[0409] • PÍO XII, 1939-1958 • LA AUTORIDAD EN LA FAMILIA: PADRES E HIJOS
De la Alocución In un duplice, a unos recién casados, 24 septiembre 1941
1941 09 24 0001
[1.–] Con doble y estrecho lazo, queridos recién casados se desarrolla y suele crecer la familia que vosotros habéis inaugurado a los pies del altar y del sacerdote con tanto gozo y tanta esperanza. Es el lazo que une y estrecha bajo el mismo techo común a los cónyuges entre sí y a los padres con los hijos. El primer vagido que sale de una cuna hace rebosar de gozo a la madre, al padre, a los parientes y amigos; y en aquella aurora de una vida primeriza, he aquí que aparece por vez primera la autoridad del padre y después de él, la de la madre, los cuales sienten en sí el deber y tienen solícito cuidado de que el bautismo haga de aquel niño un hijo de Dios, borre su culpa original, le comunique la vida de la gracia y le abra las puertas del paraíso; porque de los niños es el reino de los cielos (1). ¡Cómo no debe ennoblecer este pensamiento a un padre que se gloría de su fe en Cristo, y consolar a una madre que ama la salvación de sus hijos! Así, todo niño que recibe el sello de la adopción divina y bebe de la fuente del agua sobrenatural, inicia en la Iglesia, como un viandante, el camino de la vida a través de los senderos inciertos y peligrosos del mundo.
1. [Mt. 19, 14].
1941 09 24 0003
[3.–] Los padres y madres se quejan con frecuencia, en nuestros días, de que no logran hacerse obedecer de sus hijos. Niños caprichosos que a nadie hacen caso. Adolescentes que rehuyen toda guía. jóvenes y muchachas que no toleran ningún consejo, sordos a todo aviso, afanosos de ser los primeros en los juegos y en las carreras, encaprichados en hacerlo todo por su cuenta y razón, creyendo que sólo ellos comprenden las necesidades de la vida moderna. En fin –se dice–, la nueva generación no está de ordinario dispuesta (salvo raras y apreciables excepciones) a inclinarse ante la autoridad del padre y de la madre. ¿Y cuál es la razón de esta actitud indócil? La que ordinariamente se da, es que hoy día los hijos no poseen muchas veces el sentido de la sumisión y del respeto debido a los padres y a su voz; que en la atmósfera de ardiente altivez juvenil en que viven, todo tiende a hacer que se desprendan de toda deferencia hacia sus padres y terminen por perderla; que todo lo que ven y oyen a su alrededor acaba por aumentar, inflamar y exasperar su natural y poco domada inclinación a la independencia, su desprecio del pasado, su avidez del porvenir.
1941 09 24 0004
[4.–] Si Nos ahora habláramos a niños o jóvenes, sería nuestra intención y proyecto examinar y considerar estas causas de su escasa y reacia obediencia. Pero dirigiéndose la palabra a vosotros, recién casados, que pronto tendréis que ejercitar la autoridad paterna y materna, queremos guiar vuestra atención hacia otro aspecto de tan importante materia.
1941 09 24 0005
[5.–] El ejercicio normal de la autoridad depende no sólo de los que deben obedecer, sino también, y en gran escala, de los que tienen que mandar. En términos más claros: una cosa es el derecho de dar órdenes, y otra cosa es aquella preeminencia moral que constituye y adorna la autoridad efectiva, operativa, eficaz, que logra imponerse a los otros y obtener de hecho la obediencia. El primer derecho os lo confiere Dios con el hecho mismo de haceros padres y madres. La segunda prerrogativa hay que adquirirla y conservarla; puede perderse como puede aumentarse. Ahora bien: el derecho a mandar a vuestros hijos alcanzará muy poco de éstos si no va acompañado de aquel otro poder y de aquella autoridad personal sobre ellos que os asegure el ser realmente obedecidos. ¿De qué modo, con qué arte sabio podréis adquirir, conservar y aumentar ese poder moral?
1941 09 24 0006
[6.–] Dios concede a algunos el don natural del mando, el don de saber imponer a otros la propia voluntad. Es un don precioso; no es fácil decir si reside en el alma o, en gran parte, en la persona, en ¡el porte, en la palabra, en la mirada, en el rostro; pero no deja de ser al mismo tiempo un don temible. No abuséis de él, si lo tenéis, al tratar con vuestros hijos; correríais peligro de encoger y cerrar en el temor sus almas, de hacerles esclavos y no hijos amorosos. Templad esta fuerza con la expansión del amor que corresponda a su afecto, con la bondad suave, paciente, solícita, alentadora. Oíd al gran Apóstol San Pablo, que os exhorta: “Padres, no provoquéis la indignación de vuestros hijos, para que no decaigan de ánimo” (2). Recordad, oh padres, que el rigor es un mérito sólo cuando hay dulzura de corazón.
[2]. [Col. 3, 21].
1941 09 24 0007
[7.–] Hermanar la dulzura con la autoridad, es vencer y triunfar en la lucha que os plantea vuestro oficio de padres. Por otra parte, para todos los que mandan, la condición fundamental de un dominio benéfico sobre la voluntad de los otros es el dominio de sí mismos, de las propias pasiones e impresiones. Una autoridad cualquiera no es fuerte ni se hace respetar sino cuando los súbditos la sienten en sus almas, dirigida en sus movimientos por la razón, por la fe y por el sentimiento del deber, porque entonces los súbditos sienten que al deber de ella ha de responder también su propio deber. Si las órdenes que deis a vuestros hijos, si las reprensiones que les hagáis, proceden de impulsos del momento, de ímpetus de impaciencia, de imaginaciones o de sentimientos ciegos o mal ponderados, no podrá menos de suceder que las más de la veces sean arbitrarias, incoherentes, quizás aun injustas e inoportunas. Hoy seréis para aquellos pequeños de una exigencia irracional, de una severidad inexorable. Mañana pasaréis por todo. Empezaréis por negarles una cosilla, pero un momento más tarde, hartos de su lloriqueo o de su murria, se la concederéis con demostraciones de ternura, ansiosos de acabar de una vez con la escena que os irrita los nervios. ¿Por qué, pues, no sabéis dominar los movimientos de vuestro humor, refrenar vuestra fantasía y regiros a vosotros mismos mientras queréis y procuráis regir a vuestros hijos? Si en algunos momentos no os parece sentiros del todo dueños de vosotros mismos, dejad para más tarde, para un tiempo mejor, la reprensión que queréis dar, el castigo que os creéis en el deber de imponer. En la serena y tranquila firmeza de vuestro espíritu, vuestra palabra y vuestro castigo tendrán una eficacia más diversa, un poder más educador y más autorizado que los prontos provocados por una pasión mal dominada.
1941 09 24 0008
[8.–] No olvidéis que los niños, aun los pequeñines, son todo ojos para observar y advertir, y en un momento se darán cuenta de los cambios de vuestro humor. Desde la cuna, apenas lleguen a distinguir a la madre de toda otra mujer, pronto se percatarán del poder que tienen sobre los padres débiles un mohín o un pucherito, y no dejarán de abusar en su inocente picardía. Guardaos, por lo mismo, de todo lo que pudiera disminuir vuestra autoridad ante ellos. Guardaos de mermar esa autoridad con el prurito de continuas e insistentes recomendaciones y observaciones que acaben por aburrirles; harán como si os oyesen, pero no les darán ninguna importancia. Guardaos de burlar o llamar a engaño a vuestros hijos con razones o explicaciones vanas o falaces, dadas a la buena de Dios para salir del apuro y libraros de preguntas inoportunas. Si no os parece bien exponerles las verdaderas razones de una orden vuestra o de un hecho, os será más útil invocar su confianza en vosotros y vuestro amor para con ellos. No falseéis la verdad; si acaso, calladla; ni sospecháis siquiera tal vez, qué turbaciones y qué crisis pueden ocasionarse en aquellas almitas el día en que vengan a conocer que se ha abusado de su natural credulidad. Guardaos también de dejar transparentar una señal cualquiera de desunión entre vosotros, una diferencia cualquiera en el modo de tratar a vuestros hijos: muy pronto caerían ellos en la cuenta de que podrán valerse de la autoridad de la madre contra la del padre, o de la del padre contra la de la madre, y difícilmente resistirían a la tentación de ayudarse de esta disparidad para la satisfacción de todos sus caprichos. Guardaos, finalmente, de esperar que vuestros hijos hayan crecido en edad para ejercer sobre ellos vuestra autoridad bondadosa y serena, pero al mismo tiempo firme y franca, no plegable a escena ninguna de llantos o lloriqueos: desde los principios, desde la cuna, desde los albores de su sencilla razón, haced que prueben y sientan sobre sí manos acariciadoras y delicadas, pero también sabias y prudentes, vigilantes y enérgicas.
1941 09 24 0009
[9.–] La vuestra ha de ser autoridad sin debilidad, pero autoridad que nace del amor, toda impregnada y sostenida por el amor. Sed vosotros los primeros educadores y los primeros amigos de vuestros hijos. Si, efectivamente, inspira vuestras órdenes el amor paterno y materno –un amor cristiano bajo todo aspecto, y no una complacencia egoística, más o menos inconsciente–, harán éstas mella en vuestros hijos, que las acogerán en lo profundo de sus almas sin necesidad de muchas palabras; porque el lenguaje del amor es más elocuente en el silencio de la obra que en los acentos de los labios. Un relampaguear de mil pequeñas señales: una inflexión de voz, un gesto imperceptible, una ligera expresión del rostro, una señal de aprobación, les revelarán, mejor que todas las protestas, cuánto afecto anima a una prohibición que les aflige, cuánta benevolencia se esconde en una amonestación que les resulta molesta: y entonces la palabra de la autoridad aparecerá en sus corazones, no como peso grave o yugo odioso que hay que sacudir cuanto antes, sino como la suprema manifestación de vuestro amor.
1941 09 24 0010
[10.–] ¿Y, con el amor, no correrá parejas el ejemplo? ¿Cómo podrán los niños, prontos imitadores por naturaleza, aprender a obedecer, si ven en todas las ocasiones, que la madre no hace ningún caso de las órdenes de su padre, sino que se queja de él; si bajo el techo doméstico oyen continuas e irreverentes críticas en contra de toda autoridad; si notan que sus padres son los primeros en no cumplir lo que mandan Dios y la Iglesia? Haced, en cambio, que tengan ante los ojos un padre y una madre que, en su manera de hablar y de obrar, den ejemplo del respeto a la legítima autoridad, de la fidelidad constante a sus propios deberes; ante un espectáculo tan edificante, aprenderán, mejor que de la exhortación más estudiada, cuál es la verdadera obediencia cristiana y cómo la deben observar respecto a sus padres. Estad convencidos, queridos recién casados, de que el buen ejemplo es el patrimonio más precioso que podéis dar y dejar a vuestros hijos. Es la visión inolvidable de un tesoro de obras y de hechos, de palabras y de consejos, de actos piadosos y pasos virtuosos, que se imprimirá para siempre en su memoria y en su corazón como uno de los recuerdos más conmovedores y queridos, que les evocará y resucitará vuestras personas en las horas de duda y de incertidumbre entre el bien y el mal, entre el peligro y la victoria. En los momentos obscuros, cuando el cielo se nuble, volveréis a apareceros a ellos en un horizonte que iluminará y dirigirá su camino con el camino que vosotros seguisteis a costa de aquel trabajo y de aquella paciencia, que es el precio de la felicidad aquí y en el cielo. ¿Un sueño tal vez? No: la vida que habéis comenzado con vuestra nueva familia no es un sueño: es un sendero que recorréis investidos de una dignidad y de una autoridad que ha de ser escuela y aprendizaje para los que hereden vuestra sangre.
1941 09 24 0011
[11.–] El Padre celestial que, al llamaros a participar de la grandeza de su paternidad, os ha comunicado también su autoridad, se digne concederos el ejercitarla a imitación suya, con sabiduría y con amor.
[FC, 211-215]
1941 09 24 0001
[1.–] In un duplice e saldo legame si svolge, diletti sposi novelli, e suole crescere la famiglia, che voi avete con tanta gioia e tanta speranza inaugurata ai piedi dell’altare e del scerdote. È il legame che unisce e stringe sotto il tetto comune i coniugi fra loro e i genitori coi figli. Al primo vagito di una culla esulta la madre, esulta il padre, esultano i congiunti e gli amici; e in quell’aurora di una prima vita ecco anche il primo comparire dell’autorità del padre, e, dopo di lui, della madre, i quali sentono in sè il dovere ed hanno sollecita cura che il battesimo faccia di quel bambino un figlio di Dio, ne cancelli la colpa originale, gli comunichi la vita della grazia e gli apra le porte del paradiso; perchè dei fanciulli è il regno dei cieli (Matth 19, 14). Quanto un tale pensiero deve nobilitare un padre che si gloria della sua fede in Cristo, e confortare una madre che ama la salvezza dei suoi figli! Così ogni fanciullo, ricevendo il sigillo della divina adozione e bevendo alla fonte dell’acqua soprannaturale, inizia nella Chiesa, come un viaggiatore, il cammino della vita attraverso le vie incerte e pericolose del mondo.
1941 09 24 0003
[3.–] I padri e le madri ai nostri giorni muovono spesso lamento di non riuscir più a farsi ubbidire dai loro figli. Bambini capricciosi che non ascoltano nessuno. Adolescenti che sdegnano ogni guida. Giovani e fanciulle insofferenti di ogni consiglio, sordi a ogni ammonimento, ambiziosi di primeggiare nei giuochi e nelle gare, vogliosi di far tutto di testa loro, credendo di capire bene essi soli le necessità della vita moderna. Insomma –si afferma– la nuova generazione non è d’ordinario (vi sono tante belle e care eccezioni!) disposta a inchinarsi innanzi all’autorità del padre e della madre. E di questo indocile contegno qual’è la ragione? Quella che generalmente se ne suol dare è che oggidì i figli ben sovente non posseggono più il senso della sommissione, del rispetto dovuto ai loro parenti e alla loro voce; nell’atmosfera di ardente alterezza giovanile in cui vivono, tutto tende a far sì che si svincolino da ogni deferenza ai genitori e la perdano; tutto ciò che vedono e sentono intomo a sè finisce con l’accrescere, infiammare, esasperare la loro naturale e non doma inclinazione all’independenza, il loro disprezzo del passato, la loro avidità dell’avvenire.
1941 09 24 0004
[4.–] Se Noi ora parlassimo a fanciulli o a giovani, sarebbe Nostro disegno o intento di esaminare e considerare queste cause della loro scarsa e ritrosa ubbidienza. Indirizzando invece la parola a voi, novelli sposi, che avrete ben presto a esercitare l’autorità paterna e materna, vogliamo sopra un altro aspetto di così importante argomento avviare la vostra attenzione.
1941 09 24 0005
[5.–] L’esercizio normale dell’autorità dipende non solamente da coloro che debbono ubbidire, ma anche, e in larga misura, da quelli che hanno da comandare. In più chiari termini: una cosa è il diritto al possesso dell’autorità, il diritto di dar ordini, e altra cosa è quella preminenza morale che constituisce e adorna l’autorità effettiva, operativa, efficace, la quale riesce a imporsi agli altri e a ottenere di fatto, l’ubbidienza. Il primo diritto vi è conferito da Dio con l’atto stesso che vi rende padre e madre. La seconda prerogativa conviene acquistarla e conservarla: può essere perduta, come può venir aumentata. Orbene, il diritto di comandare ai vostri figli otterrà da essi assai poco, se non sarà accompagnato da quel potere e da quell’autorità personale sopra di loro, onde sarete assicurati di essere realmente ubbiditi. In quai modo, con quale arte sapiente potrete dunque acquistare, conservare, ingrandire un tale potere morale?
1941 09 24 0006
[6.–] Dio accorda ad alcuni il dono naturale del comando, il dono di saper imporre altrui la propia volontà. È un dono prezioso; se sia posto tutto nell’animo o in gran parte nella persona, nel portamento, nella parola, nello sguardo, nel volto, è spesso difficile il dirlo; ma è al tempo stesso un dono temibile. Non ne abusate, se lo possedete, nel trattare coi vostri figli: voi rischiereste di chiudere e serrare nel timore le loro anime, di farne degli schiavi e non dei figli amorevoli. Temperate cotesta forza con l’espansione dell’amore che risponda al loro affetto, con la bontà soave, paziente, premurosa, incoraggiante. Ascoltate il grande Apostolo San Paolo che vi esorta: “Padri, non provocate a sdegno i vostri figli, affinchè non si perdano d’animo”: Patres, nolite ad indignationem provocare filios vestros, ut non pusillo animo fiant (Coloss 3, 21). Ricordatevi, o genitori, che solo allora il rigore è un mérito, quando il cuore è dolce.
1941 09 24 0007
[7.–] Congiungere la dolcezza con l’autorità è vincere e trionfare in quella lotta, in cui v’ingaggia il vostro ufficio di genitori. Per tutti quelli, del resto, che comandano, la condizione fondamentale di un dominio benefico sulle volontà degli altri è il dominio di se stessi, delle proprie passioni e impressioni. Un’autorità qualsiasi non è forte e rispettata che quando è sentita nell’animo dei sudditi come diretta, nei suoi movimenti, dalla ragione, dalla fede, dal sentimento del dovere; perchè allora i sudditi sentono altresì che al dovere di lei ha da rispondere il dovere loro. Se gli ordini che darete ai vostri figli, se le riprensioni che loro farete, procederanno da impulsi del momento, da impeti d’impazienza, da immaginazioni o da sentimenti ciechi o mal ponderati, non potrá non essere che il più delle volte si dimostrino arbitrari, incoerenti, forse anche ingiusti e inopportuni. Oggi sarete verso quei poveri piccoli di un’esigenza irragionevole, di una severità inesorabile. Domani lascerete passar tutto. Comincerete col rifiutar loro una piccola cosa che, un momento dopo, stanchi del loro pianto o del loro broncio, accorderete loro con dimostrazioni di tenerezza, ansiosi di finirla una buona volta con una scena che vi irrita i nervi. Perchè dunque non sapete dominare i moti del vostro umore, frenare la vostra fantasia, reggere voi medesimi, mentre intendete e curate di reggere i vostri figli? Se in alcuni momenti non vi pare di sentirvi del tutto padroni di voi stessi, rimettete a più tardi, a miglior ora, la riprensione che volete fare, la punizione che credete di dovere infliggere. Nella pacata e tranquilla fermezza del vostro spirito la parola e il castigo vostro avranno un’efficacia ben diversa, una potenza più educatrice e più autorevole, che non gli scatti provocati da una passione mal signoreggiata.
1941 09 24 0008
[8.–] Non dimenticate che i fanciulli, anche piccolini, sono tutt’occhi nell’osservare e notare, e d’un tratto si accorgeranno dei cambiamenti del vostro umore. Fin dalla culla, appena arriveranno a distinguere da ogni altra donna la mamma, faranno presto ad avvedersi del potere che su genitori deboli hanno un capriccio o uno scoppio di pianto, e non si periteranno, nell’innocente loro maliziuola, di abusarne. Guardatevi pertanto da tutto ciò che potrebbe diminuire la vostra autorità presso di loro. Guardatevi dallo sciupare cotesta autorità col vezzo delle continue, insistenti raccomandazioni e osservazioni, le quali finiscono con l’infastidirli; essi vi faranno l’orecchio e non vi daranno più alcuna importanza. Guardatevi dall’illudere o trarre in inganno i vostri figli con ragioni o spiegazioni insussistenti e fallaci, date a casaccio, per trarvi d’imbarazzo e liberarvi da domande importune. Se non vi par bene di esporre loro le vere ragioni di un vostro ordine o di un fatto, vi tornerà più giovevole l’appellarvi alla loro fiducia in voi, al loro amore per voi. Non falsate la verità; se mai, tacetela; voi non sospettate forse nemmeno quali turbamenti e quali crisi possono originarsi in quelle piccole anime il giorno, in cui verranno a conoscere che si è abusato della loro naturale credulità. Guardatevi anche dal lasciar trasparire un qualsiasi segno di disunione fra voi, una qualsiasi differenza tra voi nel modo di trattare i vostri figli; essi ben presto si avvedrebbero di poter servirsi dell’autorità della madre contro quella del padre o del padre contro la madre, e resisterebbero difficilmente alla tentazione di giovarsi di tali disparità per il soddisfacimento di tutte le loro fantasie. Guardatevi infine dall’attendere che i vostri figli siano cresciuti in etá per esplicare sopra di loro la vostra autorità buona e calma, ma insieme ferma e franca, non cedevole a nessuna scena di lacrime o di bizze: fin dai primordi, dalla culla, dai primi barlumi della loro semplicetta ragione, fate che provino e sentano sopra di sè mani carezzevoli e delicate, ma anche sagge e prudenti, vigilanti ed energiche.
1941 09 24 0009
[9.–] Autorità senza debolezza sia la vostra, ma autorità che nasce dall’amore, ch’è tutta impregnata e sostenuta dall’amore. Siate voi i primi istitutori e i primi amici dei vostri figli. Se veramente l’amore paterno e materno –un amore sotto ogni aspetto cristiano e non un più o meno incosciente compiacimento egoistico– ispirerà i vostri comandi, i figli vostri ne saranno tocchi e lo seconderanno nel profondo dell’animo loro senza che vi sia bisogno di molte parole; perchè il linguaggio dell’amore è più eloquente nel silenzio dell’opera che negli accenti del labbro. Un lampo di mille piccoli segni, un’inflessione di voce, un gesto impercettibile, una leggera espressione del volto, un cenno di approvazione riveleranno loro, meglio che tutte le proteste, quanta affezione anima un divieto che il affligge, quanta benevolenza si celi in una raccomandazione che riesce loro molesta: e allora il verbo dell’autorità apparirá al loro cuore, non come un peso grave o un giogo odioso da scuotere il più presto possibile, bensì come la suprema manifestazione dell’amor vostro.
1941 09 24 0010
[10.–] E con l’amore non andrá forse l’esempio? Come potrebbero i fanciulli, pronti imitatori per natura, apprendere a ubbidire, se vedono in tutte le occasioni la madre non fare alcun caso degli ordini del loro padre, anzi querelarsi contro di lui; se fra le pareti domestiche odono continue critiche irriverenti sul conto di ogni autorità; se notano che i loro genitori sono i primi a non adempire ciò che comandano Dio e le Chiesa? Fate invece che abbiano sotto gli occhi un padre e una madre, i quali nella loro maniera di parlare e di agire diano l’esempio del rispetto verso le legittime autorità, della fedeltà costante ai propri doveri; a una vista così edificante, con miglior vantaggio che da qualsiasi più studiata esortazione, apprenderanno ciò che è la vera ubbidienza cristiana, e in qual modo essi stessi dovranno praticarla verso i loro genitori. Siate persuasi, diletti sposi novelli, che il buon esempio è il più prezioso patrimonio, che voi possiate dare e lasciare ai vostri figli. È la visione incancellabile di un tesoro di opere e di fatti, di parole e di consigli, di atti pii e di passi virtuosi, che si stamperà sempre viva nella loro memoria e nella loro mente, come uno dei ricordi più commoventi e cari, che loro richiamerà e risusciterà le vostre persone nelle ore dei dubbi e dell’incertezza tra il bene e il male, tra il pericolo e la vittoria. Nei momenti bui, quando il cielo si annera, voi riapparirete loro in un orizzonte che rischiarerà e dirigerà il loro cammino col cammino già fatto da voi, compiuto con quel lavoro e quel travaglio, ch’è il prezzo della felicità di quaggiù e del cielo. È forse questo un sogno? No: la vita che voi iniziate con la vostra nuova famiglia non è un sogno; è un sentiero, dove voi camminate, investiti di una dignità e di un’autorità, che vuol essere una scuola e un tirocinio per quelli del vostro sangue, che vi seguiranno.
1941 09 24 0011
[11.–] Degnisi il Padre celeste, il quale, chiamandovi a partecipare della grandezza della sua paternità, vi ha comunicata anche la sua autorità, concedervi di esercitarla a sua imitazione nella saggezza e nell’amore!
[DR 3, 201-206]