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[0262] • LEÓN XIII, 1878-1903 • EL MATRIMONIO CRISTIANO

Carta Encíclica Arcanum divinae sapientiae, 10 febrero 1880

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[1.–] El secreto designio de la sabiduría divina que Jesucristo, Salvador de los hombres, había de realizar en la tierra, tuvo por fin restaurar en Él y por Él al mundo que venía como decayendo de vejez. Lo cual significó Pablo Apóstol en brillante y sublime frase, cuando escribía a los Efesios: “El Sacramento de su voluntad... restaurar en Cristo todas las cosas que son en el cielo y en la tierra” [1]. En verdad, cuando Cristo Nuestro Señor determinó cumplir el mandato que le impuso el Padre, comunicó en seguida a todas las cosas nueva forma y fisonomía, despojándolas de la antigua. Porque curó las heridas producidas por el primer padre del género humano; restituyó a todos los hombres, que por naturaleza eran hijos de ira, a la amistad de Dios; atrajo a la luz de la verdad a los que estaban oprimidos por antiguos errores; renovó en toda virtud a los que se hallaban sumidos en la mayor impureza; y a los así restituidos a la herencia de la felicidad sempiterna dio esperanza cierta de que su propio cuerpo, mortal y caduco, había de participar algún día de la inmortalidad y gloria celestial.

Y para que tan singulares beneficios alcanzasen a los hombres de todos los tiempos, constituyó a la Iglesia vicaria de su misión, y proveyendo a lo futuro, la mandó ordenar lo que estuviese perturbado, y restablecer lo que se hallase derruido en la sociedad humana.

1. Ad Eph. I, 9. 10.

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[2.–] Pero aunque esta divina restauración de que hemos hablado, se refiere principal y directamente a los hombres constituidos en el orden sobrenatural de la gracia, sus precisos y saludables efectos trascendieron también al orden natural; por lo cual, en todas las esferas de éste, recibió la sociedad en general y cada uno de sus individuos en particular, notable perfeccionamiento. Pues, una vez establecido el orden cristiano de las cosas, todos y cada uno de los hombres pudieron aprender y acostumbrarse a descansar en la paternal providencia de Dios, y alimentar la esperanza, que no confunde, de los celestiales auxilios; con los que se consiguen la fortaleza, la moderación, la constancia, la tranquilidad de espíritu y otras muchas virtudes excelentes y se ejecutan acciones insignes.

En cuanto a la sociedad doméstica y civil, es de admirar cuánto aumentó su dignidad, su firmeza y honestidad. Se hizo más justa y respetable la autoridad de los Príncipes; más fácil y pronta la obediencia de los pueblos, más estrecha la unión de los ciudadanos; más seguro el derecho de propiedad. A todas las instituciones que se consideran útiles en la sociedad civil, ha favorecido y provisto la Religión cristiana; de tal manera que, según San Agustín, no hubiera podido facilitar en mayor grado de bienandanza y comodidades de la vida mortal, si únicamente para producirlas y aumentarlas hubiese nacido.

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[3.–] Mas no Nos proponemos ahora tratar de cada uno de estos bienes, sino solamente de la sociedad doméstica, cuyo principio y fundamento es el matrimonio.

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[4.–] Nadie ignora, Venerables Hermanos, cuál sea el verdadero origen del matrimonio. Pues aunque los detractores de la fe cristiana pretendan desconocer la doctrina constante de la Iglesia sobre este punto, y hayan procurado desde muy antiguo borrar la tradición de todos los pueblos y de todos los siglos, no pudieron, sin embargo, extinguir ni debilitar la fuerza y la luz de la verdad. Recordamos cosas de todos sabidas y de que nadie duda: después que Dios formó al hombre de polvo de la tierra en el sexto día de la creación, le infundió en su rostro el soplo de la vida, quiso darle compañera, a la cual sacó del costado del mismo varón mientras éste dormía. Con lo cual quiso el providentísimo Dios que aquellos dos cónyuges fuesen el principio natural de todos los hombres, del cual se propagase el género humano, y por continuas procreaciones se conservase siempre.

Y, para que esta unión entre el hombre y la mujer armonizase mejor con los sapientísimos designios de Dios, recibió y llevó desde este día en su frente una especie de marca y sello, a saber, dos cualidades principales y nobilísimas: la unidad y la perpetuidad.

Y esto lo vemos declarado y abiertamente confirmado en el Evangelio por la divina autoridad de Jesucristo, quien atestiguó a los judíos y a los Apóstoles, que el matrimonio, por su misma institución, no puede verificarse sino entre dos individuos solamente, o sea entre varón y mujer, que de los dos viene a hacerse como una sola carne; y que el vínculo conyugal está íntima y estrechamente enlazado por disposición de Dios, que nadie entre los hombres puede desatarlo o romperlo. “Se juntará (el hombre) a su mujer, y serán dos en una carne. Así que ya no son dos, sino una carne. Por tanto, lo que Dios juntó, el hombre no lo separe” [2].

[2]. Matth. XIX, 5, 6.

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[5.–] Pero esta forma del matrimonio, tan excelente y aventajada, empezó insensiblemente a corromperse y desaparecer entre los gentiles; y aun entre los mismos hebreos pareció como anublada y oscurecida. Pues prevaleció entre éstos la costumbre general de que a cada varón fuese lícito tener más de una mujer; y más tarde cuando “por la dureza de su corazón” [3], les concedió benignamente Moisés la facultad de repudiar, se abrió la puerta al divorcio.

En cuanto a la sociedad pagana, apenas parece creíble hasta qué punto denegaron y se corrompieron las nupcias; como que estaban expuestas a las corrientes de los errores de cada pueblo y a liviandades torpísimas. Todas las naciones, más o menos, parecieron olvidar la verdadera noción y origen del matrimonio, leyes que parecían útiles a la república, aunque no fuesen conformes a la naturaleza. Solemnes ritos, inventados al arbitrio de los legisladores, hacían que las mujeres llevasen el honesto nombre de esposa, o el torpe de concubina; y aun llegó a determinarse por autoridad de los jefes de la república a quiénes fuese, o no, permitido contraer matrimonio; estando muchas veces las leyes en contradicción con la equidad y la justicia. Además la poligamia, la poliandria y el divorcio, fueron causa de que el vínculo nupcial se relajase hasta el extremo.

Hubo también una gran perturbación en los derechos y obligaciones mutuas de los cónyuges, toda vez que el varón adquiría el dominio de la mujer, y se separaba de ella muchas veces sin causa alguna razonable; mientras que a él, precipitado en una sensualidad indómita y desenfrenada, le era impunemente permitido “discurrir por entre lupanares y siervas, como si de la dignidad, y no de la voluntad dependiese la culpa” [4]. Desbordado el libertinaje del marido, nada había más miserable que la mujer, sumida en tanta degradación, que se consideraba así como un mero instrumento adquirido para satisfacer la pasión o engendrar prole. Ni se tuvo por vergonzoso comprar y vender, como si fuesen cosas corporales [5], a las que habían de casarse, dándose a las veces al padre y al marido la facultad de castigar con la última pena a la esposa. La familia nacida de tales matrimonios, necesariamente había de estar o sojuzgada por el Estado, o constituida en propiedad del padre de familia [6], a quien las leyes habían investido también de la facultad no sólo de ajustar y disponer a su arbitrio las bodas de sus hijos, sino también de ejercer sobre ellos la bárbara potestad de vida y muerte.

[3]. Matth. XIX, 8.

[4]. Hieronym. Oper. tom. I, col. 455 [PL 22, 691].

[5]. Arnob. adv. Gent. 4 [sic, vid. lib. 1, cap. 64: PL 5, 805-806].

[6]. Dionys. Halicar, lib. III, c. 26, 27 [Roman Antiquities, Harvard University Press, 1948, 1, 386-393].

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[6.–] Pero a tantos vicios y tan grandes ignominias como afeaban el matrimonio, buscóse al fin, por disposición divina, la enmienda y la medicina; supuesto que Jesucristo, restaurador de la humana dignidad y perfeccionador de las leyes mosaicas, aplicó oportuno y acabado remedio. Porque ennobleció con su presencia las bodas de Caná que hizo memorables con el primero de sus milagros [7]; por lo cual, ya desde aquel momento adquirió el matrimonio el principio de una nueva santidad. Después lo restituyó a la nobleza de su primitivo origen, ya reprobando la costumbre de los hebreos, que abusaban de la pluralidad de las mujeres y de la facultad de repudiar, ya principalmente ordenando que nadie osara disolver lo que Dios había unido con vínculo perpetuo. Con cuyo motivo, después de responder a las objeciones deducidas de la ley mosaica, revistiéndose de la autoridad de supremo legislador, estableció lo siguiente acerca del matrimonio: “Dígoos que todo aquel que repudiare a su mujer, a no ser por causa de fornicación, y tomare otra, comete adulterio; y el que se casare con la que otro repudió, comete adulterio” [8].

[7]. Ioan. II, [8].

[8]. Matth. XIX, 9.

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[7.–] Mas todo aquello que la autoridad divina decretó y estableció acerca del matrimonio, lo transmitieron por escrito y más clara y distintamente a la posterioridad los Apóstoles, mensajeros de las divinas ordenanzas. Ahora bien: como emanado del magisterio apostólico, ha de tenerse todo aquello que “Nuestros Santos Padres, los Concilios y la tradición de la Iglesia universal han enseñando siempre” [9], a saber, que Cristo Nuestro Señor elevó el matrimonio a la dignidad de Sacramento; que al mismo tiempo hizo que los cónyuges, ayudados y fortalecidos por la gracia celestial que los méritos de Aquél consiguieron, alcanzasen la santidad en el mismo matrimonio; y que por medio de éste, admirablemente dispuesto a semejanza de su mística unión con la Iglesia [10], perfeccionó el amor natural y robusteció con el vínculo de la caridad divina la unión de suyo indisoluble entre marido y la mujer. “Vosotros, maridos, dice San Pablo a los Efesios, amad a vuestras mujeres como Cristo amó también a la Iglesia y se entregó a sí mismo a ella, para santificarla... Los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos... porque nadie aborreció jamás su carne; antes la mantiene y abriga, así como también Cristo a la Iglesia; porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se allegará a su mujer; y serán dos en una carne. Este sacramento es grande, mas yo digo en Cristo y en la Iglesia” [11].

Igualmente sabemos por enseñanza de los Apóstoles, que Cristo santificó e hizo inviolable la unidad e indisolubilidad propia del matrimonio en su primitivo origen. “A aquéllos que están unidos en matrimonio, dice el mismo San Pablo, no yo sino el Señor, que la mujer no se separe del marido, y si se separare, que se quede sin casar, o que haga paz con su marido” [12]. Y también: “la mujer está atada a su ley mientras vive su marido; pero si muriere su marido queda libre” [13]. Pues por estas causas fue el matrimonio “gran sacramento” [14] “y honesto para todos” [15], piadoso, casto y digno de veneración por ser la imagen y representación de altísimos misterios.

[9]. Trid. sess. XXIV, in pr. [1563 11 11a/4].

[10]. Trid. sess. XXIV, cap. 1 de refor. matr. [1563 11 11c/1-4].

[11]. Ad Ephes. V, 25 et seqq.

[12]. I Cor. VII, 10, 11.

[13]. Ibid. VII, 39.

[14]. Ad Eph. V, 32.

[15]. Ad Hebr. XIII, 4.

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[8.–] Y no concluye en esto su excelencia y perfección cristianas. Pues en primer lugar, se asignó a la unión matrimonial un fin mucho más noble y elevado que el que antes se le atribuyera; pues quedó establecido que se dirigiera, no sólo a propagar el género humano, sino a engendrar la prole de la Iglesia “con ciudadanos de los santos y domésticos de Dios” [16]: esto es, “para que se formase y educase el pueblo en la religión y el culto del verdadero Dios y Salvador nuestro Jesucristo” [17].

En segundo lugar, quedaron definidos los deberes, y señalados todos los derechos de cada uno de los cónyuges. Es a saber, que se hallen éstos siempre persuadidos del grande amor, fidelidad constante y solícitos y continuos cuidados que se deben mutuamente. El marido es el jefe de la familia, y cabeza de la mujer, la cual, sin embargo, por ser carne de la carne y hueso de los huesos de aquél, se sujete y obedezca al marido, no a manera de esclava, sino como compañera; de suerte que su obediencia sea digna al par que honrosa. Y tanto en el que manda como en el que obedezca, como quiera que representa el uno a Cristo y la otra a la Iglesia, sea el amor divino el constante regulador de sus obligaciones. Porque “el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia... Y así como la Iglesia está sometida a Cristo, así lo estén las mujeres a sus maridos en todo” [18].

En cuanto a los hijos, deben someterse y obedecer a sus padres y honrarlos por motivos de conciencia; y éstos a su vez consagran todos sus pensamientos y cuidados a la defensa y educación de aquéllos en la virtud. “Vosotros, padres... educadlos (los hijos) en la disciplina y corrección del Señor” [19]. Por donde se ve que no son pocos ni leves los deberes de los esposos; pero por la virtud que emana de este Sacramento, les son no sólo llevaderos, sino también agradables.

[17]. Catech. Rom. Cap. VIII [1566 09 25/15].

[18]. Ad Eph. V, 23-24.

[19]. Ad Eph. VI, 4.

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[9.–] Habiendo, pues, Jesucristo adornado de tal y tan gran excelencia al matrimonio, encomendó su régimen a la Iglesia. La cual, en todo tiempo y lugar, ejerció sus atribuciones sobre el matrimonio de los cristianos, de tal manera que aparecen aquéllas como propias suyas, no obtenidas por concesión de los hombres, sino recibidas de Dios, por voluntad de su Fundador. Ahora bien; no hay para qué demostrar con cuántos y cuán vigilantes cuidados ha procurado conservar la santidad del matrimonio para que no sufriese menoscabo su firmeza, pues son de todos bien conocidos. Y en verdad, sabemos que el Concilio de Jerusalén reprobó el amor disoluto y licencioso [20]; vemos a un ciudadano de Corinto condenado como incestuoso por la autoridad de San Pablo [21], y rechazados con la misma fuerza muchos adversarios del matrimonio cristiano, a saber: los gnósticos, maniqueos y montanistas, en los primeros tiempos de la Iglesia, y en nuestros días, los mormones, sansimonianos, falansterianos y comunistas.

Quedó asimismo constituido un mismo derecho matrimonial para todos, abolidas las antiguas diferencias [22], entre esclavos y libres, se igualaron los derechos del marido y de la mujer; pues, como decía San Jerónimo [23], “entre nosotros lo que no está permitido a las mujeres está prohibido también a los hombres, y éstos se hallan en la misma condición que aquéllas y soportan el mismo yugo”. Y estos mismos derechos quedaron sólidamente afianzados por la correspondencia en el amor y en los servicios mutuos. Fue amparada la dignidad de la mujer; se prohibió al marido castigar con muerte a la adúltera [24], y faltar impúdica y deshonestamente a la fe jurada.

Y lo que también es muy importante: limitó la Iglesia hasta un punto conveniente la potestad de los padres de familia, para que no pudiesen amenguar la justa libertad de sus hijos o hijas que quisieran casarse [25], decretó la nulidad del matrimonio entre consanguíneos [26] y afines dentro de ciertos grados, para que el sobrenatural amor de los cónyuges se difundiese por más espacioso campo, procuró cuanto pudo desterrar de las nupcias el error, la fuerza y el engaño [27], y quiso mantener sana y salva la castidad del tálamo, la seguridad de las personas [28], la integridad de la fe, el decoro de la unión conyugal [29] y la fidelidad al juramento [30]. Finalmente, fortaleció con tal vigor y con tan pródigas leyes esta divina institución, que nadie que de imparcial se precie, puede menos de conocer que también, bajo el punto de vista del matrimonio, es la mejor custodia y defensora del linaje humano la Iglesia, cuya sabiduría salió triunfante de la malicia de los tiempos, de la injusticia de los hombres y de las innumerables vicisitudes públicas.

No faltan, sin embargo, hombres que, ayudados por el enemigo de las almas, se empeñan en repudiar y en desconocer totalmente la renovación y perfección del matrimonio, así como desprecian ingratamente los demás beneficios de la Redención. Pecado fue de algunos antiguos el haber sido enemigos del matrimonio en algunas de sus partes; pero mucho más perniciosamente pecan en nuestro tiempo los que tratan de echar por tierra su naturaleza y destruirlo en todas y en cada una de sus partes.

[20]. Act. XV, 29.

[21]. I Cor. V, 5.

[22]. Cap. 1, de coniug. serv. [1159 0? 0?/1].

[23]. Oper. tom. I, col. 455 [PL (2)2, 691].

[24]. Can. Interfectores, et Can. Admonere, quaest. 2.

[25]. Cap. 30, quaest. 3 de cognat. spirit. [cfr. 1563 11 11c/1].

[26]. Cap. 8 de consang. et affin. [CI 2, 703-704]; cap. 1 cognatione legali [CI 2, 696].

[27]. Cap. 26 de sponsal. [CI 2, 670]; capp. 13, 15, 29 de sponsal. et matrim. [CI 2, 665-667, 671-672] et alibi.

[28]. Cap. 1 de convers. infid. [CI 2, 597-598]; capp. 5 et 6 de eo qui duxit in matr. [CI 2, 688-689].

[29]. Capp. 3, 5 et 8 de sponsal. et matr. [CI 2, 661-664]; Trid. sess. XXIV, cap. 3 de reform. matr. [CT 9, 969].

[30]. Cap. 7 de divort. [1199 05 01/1].

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[10.–] Y la causa de esto es, que imbuidos en las opiniones de la falsa filosofía y en las costumbres corrompidas de algunos, nada llevan tan a mal como sujetarse y obedecer; y trabajan con todas sus fuerzas para que no solamente los individuos, sino también las familias y la sociedad entera, desprecien soberbiamente el imperio de Dios. Conocen perfectamente que la fuente y origen de la familia y de la sociedad, es el matrimonio, y por esto mismo no pueden sufrir que esté sujeto a la jurisdicción de la Iglesia; por el contrario, se empeñan en desnudarlo de toda santidad y colocarlo en el número de aquellas cosas que fueron instituidas por los hombres y son administradas y regidas por el derecho civil de los pueblos.

Necesariamente había de seguirse de esto, el que diesen a los príncipes seculares un derecho completo a los matrimonios, quitándoselo totalmente a la Iglesia, la cual, si alguna vez ha ejercido su potestad en la materia, ha sido según ellos, o por condescencia de los príncipes, o indebidamente; pero ya es tiempo, dicen, de que los que gobiernan la república vindiquen varonilmente sus derechos, comenzando a intervenir según su arbitrio, en todo cuanto diga relación al matrimonio. De aquí han nacido los que vulgarmente se llaman matrimonios civiles; de aquí las leyes consabidas sobre las causas que impiden el matrimonio; de aquí las sentencias judiciales sobre contratos conyugales válidos o viciosos. Finalmente, con tanto estudio ha sido quitada toda facultad a la Iglesia Católica para determinar sobre el matrimonio que ya no se tiene en cuenta ni su potestad divina, ni las leyes previsoras con las cuales tanto tiempo ha vivido la sociedad, a la cual juntamente con la sabiduría cristiana, llegó la luz de la civilización.

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[11.–] Empero los Naturalistas, y todos aquellos que más se glorían de inclinarse ante el pueblo, y que se empeñan en sembrar en él la mala doctrina, no pueden evitar la nota de falsedad. Teniendo el matrimonio a Dios por autor, y habiendo sido desde el principio sombra y figura de la Encarnación del Verbo Divino, por esto mismo tiene un carácter sagrado, no accidental, sino ingénito, no recibido de los hombres, si impreso por la misma naturaleza. Por esto Nuestros predecesores Inocencio III [31] y Honorio III [32] no injusta ni temerariamente pudieron afirmar que el sacramento del matrimonio existe entre fieles e infieles. Esto mismo atestiguan los monumentos de la antigüedad, los usos y costumbres de los pueblos que más se aproximaron a las leyes de la humanidad y tuvieron más conocimiento del derecho y de la equidad; por la opinión de éstos consta que cuando trataban del matrimonio, no sabían prescindir de la religión y santidad que le es propia. Por esta causa las bodas se celebran entre ellos con las ceremonias propias de su religión, mediando la autoridad de sus pontífices y el ministerio de sus sacerdotes. ¡Tanta fuerza ejercía en esos ánimos, privados por otra parte de la revelación sobrenatural, la memoria del origen del matrimonio y la conciencia universal del género humano! Siendo, pues, el matrimonio, por su propia naturaleza y por su esencia, una cosa sagrada, natural es que las leyes por las cuales debe regirse y ordenarse, sean puestas por la divina autoridad de la Iglesia, que sola tiene el magisterio de las cosas sagradas, y no por el imperio de los príncipes seculares.

Además, hemos de considerar la dignidad del sacramento que caracteriza el matrimonio cristiano y que lo ennoblece y eleva a grandísima altura. Determinar y mandar lo que al sacramento pertenece, de tal modo es propio de la Iglesia por la voluntad de Cristo que es totalmente absurdo querer hacer participantes a los gobernantes de la cosa pública.

Finalmente, gran peso y mucha fuerza tiene la historia, que nos refiere clarísimamente cómo la Iglesia ejerció libre y constantemente la potestad legislativa y judicial de que venimos hablando, aun en aquellos tiempos en que inepta y ridículamente se finge que obraba por connivencia y consentimiento de los príncipes seculares. ¿Puede darse absurdo más increíble que el que Jesucristo Nuestro Señor hubiese condenado la inveterada costumbre de la poligamia y del repudio con una potestad delegada a Él por el procurador de la justicia o por el príncipe de los judíos? ¿Es creíble, ni aun verosímil, que San Pablo Apóstol hubiese declarado ilícitos los divorcios y nupcias incestuosas, mediante el consentimiento o mandato de Tiberio, Calígula y Nerón? Ni cabe en la mente de ningún hombre juicioso que la Iglesia hubiese promulgado leyes acerca de la santidad y solidez del matrimonio [33], sobre bodas entre esclavos y libres [34], impetrando para ello la facultad de los emperadores romanos, enemigos acérrimos del nombre cristiano, y quienes no tenían otros deseos que acabar, por medio de la fuerza y de la muerte, con la religión cristiana en su misma cuna; mucho más cuando aquel derecho, emanado de la Iglesia, disentía del derecho civil en tales términos, que Ignacio Mártir [35], Justino [36], Athenágoras [37] y Tertuliano [38],condenaban, por injustas y adulterinas, las bodas, a las cuales, sin embargo, favorecían las leyes imperiales.

Después que el poder vino a parar en los emperadores cristianos, los Sumos Pontífices y los Obispos congregados en Concilios, continuaron con la misma libertad y con entera conciencia de su derecho, mandando o prohibiendo lo que creyeron del caso y oportuno en aquellos tiempos, sin tener en cuenta que discrepase o no de las legislaciones y leyes que se dieron por los Concilios Iliberitano [39], Arelatense [40], Calcedonense,[41] Milevitano II [42] ypor otros sobre Impedimentos de vínculo conyugal, voto, disparidad de culto, de consanguinidad, de crimen y de pública honestidad; decretos y constituciones que distaban mucho de estar conformes con las leyes del imperio.

Y lejos de que los príncipes seculares se atribuyeran potestad alguna sobre los matrimonios cristianos, lo que hicieron fue reconocer y declarar que toda potestad acerca de ellos corresponde de derecho a la Iglesia. Efectivamente, Honorio, Teodosio el joven, Justiniano [43],no dudaron en confesar, que, en cuanto decía relación a los matrimonios, no les era lícito ser otra cosa que custodios y defensores de los sagrados cánones. Y si promulgaron algunos edictos acerca de impedimentos matrimoniales, dijeron paladinamente que lo habían hecho con permiso y autoridad de la Iglesia [44], cuyo juicio acostumbraron a inquirir y reverenciar en las controversias acerca de la honestidad, de los nacimientos [45], sobre divorcios [46], yfinalmente, sobre todo lo que en cualquier forma tuviese relación con el vínculo conyugal [47]. Así, pues, con indisputable razón definió el Concilio Tridentino que “la Iglesia tiene potestad de establecer impedimentos dirimentes [48], yque las causas matrimoniales pertenecen a los jueces eclesiásticos” [49].

[31]. Cap. 8 de divort. [1201 0? 0?/1].

[32]. Cap. 11 de transact. [1218 0? 0?/1].

[33]. Can. Apost. 16, 17, 18 [ed. Fr. Lauchert, J. B. C. Mohr (Leipzig, 1896), 3].

[34]. Philosophum. Oxon. 1851 [PG 16, 3386-3387].

[35]. Epist. ad Polycarp. cap. 5 [PG 5, 723-724].

[36]. Apolog. mai. n. 15 [PG 6, 349].

[37]. Legat. pro Christian. nn. 32, 33 [PG 6, 963-968].

[38]. De coron. milit. cap. 13 [PL 2, 116].

[39]. De Aguirre, Conc. Hispan., tom. I, cap. 13, 15, 16, 17 [CV, 4-5].

[40]. Harduin., Act. Concil. tom. I, can. 11 [0314 08 01/11].

17[41]. Ibid. can. 16.

18[42]. Ibid. can. 17.

19[43]. Novel. 137 [Iustinianus, Novellae, ed. C. E. Z. Lingenthal (Leipzig, 1881), vol. 2, 206].

10[44]. Fejer, Matrim. ex instit. Christ. Pest. 1835.

11[45]. Cap. 3 de ordin. cognit. [CI 2, 273-275].

12[46]. Cap. 3 de divort. [CI 2, 720].

[47]. Cap. 13 qui filii sint legit. [CI 2, 716].

[48]. Trid. sess. XXIV, can. 4 [1563 11 11b/4].

[49]. Ibid. can. 12 [1563 11 11b/12].

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[12.–] Ni prueba nada en contra la famosa distinción de los regalistas, con la cual disocian el contrato matrimonial del Sacramento, a fin de entregar el contrato en mano de los gobiernos civiles, reservando el Sacramento para la Iglesia; pero de ningún modo puede admitirse esta distinción, mejor dicho, disgregación; siendo cosa averiguada que en el matrimonio cristiano no puede separarse el contrato del Sacramento, y que por lo mismo no existe verdadero y legítimo contrato sin ser por el mismo hecho Sacramento. Jesucristo Nuestro Señor elevó el matrimonio a la dignidad de Sacramento y el matrimonio es el mismo contrato, si por ventura ha sido legítimamente celebrado.

Añádase a esto que el matrimonio es Sacramento por lo mismo que es señal Sagrada que causa la gracia, y que es la imagen de las místicas bodas de Cristo con la Iglesia, cuya forma y figura claramente expresa el vínculo de estrecha unión con el cual se unen entre sí el hombre y la mujer, y que no es otra cosa que el mismo matrimonio. Consta, pues, que, entre cristianos, todo matrimonio legítimo es en sí y por sí Sacramento, y que nada está más distante de la verdad que llamar al Sacramento cierto ornato del matrimonio, o cierta propiedad extrínseca que, al arbitrio de los hombres, pueda separarse del contrato. Por lo cual debemos confesar que, ni por la razón, ni por la historia de los tiempos, puede probarse que la potestad acerca de los matrimonios cristianos haya pasado a los príncipes seculares. Y si en esta materia ha sido violado el derecho ajeno, nadie podrá con verdad decir que ha sido violado por la Iglesia.

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[13.–] ¡Ojalá que los oráculos de los naturalistas, así como están llenos de falsedad y de injusticias, no fuesen también manantial fecundo de desdichas y calamidades! Muy fácil es comprender cuántos daños ha causado la profanación del matrimonio, y cuántos ha de causar en adelante a la sociedad.

Es un principio, una ley cierta, que lo instituido por Dios y la naturaleza es tanto más útil y saludable para nosotros, cuanto más íntegro e inmutable se conserva en su estado primitivo una vez que el Creador de todas las cosas, Dios, conoce perfectamente qué es lo que conviene a la institución y conservación de cada una de ellas; y de tal modo las ordenó que todas ellas producen los efectos convenientes. Pero si la temeridad o malicia de los hombres se empeña en perturbar el orden sabiamente constituido, entonces sucede que las cosas más útiles, o comienzan a ser dañosas, o dejan de ser provechosas, bien porque pierdan con la mudanza la eficacia de ayudar, o bien porque Dios quiera castigar de ese modo la soberbia y audacia de los mortales.

Y es indudable que los que niegan que el matrimonio sea sagrado y lo ponen, despojado de su santidad, entre las cosas profanas, pervierten el fundamento de la naturaleza y se oponen a los designios de la Divina Providencia, destruyendo en cuanto pueden lo instituido. No debe, pues, admirarse nadie si de estos ensayos insensatos e impíos nacen un sinnúmero de males, pues nada hay más pernicioso a la salud de las almas y al bienestar de la sociedad.

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[14.–] Si se considera qué fin ha tenido la institución divina de los matrimonios, se verá claramente que Dios ha querido poner en ellos las fuentes copiosas de la utilidad y salud pública. En verdad, además de ser el matrimonio el medio apto para la propagación del género humano, contribuye eficazmente a hacer dichosa y feliz la vida de los cónyuges, y esto por muchas razones, a saber: por la mutua ayuda en remediar sus necesidades, por el amor constante y fiel, por la comunidad de todos los bienes y por la gracia celestial que nace del Sacramento.

Del mismo modo es un medio eficacísimo para la felicidad de las familias, porque los matrimonios, cuando son conformes a la naturaleza y concuerdan con los consejos de Dios pueden indudablemente confirmar la paz entre los parientes, marcar la buena educación de los hijos, moderar la patria potestad teniendo a la vista el ejemplo de la potestad divina, hacer a los hijos obedientes a los padres, y a los criados sumisos a los señores. De esta clase de matrimonios pueden con derecho esperar las sociedades ciudadanos probos, que, acostumbrados a amar y reverenciar a Dios, tengan por deber el obedecer a los que mandan legítimamente: amar a todos y no hacer daño a nadie.

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[15.–] Estos frutos tan grandes y preciados produjo el matrimonio mientras conservó sus cualidades de santidad, unidad y perpetuidad, de las cuales recibe toda su fructuosa y saludable eficacia, y no debe dudarse que seguiría dando iguales frutos, si siempre y en todas partes se hubiese dejado a la autoridad y cuidado de la Iglesia, que es su mejor y más fiel custodio. Mas porque el capricho de los hombres quiso sustituir por el derecho humano el derecho natural y divino, no sólo empezó a borrarse la elevadísima idea del matrimonio que la naturaleza había impreso y registrado en el corazón de los hombres, sino que también en los mismos matrimonios de cristianos, por los vicios de los hombres, se ha debilitado mucho aquella fuerza madre de grandes bienes.

¿Qué bienes pueden, pues, esperarse de los matrimonios que empiezan desterrando a la religión cristiana, que es madre de todos los bienes, fuerza para llegar a las mayores virtudes, y que excita e impele los ánimos a todo género de acciones nobles y generosas? Desechada y ahuyentada la religión, es inevitable que los matrimonios caigan otra vez en la servidumbre de la corrompida naturaleza humana y de las peores y más dominantes pasiones, quedándoles sólo la protección de la honestidad natural. De esta fuente han brotado múltiples males, que no sólo han influido en el hogar de las familias, sino también en las sociedades. Pues perdido el saludable temor de Dios y olvidado el cumplimiento de los deberes, que en ninguna parte ha sido nunca tan recomendado como en la religión cristiana, sucede lo que inevitablemente debe suceder, que apenas parecen soportables las cargas y las obligaciones del matrimonio y que muchos quieren librarse de un vínculo que creen que les une tan sólo por su voluntad y por derecho humano, apenas aparecen la discordia o la fe violada por el otro cónyuge y el mutuo consentimiento u otras muchas causas les mueve a querer recobrar su libertad. Y si por ventura las leyes prohíben satisfacer estos malos deseos, entonces proclaman que las leyes son inicuas e inhumanas y que están en pugna con el derecho de los ciudadanos libres, por cuya causa generalmente les parece que deben ser anticuadas y derogadas, y sustituidas por otra ley más humana que permita el divorcio.

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[16.–] En verdad, los legisladores de nuestros días, distinguiéndose por su tenacidad y sagacidad en la defensa de esos mismos principios, no pueden defenderse, aunque grandemente lo quieran, de la temeridad de los hombres de que hemos hablado, por lo cual se ven obligados a transigir con las circunstancias de los tiempos y a conceder la facultad del divorcio. La historia misma lo enseña: dejando a un lado otros ejemplos, recordemos que a fines del siglo pasado, durante la revolución francesa, cuando toda sociedad era profanada, y Dios alejado de todas partes, se decretaron leyes que legalizaban las separaciones de los cónyuges. Y hoy mismo desean muchos renovar las leyes por lo mismo que desean quitar a Dios y a la Iglesia toda participación en el matrimonio, creyendo neciamente que el mejor remedio de la corrupción de costumbres debe buscarse en esta clase de leyes.

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[17.–] En realidad, apenas puede explicarse cuántos males contienen en sí mismo los divorcios. Porque por su causa se hacen mudables las alianzas matrimoniales, se debilita la mutua benevolencia, están siempre en pie perniciosos incentivos de infidelidad, se perjudica la educación e instrucción de los hijos, se da perpetua ocasión de disolver la sociedad doméstica, se esparcen las semillas de las discordias entre las familias, se disminuye y se hecha a pique la dignidad de las mujeres que caen en el peligro de ser abandonadas por sus maridos, cuando éstos hayan satisfecho sus torpes deseos. Y porque, para perder las familias y destruir las fuerzas de un reino, nada sirve tanto como la corrupción, fácilmente se comprende que los divorcios son contrarios a la prosperidad de las familias y de la sociedad, los cuales nacen de las depravadas costumbres de los pueblos, y como lo enseña la experiencia, dejan el camino expedito y la puerta abierta a las costumbres más viciosas de la vida pública y privada.

Y mucho más se verá la gravedad de estos males, si se considera que no hay freno tan poderoso que, una vez concedida la facultad de divorcio, pueda encerrarla dentro de ciertos y determinados límites. Grande es, en suma, la fuerza del ejemplo, mayor que el de las pasiones, y con estos incentivos sucede inevitablemente que, extendiéndose cada día más la propensión al divorcio, invada el ánimo de muchos, propagándose como enfermedad contagiosa o como torrente que se desborda, rompiendo todos los obstáculos.

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[18.–] Todas estas cosas son ciertamente muy claras, pero lo serán todavía más con el recuerdo de hechos pasados. Apenas ofrecieron las leyes seguro camino para los divorcios, se vio cuánto aumentaron las disensiones matrimoniales, los odios y las separaciones, llegando a tal punto la inmoralidad que a éstos se siguió, que los mismos defensores del divorcio se hubieron de arrepentir y se convirtieron en defensores de la indisolubilidad; pues, si con leyes contrarias no se hubiese puesto remedio a tan graves males, hubiera debido temerse que la sociedad viniese a su completa ruina.

Dicen que los antiguos romanos se horrorizaron cuando ocurrieron los primeros casos de divorcio. Mas al poco tiempo languideció en ellos el sentimiento de la honestidad, y extinguióse por completo el pudor moderador de las concupiscencias y comenzóse a violar la fe conyugal con tan desenfrenada licencia, llegando el caso, que leemos en no pocos autores de que muchas mujeres contasen sus años de vida, no por los cónsules, sino por los maridos que habían tenido. Del mismo modo entre los protestantes se dictaron ciertamente, al principio, leyes que señalaban algunas causas por las cuales podía efectuarse el divorcio; éstas, sin embargo, a causa de la semejanza que existe entre ciertas cosas, vinieron a crecer tanto entre los alemanes, americanos y otros, que todos los que no eran necios grandemente, creyeron que debían llorar sobre la depravación de costumbres y la intolerable temeridad de las leyes. Y no sucedió de otro modo en las naciones católicas, en que, por haberse dado lugar al divorcio, fueron tantos los males que se siguieron que su espantoso número superó excesivamente la opinión de los legisladores, pues la maldad de muchos llegó a tal punto, que se entregaron a todo género de crueldades, injurias y adulterios, que luego servían de pretexto para disolver impunemente el vínculo matrimonial, que había llegado a serles de todo punto insoportable; y todo esto con tanto detrimento de la moral pública, que todos juzgaron ser necesario establecer cuanto antes leyes que remediasen tantos daños.

¿Y quién duda que los efectos de las leyes que favorecen el divorcio serán igualmente calamitosos si llegan a ponerse en práctica en estos tiempos? No está ciertamente en manos de los hombres cambiar la índole y forma natural de las cosas; por lo cual interpretan mal y desacertadamente juzgan de la pública felicidad los que piensan que impunemente puede trastornarse el orden natural del matrimonio, y dejando a un lado la santidad de la religión y del Sacramento, quieren rehacer y desfigurar el matrimonio con más torpeza de lo que lo hubieran hecho los paganos. Con razón pueden temer las familias y la humana sociedad, si no se muda de parecer, verse arrojadas en el abismo de la más completa disolución, que es el propósito deliberado de socialistas y comunistas. Por donde puede verse cuán repugnante y absurdo es esperar la felicidad de los divorcios, que con seguridad conducen siempre a las sociedades a una ruina cierta.

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[19.–] Ha de confesarse, pues, con sinceridad, que la Iglesia ha merecido bien en gran manera de todos los pueblos, por su solicitud en velar por la santidad y perpetuidad del matrimonio; y no son pocas las gracias que se le deben por haber protestado en estos últimos cien años contra las leyes civiles que en esta materia grandemente han pecado [50]; por haber anatematizado la pésima herejía de los protestantes, en punto a divorcios y repudios [51]; por haber condenado de muchos modos la separación matrimonial, usada entre los griegos [52]; por haber declarado vanos y de ningún valor los matrimonios contraídos con la condición de separarse los cónyuges en un día dado [53]; y, finalmente, por haber hecho frente, desde los primeros tiempos, a las leyes imperiales que favorecían perniciosamente los divorcios y repudios [54]. Los Sumos Pontífices, que tantas veces resistieron a príncipes poderosísimos que pedían con amenazas la ratificación por la Iglesia de los divorcios que habían llevado a cabo, deben ser considerados, no sólo como defensores de la integridad religiosa, sino también como protectores de las sociedades y de los pueblos. A este propósito, toda la posteridad se llenará de admiración al considerar los documentos enérgicos y vigorosos dados a luz por Nicolás I contra Lothario; por Urbano II y Pascual II contra Felipe I, rey de Francia; por Celestino III e Inocencio III contra Alfonso de León y Felipe II, príncipe de las Galias; por Clemente VII y Pablo III contra Enrique VIII; finalmente, por Pío VII, Pontífice Santísimo y esforzado, contra Napoleón I, engreído con la fortuna y grandeza de su imperio.

[50]. Pius VI, epist. ad Episc. Lucion. 28 Maii 1793 [1793 05 28/1-9].–Pius VII, litter. encycl. die 17 Febr. 1809 [1809 02 17/1], et Const. dat. die 19 Iul. 1817.–Pius VIII, litter. encycl. die 24 Maii 1829 [1829 05 24/10].–Gregorius XVI, Const. dat. die 15 Augusti 1832 [1832 08 15/8].–Pius IX, alloc. habit. die 27 Sept. 1852 [1852 09 27/3].

[51]. Trid. sess. XXIV, can. 5 et 7 [1563 11 11b/5 y 7].

[52]. Concil. Floren., et Instr. Eug. IV ad Armenos [1439 11 22/10].–Bened. XIV, Const. Etsi pastoralis, 26 Maii 1742 [1742 05 26/2-3].

[53]. Cap. 7 de condit. appos. [CI 2, 684].

[54]. Hieron., epist. 79 ad Ocean. [PL (2)2, 657].–Ambros., lib. VIII in cap. 16 Lucae, n. 5 [PL 1857]. –August., de nuptiis cap. 10 [PL 44, 420].

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[20.–] Siendo todo lo cual así, si los gobernadores todos y los administradores de los Estados hubiesen querido seguir los dictámenes de la recta razón, de la verdadera ciencia, y contribuir a la utilidad de los pueblos, hubieran debido preferir dejar intactas las leyes del matrimonio, aceptar la cooperación de la Iglesia para tutela de las costumbres y prosperidad de las familias, a constituirse en enemigos suyos y acusarla falsa e inicuamente de haber violado el derecho civil.

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[21.–] Y esto con tanta más razón cuanto que no pudiendo la Iglesia Católica separarse en cosa alguna del cumplimiento de su deber y defensa de derecho, suele, por eso mismo, ser más propensa a la benignidad e indulgencia en todo aquello que es compatible con la integridad de sus derechos y santidad de sus deberes. Por esto jamás estableció nada acerca del matrimonio, sin tener antes en cuenta el estado de la sociedad y las condiciones de los pueblos y más de una vez mitigó en cuanto pudo lo prescrito por sus leyes, cuando a ello le impulsaron justas y graves causas. Por lo demás, no ignora la Iglesia, ni niega, que dirigiéndose el sacramento del matrimonio a la conservación y complemento de la sociedad humana, tenga conexión y parentesco con las mismas cosas humanas, que se siguen del matrimonio, pero que versan sobre cosas de derecho civil, de las cuales cosas razonablemente conocen y decretan los que presiden el gobierno del Estado.

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[22.–] Pero nadie duda que Jesucristo, fundador de la Iglesia, quiso que la potestad sagrada fuera distinta de la civil, y que ambas tuvieran camino libre y expedito para moverse en su terreno propio; pero con esta circunstancia, que interesa a ambas y a todos los hombres, que hubiese una mutua concordia y unión entre ellas respecto de las cosas, que son, aunque por diverso motivo, de derecho y juicio común de tal manera que la autoridad humana dependiese oportuna y convenientemente de la autoridad divina.

Con esta concordia, y casi armonía, no sólo se consigue que vivan perfectamente las dos potestades, sino que también se obtiene el modo oportunísimo y eficacísimo de ayudar a los hombres en lo que toca a las acciones de la vida y a la esperanza de la salvación eterna.

Porque, según hemos demostrado en nuestra anterior encíclica, así como la inteligencia del hombre, cuando armoniza con la fe cristiana, se ennoblece grandemente y llega a ser mucho más capaz de evitar y combatir el error, mientras que la fe, por su parte, recibe de la inteligencia ayuda valiosa: así también, cuando la autoridad civil está de acuerdo con el poder sagrado de la Iglesia en amistosa armonía, este acuerdo proporciona necesariamente grandes ventajas a ambos poderes. En efecto, la dignidad de la Iglesia se acrecienta de esta manera y, cuando la religión le sirve de guía, el gobierno permanece siempre justo; al mismo tiempo, esta armonía proporciona a la Iglesia defensas y protección que redundan en beneficio de los fieles.

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[23.–] Nos, así conmovidos por la consideración de estas cosas, así como en otras ocasiones lo hemos hecho con diligencia, así en la presente exhortamos a los príncipes con toda la eficacia de Nuestro corazón a la amistad y a la concordia, y somos los primeros en alargarles con paternal benevolencia Nuestra diestra ofreciéndoles el auxilio de Nuestra suprema potestad, tanto más necesario en estos tiempos, cuanto el derecho de mandar está más debilitado en la opinión de los hombres. Invadidos los ánimos de la más procaz libertad y despreciando con el mayor descaro todo yugo de imperio por legítimo que sea; la salvación pública exige la unión de las fuerzas de ambas potestades para conjurar los males que amenazan no sólo a la Iglesia, sino también a la sociedad civil.

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[24.–] Pero cuando predicamos con tan buena voluntad la unión y rogamos a Dios, Príncipe de la Paz, que infunda en el ánimo de todos los hombres el amor de la concordia, no podemos menos, Venerables Hermanos, de citar más y más vuestra virtud, vuestro cuidado y vigilancia, que no dudamos son grandes en vosotros. En cuanto de vosotros dependa, en cuanto podáis con vuestra autoridad, procurad que permanezca íntegra e incorrupta entre los fieles encomendados a vuestros cuidados la doctrina que Cristo Nuestro Señor y los Apóstoles intérpretes de su voluntad celestial enseñaron y que la Iglesia Católica guardó religiosamente y mandó guardar en todo tiempo a los fieles cristianos.

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[25.–] Emplead vuestros principales cuidados en que los pueblos conozcan el mayor número posible de preceptos de la sabiduría cristiana, en que no olviden nunca que el matrimonio fue instituido desde el principio, no por la voluntad de los hombres, sino por la autoridad y disposición de Dios y bajo la precisa ley de que ha de ser uno con una; que Jesucristo, autor de la Nueva Alianza, lo elevó de contrato natural a sacramento; y que, por lo que toca al vínculo, dio a su Iglesia la potestad legislativa y judicial. Ha de precaverse con sumo cuidado en esta materia, que los entendimientos de los fieles no sean inducidos a error por las falaces enseñanzas de los que dicen haber perdido la Iglesia esta potestad.

Igualmente debe ser cosa para todos cierta, que si alguna unión se contrae entre los fieles de Cristo fuera del Sacramento no tiene razón ni fuerza de verdadero matrimonio; y aun cuando se haya verificado convenientemente dicha unión por las leyes civiles, nunca será esto más que un rito o una costumbre introducida por el derecho civil; pues por el derecho civil tan sólo puede ordenarse y administrarse aquello que el matrimonio lleva consigo por su misma especie en el terreno civil, y nada puede llevar consigo, no existiendo la razón suficiente del matrimonio, que consiste en el vínculo nupcial, y es su verdadera y legítima causa.

Importa mucho a los esposos conocer todas estas cosas con perfección y estar bien penetrados de ellas para que puedan, tácitamente, prestar su obediencia a las leyes, a lo cual de ningún modo se opone la Iglesia, que quiere que el matrimonio surta sus efectos en todo y por todo, y que sus hijos no sufran ninguna clase de perjuicios. Pero en medio de tanta confusión de opiniones que cada día se multiplican más y más, no es menos nece sario comprender que la disolución, entre fieles, del matrimonio rato y consumado, no es posible a nadie, y que por lo mismo, son reos de manifiesto crimen, aquellos cónyuges que, por más causas que puedan existir, se atan con nuevo vínculo de matrimonio, antes de disolverse el primero por la muerte.

Y si las cosas llegasen a tales extremos, que la cohabitación se hiciese imposible, entonces la Iglesia deja que cada uno de los cónyuges obre separadamente el uno del otro, y con los cuidados y remedios que pone en práctica, acomodados a la condición de los cónyuges, procura suavizar los inconvenientes de la separación y nunca sucede que deje de trabajar por la concordia y unión o que desespere de conseguirla. Mas éstos son casos a que difícilmente se llegaría si los esposos, no dejándose llevar de la pasión, sino pensando seriamente las obligaciones de los cónyuges, teniendo en cuenta las causas nobilísimas que deben presidir el matrimonio, se acercasen a él con las debidas intenciones, y no se anticipasen a las bodas irritando a Dios con una serie no interrumpida de pecados.

Y para decirlo todo en pocas palabras, los matrimonios tendrán por efecto una constancia plácida y tranquila cuando los cónyuges se acerquen a él con el espíritu religioso que da al hombre la fortaleza de ánimo invicto, que hace que los vicios que puedan existir en ellos, que las diferencias de carácter, que el peso de los cuidados maternos, que la trabajosa solicitud de los hijos se consideren como compañeros inseparables de la vida, y se sufran todas las adversidades y trabajos no sólo con moderación, sino también con buena voluntad.

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[26.–] También debe evitarse contraer matrimonio con personas que no son católicas, pues apenas es posible la paz entre esposos que disienten en materia de religión. Semejantes matrimonios deben meditarse con sumo cuidado, principalísimamente porque dan ocasión a juntarse y comunicar en cosas sagradas con quien no es lícito; crean un peligro a la religión del cónyuge católico; sirven de impedimento a la buena educación de los hijos e inclinan frecuentemente los ánimos a medir por un rasero todas las religiones, olvidando la diferencia que hay entre lo falso y lo verdadero.

Por último comprendiendo bien que ninguno debe ser ajeno a Nuestra caridad, recomendamos a la autoridad de la fe y a vuestra piedad, Venerables Hermanos, a aquellos miserables que, arrebatados por el ímpetu de sus pasiones y olvidados de su eterna salvación, viven mal y en pecado, unidos con el vínculo de ilegítimo matrimonio. Desplegad vuestro celo en atraer estos hombres a su deber y, ya por vosotros mismos inmediatamente, ya interpuesta la mediación de personas cristianas, trabajad por todos los medios posibles para hacerles comprender que han obrado culpablemente, que deben hacer penitencia y determinarse a contraer un matrimonio verdadero, acomodándose al rito católico.

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[27.–] Os resultará fácil comprender, Venerables Hermanos, que estas enseñanzas y preceptos relativos al matrimonio cristiano, que Nos juzgamos necesario proporcionaros por la presente Carta, tienen por objeto no sólo la salvaguardia de la sociedad civil, sino, además, la salvación eterna de los hombres. Quiera Dios que todos reciban por doquier estas enseñanzas con docilidad y sumisión tanto mayores cuanto mayor es su trascendencia e importancia para las almas. Con esta finalidad, imploremos todos, con oración fervorosa y humilde, el auxilio de la Inmaculada Concepción, a fin de que la Santísima Virgen inspire a las almas la sumisión a la fe, y se muestre Madre y Auxiliadora de los hombres. Invoquemos también con fervor a San Pedro y San Pablo, príncipes de los Apóstoles vencedores de la superstición, propagadores de la verdad; y roguémosles que salven, con su protección poderosa, al género humano de la inundación de los errores que están renaciendo todos los días.

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[28.–] Mientras tanto, y como señal de los dones del Cielo y testimonio de Nuestra singular benevolencia, enviamos de todo corazón la Bendición Apostólica a todos vosotros, Venerables Hermanos, y a los pueblos confiados a vuestra solicitud.

Dado en Roma, en San Pedro, el día 10 de febrero del 1880, segundo año de Nuestro Pontificado.

[EM, 143-198]