[0382] • PÍO XII, 1939-1958 • CONSAGRACIÓN DE LAS FAMILIAS AL CORAZÓN DE JESÚS
De la Alocución Quarantun anno, a unos recién casados, 19 junio 1940
1940 06 19 0003
[3.–] [...] ¡Hijo mío, dame tu corazón!1. Este llamamiento universal se dirige particularmente a la familia, porque son especiales los favores que a ésta le otorga el Corazón divino.
1. Prov. XXIII, 26.
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[4.–] El hombre, obra maestra del Creador, está hecho a imagen de Dios (2). Ahora bien, en la familia esta imagen adquiere, por decirlo así, una peculiar semejanza con el divino modelo, porque como la esencial unidad de la naturaleza divina existe en tres personas distintas, consustanciales y coeternas, así la unidad moral de la familia humana se actúa en la trinidad del padre, de la madre y de su prole. La fidelidad conyugal y la indisolubilidad del matrimonio constituyen un principio de unidad que puede parecer contrario a la parte inferior del hombre, pero es conforme a su naturaleza espiritual; por otro lado, el mandamiento dado a la primera pareja humana: creced y multiplicaos (1[3]), haciendo de la fecundidad una ley, asegura a la familia el don de perpetuarse a través de los siglos, y pone en ella como un reflejo de eternidad.
2. Gen. I, 26-27.
1[3]. Gen. I, 22.
1940 06 19 0005
[5.–] Las grandes bendiciones de la antigua Ley fueron prometidas y dadas a la familia. Noé no se salvó solo del diluvio, entró en el Arca “con sus hijos, su mujer y las mujeres de sus hijos” (2[4]), para salir de aquélla incólume con ellos (3[5]); después de lo cual, Dios bendijo a él y a su descendencia, a la que ordenó crecer y multiplicarse hasta llenar la tierra (4[6]). Las promesas hechas solemnemente a Abraham, se dirigían, como recordaba San Pablo en su carta a los Gálatas (5[7]), no solamente a él, sino a su progenie, que poseería la tierra prometida y se multiplicaría hasta hacer del patriarca el padre de muchas gentes (1[8]). Cuando Sodoma fue destruida a causa de su iniquidad, y precisamente de sus delitos contra la familia, el fiel Lot, advertido por los ángeles, fue librado con sus hijas y con sus yernos (2[9]). Heredero de las promesas y de las predilecciones del Altísimo, el rey David cantó la misericordia divina que se derramaba sobre su estirpe (3[10]) de generación en generación (4[11]) porque después de haberlo llamado cuando era un pastorzuelo y andaba tras de su rebaño, haberle dado un gran nombre y haberle librado de todos sus enemigos, el Señor le anunció que “formaría una casa”, es decir, una familia, y que tomaría cuidado de ella paternalmente: “cuando se cumplan tus días y tú duermas con tus padres, yo suscitaré después de ti a tu posteridad” (5[12]).
2[4]. Gen. VII, 7.
3[5]. Gen. VIII, 18.
4[6]. Gen. IX, 1.
5[7]. III, 16.
1[8]. Gen. XVy XVII.
2[9]. Gen. XIX, 12-14.
3[10]. Ps. XVII, 51.
4[11]. Ps. LXXXIX, 1.
5[12]. II Reg. VII, 8-12.
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[6.–] En la nueva Ley todavía se conceden a la familia nuevas gracias. El sacramento hace del matrimonio mismo un medio de mutua santificación para los cónyuges y un manantial inagotable de ayuda sobrenatural; hace a su unión símbolo de la unión entre Cristo y su Iglesia; les convierte en colaboradores de la obra creadora del Padre, de la obra redentora del Hijo, de la obra iluminadora y educadora del Espíritu Santo. ¿No es acaso ésta una verdadera predilección de Dios, un amor de su corazón, como cantaba el salmista al ver los pensamientos del Corazón divino a través de las generaciones humanas: “Cogitationes cordis eius in generatione et generationem”?1[13].
1[13]. Ps. XXXII, 11.
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[7.–] Pero no es esto todo. Este Corazón da y promete a las familias cristianas todavía más. Ante todo, ha querido ofrecerles un modelo, por decirlo así, más tangible e imitable que la sublime e inaccesible Trinidad. Jesús, “autor y consumador de la fe”, que renunció a los gozos humanos y, “dejando la alegría, sostuvo la cruz, sin hacer caso de la ignominia” (2[14]), gustó sin embargo la dulzura del hogar doméstico en Nazaret. Nazaret es el ideal de la familia, porque en ella la autoridad serena y sin asperezas se junta con una obediencia sonriente y sin indecisiones; porque la integridad se une allí a la fecundidad, el trabajo a la oración, el buen querer humano a la benevolencia divina. Éste es el ejemplo y el ánimo que Jesús os ofrece. Pero su Corazón os reserva a vosotros, cabezas de familia, de los siglos nuevos, bendiciones todavía más explícitas.
A las familias que se consagran a él, este Corazón divino se ha comprometido a asistirlas y protegerlas cuando se encuentren en cualquier necesidad. ¡Ah, cuántas necesidades, a veces bien duras, oprimen hoy a las familias, y cuántas las amenazan! Ninguna, acaso, puede decirse sin desventuras en el presente y sin preocupaciones en el porvenir, además de que en la familia el peligro de cada uno es inquietud de todos, y el peligro de todos aumenta la ansiedad de cada uno.
2[14]. Hebr. XII, 2.
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[8.–] Ahora es por lo tanto más oportuno que nunca el momento de dirigiros al Sagrado Corazón y de consagraros a él con todo lo que os es querido. Confiadle el nuevo hogar que habéis fundado y que no espera sino desenvolverse en la calma, aun en medio de las agitaciones del mundo exterior. Confiadle la casa que tal vez habéis debido abandonar, dejando a vuestros padres ancianos privados en adelante de vuestro apoyo. Confiadle la patria cuya tierra, fecundada con el sudor y acaso también con la sangre de vuestros abuelos, os pide que seáis generosos en servirla. Confiadle con Nos la santa Iglesia que tiene promesa de vida eterna y sabe que no sucumbirá a los asaltos del infierno, pero que llora como Raquel sobre muchos de sus hijos que ya no existen (1[15]), sobre tantos de sus templos destruidos, de sus sacerdotes impedidos en el ejercicio de su ministerio, sobre innumerables almas pobres, ovejas errantes entre las ruinas de su redil destruido o en el desierto del destierro, mientras las energías unidas del engaño y de la seducción se esfuerzan por apartarles del único verdadero Pastor divino.
1[15]. Ier. XXXI, 15.
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[9.–] Confiad, en fin, al Sagrado Corazón, la humanidad entera, esta humanidad dividida, lacerada, ensangrentada. Millares de hombres se han olvidado de su bautismo, acaso también de la ley esculpida por el Creador en el fondo de toda conciencia humana; que puedan volver a encontrar su recuerdo con un sentimiento de confusión dolorosa y, después de sus prevaricaciones, entrar de nuevo en su propio corazón: “Mementote istud et confundamini: redite, praevaricatores, ad cor!”1[16]. Que puedan, en este retorno a su pasado y al de sus abuelos, acordarse de que no hay sino un Dios y que Él es sin rival: “Recordamini prioris saeculi, quoniam ego sum Deus... nec est similis mei” (2[17]) Pero sobre todo, que mirando con amor la imagen del Sagrado Corazón, se acuerden de que este Dios sin igual se hizo igual a los hombres; que tiene un corazón semejante al suyo y herido de amor por ellos; que este Corazón, vivo en el tabernáculo, está siempre pronto a acoger su arrepentimiento y sus oraciones, siempre abierto para derramar sobre ellos, con la efusión de su sangre, la abundancia de sus gracias, únicas capaces de curar todas las miserias, de enjugar todas las lágrimas y de disipar todas las ruinas.
[FC, 85-90]
1[16]. Is. XLVI, 8.
2[17]. Ib., 9.
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[3.–] [...] “Praebe, fili mi, cor tuum mihi” (Prov XXIII, 26): Figlio mio, dammi il tuo cuore! Questo appello universale si indirizza particolarmente alla famiglia, perchè speciali sono i favori che ad essa accorda il Cuore divino.
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[4.–] L’uomo, capolavoro del Creatore, è fatto ad immagine di Dio (Gen I, 26-27). Ora nella famiglia questa immagine acquista, per così dire, una peculiare somiglianza col divino modello, perchè come la essenziale unità della natura divina esiste in tre persone distinte, consustanziali e coeterne, così la morale unità della famiglia umana si attua nella trinità del padre, della madre e della loro prole. La fedeltà coniugale e la indissolubilità del matrimonio cristiano costituiscono un principio di unità che può sembrare contrario alla parte inferiore dell’uomo, ma è conforme alla sua natura spirituale; dall’altro canto, il comandamento dato alla prima coppia umana: Crescete e moltiplicatevi (Gen I, 22), facendo della fecondità una legge, assicura alla famiglia il dono di perpetuarsi attraverso i secoli e mette in essa come un riflesso di eternità.
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[5.–] Le grandi benedizioni dell’antica Legge furono promesse e date alla famiglia. Noè non fu salvato solo dal diluvio; egli entró nell’arca “coi suoi figli, la sua moglie e le mogli dei suoi figli” (Gen VII, 7), per uscirne incolume con essi (Gen VIII, 18); dopo di che Dio benedisse lui e la sua discendenza, alla quale ordinò di crescere e moltiplicarsi, fino a riempire la terra (Gen IX, 1). Le promesse fatte solennemente ad Abramo erano indirizzate, come S. Paolo ricordava nella sua lettera ai Galati (III, 16), non solamente a lui, ma anche alla sua progenie, che avrebbe posseduto la terra promessa e si sarebbe moltiplicata sino a fare del Patriarca il padre di molte genti (Gen XV e XVII). Quando Sodoma fu distrutta a causa delle sue iniquità, e precisamente dei suoi delitti contro la famiglia, il fedele Lot, avvertito dagli angeli, fu risparmiato colle sue figlie e i suoi generi (Gen XIX, 12-14). Erede delle promesse e delle predilezioni dell’Altissimo, il re David cantó la misericordia divina, che si effondeva sulla sua stirpe (Ps XVII, 51) di generazione in generazione (Ps LXXXIX, 1). Giacchè, dopo averlo preso, piccolo pastore, mentre andava dietro al gregge, e avergli dato un nome grande, e averlo liberato da tutti i suoi nemici, il Signore gli annunciò che gli avrebbe “fatto una casa”, vale a dire una famiglia, e che ne avrebbe preso cura paternamente: “Quando saranno compiuti i tuoi giorni, e tu dormirai coi tuoi padri, io susciterò dopo di te la tua posterità” (II Reg VII, 8-12).
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[6.–] Nella nuova legge anche nuove grazie vengono largite alla famiglia. Il sacramento fa del matrimonio stesso un mezzo di mutua santificazione per i coniugi e una sorgente inesauribile di auti soprannaturali; rende la loro unione simbolo di quella fra Cristo e la sua Chiesa; li fa collaboratori all’opera creatrice del Padre, allanara redentrice del Figlio, all’opera illuminatrice ed educatrice dello Spirito Santo. Non è forse questa una vera predilezione di Dio, un amore del suo Cuore, come cantava il Salmista nel vedere i pensieri del Cuore divino attraverso le generazioni umane: “Cogitationes cordis eius in generatione et generationem”? (Ps XXXII, 11).
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[7.–] Ma non è tutto. Alle famiglie cristiane questo Cuore dà e promette anche di più. Innanzi tutto egli ha voluto offrire loro un modello, per così dire, più tangibile e imitabile che la sublime e inaccessibile Trinità. Gesù “autore e consumatore della fede”, il quale rinunziò alle gioie umane e, “propostosi il gaudio, sostenne la croce, non facendo caso della ignominia” (Hebr XII, 2), gustò nondimeno la dolcezza del focolare domestico a Nazareth. Nazareth è l’ideale della famiglia, perchè in essa l’autorità serena e senza asprezza si congiunge con una obbedienza sorridente e senza esitazione; perchè la integrità vi si unisce alla fecondità, il lavoro alla preghiera, il buon volere umano alla benevolenza divina. Ecco l’esempio e l’incoraggiamento che Gesù vi offre! Ma il suo Cuore riserva a voi, capi di famiglia dei secoli nuovi, delle benedizioni ancora più esplicite. Verso le famiglie, che si consacrano a Lui, questo Cuore divino si è impegnato ad assisterle e proteggerle, allorchè si troveranno in qualche necessità. Ahimè! quanti bisogni, talvolta ben duri, opprimono oggi le famiglie, quanti altri le minacciano! Nessuno forse può dirsi senza sventure nel presente e senza preoccupazioni per l’avvenire, e inoltre nella famiglia il pericolo di ciascuno diviene la sollecitudine di tutti e il pericolo di tutti aumenta l’ansietà di ciascuno.
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[8.–] Ora è dunque più che mai il momento di rivolgervi al Sacro Cuore e di consacrarvi a lui con tutto ciò che vi è caro. Affidate a lui il nuovo focolare, che avete fondato e che non attende se non di svilupparsi nella calma, pur in mezzo alle agitazioni del mondo esteriore. Affidate a lui la casa, che avete forse dovuto abbandonare, lasciandovi dei vecchi genitori privi nell’avvenire del vostro appoggio. Affidategli la patria, di cui la terra fecondata dal sudore, e forse anche dal sangue dei vostri avi, domanda pure a voi di essere generosi nel servirla. Affidategli con Noi la santa Chiesa, che ha promesse di vita eterna e sa che non soccomberà sotto gli assalti dell’inferno, ma che pure piange come Rachele sopra molti dei suoi figli che non sono più (Ier XXXI, 15), sopra tanti dei suoi templi distrutti, dei suoi sacerdoti impediti nell’esercizio del loro ministero, sulle innumerevoli povere anime, pecorelle erranti fra le rovine del loro ovile annientato o nei deserti dell’esilio, mentre gli sforzi uniti dell’inganno e della seduzione si studiano di stornarle dal solo vero Pastore divino.
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[9.–] Affidate infine la umanità intiera al Sacro Cuore, questa umanità divisa, lacerata, insanguinata. Migliaia di uomini sono divenuti dimentichi del loro battesimo, talvolta anche della legge scolpita dal Creatore nel fondo di ogni coscienza umana. Possano essi ritrovarne il ricordo con un sentimento di confusione dolorosa e, dopo le loro prevaricazioni, rientrare nel loro proprio cuore: “Mementote istud et confundamini: redite, praevaricatores, ad cor!” (Is XLVI, 8). Possano, in questo ritorno al loro passato ed a quello del loro avi, ricordarsi che non vi è che un Dio e che esso è senza eguale: “Recordamini prioris sae culi, quoniam ego sum Deus... nec est similis mei” (Ib., 9). Ma soprattutto, mirando con amore l’immagine del Sacro Cuore, si rammentino che questo Dio senza eguale si è fatto eguale agli uomini; che ha un cuore simile al loro e ferito di amore per loro; che questo Cuore, vivente nel tabernacolo, è sempre pronto ad accogliere il loro pentimento e le loro suppliche, sempre aperto a spargere su di essi, colla effusione del suo sangue, l’abbondanza delle sue grazie, sole capaci di guarire tutte le miserie, di asciugare tutte le lagrime e di riparare tutte le rovine.
[DR 2, 147-151]