[0408] • PÍO XII, 1939-1958 • LA AUTORIDAD EN LA FAMILIA: EL MARIDO Y LA MUJER
De la Alocución Quando alcuni, a unos recién casados, 10 septiembre 1941
1941 09 10 0001
[1.–] Cuando hace unos días, queridos recién casados, bajo la mirada de Dios y en presencia del sacerdote, haciéndoos ministros del gran Sacramento que recibíais, cambiasteis recíprocamente vuestro solemne y libre consentimiento en la obligación de indisoluble comunidad de la vida, sentisteis en ese sagrado acto, dentro de vuestra alma, que estabais y obrabais en condiciones de perfecta igualdad, de manera que el contrato matrimonial ha sido concluido entre vosotros con plena independencia, como entre personas que tienen derechos estrictamente iguales. Allí se manifestó vuestra dignidad humana en toda la grandeza de su libre voluntad.
Pero en aquel mismo momento fundasteis una familia. Ahora bien, toda familia es una sociedad de vida; toda sociedad bien ordenada requiere un jefe; toda potestad de jefe proviene de Dios. Por eso también la familia fundada por vosotros tiene un jefe investido por Dios de autoridad sobre aquélla que se le ha dado por compañera para constituir su primer núcleo, y sobre aquéllos que con la bendición del Señor vendrán a acrecentarlo y a alegrarlo, como vigorosos retoños alrededor del tronco del olivo.
1941 09 10 0002
[2.–] Sí; la autoridad del jefe de la familia viene de Dios, como vino de Dios a Adán la dignidad y la autoridad de primer jefe del género humano, dotado de todos los dones que había de transmitir a su progenie; por eso él fue formado primero, y Eva después; y, como dice San Pablo, Adán no fue engañado, sino que fue la mujer quien se dejó seducir y prevaricó (1). La curiosidad de Eva al mirar el hermoso fruto del Paraíso terrestre, y su conversación con la serpiente, ¡cuánto daño causaron al primer hombre, a ella misma, a todos sus hijos y a nosotros! A ella, además de multiplicarle los afanes y los dolores, Dios le dijo que quedaría sometida al marido (2). ¡Oh esposas y madres cristianas! No cedáis nunca al afán de usurpar el cetro de la familia. Vuestro cetro –cetro de amor– debe ser el que os pone en las manos el Apóstol de las gentes; el salvaros, mediante la procreación de los hijos, sí os conserváis en la fe, en la caridad y en la santidad, con modestia (1[3]).
1. I Tim. II, 13-14.
2. Gen. III, 16.
1[3]. I Tim. II, 15.
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[3.–] En la santidad, por medio de la gracia, los cónyuges están unidos con Cristo de un modo igual e inmediato. En verdad, aquéllos que han sido bautizados en Cristo y se han revestido de Él –escribía San Pablo–, son todos hijos de Dios, y no existe diferencia entre hombre y mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús (2[4]). En cambio, en la Iglesia y en la familia, en cuanto son sociedades visibles, la condición es diferente. Por eso el mismo Apóstol amonestaba: “Quiero que sepáis que la cabeza de todos los hombres es Cristo, y la cabeza de la mujer es el marido, y la cabeza de Cristo es Dios” (3[5]). Del mismo modo que Cristo, en cuanto hombre, está sometido a Dios, y todo cristiano está sometido a Cristo, del cual es miembro, así la mujer está sometida al hombre, el cual, en virtud del matrimonio, se ha convertido con ella en “una sola carne” (4[6]). El gran Apóstol advertía la necesidad de recordar esta verdad y este hecho fundamental a los convertidos de Corinto, porque muchas ideas y costumbres del mundo pagano se lo podían haber hecho olvidar fácilmente, o no comprenderlo y desfigurarlo. ¿No sentiría quizá la misma necesidad de sus amonestaciones, si hablara con no pocos cristianos de hoy día? ¿No sopla en nuestros tiempos un aire malsano de paganismo renacido?
2[4]. Gal. III, 26-28.
3[5]. I Cor. XI, 3.
4[6]. Matth. XIX, 6.
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[4.–] Las condiciones de vida que se derivan al presente del estado económico y social, por lo que se refiere a la orientación hacia las profesiones, las artes y los oficios, y por la entrada de hombres y mujeres en las fábricas, en las oficinas y en los diversos empleos, tienden a engendrar e introducir prácticamente una amplia paridad de las actividades de la mujer con las del hombre, de tal manera que los esposos se encuentran no pocas veces en una situación que casi raya en la igualdad. Marido y mujer ejercen a menudo profesiones de la misma categoría, aportan con su trabajo personal una contribución casi idéntica al presupuesto familiar, al tiempo que, por su mismo trabajo, se ven obligados a llevar una vida asaz independiente el uno del otro. Mientras tanto, los hijos que Dios les envía, ¿qué vigilancia reciben, qué custodia, qué educación, qué instrucción? Se les ve, no digamos abandonados, pero sí muy a menudo entregados desde el principio a manos extrañas, formados y guiados por otros más que por su madre, apartada de ellos por el ejercicio de su profesión. ¿Qué de extraño tiene que se debilite y disminuya, hasta perderse, el sentido de la jerarquía familiar, si el gobierno del padre y la vigilancia de la madre no consiguen hacer grata y amable la convivencia doméstica?
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[5.–] Sin embargo, el concepto cristiano del matrimonio, que San Pablo enseñaba a sus discípulos de Éfeso, lo mismo que a los de Corinto, no puede ser más abierto ni más claro: “Las mujeres deben estar sometidas a sus maridos, lo mismo que al Señor: porque el hombre es la cabeza de la mujer, como Cristo es la cabeza de la Iglesia... Como la Iglesia está sometida a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Vosotros, hombres, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó Él mismo por ella. Cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y la mujer respete a su marido” (1[7]).
1[7]. Eph. V, 22-25, 33.
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[6.–] Esta doctrina y esta enseñanza de Pablo no son otra cosa que la enseñanza y la doctrina de Cristo. El Divino Redentor vino a restaurar de esta manera lo que el paganismo había trastornado.
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[8.–] [...] La mujer tiene un gran poder sobre la moral pública y privada, porque tiene un gran poder sobre el hombre: recordad que Eva, seducida por la serpiente, dio el fruto prohibido a Adán, y éste también lo comió.
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[9.–] Restablecer en la familia la jerarquía indispensable a su unidad y a su felicidad, y restituir al mismo tiempo el amor conyugal a su primitiva y verdadera grandeza, fue una de las mayores obras del cristianismo desde el día en que Cristo afirmó a la faz de los fariseos y del mundo: “Quod ergo Deus coniunxit, homo non separet”1[8], lo que Dios ha unido, no intente separarlo el hombre.
1[8]. Matth. XIX, 6.
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[10.–] Ésta es la jerarquía esencial de naturaleza, injertada en la unión del matrimonio, que la Divina Providencia creadora ha señalado con las cualidades distintas, recíprocamente complementarias, de que quiso dotar al hombre y a la mujer: “Ni el hombre sin la mujer, ni la mujer sin el hombre, según el Señor” (2[9]), exclamaba San Pablo. Al hombre la primacía en la unidad, el vigor en el cuerpo, los dones necesarios para el trabajo con que ha de proveer y asegurar el sustento de la familia; a él le fue dicho, en efecto: “con el sudor de tu frente te ganarás el pan” (3[10]). A la mujer le ha reservado Dios los dolores del parto, los trabajos de la lactancia y de la primera educación de los hijos, para los cuales no valdrán nunca tanto los mejores cuidados de personas extrañas, como las afectuosas solicitudes del amor maternal.
2[9]. I Cor. XI, 11.
3[10]. Gen. III, 19.
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[11.–] Pero sin dejar de mantener firme la dependencia de la mujer respecto al marido, sancionada en las primeras páginas de la Revelación (1[11]), el Apóstol de las Gentes recuerda que Cristo, todo misericordia para nosotros y para la mujer, ha endulzado ese poco de amargura que aún quedaba en el fondo de la Ley antigua, y ha mostrado, en su divina unión con la Iglesia, desposada con Él “en la sangre bendita”, cómo la autoridad del jefe y la sujeción de la esposa, sin que se mermen en nada, pueden ser transfiguradas por la fuerza del amor, de un amor que imite a aquél con que Él se une a su Iglesia; y de qué manera la constancia del mando y la docilidad respetuosa de la obediencia pueden encontrar en un amor activo y mutuo el olvido de sí mismos y el generoso don recíproco, de tal modo que también de aquí nazca y se consolide la paz doméstica que, como una flor del orden y del cariño, fue definida por San Agustín como la ordenada concordia del mandar y del obedecer entre aquéllos que viven juntos: “Ordinata imperandi obediendique concordia cohabitantium”2[12]. Éste ha de ser el modelo de vuestras familias cristianas.
1[11]. Gen. III, 16.
2[12]. De civit. Dei, 1. 19 c. 14 [PL 41, 643].
1941 09 10 0012
[12.–] Vosotros, maridos, habéis sido investidos de la autoridad. Cada uno de vosotros es el jefe en vuestro hogar, con todos los deberes y las responsabilidades que ese título significa. No dudéis ni vaciléis, pues, en ejercer dicha autoridad; no os sustraigáis a esos deberes, no huyáis de esas responsabilidades. La indolencia, el descuido, el egoísmo y la distracción no os deben hacer abandonar el timón de la navecilla de vuestra casa, confiado a vuestras manos; pero, ¿qué delicadeza, qué respeto, cuánto cariño deberá demostrar y practicar vuestra autoridad, en cualquier circunstancia alegre o triste, respecto a aquélla que habéis escogido para compañera de vuestra vida? Como dice el gran Obispo de Hipona antes nombrado, vuestros mandatos deben tener dulzura de consejos, para que la obediencia obtenga de ellos consuelo y estímulo. En la casa del cristiano, que vive por la fe y es todavía peregrino hacia la ciudad celeste, los mismos que mandan sirven a aquéllos sobre los que parecen mandar; porque no mandan por ansia de señorear, sino por oficio de aconsejar; no por soberbia de prevalecer, sino por misericordia de proveer (1[13]). Tomad ejemplo de San José. Él contemplaba frente a sí a la Santísima Virgen, mejor, más alta y más excelsa que él mismo; un respeto soberano le hacía venerar en ella a la Reina de los ángeles y de los hombres, a la Madre de Dios: sin embargo, él permanecía y continuaba en su puesto de jefe de la Sagrada Familia, sin faltar a ninguna de las altas obligaciones que le imponía semejante título.
1[13]. Augustin., loc. cit.
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[13.–] Vosotras, esposas, levantad vuestros ánimos. No os contentéis con aceptar y casi soportar esta autoridad del marido, a la que Dios os ha sometido en las ordenaciones de la naturaleza y de la gracia. Debéis amarla en vuestra sincera sumisión, y amarla con el mismo amor respetuoso que tributáis a la misma autoridad de nuestro Señor, de la cual proviene toda potestad de jefatura. Sabemos bien que del mismo modo que la paridad en los estudios, las escuelas, las ciencias, los deportes y las competiciones hacen subir el orgullo a no pocos corazones femeninos, así también vuestra susceptible sensibilidad de mujeres modernas, jóvenes e independientes, se plegará no sin dificultad a la sujeción casera. En torno a vosotras, muchas veces os la representarán como una cosa injusta, os sugerirán un dominio más altivo de vosotras mismas; os repetirán que sois iguales en todo a vuestros maridos, incluso superiores a ellos en muchos aspectos. Delante de esas voces serpentinas, tentadoras, no seáis como otras tantas Evas que se dejen desviar del camino que únicamente puede conduciros, incluso aquí abajo, a la verdadera felicidad. La mayor independencia, a la cual tenéis un derecho sagrado, es la independencia de un alma fuertemente cristiana delante de las imposiciones del mal. Allí donde surja la obligación, y grite y advierta a vuestra mente y vuestro corazón, cuando os halléis frente a cualquier mandato que vaya contra los preceptos inviolables de la ley divina, contra los deberes imprescriptibles de cristianas, de esposas y de madres, allí debéis conservar y defender respetuosamente, tranquilamente, afectuosamente, pero firmemente e irrevocablemente, toda la inalienable y sagrada independencia de vuestra conciencia. A veces hay en la vida días en que relampaguea la hora de un heroísmo o de una victoria de la que Dios y los ángeles son, en el secreto, los únicos e invisibles testigos. Pero en todo lo demás, cuando se os pida el sacrificio de un capricho o de una preferencia personal, aun muy legítimas, alegraos de que estas leves renuncias encuentren su compensación ganando cada día más el corazón que se ha dado a vosotras, acrecentando y robusteciendo continuamente aquella íntima unión de pensamientos, de sentimientos y de voluntades que es el único medio que podrá haceros factible y dulce la alta misión que se os ha confiado respecto a vuestros hijos, misión que se turbaría gravemente por cualquier falta de concordia entre vosotros. Y puesto que en la familia, como en cualquiera asociación de dos o más personas en atención a un fin, es indispensable una autoridad que la encamine y la dirija hacia éste, salvaguardando eficazmente la unión, vosotras debéis amar ese vínculo que hace de ambos un solo querer, aunque en el camino de la vida el uno vaya por delante y la otra le siga; debéis amarlo con todo el amor que sentís por vuestro hogar doméstico.
[FC, 203-210]
1941 09 10 0001
[1.–] Quando alcuni giorni or sono voi, diletti sposi novelli, sotto lo sguardo di Dio e alla presenza del sacerdote, nel farvi ministri del gran Sacramento che ricevevate, vi siete scambiati i vostri solenni e liberi consensi negli impegni d’indissolubile comunanza di vita, in quel sacro atto voi avete sentito nell’animo vostro di essere e di operare in condizioni di perfetta uguaglianza; di guisa che il contratto matrimoniale è stato da voi concluso con piena indipendenza, come fra persone aventi diritti strettamente pari. La vostra dignità umana vi si ma nifestò in tutta la grandezza della sua libera volontà. Ma in quel momento stesso voi avete fondata una famiglia; ora ogni famiglia è una società di vita; ogni società bene ordinata vuole un capo; ogni potestà di capo viene da Dio. Dunque anche la famiglia fondata da voi ha un capo, da Dio investito di autorità: su colei che gli si è data compagna a costituirne il primo nucleo, e su quelli che con la benedizione del Signore verranno ad accrescerla e allietarla, come rigogliosi germogli intorno al ceppo dell’ulivo.
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[2.–] Sì; l’autorità di capo di famiglia viene da Dio, come venne da Dio ad Adamo la dignità e l’autorità di primo capo del genere umano, fornito di tutti i doni da trasmettersi alla sua progenie; onde egli fu per primo formato e poi Eva; e Adamo, dice S. Paolo, non fu ingannato, ma la donna si lasciò sedurre e prevaricò (I Tim 2, 13-14). Oh la curiosità di Eva a guardare il bel frutto del paradiso terrestre e il colloquio col serpente quanto danno fecero al primo uomo, a lei e a tutti i suoi figli e a noi! A lei, oltre il moltiplicarle gli affanni e i dolori, Iddio disse che sarebbe stata soggetta al marito (Gen 3, 16). O spose e madri cristiane, mai non vi sorprenda la sete di usurpare lo scettro della famiglia. Il vostro scettro, –scettro di amore– sia quello che vi pone in mano l’Apostolo delle Genti; il salvarvi per la procreazione dei figli, se vi terrete nella fede e nella carità e nella santitá con modestia (I Tim 2, 15).
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[3.–] Nella santità, per mezzo della grazia, i coniugi sono ugualmente e immediatamente uniti con Cristo. Coloro infatti, che in Cristo sono stati battezzati e di lui si sono rivestiti –scriveva S. Paolo– sono tutti figli di Dio, nè vi è differenza fra uomo e donna, perchè tutti sono uno solo in Cristo Gesù (Gal 3, 26-28). Altra è invece la condizione nella Chiesa e nella famiglia, in quanto sono società visibili. Perciò il medesimo Apostolo ammoniva: “Voglio che voi sappiate che di ogni uomo il capo è Cristo, e il capo della moglie è il marito, e il capo di Cristo è Dio” (I Cor 11, 3). Come Cristo, in quanto uomo, è sottoposto a Dio, come ogni cristiano è sottoposto a Cristo di cui è membro, così la donna è soggetta all’uomo, il quale in virtù del matrimonio è divenuto con lei “una sola carne” (Matth 19, 6). Il grande Apostolo sentiva di dover ricordare questa verità e questo fatto fondamentale ai convertiti di Corinto, ai quali molte idee e abitudini del mondo pagano facilmente avrebbero potuto farli dimenticare o non comprendere e travisare. Non proverebbe egli forse lo stesso bisogno dei suoi ammonimenti, parlando a non pochi cristiani d’oggidì? Non spira nell’età nostra un’aria malsana di rinato paganesimo?
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[4.–] Le condizioni di vita, quali derivano al presente dallo stato economico e sociale, per l’avviamento alle professioni, alle arti e ai mestieri, e per l’accoglimento di uomini e donne negli opifici, negli uffici e nei vari impieghi, tendono a generare e introdurre praticamente un largo pareggiamento delle attività della donna con quelle dell’uomo, di maniera che gli sposi vengono non di rado a trovarsi in una situazione che quasi si accosta all’uguaglianza. Spesso marito e moglie esercitano professioni del medesimo ordine, recano col personale lavoro al bilancio familiare un contributo pressocchè pari, mentre da questo stesso lavoro sono condotti a menare una vita assai indipendente l’uno dall’altra. Intanto i figli, che Dio loro invia, come sono vigilati, custoditi, educati, istruiti? Voi li vedete, non diremo abbandonati, ma ben sovente fin dal principio affidati a mani estranee, formati e guidati più da altri che dalla loro madre, che l’esercizio della sua professione ritiene da essi lontana. Qual meraviglia, se il senso della gerarchia familiare si affievolisce e col diminuire va perdendosi? Se il govemo del padre e la vigilanza della madre non arrivano a far lieta e amata la convivenza domestica?
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[5.–] Eppure il concetto cristiano del matrimonio, che San Paolo insegnava ai suoi discepoli di Efeso, non altrimenti che a quei di Corinto, non potrebbe essere più aperto e più chiaro: “Le donne siano soggette ai loro mariti, come al Signore; perchè l’uomo è il capo della donna, come Cristo è capo della Chiesa... Come la Chiesa è soggetta a Cristo, così anche le donne ai loro mariti in tutto. E voi, uomini, amate le vostre mogli, come Cristo amò la Chiesa e diede se stesso per lei... Ognuno di voi ami la propria moglie come se stesso, e la moglie rispetti il marito” (Ephes 5, 22-25, 33).
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[6.–] Questa dottrina e questo insegnamento di Paolo che è mai se non l’insegnamento e la dottrina di Cristo? Per tal modo il divin Redentore veniva a restaurare ciò che il paganesimo aveva sconvolto.
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[8.–] [...] La donna ha gran potenza sul costume pubblico e privato, perchè ha gran potenza sull’uomo: ricordate che Eva, sedotta dal serpente, diede il frutto proibito ad Adamo, ed egli pure ne mangiò.
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[9.–] Ristabilire nella famiglia la gerarchia indispensabile alla sua unità, come alla sua felicità, e al tempo stesso restituire l’amore coniugale alla primigenia e verace grandezza, fu una delle maggiori opere del Cristianesimo, dal dì che Cristo affermò in faccia ai Farisei e al mondo: Quod ergo Deus coniunxit, homo non separet (Matth 19, 6). Ciò che Dio ha congiunto, l’uomo non si attenti di separare!
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[10.–] È questa la gerarchia essenziale di natura, insita nell’unità del matrimonio, che la divina Provvidenza creatrice ha segnata con le distinte qualità, integrantisi a vicenda, di cui volle dotati l’uomo e la donna: “Nè l’uomo senza la donna, nè la donna senza l’uomo, secondo il Signore” (I Cor 11, 11), esclamava S. Paolo. All’uomo la principalità nell’unità, il vigore del corpo, i doni necessari per il lavoro, con che ha da provvedere e assicurare il sostentamento della famiglia; a lui inffatti fu detto: “Col sudore della tua fronte ti procaccerai il pane” (Gen 3, 19). Alla donna Dio ha riservato le pene del parto, i travagli dell’allattamento e della prima educazione dei figli, per i quali le migliori cure di persone estranee non sarà mai che valgano tutte le affettuose sollecitudini dell’amore materno.
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[11.–] Ma, pur mantenendo ferma tale dipendenza della donna verso il marito, sancita nelle prime pagine della rivelazione (Gen 3, 16), l’Apostolo delle Genti ricorda che Cristo, tutto misericordia per noi e per la donna, ha addolcito quel po’di amaro che ancora rimaneva in fondo alla legge antica, mostrando nella sua divina unione con la Chiesa, da Lui “disposata col sangue benedetto”, come l’autorità del capo e la soggezione della sposa, senza che nulla scemino, possano venir trasfigurate dalla forza dell’amore, di un amore che imiti quello ond’Egli si unisce alla sua Chiesa; e come la costanza del comando e la docilità rispettosa dell’ubbidienza possano e debbano nell’operoso e scambievole amore trovare l’oblio di sè e il generoso reciproco dono; sicchè anche di qui nasca e si consolidi la pace domestica, la quale, come fiore dell’ordine e dell’affezione, viene da S. Agostino definita ordinata concordia di comandare e di ubbidire fra coloro che abitano insieme: Ordinata imperandi obediendique concordia cohabitantium (De civit. Dei, l. XIX, c. 14)[1]. Tale ha da essere il modello delle vostre famiglie cristiane.
[1]. [1930 12 31/1-137].
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[12.–] Voi, o sposi, siete stati investiti dell’autorità. Nel vostro focolare ognuno di voi è il capo, con tutti i doveri e le responsabilità che cotesto titolo comporta. Non dubitate nè esitate dunque di esercitare quell’autorità; non sottraetevi a quei doveri, non sfuggite quelle responsabilità. Che la indolenza, la noncuranza, l’egoismo, il passatempo non vi facciano della navicella di casa vostra abbandonare il timone, affidato alle vostre mani. Ma verso colei che avete tolta per compagna della vita, quale delicatezza, quale rispetto, quanta affezione dovrà, in ogni circostanza lieta o mesta, dimostrare e praticare l’autorità vostra! I vostri comandi, aggiunge il gran Vescovo d’Ippona ora nominato, abbiano la dolcezza del consiglio; e dal consiglio trarrà animo e conforto l’ubbidienza. Nella casa del cristiano, che vive per fede e che è ancora pellegrino dalla città celeste, anche quelli che comandano servono a quelli, a cui paiono comandare; perchè non comandano per cupidigia di signoreggiare, ma per ufficio di consigliare; nè per superbia di prevalere, ma per misericordia di provvedere (Augustin. l. c.). Prendete esempio da S. Giuseppe. Egli di fronte a sè contemplava la SS.ma Vergine migliore, più santa, più eccelsa di lui; un sovrano rispetto gli faceva venerare in lei la Regina degli angeli e degli uomini, la Madre del suo Dio: eppure egli rimaneva e operava al suo posto di capo della Santa Famiglia, nè veniva meno ad alcuno degli alti obblighi che un tal titolo gli imponeva.
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[13.–] E voi, o spose, sollevate gli animi vostri. Non siate paghe di accettare e quasi di subire questa autorità dello sposo, alla quale lddio negli ordinamenti della natura e della grazia vi ha sottoposte; voi dovete nella vostra sincera sottomissione amarla, e amarla col medesimo rispettoso amore che portate all’autorità stessa di Nostro Signore, dal quale scende ogni potestà di capo. Noi ben sappiamo che, come il pareggio negli studi, nelle scuole, nelle scienze, negli sports, nelle gare fa montare non pochi cuori femminili in orgoglio, così anche la vostra ombrosa sensibilità di moderne giovani donne indipendenti si piegherà forse non senza difficoltà a una soggezione casalinga. Intorno a voi molte voci ve la rappresenteranno come qualche cosa d’ingiusto, vi suggeriranno una più altera padronanza di voi stesse, vi ripeteranno che voi siete in tutto eguali ai vostri mariti, anzi per molti lati ad essi superiori. Alle voci serpentine, tentatrici, ingannevoli non siate altrettante Eve, le quali si lasciano stornare dal cammino che solo può avviarvi e condurvi, anche quaggiù, alla vera felicità. La maggiore indipendenza, alla quale voi avete un sacro diritto, è l’indipendenza di un’anima saldamente cristiana innanzi alle imposizioni del male. Là, ove l’obbligo sorge, grida e avverte la vostra mente e il vostro cuore, quando siete di fronte a ogni domanda che andasse contro gl’impreteribili precetti della legge divina, contro gl’imprescrittibili doveri di cristiane, di spose, di madri, là conservate, difendete rispettosamente, tranquillamente, affettuosamente, ma fermamente, ma irremovibilmente tutta la inalienabile e sacra indipendenza della vostra coscienza. Vi sono talvolta nella vita dei giorni in cui balena l’ora di un eroismo o di una vittoria, di cui nel segreto soli e invisibili testimoni restano gli angeli e Dio. Ma, per il resto, allorchè vi si chiede il sacrificio di una fantasia, di una preferenza personale, anche se la più legittima, siate felici che queste lievi rinunzie trovino il loro compenso nel guadagnarvi ogni giorno più il cuore che si è dato a voi, nell’accrescere e cementare continuamente quell’intima unione di pensieri, di sentimenti, di volontà, che sola varrà a rendervi agevole e dolce l’attuare l’alta missione affidatavi presso i vostri figli, missione che gravemente sconcerterebbe ogni difetto di concordia fra voi. E poichè nella famiglia, come in qualunque associarsi di due o più persone miranti a un fine, è indispensabile un’autorità che, salvaguardandone efficacemente l’unione, ad esso le indirizzi e le regga, voi dovete amare quel vincolo, che di ambedue fa un solo volere, ancorchè nel sentiero della vita l’uno preceda e l’altra segua; voi dovete amarlo con tutto l’amore che portate al vostro focolare domestico.
[DR 3, 191-197]