INICIO CRONOLOGICO DOCUMENTOS ESCRITURA CONCILIOS PAPAS AUTORES LUGARES MATERIAS EDICIONES
EDITORES

[1271] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA FAMILIA, AL SERVICIO DE LA VIDA Y DE LA CIVILIZACIÓN DEL AMOR

De la Homilía en la Misa para las Familias, Cali (Colombia), 4 julio 1986

1986 07 04 0001

1. [...] Es un hecho consolador para la Iglesia recordar ahora que esta ciudad, fundada bajo el amparo maternal de María, se ha ido desarrollando sobre la base de familias cristianas que tuvieron como ideal la unidad, la fidelidad, el servicio a los demás, el trabajo emprendedor. Es también una realidad que la familia, con todos sus valores e ideales, humanos y cristianos, contribuyó a formar la nacionalidad colombiana. Las raíces cristianas de la familia han penetrado profundamente y, ante el vendaval de la violencia, Colombia sigue manteniéndose firme gracias a la solidez que le da el núcleo familiar, como transmisor fidedigno de los valores humanos y de la fe cristiana.

1986 07 04 0002

2. “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (3).

La liturgia de la Palabra nos invita a contemplar, en sus albores, los “comienzos” del hombre sobre la tierra; primeramente en el pensamiento y en los designios de Dios, luego en la creación y finalmente en la bendición. Todos recordamos este relato maravilloso del Libro del Génesis que nos muestra a Dios dando culmen a la obra de la creación.

Obedeciendo a su palabra, había desaparecido el caos inicial; la misma palabra divina había ido poniendo orden en el universo hasta poblarlo de lumbreras y de toda clase de seres vivientes. A continuación, como descorriendo un velo, he aquí que el autor sagrado sorprende, por así decirlo, al Creador en ese diálogo íntimo –vestigio revelador de la Familia divina–, con el cual pone broche final a la narración: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.

Para seguir más de cerca el desarrollo de la narración y asimilar mejor su profundo significado, vamos a reflexionar juntos sobre los tres momentos que aparecen en el texto sagrado:

En primer lugar, amadísimos hermanos, el texto del Génesis presenta al hombre, a la humanidad, a todos nosotros, dentro del pensamiento de Dios, objeto de sus designios. Hemos sido hechos según un proyecto original, concebido en el seno de su sabiduría infinita: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza 4.

He aquí la razón más alta de la dignidad humana. Somos expresión del corazón de Dios vivo, revelación de sus eternos designios, que no son sino los de comunicar con el hombre, hacernos imagen suya.

Hombre y mujer, hechos a imagen divina, fueron pensados desde el principio para prolongar en el tiempo el diálogo de amor existente en el corazón de Dios y transmitir su palabra creadora, que es fuente de vida, al igual que –en glosa de Santo Tomás– la llama de una antorcha va propagando el fuego donde fue encendida (5).

En un segundo momento, el autor del Génesis nos relata la actuación del designio divino sobre el hombre: “Creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó, varón y hembra los creó” (6). La institución de la comunidad conyugal, conforme al plan divino, es el primer brote, la expresión primera de la vocación del hombre sobre la tierra. La primera comunidad humana lleva en sí la vocación a la unión con Dios y a la comunión de personas. El amor de Dios tendrá de este modo su reflejo no en la soledad del hombre (7), sino en su condición interpersonal, como una invitación interpersonal, como una invitación al diálogo con Dios mismo y con los demás.

A tal fin –y he aquí el tercer momento de la narración bí blica– desciende sobre hombre y mujer la bendición divina, expresión y signo del amor que crea el bien y se goza en él: “creced y multiplicaos, dominad la tierra” (8).

Al dar su bendición, Dios, antes que la posesión de la tierra, promete a la pareja humana la fecundidad y le confiere la misión de procrear y propagar la semilla de la vida, como fruto y signo del amor conyugal. La misma fecundidad del amor, el bien de los esposos y de la prole, han de ser vistos a la luz del favor de Dios, como reflejo de la imagen divina y signo del crecimiento progresivo en la comunidad de vida: “ya no son dos, sino una sola carne” (9). Y en el ocaso de aquel día, el más espléndido de la creación, el autor sagrado anota a modo de conclusión: “Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno” (10).

En rápidas secuencias hemos contemplado tres momentos de la creación, tan ricos de enseñanza para nosotros. Antes que nada el hombre es imagen de Dios; hombre y mujer, comunidad de diálogo y de vida, son semejanza del mismo Dios; en la bendición divina la posesión y el dominio sobre las demás criaturas no prevalecen, sino que ceden la primacía a la comunidad de vida, al amor.

Sería bueno que repasáramos con frecuencia este primer pasaje bíblico hasta que calara hondamente en nuestra mente y quedase grabado en los corazones. Porque, si miramos a nuestro alrededor, observamos que por desgracia esa escala de valores establecida por Dios es invertida con harta frecuencia en nuestro mundo de hoy.

El Señor nos está recordando en este día: Todos somos semejantes a Él; su amor al hombre nos hace semejantes a Él; las demás criaturas han sido destinadas a nuestro servicio, por eso, anteponer las cosas al bien de nuestros semejantes constituye una verdadera ofensa a Dios creador.

3. Gen. 1, 26.

4. Gen. 1, 26.

5. Cfr. S. THOMAE, Summa contra Gentes, 2, 46.

6. Gen. 1, 27.

7. Cfr. Gen. 2, 19 ss.

8. Ibid. 1, 28.

9. Matth. 19, 6.

10. Gen. 1, 31.

1986 07 04 0003

3. La lectura del Evangelio de San Juan que hemos escuchado es como un eco lejano de aquellos “comienzos” del Libro del Génesis. El Evangelista nos narra que se celebraba una boda en Caná de Galilea: “Estaba allí la Madre de Jesús, fue invitado Jesús, como también sus discípulos” (11).

Con el corazón lleno de fe, habéis escuchado, familias de Colombia, este significativo pasaje del Evangelio. Fue precisamente en aquella ocasión cuando Jesús “dio comienzo” a sus señales, es decir, a los grandes prodigios con los que inauguraba los tiempos mesiánicos.

“El maestresala... probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía...; entonces llamó al novio y le dijo: ...te has guardado el vino bueno hasta ahora” (12).

No es el joven de Caná el que ofrece el vino nuevo, sino Jesús. San Juan, que nos habla en su Evangelio a través de símbolos, nos está diciendo que la boda de Caná es ante todo un signo, el primer signo de la nueva alianza, de la nueva comunión de vida entre Dios y los hombres. Jesús es el esposo que comienza a manifestar su gloria mediante la señal del vino. La Madre de Jesús estaba allí y representa a la comunidad llamada a la alianza con Cristo Esposo; representa a todo el Pueblo de Dios, sobre cuyos miembros ejercerá, cuando llegue la hora, las funciones de madre. Jesús, pues, presente en Caná con su Madre, lleva a los nuevos esposos la misma bendición que al principio fue dada por Dios al hombre y a la mujer. El matrimonio, la familia, como el buen vino, ha de llevar el sello de la alianza única con Dios, de la comunión fecunda e indisoluble en el amor.

Con esta primera señal, el Señor nos invita también a nosotros a gustar este vino, esto es, la verdad sobre la vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta; la verdad sobre los esposos, alianza de amor como mutua entrega entre dos personas, “que exige plena fidelidad conyugal y reclama su indisoluble unidad” (13).

¿Dónde hallaremos ese vino bueno, ofrecido por el Señor a quienes han sido injertados en su familia? A esta pregunta podemos responder con San Agustín: “Cristo guardó hasta ahora su vino, es decir su Evangelio” (14). Nuestra bendición será, por tanto, la aceptación de la verdad de Cristo, y nuestra adhesión personal a Él, capaz de obrar en nuestros corazones el gran prodigio de “ser hijos de Dios, por haber creído en Él” (15).

En conclusión, a esta página de Caná podríamos considerarla como una gramática indispensable, en la que encontráis resumido en pocas líneas el Evangelio de los esposos: Cristo os ha bendecido y desea que seáis felices. Cristo y su Madre esperan de todo matrimonio que sea manifestación de esa gloria divina que acompaña a los nacidos de Dios.

Así es, amadísimos esposos colombianos. Con la bendición de Cristo, en vuestros hogares, desde su “comienzo”, estáis llamados a dilatar la morada del mismo Dios. Éste es vuestro Evangelio; ésta es vuestra ennoblecedora misión, la cual, responsablemente asumida y santificada por el sacramento, os asemeja a la unión de Cristo y su Iglesia. Así lo dice, usando expresiones certeras, San Pablo: “‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos un solo ser’16. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” (17).

“Haced lo que Él os diga”. Este suave toque de atención de María sea motivo de aliento para los matrimonios colombianos. La nueva Eva, Madre de los creyentes, quiere persuadiros a que abráis sin vacilar las puertas de vuestra mente y de vuestro corazón al hálito definitivo de Cristo y su Evangelio. La bendición divina inicial, recuperada para siempre por el Esposo, Jesús, “hecho semejante a nosotros y obediente hasta la muerte” (18), será fecunda verdad si vosotros, semejantes a Él, refrendáis la alianza de vuestra unión sacramental con un servicio auténtico, de por vida, a la comunión con Dios.

11. Io. 2, 1-2.

12. Ibid. 2, 9-10.

13. Cfr. IOANNIS PAULI PP. II, Familiaris consortio, 20 [1981 11 22/20].

14. S. AUGUSTINI, In Io. Evang. 9, 2: PL 35, 1459.

15. Io. 1, 12.

16. Gen. 2, 24.

17. Eph. 5, 32.

18. Cfr. Phil. 2, 7 ss.

1986 07 04 0004

4. A impulsos del aliento salvífico de esta bendición, los hombres son llamados a hacer de su vida en la tierra un servicio a la civilización del amor, como nos ha dicho hoy San Pablo: “Ceñíos el amor mutuo, que es el cinturón perfecto” (19).

La función de la familia es precisamente ésta: consagrarse al servicio del amor y de la vida, y consiguientemente actuar en pro de la vida y del amor.

En efecto, el matrimonio, en cuanto comunidad querida por Dios mismo (20), no se agota en un mero intercambio del consentimiento con valor humano y jurídico. Tanto el matrimonio, como la familia que de él nace, es una realidad que hunde sus raíces en los designios de Dios, expresión de su amor y de su poder creador. De ahí que el hombre y la mujer, al unir para siempre sus vidas, concreción de su “ser a imagen de Dios”, no pueden aprobar ingerencias extrañas a su fe, que mermen las exigencias del pacto de amor conyugal, el cual, incluso públicamente, ha de ser único y exclusivo, si de veras se quiere vivir con plena fidelidad al designio del Creador (21).

Así como Dios se realiza en el amor recíproco de las tres Personas de la Santísima Trinidad, así también el matrimonio y la familia deben ser comunidad de amor entre los cónyuges y los hijos.

De un matrimonio, de una familia fuerte y unida, donde esté presente el amor cristiano en toda su riqueza (22), cabe esperar una contribución efectiva a la civilización del amor: de un amor que tiene primariamente su expresión en el hogar, donde se vive como un solo corazón y una sola alma (23); de un amor que es como el vino nuevo para la vocación de los esposos: Si todos están volcados en el amor, alimentado en la conversación con Dios y revestido de compasión, de bondad, de dulzura y longanimidad (24), existirá también alegría serena, profunda y madura.

Se puede decir por tanto que, “desde el principio”, y más aún en conformidad con el mensaje de Cristo, la familia ha sido querida por Dios para ser radicalmente una comunidad al servicio del amor y de la vida.

Éste y no otro, hay que repetirlo, es el plan de Dios, que la Iglesia respeta y obedece, buscando por todos los medios fortalecer el amor y la unidad de la familia en servicio a la vida, a la sociedad, y sobre todo a la dignidad de los esposos y de sus hijos.

Como ya dije en mi Exhortación Apostólica sobre la misión de la familia cristiana en el mundo, la familia cristiana está insertada de tal forma en el misterio de la Iglesia, que participa, a su manera como comunidad íntima de vida y de amor, en la misión de salvación que es propia de la Iglesia (25).

A su vez, el matrimonio y la familia cristiana cumplen maravillosamente el designio de Dios, cuando se aprestan por sí mismos a sembrar y cultivar los valores del Evangelio.

El hogar, la familia –Iglesia doméstica–, han de ser también evangelizadores. En efecto, los esposos cristianos, por su bautismo y la confirmación y por la fuerza sacramental del matrimonio, tienen que transmitir la fe y llevar a la sociedad los valores que la transformen de acuerdo con el plan de Dios. Convencidos de que Cristo está presente en el hogar, deben ser los más aptos evangelizadores de sus hijos a quienes transmitirán su propia experiencia de fe con la palabra, pero sobre todo con el testimonio diario de su vida de esposos, de miembros de la Iglesia y de la sociedad.

Padres de familia: Vosotros debéis ser además los primeros catequistas y educadores de vuestros hijos en el amor. Si no se aprende a amar y a orar en familia, difícilmente después se podrá superar este vacío. La vida y la fe de vuestros hijos son tesoros incalculables que el Señor ha puesto en vuestras manos responsables. Mostradles el camino del bien y acompañadlos para que en los momentos de dificultad o de crisis vuestra firmeza en la fe, vuestro testimonio cristiano sea para ellos referencia obligada que avive la llama de su fe y el amor que vosotros sembrasteis en sus corazones. La evangelización y la catequesis que los esposos realizan en el seno de su familia tiene que hacerse en comunión eclesial. Los padres de familia tienen derecho y esperan con justa razón rectas orientaciones de sus Pastores en sus parroquias y comunidades mediante la predicación y una auténtica catequesis cristiana.

19. Cfr. Col. 3, 14.

20. Cfr. IOANNIS PAULI PP. II, Familiaris consortio, 11, c [1981 11 22/11].

21. Cfr. ibid. 11.

22. Cfr. Col. 3, 16.

23. Cfr. Act. 2, 44.

24. Cfr. Col. 3, 12.

25. IOANNIS PAULI PP. II, Familiaris consortio, 49-50 [1981 11 22/49-50].

1986 07 04 0005

5. Cuanto acabamos de decir a propósito del ámbito familiar, hemos de referirlo asimismo, como repercusión, a todas las demás formas de coexistencia y de convivencia entre los hombres.

Cuando dice el Apóstol: “La paz de Cristo reine en vuestros corazones”, estas palabras hemos de aplicarlas con no menor vigor doctrinal al corazón, al núcleo de toda asociación, movimiento o institución, y en definitiva a la sociedad en cuanto tal.

Pero no olvidemos que todos estos círculos de personas se nutren de la comunidad familiar donde brota, se robustece y consolida la civilización del amor. Cuando la institución familiar cruje o se viene abajo, los vínculos de la solidaridad se aflojan, se fomenta la disgregación allí donde la armonía y la paz son el clima más propicio para el bien común y, en conclusión, las células básicas de la sociedad irán expandiendo su condición enfermiza a todo el organismo.

Si la paz de Cristo no reina en el corazón mismo de la familia y la sociedad, los pueblos no sólo pierden pujanza y lozanía, sino que también se va perdiendo el respeto a la vida y a la dignidad humana. Es algo que he querido recordar en mi reciente Encíclica “Dominum et Vivificantem”. “Se hace cada vez más patente –decía– la grave situación de extensas regiones del planeta... Se trata de problemas que son no sólo económicos, sino también y ante todo éticos. En el horizonte de nuestra época se vislumbran ‘signos de muerte’ aún más sombríos; se ha difundido el uso... de quitar la vida a los seres humanos aun antes de su nacimiento o también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte” (26).

¡Madres colombianas! ¡Esposos responsables! Defended siempre la vida. Recordad cómo Jesús quiso ser reconocido por Juan el Bautista que aún estaba en el vientre materno, se alegró y saltó de gozo ante su presencia en las entrañas virginales de María.

Esposos y padres de familia: Defender la dignidad del amor es defender la sociedad. Atentan contra la familia las ideologías e instituciones que sicológicamente o con cualquier otra forma de coacción presionan a la pareja e inducen a las personas a cegar las fuentes de la vida y a negarse a acoger con amor una nueva existencia.

La paternidad y la maternidad responsables son prueba de amor y de servicio a la paz y a la vida.

26. IOANNIS PAULI PP. II, Dominum et vivificantem, 57.

1986 07 04 0006

6. Amadísimos colombianos: Si no nos decidimos a extirpar de nuestros corazones estas espinas punzantes, que ahogan en su propio germen el dinamismo de la vida, de la cultura y de la civilización, nuestra sociedad, la humanidad entera, se irá sumiendo en un progresivo entumecimiento de la conciencia de todos sus miembros e instituciones, deslumbrados sus ojos por engañosos modernismos o falsos progresos que niegan la verdad sobre el hombre y son propensos a ver en Dios un estorbo y no la fuente de liberación, la plenitud del bien. He ahí la falsa libertad que en vez de construir la paz y la civilización del amor, engendra sólo amargura y desolación (27).

27. Cfr. IOANNIS PAULI PP. II, Dominum et vivificantem, 37-38.

1986 07 04 0007

7. La paz en los corazones forma parte del reinado de Cristo, que es también supremacía de la verdad y de la justicia: paz en los corazones que es también amor social, cuando logra eficazmente la concordia entre las personas, las familias y las instituciones.

Hombres y mujeres que me escucháis: Todos juntos componéis la gran familia colombiana, deseosa de conseguir y disfrutar este bien insustituible, condición indispensable para defender y promover la vida en todos sus planos.

[Insegnamenti GP II, 9/2, 120-129]

 

© Javier Escrivá-Ivars y Augusto Sarmiento. Universidad de Navarra