presente cuestión sobre la disolución del vínculo matrimonial por causa de ausencia, no le está permitido en adelante, al católico discutir esta cuestión y tenerla todavía como dudosa ya que ha sido sin duda alguna dirimida por la explícita definición del mencionado Can. 7 de Trento” [25].

[25]. Ibid. (loc. sup. cit.).

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[20.–] Estando así las cosas, esta Sagrada Congregación, a la par que alaba debidamente al Arzobispo de esta Metropolitana Alba Iulia, por el esfuerzo cada vez mayor que pone en erradicar del todo este inveterado abuso de disolver el matrimonio por adulterio o abandono injusto, le exhorta a que sea constante y actúe con fortaleza en el propósito emprendido. Además esta Sagrada Congregación anima encarecidamente una y otra vez, a los Obispos sufragáneos de esa Iglesia Metropolitana, a que en esto pongan el mismo afán y solicitud con objeto de que unidos por el mismo deseo y empeño, se alcance el fin propuesto. Tanto más cuanto que, al llevarse a cabo felizmente la unión de esta diócesis con la Iglesia Católica, se hizo con la condición expresa de que los greco-orientales prometieran tener la misma fe que la Sede Apostólica no sólo respecto a los cuatro artículos en los que disentían de ella, sino también la de “admitir, confesar y creer todo lo que la S. Madre Iglesia Romana admite, confiesa y cree”. Y no hay duda ninguna de que la Iglesia Romana confiesa y cree el artículo de la absoluta indisolubilidad del matrimonio cristiano aun en el caso de adulterio e injusto abandono.

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[21.–] Por lo que los jerarcas de esta provincia deben insistir con especial razón sobre este artículo, si es que todavía hubiera alguno al que es posible dar a conocer la presente Instrucción. De esta manera se persuadirán más fácilmente de que no se trata de introducir una doctrina nueva en esas diócesis, sino tan sólo de eliminar un inveterado abuso que había echado profundas raíces. Además esta misma instrucción será muy provechosa para iluminar los ojos de aquella parte del pueblo que todavía está adherida al luctuoso cisma y que en esta cuestión continúa estando en el error.

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[22.–] Pero antes de poner fin a esta instrucción, esta Sagrada Congregación ha juzgado que debía advertirse a los Obispos de esa provincia sobre otro error que debe evitarse en relación con la disolución del matrimonio, y que igualmente no se puede compaginar con la sana doctrina de la Iglesia católica. Adi vináis que se trata de lo que algunas veces ocurre en algunas regiones: que un cónyuge se separa del otro –sin el consentimiento de éste–, con el fin de profesar en algún monasterio bajo el pretexto de una vida más perfecta. Ciertamente es dogma de fe definido por el Concilio Ecuménico Tridentino que: “El Matrimonio rato, no consumado, se dirime por la solemne profesión religiosa de uno de los cónyuges” [26]; pero si el matrimonio entre fieles hubiera sido consumado, no se puede disolver por ninguna causa, salvo que estén mutuamente de acuerdo en guardar continencia, y lo hagan a tenor de las disposiciones canónicas, es decir, que la mujer se obligue con voto de castidad, o en el caso de que fuera muy joven, se retire a un monasterio, con objeto de que el marido pueda profesar la vida monástica. Y por lo tanto esta praxis debe incluirse entre los abusos introducidos por leyes imperiales y que han sido reprobados por los Santos Padres [27]. El tan antiguo autor de la Epístola a Celantia –atribuida a S. Jerónimo, y que se cree que es de S. Paulino o de Sulpicio Severo [28]– increpa fuertemente a aquella matrona de que hubiera hecho voto de continencia sin el consentimiento del marido. Éste es también el parecer de S. Agustín en la Epist. a Armentario y Paulina, ya que le exhorta a cumplir el voto de continencia que había hecho, y le prohíbe, sin embargo, guardarlo en el caso de que su mujer no esté de acuerdo, diciendo: “Pues tales votos no deben ser hechos por los casados, a no ser estando los dos mutuamente de acuerdo. Y si se hubiese hecho con precipitación, es mejor corregir la temeridad, que dar cumplimiento a la promesa” [29]. Igualmente S. Gregorio M. escribe en términos parecidos a Theoctista Patricia: “Si dicen –afirma– que los matrimonios deben disolverse por causa de la religión, ha de saberse, que aunque esto lo haya concedido la ley humana, sin embargo la ley divina lo tiene prohibido... Sabemos que está escrito: serán dos en una carne. Pues si el marido y la mujer son una carne, y por causa de la religión el marido se separa de la mujer, o la mujer del marido mientras todavía vive o aunque haya contraído una unión ilícita, [cabe preguntarse]: ¿qué conversión es ésta, en la que una y la misma carne, una parte guarda la continencia y otra parte continúa en el pecado?” [30].

[26]. Can. 6, Sess. 24 [1563 11 11b/6].

[27]. Id enim invenimus constitutum in Novell. Iust. 22, de Nuptiis, ubi de iure repudii. Item lib. V Cod. tit. 17 et in Digestis tit. De divortiis. Insuper in Novell. 123, De sanctissim. Episcop., C. 40, Solvatur Matrimonium.

[28]. Apud Vallars, in monito ad Ep. CXLVII.

[29]. Epist. CXXVIII, n. 9 edit. Maur.

[30]. Lib. XI. Ep. XLV, ed. Maur. col. 1130 [0601 02 0?b/27].

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[23.–] Y para omitir los demás testimonios, digamos que S. Basilio el Grande profesó con claridad la misma doctrina. En efecto en Regul. fusius tractatis, Interrog. XII, escribe brillantemente con relación a nuestro tema: “Y a los que unidos en matrimonio abrazan esta forma de vida (la monástica), se les debe preguntar si lo hacen de mutuo acuerdo, según el precepto del Apóstol: Pues, dice, no tiene la potestad sobre su cuerpo; y así el que está de acuerdo debe dar su consentimiento ante varios testigos... Pero si la otra parte no está de acuerdo y no admite que está poco dispuesta a agradar a Dios, recuerde al Apóstol que dice: En la paz nos ha llamado Dios”[31].

[31]. Opp. edit. Maur. tom.. II, p. 354.

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[24.–] Y sabemos que esto mismo ha sido lo establecido por la mayoría de los Concilios, y por los Sumos Pontífices, cuyos decretos fueron recogidos por Graciano en la Causa XXVII

§ 2[32] y en las Decretales, lib. III, tít. 32[33].

[32]. A cap. 21 ad 26 [Cf. 0596 07 0?/47; 0601 02 0?a/30; 0601 07 0?/56].

[33]. Capp. 2, 3, 4 [Cf. 1181 0? 0?f/1-2].