[0412] • PÍO XII, 1939-1958 • LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
De la Alocución Davanti a questa, a las Mujeres Italianas de Acción Católica, 26 octubre 1941
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[1.–] [El grave deber de los padres en la educación de los hijos]. Ante esta magnífica asamblea que hoy agrupa en torno a Nos en número tan grande a las madres de familia, junto con las religiosas, las maestras, las delegadas de los niños de Acción Católica Italiana, las apóstoles de la infancia, las vigilantes y las asistentes de las colonias, Nuestra mirada y Nuestro ánimo van más allá del umbral de esta sala y se dirigen a los confines de Italia y del mundo, estrechando en Nuestro corazón de Padre común a todos los queridos niños, flores de la humanidad, alegría de sus madres (1), mientras Nuestro conmovido pensamiento se vuelve una vez más hacia el inmortal Pontífice Pío XI que en su Encíclica Divini illius Magistri, del 31 de diciembre de 1929, trató tan profundamente sobre la educación cristiana de la juventud.
En materia tan grave, él, después de haber determinado sabiamente la parte que corresponde a la Iglesia, a la familia y al Estado, notaba dolorido cómo con mucha frecuencia los padres no están preparados (o lo están poco) para cumplir su deber de educadores; pero no habiendo podido tratar también de propósito, en aquel claro y amplio documento, de los puntos relativos a la educación familiar, conjuraba en nombre de Cristo a los Pastores de las almas a emplear todos los medios, en las enseñanzas y en los catecismos, de viva voz y con escritos extensamente difundidos, para que los padres cristianos aprendan bien, no sólo en general sino también en particular, sus deberes sobre la educación religiosa, moral y cívica de los hijos, y los métodos más adecuados –además del ejemplo de su vida– para lograr eficazmente tal fin(2).
A través de los Pastores de las almas dirigía el gran Pontífice su exhortación conjuntamente a los progenitores, a los padres y a las madres; mas Nos creemos corresponder también al deseo de Nuestro venerado Predecesor, reservando esta audiencia especial a las madres de familia y a las demás educadoras de los niños. Si Nuestra palabra se dirige a todos, y ello hasta cuando hablamos a los nuevos esposos, Nos es muy dulce en esta ocasión tan propicia dirigirnos especialmente a vosotras, dilectas hijas, porque en las madres de familia –junto con las piadosas y expertas personas que las auxilian– vemos Nos las primeras y las más íntimas educadoras de las almas de los pequeñuelos para que crezcan en la piedad y en la virtud.
No Nos detendremos a recordar la grandeza y la necesidad de esta obra de educación en el hogar doméstico, ni la estricta obligación que toda madre tiene de no sustraerse a ella, de no cumplirla a medias, o de no atenderla con negligencia. Hablando a Nuestras queridas hijas de la Acción Católica, sabemos muy bien que en tal obligación descubren ellas el primero de sus deberes de madres cristianas, deber en que nadie podría sustituirlas plenamente. Pero no basta tener la conciencia de un deber y la voluntad de cumplirlo: es preciso, además, ponerse en condiciones de cumplirlo bien.
1. Cfr. Ps. 112, 9.
2. Cfr. A.A.S., vol. XX, 1930, pp. 73-74.
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[2.–] [Necesidad de una seria preparación para la difícil tarea de la educación]. Es, en verdad, cosa extraña –de la que ya se lamentaba también Pío XI en su Encíclica– que mientras a nadie se le ocurre hacerse de repente, sin aprendizaje ni preparación, obrero mecánico o ingeniero, médico o abogado, todos los días no pocos jóvenes y doncellas se desposan y se unen sin haber pensado ni un instante en prepararse para los arduos deberes que les aguardan en la educación de sus hijos. Y, sin embargo, si San Gregorio Magno no dudó en llamar a todo gobierno de las almas el arte de las artes(3), es ciertamente arte difícil y laborioso la de formar bien las almas de los niños, almas tiernas, inclinadas a deformarse, ya por una impresión incauta, ya por una falaz excitación, almas entre las más difíciles y más delicadas de guiar, y en las que una influencia funesta o un culpable descuido pueden dejar huellas indelebles y malignas, mucho más fácilmente que en la cera. ¡Afortunados aquellos niños que encuentran en su madre junto a la cuna un segundo ángel custodio para la inspiración y el camino del bien!
Por ello, mientras Nos os felicitamos a vosotras por cuanto habéis realizado ya tan felizmente, no podemos menos de animaros nueva y calurosamente a desarrollar cada vez más las hermosas instituciones que, como la Semana de la madre, se dedican eficazmente a formar, en todo orden y clase social, educadoras que sientan la altura de la misión, que sean vigilantes en su animo y en su comportamiento frente al mal, seguras y solícitas para el bien. En semejante sentimiento de mujer y de madre reside toda la dignidad y la reverencia de la fiel compañera del hombre, la cual, como una columna, es el centro, el apoyo y el faro de la morada doméstica, para luego llegar a ser ejemplo y modelo en una parroquia con un brillo que alcanza hasta las especiales reuniones femeninas, que se iluminan a su vez con su esplendor.
3. Regul. pastor., 1. I, c. 1; MIGNE, P. L., t. 77, col. 14.
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[3.–] [Actividad educativa de la madre durante la infancia]. Vuestra Unión de Acción Católica difunde una luz particular y oportuna mediante las organizaciones del Apostolado de la cuna y de la Mater parvulorum con las que os cuidáis de formar y auxiliar a las jóvenes esposas aun antes del nacimiento de sus niños y luego durante la primera infancia. A semejanza de los ángeles, os hacéis custodios de la madre y de la criatura que lleva en su seno (4); y, al aparecer el niño, os acercáis a los llantos de una cuna y asistís a una madre que con su pecho y sus sonrisas alimenta en el cuerpo y en el alma a un angelito del cielo.
Dios ha dado a la mujer la misión sagrada y dolorosa, pero fuente a la vez de purísima alegría, de la maternidad (5), y a la madre está confiada, antes que a nadie, la primera educación del niño en los primeros meses y años. No hablaremos de las ocultas herencias transmitidas por los padres a sus hijos, de tan considerable influjo en el futuro troquel de su carácter; herencias que a veces denuncian la vida desarreglada de los padres, tan gravemente responsables de hacer con su sangre tal vez muy difícil a su prole una vida verdaderamente cristiana. ¡Oh padres y madres, cuyo mutuo amor ha sido santificado por la fe de Cristo; preparad, ya antes del nacimiento del niño, el candor de la atmósfera familiar, en la que sus ojos y su alma se abrirán a la luz y a la vida; atmósfera que imprimirá el buen olor de Cristo en todos los pasos de su progreso moral! Vosotras, oh madres, que por ser más sensibles amáis también más tiernamente, deberéis en todo momento, durante la infancia de vuestros hijos, seguirles con vuestra mirada vigilante, viendo su desarrollo y la salud de su cuerpecito, porque es carne de vuestra carne y fruto de vuestras íntimas entrañas. Pensad que aquellos niños, hechos hijos adoptivos de Dios por el bautismo, son los predilectos de Cristo, y que sus ángeles están viendo siempre la faz del Padre celestial(6).También vosotras, tanto en el custodiarlos como en el fortificarlos y educarlos, habéis de ser otros tantos ángeles, que en vuestro cuidado y vigilancia miréis siempre al cielo. Ya desde la cuna habéis de iniciar no sólo su educación corporal, sino también la espiritual; porque, si no los educáis vosotras, serán ellos mismos quienes se educarán por sí solos, bien o mal. Recordad que no pocos rasgos, aun morales, que veis en el adolescente y en el hombre maduro, tienen realmente su origen en las modalidades y circunstancias de su primer desarrollo físico en la infancia; hábitos puramente orgánicos, contraídos siendo pequeños, quizá se convertirán más tarde en una dura dificultad para la vida espiritual de un alma. Pondréis, pues, toda vuestra atención para que todos los cuidados prestados a vuestros hijos concuerden con las exigencias de una perfecta higiene, de suerte que preparéis y fortifiquéis en ellos, para el momento en que se les despierte el uso de la razón, facultades corporales y órganos sanos, robustos, sin tendencias desviadas: ved la gran razón de tanto desear que, salvo los casos de imposibilidad, sea la madre misma la que alimente al hijo de sus entrañas. ¿Quién podrá examinar las misteriosas influencias que en el crecer de aquella delicada naturaleza ejerce la nodriza de quien depende íntegramente en su desarrollo? ¿No habéis observado alguna vez aquellos abiertos ojitos que interrogan, inquietos, que corren por mil objetos, fijándose en éste o en aquél; que siguen un movimiento o un ademán; que ya denuncian la alegría y la pena, la cólera y la obstinación, y aquellos indicios de pasioncillas que anidan en el corazón humano, ya antes de que sus pequeños labios hayan aprendido a articular ni una palabra? No os maravilléis de ello. No se nace –como han enseñado algunas escuelas filosóficas– con las ideas de una ciencia innata ni con los sueños de un pasado vivido en otro tiempo. La mente de un niño es una página en la que nada se ha escrito desde el seno de la madre. Sus ojitos y los demás sentidos externos e internos, que a través de su vida le transmiten la vida del mundo, escribirán en aquélla las imágenes y las ideas de las cosas entre las cuales se irá encontrando hora por hora, desde la cuna a la tumba. Por ello un irresistible instinto de la verdad y del bien inclina al alma sencillita que nada sabe(7) hacia las cosas sensibles; y toda esta sensibilidad, todas estas sensaciones infantiles, por cuyo medio se manifiestan y despiertan lentamente el entendimiento y la voluntad, tienen necesidad de una educación, de un amaestramiento, de una vigilante dirección, indispensable para que no quede comprometido o deformado el despertarse y el recto enderezarse de tan nobles facultades espirituales. Ya desde entonces el niño, bajo una mirada amorosa, bajo una palabra rectora, irá aprendiendo a no ceder a todas sus impresiones, a distinguir, en la medida que se desarrolle su incipiente razón, y dominar la variedad de sus sensaciones, a iniciar, en una palabra, bajo la guía y admonición maternas, el camino y la obra de su educación.Estudiad al niño en su tierna edad. Si lo conocéis bien, lo educaréis bien; nunca tomaréis sus cosas ni torcida ni contrariamente; sabréis comprenderlo, ceder a su debido tiempo: ¡no a todos los hijos de los hombres ha tocado en suerte una índole buena!
4. Cfr. S. Th., 1 p., q. 113, a. 5 ad 3.
5. Cfr. Ioan. XVI, 21.
6. Matth. XVIII, 10.
7. Purg., 16, 88.
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[4.–] [Educación de la inteligencia]. Educad la inteligencia de vuestros niños. No les deis falsas ideas o explicaciones falsas de las cosas; no respondáis a sus preguntas, cualesquiera que sean, con bromas o con afirmaciones no verdaderas, ante las cuales rara vez se rinde su mente; aprovechadlas para dirigir y encauzar, con paciencia y amor, su entendimiento que no desea sino abrirse a la posesión de la verdad y aprender a conquistarla con los pasos ingenuos de la primera razón y reflexión. ¿Quién sabrá decir lo que tantas magníficas inteligencias humanas deben a las largas e ingenuas preguntas y respuestas, propias de la niñez, que se suceden en el hogar doméstico?
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[5.–] [Educación del carácter]. Educad el carácter de vuestros hijos; atenuad o corregid sus defectos; aumentad y cultivad sus buenas cualidades y coordinadlas con aquella firmeza que es preludio de la seriedad de los propósitos en el curso de la vida. Los niños, al sentir sobre sí, a medida que con el crecer comienzan a pensar y a querer, una buena voluntad paterna y materna, libre de violencia y de cólera, constante y fuerte, no inclinada a debilidades ni a incoherencias, oportunamente aprenderán a ver en ella el intérprete de una voluntad más alta, la de Dios: así es como injertarán y arraigarán en su alma aquellos primeros hábitos morales tan poderosos, que forman y sostienen un carácter, pronto a dominarse en las alternativas y dificultades más variadas, intrépido para no retroceder ni ante la lucha ni frente al sacrificio, al hallarse penetrado por un profundo sentimiento del deber cristiano.
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[6.–] [Educación del corazón]. Educad el corazón. ¡Qué destinos, qué alteraciones, qué peligros preparan no pocas veces en los corazones de los niños, a medida que éstos crecen, las alegres admiraciones y alabanzas, las incautas solicitudes, las empalagosas condescendencias de padres cegados por un amor mal comprendido, cuando acostumbran a aquellos volubles corazoncitos a ver que todo se mueve y gravita en torno a ellos, que se doblega a sus deseos y a sus caprichos, y así plantan en ellos la raíz de un desenfrenado egoísmo, cuyas primeras víctimas serán más tarde los mismos padres! Castigo, no menos frecuente que justo, de aquellos egoístas cálculos con que se niega a un hijo único la alegría de otros hermanitos que, al participar con él del amor maternal, lo habrían apartado de pensar sólo en sí mismo. ¡Cuántas íntimas y potentes posibilidades de amor, de bondad y de generosidad duermen en el corazón del niño! Vosotras, oh madres, las despertaréis, las cultivaréis, las dirigiréis, las elevaréis hacia quien debe santificarlas, hacia Jesús, hacia María: la Madre celestial abrirá aquel corazón a la piedad, le enseñará con la oración a ofrecer al divino Amigo de los pequeñuelos sus ingenuos sacrificios y sus inocentes victorias, y a sentir por su propia mano la compasión hacia los pobres y desgraciados. ¡Oh feliz primavera de la niñez, sin tormentas ni vendavales!
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[7.–] [Educación de la voluntad en el período de la adolescencia]. Pero llegará un día en que este corazón de niño sentirá en sí el despertar de nuevos impulsos y de nuevas inclinaciones que perturban el hermoso cielo de la primera edad. En aquel peligro, oh madres, recordad que educar el corazón es educar la voluntad contra las asechanzas del mal y las insidias de las pasiones; en aquel paso de la inconsciente pureza de la infancia a la pureza consciente y victoriosa de la adolescencia, vuestro deber será de la máxima trascendencia. Os pertenece preparar a vuestros hijos y vuestras hijas para atravesar con valor, como quien pasa entre serpientes, aquel período de crisis y de transformación física sin perder nada de la alegría de la inocencia, sino conservando aquel natural y peculiar instinto del pudor con que la Providencia quiso proteger su frente como con un freno contra las pasiones demasiado fáciles en desviarse. Tal sentimiento del pudor, delicado hermano del sentimiento religioso, con su espontáneo recato en que tan poco se piensa hoy, evitaréis que lo pierdan en el vestido, en el adorno, en amistades poco decorosas, en espectáculos y representaciones inmorales; antes bien vosotras mismas lo haréis cada vez más delicado y vigilante, sincero y puro. Vigilaréis con cuidado todos sus pasos; no dejaréis que el candor de sus almas se manche y se pierda al contacto de compañeros ya corrompidos y corruptores; les inspiraréis alta estima, celo y amor a la pureza, señalándoles como fiel custodia la protección maternal de la Virgen Inmaculada. Finalmente, vosotras, con vuestra perspicacia de madres y educadoras, gracias a la leal sinceridad de corazón que habréis sabido infundir en vuestros hijos, no dejaréis de escudriñar y de discernir la ocasión y el momento en que ciertas misteriosas cuestiones presentadas a su espíritu habrán causado en sus sentidos especiales perturbaciones. Os corresponderá entonces a vosotras con vuestras hijas, al padre con vuestros hijos –en cuanto parezca necesario– levantar cauta y delicadamente el velo de la verdad, dándoles respuestas prudentes, justas y cristianas a aquellas cuestiones y a aquellas inquietudes. Las revelaciones sobre las misteriosas y admirables leyes de la vida, recibidas oportunamente de vuestros labios de padres cristianos, con la debida proporción y con todas las cautelas obligadas, serán escuchadas con una reverencia mezclada de gratitud e iluminarán sus almas con mucho menor peligro que si las aprendiesen al azar, en turbias reuniones, en conversaciones clandestinas, en la escuela de compañeros poco de fiar y ya demasiado versados o por medio de ocultas lecturas tanto más peligrosas y perjudiciales cuanto su secreto inflama más la imaginación y excita los sentidos. Vuestras palabras, si son ponderadas y discretas, podrán convertirse en salvaguardia y aviso frente a las tentaciones de la corrupción que los rodean, pues menos hiere la saeta prevista8.
8. Par. 17, 27.
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[8.–] [El poderoso auxilio de la religión]. Comprenderéis, sin embargo, que en esta obra tan magnífica de la educación cristiana de vuestros hijos y de vuestras hijas no basta la formación doméstica, por sabia e íntima que sea, sino que ha de completarse y perfeccionarse con el poderoso auxilio de la religión. Junto al sacerdote, cuya paternidad y autoridad espiritual y pastoral sobre vuestros hijos se pone a vuestro lado ya desde el santo bautismo, vosotras os debéis hacer cooperadoras suyas en aquellos primeros rudimentos de piedad y de catecismo que son fundamento de toda educación sólida, y de los cuales deberéis poseer un conocimiento suficiente y seguro vosotras, primeras maestras de vuestros niños. ¿Cómo les podréis enseñar lo que ignoráis? Enseñadles a amar a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia nuestra Madre y a los Pastores de la Iglesia que os guían. Amad el catecismo y haced que lo amen vuestros niños: es el gran código del amor y del temor de Dios, de la sabiduría cristiana y de la Vida eterna.
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[9.–] [Los cooperadores adecuados en la educación de los hijos]. En vuestra obra educadora, siempre ilimitada, sentiréis, además, la necesidad y la obligación de recurrir a otros auxiliares: escogedlos cristianos como vosotras y con todo el cuidado que merece el tesoro que les confiáis: la fe, la pureza, la piedad de vuestros hijos. Pero una vez elegidos, no os consideraréis por ello libres y exentas de vuestros deberes y de vuestra vigilancia: deberéis colaborar con ellos. Por muy eminentes educadores que sean aquellos maestros y maestras, lograrán muy poco en la formación de vuestros hijos, si a su acción no unís la vuestra. ¿Qué sucedería luego si ésta, en vez de ayudar y fortificar su trabajo, se encaminase directamente a contrariarlo o a dificultarlo; si vuestras debilidades, si vuestras inclinaciones a un amor que no será sino la envoltura de un mezquino egoísmo, destruyeran en casa cuanto de bueno se hace en la escuela, en el catecismo, en las asociaciones católicas, para templar el carácter y dirigir la piedad de vuestros hijos?
Pero –dirá tal vez alguna madre– ¡son tan difíciles de dominar los niños de hoy! Con este mi hijo, con aquella hija mía, nada queda por hacer, nada puede obtenerse. Es verdad: a los doce o a los quince años no pocos jóvenes y doncellas aparecen ya incorregibles; pero ¿por qué? Porque a los dos o tres años les fue concedido y permitido todo, todo les estaba bien. Es verdad: hay temperamentos ingratos y rebeldes; pero aquel pequeñito reservado, testarudo, insensible, ¿deja por tales defectos de ser hijo vuestro? ¿Lo amaríais menos que a sus hermanos si estuviese enfermo o contrahecho? También Dios os lo ha confiado: guardaos de dejarlo que se convierta en el desecho de la familia. Nadie es tan fiero que no se mitigue con los cuidados, con la paciencia, con el amor; y bien raro será el caso de que en un terreno pedregoso y silvestre no logréis hacer brotar alguna flor de sumisión y de virtud, con tal que con los rigores parciales e irrazonables no os expongáis a descorazonar en aquella almita engreída el fondo de buena voluntad que en ella se esconde. Desnaturalizaréis toda la educación de vuestros hijos, si alguna vez descubrieran en vosotras (¡y bien sabe Dios que saben descubrirlo!) predilecciones entre hermanos, preferencias en favores, antipatías hacia uno u otro: vuestro bien y el de la familia exigen que todos sientan, que todos vean, tanto en vuestra ponderada severidad como en vuestras dulces excitaciones y en vuestras caricias, un amor igual que no hace entre ellos otra distinción sino la de corregir el mal y promover el bien; ¿es que no los habéis recibido todos por igual de Dios?
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[10.–] [Las educadoras que cooperan con las madres cristianas]. Nuestra palabra se ha dirigido particularmente a vosotras, madres de las familias cristianas; pero junto con vosotras vemos hoy en torno a Nos una corona de religiosas, de maestras, de delegadas, de apóstoles, de vigilantes, de asistentes, que consagran todos sus sufrimientos y sus trabajos a la educación y a la reeducación de la niñez; no son madres por sangre de naturaleza, sino por impulso de amor hacia la primera edad, tan amada por Cristo y por su Esposa la Iglesia. Sí, también vosotras que os hacéis educadoras junto a las madres cristianas, sois madres, porque tenéis un corazón de madre y en él palpita la llama de la caridad que el Espíritu Santo difunde en vuestros corazones. En esta caridad, que es la caridad de Cristo que os constriñe al bien, encontraréis la luz, vuestro consuelo y vuestro programa que os aproxima a las madres, a los padres y a sus hijos; y de esos brotes tan vivos de la sociedad, esperanza de los padres y de la Iglesia, hacéis vosotras una mayor familia de veinte, de cien, de millares de niños y de jóvenes a quienes educáis profundamente la inteligencia, el carácter y el corazón, alzándolos a aquella atmósfera espiritual y moral en la que brillan, con la alegría de la inocencia, la fe en Dios y la reverencia hacia las cosas santas, la piedad hacia los padres y hacia la patria. Nuestra alabanza y gratitud, junto con el reconocimiento de sus madres, se dirige a vosotras. Educadoras como ellas, las emuláis y las precedéis en vuestras escuelas, en vuestros asilos y colegios, en vuestras asociaciones; sois hermanas de una maternidad espiritual coronada por lirios.
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[11.–] [Conclusiones]. ¡Qué misión tan incomparable, y en nuestros tiempos tan erizada de graves obstáculos y dificultades, oh madres cristianas y dilectas hijas –cuántas os fatigáis en cultivar los crecientes retoños de los olivos familiares–, es la que Nos hemos expuesto sólo en algún punto de su belleza! ¡Cuán sublime se presenta ante Nuestro pensamiento una madre dentro del hogar doméstico, destinada por Dios junto a una cuna para alimentar y educar a sus hijos! Admirad su laboriosidad, que fácilmente podría creerse insuficiente para lo que precisa, si la omnipotente gracia divina no la apoyase, iluminándola y dirigiéndola y sosteniéndola en el ansia y en el sufrir cotidianos, y si no inspirase y llamase, para colaborar con ella en la formación de aquellas almas juveniles, a otras educadoras dotadas de corazón y acción que emulan su amor. Mientras, por lo tanto, imploramos del Señor que os colme a todas con la superabundancia de sus favores y haga crecer vuestra multiforme obra en favor de todos los niños confiados a vosotras, os concedemos de corazón, prenda de las más selectas gracias celestiales, Nuestra paternal Bendición Apostólica.
[EyD, 1667-1672]
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[1.–] I gravi doveri dei genitori nella educazione dei figli. Davanti a questa magnifica riunione, la quale raggruppa oggi intorno a Noi in così gran numero le madri di famiglia, insieme con le religiose, le maestre, le delegate dei fanciulli di Azione Cattolica Italiana, le apostole dell’infanzia, le vigilatrici e le assistenti delle colonie, il Nostro sguardo e il Nostro animo varcano le soglie di quest’aula e si volgono ai confini d’Italia e del mondo, abbracciando nel Nostro amplesso di Padre comune tutti i cari fanciulli, fiori della umanità, letizia delle loro madri (1); mentre il Nostro commosso pensiero ritorna all’immortale Pontefice Pio XI, che, nella sua Enciclica Divini illius Magistri del 31 dicembre 1929, così altamente trattò della educazione cristiana della gioventù. Su questo grave argomento egli, dopo aver sapientemente determinato la parte che spetta alla Chiesa, alla famiglia e allo Stato, notava con dolore come troppo spesso i genitori siano poco o nulla preparati a compiere il loro ufficio di educatori; ma, non avendo potuto in quel chiaro ed ampio documento toccare di proposito anche i punti riguardanti l’educazione familiare, scongiurava nel nome di Cristo i Pastori delle anime “di adoperare ogni mezzo, nelle istruzioni e nei catechismi, di viva voce e con gli scritti largamente divulgati, affinchè i genitori cristiani imparino bene, e non solo genericamente, ma in particolare, i loro doveri intorno alla educazione religiosa, morale e civile dei figli, e i metodi più adatti –oltre l’esempio della loro vita– a raggiungere efficacemente tale scopo” (2).
Attraverso i Pastori delle anime il grande Pontefice indirizzava la sua esortazione ai genitori, padri e madri insieme; ma Noi crediamo pure di corrispondere a quel desiderio del Nostro venerato Predecessore, riserbando questa speciale udienza alle madri di famiglia e alle altre educatrici dei fanciulli. Se la parola Nostra va a tutti, anche quando parliamo agli sposi novelli, Ci torna dolce in questa propizia occasione rivolgerci segnatamente a voi, dilette figlie, perchè nelle madri di famiglia –insieme con le pie ed esperte persone che le aiutano– Noi vediamo le prime e le più intime educatrici delle anime dei piccoli da crescere nella pietà e nella virtù.
Noi non Ci tratterremo qui a ricordare la grandezza e la necessità di quest’opera di educazione nel focolare domestico, nè lo stretto obbligo per una madre di non sottrarvisi, di non compierlo a metà, di non attendervi negligentemente. Parlando alle Nostre care figlie dell’Azione Cattolica, Noi ben sappiamo che in quell’obbligo esse scorgono il primo dei loro doveri di madri cristiane e un ufficio, nel quale nessuno potrebbe pienamente sostituirle. Ma di un dovere non basta avere la coscienza e la volontà di adempirlo: bisogna inoltre mettersi in grado di adempirlo bene.
1. Cfr. Ps. 112, 9.
2. Cfr. A.A.S., vol. XX, 1930, pp. 73-74.
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[2.–] Necessità di seria preparazione per la difficile opera della educazione. Ora –vedete cosa strana, che anche Pio XI lamentava nella sua Enciclica–, mentre non verrebbe in mente a nessuno di farsi subito lì per lì, senza tirocinio nè preparazione, operaio meccanico o ingegnere, medico o avvocato, ogni giorno non pochi giovani uomini e giovani donne si sposano e uniscono senza aver pensato un istante a prepararsi agli ardui doveri che li attendono nell’educazione dei figli. Eppure, se S. Gregorio Magno non dubitò di chiamare ogni governo delle anime ars artium, l’arte delle arti (3), è certo arte malagevole e laboriosa quella di ben plasmare le anime dei fanciulli, anime tenere, cedevoli a deformarsi per una malcauta impressione o per un fallace incitamento, anime tra le più difficili e le più delicate a guidarsi, sulle quali spesso, più che sulla cera, un’influenza funesta o una colpevole trascuratezza valgono a improntare indelebili e maligne tracce. Fortunati quei bimbi, che nella mamma trovano presso la culla un secondo angelo custode per l’ispirazione e la via del bene! Mentre quindi Ci congratuliamo con voi per tutto quello che già felicemente avete operato, non potremmo se non con nuovo e piu caldo incoraggiamento animarvi a sviluppare sempre più le belle istituzioni le quali, come la Settimana della madre, si adoperano efficacemente a formare in ogni ordine e classe sociale educatrici che sentano l’altezza della loro missione, nell’animo e nel portamento guardinghe di fronte al male, sicure e sollecite verso il bene. In tale sentimento di donna e di madre sta tutta la dignità e la riverenza della fida compagna dell’uomo, la quale, come colonna, è il centro, il sostegno e il faro della dimora domestica: onde la sua luce diviene esempio e modello in una parrocchia e si spande fin là, dove speciali convegni femminili alla lor volta se ne illuminano.
3. Regul. pastor., 1. I, c. 1; MIGNE, P. L., t. 77, col. 14.
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[3.–] Azione educatrice della madre durante la puerizia. E una particolare e opportuna luce diffonde la vostra Unione di Azione Católica ca mediante le organizzazioni dell’Apostolato della culla e della Mater parvulorum, con le quali vi prendete cura di formare e di aiutare le giovani spose già avanti la nascita dei loro bambini e poi durante la prima infanzia. A somiglianza degli angeli, voi vi fate custodi della madre e della creatura che ella porta in grembo (4); e, all’apparire del bimbo, vi accostate alla vagiente culla, e assistete una mamma, che del suo seno e dei suoi sorrisi alimenta nel corpo e nell’anima un angeletto del cielo. Alla donna è stata data da Dio la missione sacra e dolorosa, ma pure sorgente di purissima gioia, della maternità(5), e alla madre è, sopra ogni altro, affidata la educazione prima del fanciullo, nei primi mesi ed anni. Non parleremo delle occulte eredità trasmesse dai genitori ai figli, d’influsso così considerevole nel futuro stampo del loro carattere; eredità che talvolta accusano la vita sregolata dei parenti, tanto gravemente responsabili da rendere col loro sangue forse ben difficile alla loro prole una vita veramente cristiana. O padri e madri, a cui la fede di Cristo santificò lo scambievole amore, preparate, già prima della nascita del bambino, il candore della atmosfera familiare, nella quale i suoi occhi e la sua anima si apriranno alla luce e alla vita; atmosfera che imprimerà il buon odore di Cristo su tutti i passi del suo progresso morale.
Voi, o madri, le quali, perchè più sensitive, più anche teneramente amate, durante l’infanzia dei vostri bambini dovrete in ogni momento seguirli col vigile vostro sguardo, e vegliare sul loro crescere e sulla salute del loro piccolo corpo, perchè è carne della vostra carne e frutto delle intime vostre viscere. Pensate che quei fanciulli, col battesimo fatti per adozione figli di Dio, sono di Cristo i prediletti, i cui angeli sempre vedono la faccia del Padre celeste(6):anche voi nel custodirli, nell’invigorirli, nell’educarli, dovete essere altrettanti angeli, che nella vostra cura e vigilanza sempre mirate al cielo. Fin dalla culla avete da iniziarne la educazione non solo corporea, ma anche spirituale; perchè, se non li educate voi, essi medesimi prenderanno ad educarsi da sè, bene o male. Ricordate che non pochi tratti anche morali, che vedete nell’adolescente e nell’uomo maturo, hanno realmente origine dalle forme e dalle circonstanze del primo incremento fisico nell’infanzia: abitudini puramente organiche, contratte da piccoli, più tardi diverranno forse un duro intralcio alla vita spirituale di un’anima. Voi metterete dunque ogni studio acciocchè le cure da voi prestate ai vostri bambini si accordino con le esigenze di una perfetta igiene, in modo da preparare in essi erassodare per il momento in cui si sveglierà il loro uso di ragione, facoltà corporee e organi sani, robusti, senza deviazioni di tendenze: ecco perchè è tanto da desiderarsi che, salvo il caso d’impossibilità, la madre nutrisca essa stessa il figlio del suo grembo. Chi può scandagliare le misteriose influenze che sul crescere di quella creaturina esercita la nutrice da cui nel suo sviluppo intieramente dipende?
Non avete mai osservato quegli aperti occhietti interroganti, irrequieti, che scorrono per mille oggetti fissandosi su questo o su quello, che seguono un moto o un gesto, che già palesano la gioia e la pena, la collera e la caparbietà e quegl’indizi di passioncelle che si annidano nel cuore umano, avanti ancora che le piccole labbra abbiano appreso ad articolare una parola? Non ve ne meravigliate. Non si nasce –come hanno insegnato certe scuole filosofiche– con le idee di una scienza innata nè coi sogni di un passato già vissuto. La mente di un bimbo è una pagina in cui nulla dal seno della madre è scritto: vi scriveranno le immagini e le idee delle cose, in mezzo alle quali viene a trovarsi, di ora in ora, dalla culla alla tomba, i suoi occhi e gli altri sensi esterni e interni, che attraverso la sua vita gli trasmettono la vita del mondo. Quindi un irresistibile istinto del vero e del bene porta “l’anima semplicetta che sa nulla” (7) sopra le cose sensibili; e tutta questa sensibilità, tutte queste sensazioni infantili, per la cui via si vengono lentamente palesando e svegliando l’intelletto e la volontà. hanno bisogno di una educazione, di un ammaestramento, di un vigile indirizzo, indispensabile, affinchè non rimanga compromesso o deformato il destarsi normale e il retto avviarsi di così nobili facoltà spirituali. Sin d’allora il bambino, sotto uno sguardo amorevole, sotto una parola reggitrice, dovrà apprendere a non cedere a tutte le sue impressioni, a distinguere, col crescere dell’albore della sua ragione, e dominare il variare delle sue sensazioni, a iniziare, in una parola, sotto la guida e l’ammonimento materno, il cammino e l’opera della sua educazione.
Studiate il bambino nella tenera età. Se lo conoscerete bene, lo educherete bene; non prenderete la sua natura a ritroso, a traverso; saprete comprenderlo, cedere non fuori di tempo: non tutti sortiscono un’indole buona i figliuoli degli uomini!
4. Cfr. S. Th., 1 p., q. 113, a. 5 ad 3.
6. Matth. XVIII, 10.
7. Purg., 16, 88.
5. Cfr. Ioan. XVI, 21.
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[4.–] Educazione dell’intelligenza. Educate l’intelligenza dei vostri bambini. Non date loro false idee o false ragioni delle cose; non rispondete alle loro interrogazioni, quali che siano, con celie o con affermazioni non vere, cui la loro mente di rado si arrende; ma approfittatene per dirigere e sorreggere, con pazienza ed amore, il loro intelletto, il quale altro non brama che di aprirsi al possesso della verità e d’imparare a conquistarla coi passi ingenui del primo ragionare e riflettere. Chi saprà mai dire ciò che tante magnifiche intelligenze umane debbono a queste lunghe e fiduciose domande e risposte di puerizia, alternate al focolare domestico?
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[5.–] Educazione del carattere. Educate il carattere dei vostri figli; attenuatene o correggetene i difetti, accrescetene e coltivatene le buone qualità, e coordinatele a quella fermezza che prelude alla saldezza dei propositi nel corso della vita. I bambini, col farsi più grandicelli, sentendo sopra di sè, a mano a mano che cominceranno a pensare e volere, una volontà paterna e materna buona, schiva di violenza e di collera, costante e forte, non inclinata a debolezze o incoerenze, apprenderanno per tempo a vedere in essa l’interprete di una volontà più alta, quella di Dio, e in tal guisa inseriranno e radicheranno nel loro animo quei potenti primi abiti morali, che formano e sostengono un carattere, pronto a dominarsi nei più vari disagi e contrasti, intrepido a non indietreggiare nè davanti alla lotta nè in faccia al sacrificio, penetrato da un profondo sentimento del dovere cristiano.
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[6.–] Educazione del cuore. Educate il cuore. Quali destini, quali alterazioni, quali pericoli troppo spesso preparano nei cuori di crescenti fanciulli le beate ammirazioni e lodi, le malcaute sollecitudini, le sdolcinate condiscendenze di genitori accecati da un mal compreso amore, che avvezzano quei volubili cuoricini a vedere ogni cosa muoversi e gravitare intorno a sè, piegarsi alle loro voglie e ai loro capricci, e innestano così in essi la radice di un egoismo sfrenato, di cui i genitori stessi saranno più tardi le prime vittime! Castigo, non meno frequente che giusto, di quei calcoli egoistici, onde si rifiuta a un figlio unico la gioia di piccoli fratelli, i quali, partecipando con lui all’amore materno, lo avrebbero stornato dal pensare solo a se stesso. Quante intime e potenti capacità di affetto, di bontà e di dedizione dormono nel cuore del fanciullo! Voi, o madri, le desterete, le coltiverete, le dirigerete, le innalzerete verso chi deve santificarle, verso Gesù, verso Maria: la Madre celeste aprirà quel cuore alla pietà, gl’insegnerà con la preghiera a offrire al divino Amico dei piccoli i suoi candidi sacrifici e le sue innocenti vittorie, a sentire anche nella mano la compassione per i poveri e i miseri. Oh felice primavera della puerizia senza procelle nè venti!
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[7.–] Educazione della volontà nel periodo dell’adolescenza. Verrà però il giorno in cui questo cuore di fanciullo sentirà in sè destarsi nuovi impulsi, nuove inclinazioni che turbano il bel cielo della prima età. In quel cimento, o madri, ricordatevi che educare il cuore è educare la volontà contro gli agguati del male e le insidie delle passioni: in quel passaggio dalla incosciente purezza dell’infanzia alla purezza cosciente e vittoriosa dell’adolescenza il vostro ufficio sarà capitale. Sta a voi il preparare i vostri figli e le vostre figlie a traversare con franchezza, como chi passa fra le serpi, quel periodo di crisi e di trasformazione fisica senza nulla perdere della letizia dell’innocenza, ma conservando quel naturale e particolare istinto del pudore, onde la Provvidenza volle circondata la loro fronte come di freno alle passioni troppo facili a fuorviarsi. Quel sentimento del pudore soave fratello del sentimento religioso, nella sua spontanea verecondia, a cui poco si pensa oggidì, voi eviterete che vada loro smarrito nel vestito, nell’abbigliamento, nella familiarità poco decorosa, in spettacoli e rappresentazioni immorali; voi lo renderete invece sempre più delicato e vigilante, sincero e schietto. Voi terrete gli occhi aperti sopra i loro passi; non lascerete che il candore delle loro anime si macchi e si guasti al contatto di compagni già corrotti e corruttori; voi ispirerete loro alta stima e geloso amore della purezza, additandone loro per fida custode la materna protezione della Vergine Immacolata. Voi infine, con la vostra perspicacia di madri e di educatrici, grazie alla fiduciosa apertura di cuore che avrete saputo infondere nei vostri figli, non mancherete di scrutare e discernere l’occasione e il momento, in cui certe ascose questioni presentatesi al loro spirito avranno originato nei loro sensi speciali turbamenti. Toccherá allora a voi per le vostre figlie, al padre per i vostri figli –in quanto apparisca necessario–, di sollevare cautamente, delicatamente, il velo della verità, e dare loro risposta prudente, giusta e cristiana a quelle questioni e a quelle inquietudini. Ricevute dalle vostre labbra di genitori cristiani, all’ora opportuna nell’opportuna misura, con tutte le debite cautele, le rivelazioni sulle misteriose e mirabili leggi della vita saranno ascoltate con riverenza mista a gratitudine, illumineranno le loro anime con assai minor pericolo che se le apprendessero alla ventura, da torbidi incontri, da conversazioni clandestine, alla scuola di compagni mal fidi e già troppo saputi, per via di occulte letture, tanto più pericolose e perniciose, quanto più il segreto infiamma l’immaginazione ed eccita i sensi. Le vostre parole, se assennate e discrete, potranno divenire una salvaguardia e un avviso in mezzo alle tentazioni della corruzione che li circonda, “chè saetta previsa vien più lenta” (8).
8. Par. 17, 27.
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[8.–] Il potente ausilio della religione. Ma in questa magnifica opera dell’educazione cristiana dei vostri figli e delle vostre figlie voi pur comprendete che la formazione domestica, per sapiente e intima che sia, non basta, ma deve essere resa compiuta e perfetta col potente ausilio della religione. Accanto al sacerdote, la cui paternità e autorità spirituale e pastorale sopra i vostri figli fin dal sacro fonte si pone al vostro fianco, voi dovete farvi cooperatori di lui in quei primi rudimenti di pietà e di catechismo che sono il fondamento di ogni solida educazione, e dei quali anche voi, primi maestri dei vostri bambini, conviene che possediate una bastevole e sicura conoscenza. Come potreste insegnare quel che ignorate? Insegnate ad amare Dio, Gesù Cristo, la Chiesa, Madre nostra, i Pastori della Chiesa che vi guidano. Amate il catechismo e fatelo amare ai vostri bimbi: esso è il gran codice dell’amore e del timore di Dio, della sapienza cristiana e della vita eterna.
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[9.–] Validi cooperatori nella educazione dei figli. Nella vostra opera educatrice, non mai ristretta a pochi lati, voi sentirete inoltre il bisogno e l’obbligo di ricorrere ad altri aiutatori: sceglieteli cristiani come voi, e con tutta la cura che merita il tesoro che loro affidate: la fede, la purezza, la pietà dei vostri figli. Ma, eletti che li avrete, non reputatevi per ciò stesso libere e sciolte dai vostri doveri e dalla vostra vigilanza: voi dovrete collaborare con loro. Siano pure cuanto volete eminenti educatori quei maestri e quelle maestre; poco riusciranno a fare per la formazione dei vostri figli, qualora voi non uniate alla loro azione la vostra. Che avverrebbe poi, se questa, in cambio di aiutare e confortare l’opera loro, venisse addirittura ad attraversarla e contrariarla? se le vostre debolezze, se i vostri partiti presi per un amore che non sarà se non lustra di meschino egoismo, distruggessero in casa ciò che è stato ben fatto alla scuola, al catechismo, nelle associazioni cattoliche, per temprare il carettere e avviare la pietà dei vostri figli?
Ma –dirà forse qualche madre– i fanciulli di oggidì sono tanto difficili a dominarsi! Con quel mio figlio, con quella mia figlia, non vi è nulla da fare, nulla si può ottenere. È vero: a dodici o a quindici anni non pochi giovanetti e fanciulle si dimostrano intrattabili, ma perchè? Perchè a due o a tre anni tutto fu loro concesso e permesso, tutto menato buono. È vero: vi sono dei temperamenti ingrati e ribelli: ma pure quel piccolo, chiuso, testardo, insensibile, cessa per tali difetti di essere vostro figlio? L’amereste voi meno dei suoi fratelli, se fosse infermo o storpio? Dio vi ha affidato anche lui: guardatevi dal lasciarlo divenire il rifiuto della famiglia. Nessuno è così fiero che non si mitighi con le cure, con la pazienza, con l’amore; e sarà ben raro il caso che in quel terreno sassoso e silvestre voi non riusciate a far nascero qualche fiore di sommissione e di virtù, purchè con rigori parziali e irragionevoli non rischiate di scoraggiare in quella piccola anima altera il fondo di buona volontà in essa nascosta. Vos snaturereste tutta l’educazione dei vostri figli, se mai scoprissero in voi (e Dio sa se hanno occhi da tanto!) predilezioni tra fratelli, preferenze in favori, antipatie verso l’uno o l’altro: al bene vostro e della famiglia fa d’uopo che tutti sentano, che tutti vedano, nelle vostre ponderate severità, come nei vostri dolci incoraggiamenti e nelle vostre carezze, un amore uguale, che non fa distinzione fra loro se non nel correggere il male e nel promovere il bene; non li avete voi tutti ugualmente ricevuti da Dio?
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[10.–] Le educatrici al fianco delle madri cristiane. A voi, o madri delle famiglie cristiane, la Nostra parola si è particolarmente rivolta; ma insieme con voi vediamo oggi intorno a noi una corona di religiose, di maestre, di delegate, di apostole, di custodi, di assistenti, le quali alla educazione e alla rieducazione della fanciullezza consacrano ogni loro fatica e travaglio; non sono madri per sangue di natura, ma per impulso di amore verso la prima età, tanto diletta a Cristo e alla sua Sposa, la Chiesa. Sì; anche voi, che vi fate educatrici al fianco delle madri cristiane, siete madri, perchè avete un cuore di madre, e in esso palpita la fiamma della carità che lo Spirito Santo diffonde nei vostri cuori. In questa caritá, che è la carità di Cristo che vi urge a bene, voi trovate la luce, il conforto e il programma vostro, che vi avvicina alle madri, ai padri e ai loro figli; e di così vivaci rampolli della società, speranze dei genitori e della Chiesa, voi fate una più grande famiglia di venti, di cento, di mille e mille bimbi e fanciulli, dei quali più al tamente educate l’intelligenza, il carattere e il cuore, elevandoli in quell’aura spirituale e morale, dove splendono con la letizia dell’innocenza la fede in Dio e la riverenza verso le cose sante, la pietà verso i parenti e verso la patria. La lode e la gratitudine Nostra insieme con la riconoscenza delle madri vanno a voi. Educatrici com’esse, le emulate e precedete nelle vostre scuole, nei vostri asili e collegi, nelle vostre associazioni; sorelle di una maternità spirituale cui coronano i gigli.
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[11.–] Conclusione. Quale missione incomparabile, e ai nostri tempi irta di gravi ostacoli e difficoltà, o madri cristiane e dilette figlie, –quante vi affaticate nel coltivare i crescenti virgulti dei familiari olivi, – è quella di cui Noi abbiamo appena in qualche punto sfiorato la bellezza! Come grandeggia al Nostro pensiero una madre fra le mura domestiche, da Dio destinata presso una culla, nutrice ed educatrice dei suoi bimbi! Stupite della sua operosità, che pure si sarebbe tentati di stimare non bastevole al bisogno, se la onnipotente grazia divina non la fiancheggiasse per illuminarla, dirigerla, sostenerla nell’ansia e nella fatica quotidiana; se a collaborare con lei nella formazione di quelle anime giovanili non ispirasse e chiamasse altre educatrici di un cuore e di un’azione che ne emulino l’affetto. Mentre pertanto imploriamo dal Signore che colmi voi tutte della sovrabbondanza dei suoi favori e accresca la multiforme opera vostra a pro di ogni fanciullezza a voi affidata, vi accordiamo di cuore, pegno delle più elette grazie celesti, la nostra paterna Apostolica Benedizione.
[AAS 33 (1941), 450-458]