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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[0329] • PÍO XI, 1922-1939 • DERECHOS DE LA IGLESIA Y LA FAMILIA EN MATERIA DE EDUCACIÓN

De la Alocución Ecco una, a los alumnos del Colegio Mondragone (Italia), 14 mayo 1929

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[7.–] El solo hecho de vuestra presencia nos causa una nueva y agradable comprobación y ésta Nos explica a su vez por qué estáis aquí. Vuestra presencia, en efecto, nos dice con qué responsabilidad, con qué afán los padres y madres de familia, de familia cristiana, han respondido a los requerimientos de la Iglesia. Desde los tiempos más remotos los padres cristianos han comprendido que, su deber, así como su principal interés, era aprovecharse de este tesoro de la educación cristiana que la Iglesia católica ponía a su disposición. Y por este motivo también en todos los tiempos las familias, los padres y madres cristianos, venían a llamar a las puertas de las escuelas y otros centros de educación e instrucción cristianas para confiarles sus hijos, grandes y pequeños, con entera confianza. Espectáculo verdaderamente admirable y que demuestra clara y elocuentemente, dos hechos del más alto valor: la Iglesia, de una parte, pone a disposición de las familias sus servicios de maestra y de educadora, y las familias, por otro lado, se afanan por aprovecharse y dan por centenares y millares sus hijos a la Iglesia. Y estos dos hechos implican y proclaman otra gran verdad, de una importancia inmensa en el orden moral y social. Proclamar que la misión de educar incumbe ante todo, por encima de todo y en primer lugar, a la Iglesia y a la familia, a la Iglesia lo mismo que a los padres y madres; les incumbe por un derecho natural y divino, y en consecuencia por un derecho que no permite derogación ni abstención ni alienación. El Estado sin duda no puede ni debe desinteresarse de la educación de los ciudadanos, pero solamente para contribuir a cuanto el individuo y la familia no puedan hacer por sí mismos. La función del Estado no es absorber, engullir, aniquilar al individuo y a la familia; eso sería absurdo, sería contrario a la naturaleza, puesto que la familia existe antes que la sociedad, antes que el Estado. El Estado no puede tampoco desinteresarse de la educación, pero su parte contributiva es una colaboración destinada a procurar lo que sea necesario y suficiente para ayudar y perfeccionar la acción de la familia, debe responder plenamente a los deseos del padre y de la madre, pero, por encima de todo, respetar el derecho divino de la Iglesia. En cierta medida se puede decir que su función es completar la labor de la familia y de la Iglesia, porque el Estado es, más que nadie, el que está provisto de los medios puestos a su disposición para las necesidades de todos: es justo, pues, que los emplee en favor de aquéllos que se lo proporcionan.

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[8.–] También es evidente que, en el terreno de la educación el Estado podrá formar profesionales y funcionarios conscientes, pero no podrá jamás producir vocaciones de vidas consagradas a la educación con entera y completa abnegación.

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[9.–] Y no somos Nosotros los que decimos que, para completar la tarea del Estado en el campo de la educación, sea necesario, conveniente u oportuno que el Estado forme conquistadores, que lance a sus hijos a la conquista. Si esto lo hace un Estado, todos podrían hacerlo. Y si todos los Estados lanzan sus ciudadanos a la conquista ¿qué sucedería? Sucedería, sin duda, que ese procedimiento contribuiría no a la pacificación sino a la conflagración universal. A menos que lo que se haya querido decir (y quizá es lo que se quiso decir) que hace falta educar la juventud en la conquista de la verdad y de la virtud, en cuyo caso estaríamos perfectamente de acuerdo. Pero donde no podríamos jamás estarlo es cuando se quiera oprimir, disminuir, negar ese derecho que la naturaleza y Dios respectivamente han dado a la familia y a la Iglesia en el campo de la educación. En ese punto, Nos no diremos que Nos somos intratables, porque mostrarse intratable no es una virtud. Nos somos intransigentes, tan intransigentes como lo seríamos si fuéramos forzados si nos preguntaran cuánto son dos más dos. Dos y dos son cuatro, y no es culpa nuestra que no sean tres, ni cinco, ni seis, ni cincuenta. Cuando se trata de salvar almas, de prevenir los grandes males capaces de perderlas, Nos nos sentimos llenos de valor para tratar incluso con el diablo en persona. Y es ciertamente para prevenir el mayor mal, como todos pueden saber fácilmente, que Nos hemos tratado, cuando llegó el caso de los exploradores católicos. Nos hemos hecho sacrificios para prevenir los mayores males, pero, Nos hemos mostrado el dolor que experimentamos al sufrir tan gran contradicción.

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[10.–] Como veis, queridos hijos, habéis venido en un momento propicio, en uno de esos encuentros que la Providencia pone con gran oportunidad y, digámoslo así, con una soberana elegancia. Nos hemos hablado de intransigencia cuando se trata de los principios y de los derechos que no pueden ponerse en discusión. Nos debemos añadir que no disponemos de medios materiales para apoyar nuestra intransigencia. Y esto, a su vez, no Nos disgusta, porque la verdad, el derecho, no tienen necesidad de medios materiales: poseen en sí mismos su propia fuerza irrefragable, inalterable, irresistible.