[0416] • PÍO XII, 1939-1958 • LA ESPOSA Y LA MADRE EN LA FAMILIA
De la Alocución Nel volgere, a unos recién casados, 11 marzo 1942
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[1.–] [...] Sois felices dentro de las paredes domésticas; no veis oscuridad; la familia tiene un sol propio: la esposa.
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[2.–] Oíd cómo de ella nos habla y razona la Escritura: “La gracia de la mujer hacendosa alegra al marido y le llena de jugo los huesos. La buena crianza de ella es un don de Dios. Es cosa que no tiene precio una mujer discreta y amante del silencio y con el ánimo morigerado. Gracia es sobre gracia la mujer santa y vergonzosa. No hay cosa de tanto valor que pueda equivaler a esta alma casta. Lo que es para el mundo el sol al nacer, en las altísimas moradas de Dios, eso es la gentileza de una mujer virtuosa para el adorno de una casa” (1).
1. Eccli. XXVI, 16-21.
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[3.–] Sí; la esposa y la madre es el sol de la familia. Es el sol con su generosidad y sumisión, con su constante prontitud, con su delicadeza atenta y providencial en todo lo que sirve para alegrar la vida al marido y a los hijos. Difunde en torno suyo la vida y el calor; y, si suele decirse que un matrimonio es feliz cuando uno de los cónyuges, al contraerlo, pretende hacer feliz, no a sí mismo, sino a la otra parte, este noble sentimiento e intención, aunque toca a los dos, es, sin embargo, virtud principal de la mujer, que nace con las palpitaciones de madre y con la madurez del corazón; aquella madurez o entendimiento que, si recibe amarguras, quiere solamente devolver alegrías; si recibe humillaciones, no desea restituir sino dignidad y respeto, del mismo modo que el sol alegra la nebulosa mañana con sus albores y dora las nubes con los rayos de su ocaso.
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[4.–] La esposa es el sol de la familia con la claridad de su mirada y con la llama de su palabra; mirada y palabra que penetran dulcemente en el alma, la vencen y enternecen y la levantan lejos del tumulto de las pasiones, y llaman al hombre a la alegría del bien y de la conversación familiar, después de una larga jornada de continuo y a veces penoso trabajo profesional o campestre, o de imperiosos negocios de comercio o de industria. Su ojo y su boca arrojan una luz y un acento, que en un rayo tienen mil fulgores y en un sonido mil afectos. Son rayos y sonidos que brotan del corazón de madre, crean y vivifican el paraíso de la infancia e irradian siempre bondad y suavidad, aun cuando adviertan o reprendan, porque las almas juveniles, que sienten con más fuerza, recogen con mayor intimidad y profundidad los dictámenes del amor.
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[5.–] La esposa es el sol de la familia con su cándida naturaleza, con su digna simplicidad y con su cristiano y honesto decoro, tanto en el recogimiento y en la rectitud del espíritu cuanto en la sutil armonía de su actitud y de su vestido, en su adorno y en su porte, reservado a un tiempo y afectuoso. Sentimientos tenues, encantadoras señales del rostro, ingenuos silencios y sonrisas, un condescendiente movimiento de cabeza, le dan la gracia de una flor escogida y, sin embargo, sencilla, que abre su corola para recibir y reflejar los colores del sol. ¡Oh, si supieseis qué profundos sentimientos de afecto y de gratitud suscita e imprime en el corazón del padre de familia y de los hijos esta imagen de esposa y de madre! ¡Oh ángeles, que custodiáis sus casas y escucháis sus oraciones, impregnad de perfumes celestiales aquel hogar de felicidad cristiana!
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[6.–] Pero, ¿qué sucede cuando la familia está privada de este sol? ¿Qué sucede cuando la esposa continuamente o a cada paso, aun en las relaciones más íntimas, no duda en hacer sentir que le cuesta sacrificios la vida conyugal? ¿Dónde está su amorosa dulzura cuando una dureza excesiva en la educación, una excitabilidad mal dominada y una frialdad airada en la vista y en las palabras, sofocan en los hijos la alegría y el consuelo feliz que habrían de encontrar en su madre; cuando ella no hace otra cosa que perturbar con tristeza y amargar con voz áspera, con lamentos y reprensiones, la confiada convivencia en el ambiente de la familia?
¿Dónde está aquella generosa delicadeza y aquel tierno cariño, cuando ella, en vez de crear con una sencillez natural y prudente una atmósfera de agradable serenidad en la mansión doméstica, toma una actitud de inquieta, nerviosa y exigente señora, muy de moda? ¿Es esto un esparcir benévolos y vivificantes rayos solares, o más bien un congelar con viento glacial del norte el jardín de la familia? ¿Quién se extrañará entonces de que el hombre, no encontrando en aquel hogar nada que le atraiga, le retenga y consuele, se aleje lo más posible, provocando al mismo tiempo el alejamiento de la mujer, de la madre, cuando no es más bien el alejamiento de la mujer el que prepara el del marido; encaminándose así uno y otra a buscar en otra parte, con grave peligro espiritual y perjuicio de la trabazón familiar, el descanso, el reposo, el placer que no les concede la propia casa? ¡En este estado de cosas, los más desventurados son, sin duda, los hijos!
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[7.–] He aquí, esposas, hasta dónde puede llegar vuestra parte de responsabilidad en la concordia de la felicidad doméstica. Si a vuestro marido y a su trabajo corresponde procurar y hacer estable la vida de vuestro hogar, a vosotras y a vuestro cuidado pertenece el rodearlo de un bienestar conveniente y el asegurar la pacífica serenidad común de vuestras dos vidas. Esto es para vosotras no sólo una obligación natural, sino un deber religioso y un ejercicio de virtudes cristianas, con cuyos actos y méritos crecéis en el amor y en la gracia de Dios.
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[8.–] “¡Pero –dirá tal vez alguna de vosotras– de esa manera se nos pide una vida de sacrificio!”. Sí; vuestra vida es vida de sacrificio, pero no sólo de sacrificio. ¿Creéis, acaso, que en este mundo se puede gozar una verdadera y sólida felicidad sin conquistarla con alguna privación o renuncia? ¿Pensáis que en algún rincón de este mundo se encuentra la plena y perfecta dicha del Paraíso terrestre? ¿Y creéis tal vez que vuestro marido no tiene también que hacer sacrificios, a veces muchos y graves, para procurar un pan honrado y seguro a la familia? Precisamente, estos mutuos sacrificios, soportados juntos y con recíproca utilidad, dan al amor conyugal y a la felicidad de la familia su cordialidad y firmeza, su santa profundidad y aquella exquisita nobleza que se imprime en el recíproco respeto de los cónyuges y que los exalta en el afecto y en la gratitud de los hijos. Si el sacrificio materno es el más agudo y doloroso, lo templa la virtud de lo alto. De su sacrificio aprende la mujer a tener compasión de los dolores del prójimo. El amor a la felicidad de su casa no la cierra en sí misma; el amor de Dios, que en su sacrificio la eleva sobre sí misma, le abre el corazón a la piedad y la santifica.
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[9.–] “Pero –se objetará tal vez todavía– la moderna estructura social, obrera, industrial y profesional, empuja a muchas mujeres, aun casadas, a salir fuera de la familia y a entrar en el campo del trabajo y de la vida pública”. Nos no lo ignoramos, queridas hijas. Es muy dudoso si esa condición de cosas constituye para una mujer casada lo que se dice el ideal. Sin embargo, hay que tener en cuenta el hecho. Con todo, la Providencia, siempre vigilante en el gobierno de la humanidad, ha insertado en el espíritu de la familia cristiana fuerzas superiores capaces de mitigar y vencer la dureza de semejante estado social y de prevenir los peligros que indudablemente se esconden en él. ¿No habéis observado tal vez cómo el sacrificio de una madre que por especiales motivos debe, además de sus deberes domésticos, ingeniarse para procurar, a costa de un duro trabajo cotidiano, el sustento de la familia, no sólo conserva, sino que alimenta y aumenta en los hijos la veneración y el amor hacia ella, y da fuerzas a su gratitud por sus afanes y fatigas, cuando el sentimiento religioso y la confianza en Dios constituyen el fundamento de la vida familiar?
Si es ése el caso en vuestro matrimonio, unid a la plena confianza en Dios, que ayuda siempre al que le teme y sirve, unid, en las horas y días que podréis consagrar enteramente a vuestros seres queridos, un doble amor y un celoso cuidado, no sólo para asegurar el mínimo indispensable para la verdadera vida de familia, sino para hacer que se desprendan de vosotras, hacia el corazón del marido y de los hijos, rayos luminosos de sol que conforten, abriguen y fecunden, aun en las horas de la separación externa, la trabazón espiritual del hogar.
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[10.–] Y vosotros, esposos, puestos por Dios como cabeza de vuestras esposas y de vuestras familias, al mismo tiempo que contribuyáis con vuestro trabajo a su sustento, prestad vuestra ayuda también a la obra de vuestras mujeres en el cumplimiento de la santa y elevada –y no raras veces fatigosa– misión. Colaborad con ellas, con aquella solicitud y afecto que hace uno de dos corazones, y una misma fuerza y un mismo amor. Pero sobre esta colaboración y sus deberes, y las responsabilidades que se derivan, también para el marido, habría mucho que decir, y por eso Nos lo reservamos para hablaros en otras audiencias.
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[11.–] Ante vosotros, recién casados, que sucedéis a otros grupos semejantes que os han precedido delante de Nos y han sido por Nos bendecidos, nuestro pensamiento nos trae a la mente el gran dicho del Eclesiastés: “Pasa una generación y sucede otra; pero queda siempre la tierra” (1[2]). Así corren nuevos siglos, pero Dios no cambia; no cambia el Evangelio ni el destino del hombre para la eternidad; no cambia la ley de la familia; no cambia el inefable ejemplo de la familia de Nazaret, gran sol de tres soles, el uno de fulgores más divinos y más ardientes que los otros dos que le rodean. Mirad a aquella modesta y humilde mansión, oh padres y madres; contemplad a Aquél que se creía “hijo del carpintero” (2[3]), nacido del Espíritu Santo y de la Virgen esclava del Señor; y confortaos en los sacrificios y en los trabajos de la vida. Arrodillaos ante ellos como niños; invocadlos, suplicadles; y aprended de ellos cómo las contrariedades de la vida familiar no humillan, sino exaltan; cómo no hacen al hombre ni a la mujer menos grandes o queridos para el cielo, sino que valen una felicidad, que en vano se busca entre las comodidades de este mundo donde todo es efímero y fugaz.
1[2]. Eccl. I, 4.
2[3]. Matth. XIII, 55.
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[12.–] Terminaremos Nuestras palabras elevando a la Santa Familia de Nazaret una ardiente súplica por todos y cada uno de vuestros hogares, para que vosotros, queridos hijos e hijas, cumpláis vuestro oficio a imitación de María y de José, y así podáis educar y hacer crecer a aquellos pequeños cristianos, miembros vivos de Cristo (1[4]), que están destinados a gozar con vosotros un día la eterna bienaventuranza del cielo.
[FC, 244-249]
1[4]. I Cor. VI, 15.
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[1.–] [...] Entro le pareti domestiche voi siete felici; non vedete caligine; la vostra famiglia ha un proprio sole, la sposa.
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[2.–] Udite come ne parla e ragiona la Sacra Scrittura: “La grazia di una donna diligente rallegra il suo marito e il sapere di lei lo rende alacre ed ilare. Dono di Dio è una donna silenziosa, e un animo ben educato è cosa senza pari. Grazia sopra grazia è una donna santa e vereconda, e non vi è prezzo che uguagli un’anima casta. Come il sole che si leva sul mondo nel più alto dei cieli, così la bellezza di una donna virtuosa è l’ornamento della sua casa” (Eccli 26, 16-21).
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[3.–] Sì; la sposa e la madre è il sole della famiglia. È il sole con la sua generosità e dedizione, con la sua costante prontezza, con la sua delicatezza vigile e provvida in tutto ciò che vale a far lieta la vita al marito e ai figli. Intorno a sè ella diffonde luce e calore; e, se suol dirsi che allora un matrimonio è benavventurato, quando ognuno dei coniugi, nel contrarlo, mira a far felice non se stesso, ma l’altra parte, questo nobile sentimento ed intento, pur concernendo ambedue, è però prima virtù della donna, che nasce coi palpiti di madre e col senno del cuore: quel senno che, se riceve amarezze, non vuol dare che gioie; se riceve umiliazioni, non vuol rendere che dignità e rispetto; al pari del sole che rallegra il nebuloso mattino coi suoi albori e indora i nembi coi raggi del suo tramonto.
1942 03 11 0004
[4.–] La sposa è il sole della famiglia con la chiarezza del suo sguardo e con la vampa della sua parola; sguardo e parola che penetrano dolcemente nell’anima, la piegano e inteneriscono e la sollevano fuori del tumulto delle passioni, e richiamano l’uomo alla letizia del bene e della conversazione familiare, dopo una lunga giornata di continuo e talvolta penoso lavoro professionale o campestre, o d’imperiosi affari di commercio o d’industria. Il suo occhio e il suo labbro gettano un lume e un accento, che hanno mille fulgori in un lampo, mille affetti in un suono. Sono lampi e suoni che balzano dal cuore di madre, creano e vivificano il paradiso della fanciullezza, e sempre irraggiano bontà e soavità, anche quando ammoniscono o rimproverano, perchè gli animi giovanili, che più forte sentono, più intimamente e profondamente accolgono i dettami dell’amore.
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[5.–] La sposa è il sole della famiglia con la sua candida naturalezza, con la sua dignitosa semplicità e col suo cristiano e onesto decoro, così nel raccoglimento e nella rettitudine dello spirito, come nella sottile armonia del suo portamento e del suo abito, del suo acconciamento e del suo contegno insieme riservato e affettuoso. Sentimenti tenui, leggiadri cenni di volto, ingenui silenzi e sorrisi, un condiscendente moto del capo le danno la grazia di un fiore eletto e pur semplice, che apre la sua corolla a ricevere e riflettere i colori del sole. Oh se voi sapeste quali profondi sentimenti d’affezione e riconoscenza una tale immagine di sposa e di madre suscita e imprime nel cuore del padre di famiglia e dei figli! O angeli, che custodite la loro casa e ascoltate la loro preghiera, spargete di profumi celesti quel focolare di cristiana felicità!
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[6.–] Ma che accade, se la famiglia rimane priva di questo sole? se la sposa di continuo o in ogni circostanza, anche nei più intimi rapporti, non dubita di far sentire quanti sacrifici le costa la vita coniugale? Dov’è la sua amorosa dolcezza, quando un’eccessiva durezza nell’educazione, una non dominata eccitabilità e una irritata freddezza nello sguardo e nella parola soffocano nei figli il sentimento di trovare letizia e felice sollievo presso la madre? quando ella non fa che tristamente turbare e amareggiare, con voce aspra, con lamenti e rimproveri, la fida convivenza nel cerchio della famiglia? Dov’è quella generosa delicatezza e quel tenero amore, quando ella, in cambio di creare con naturale e accorta semplicità un’atmosfera di piacevole tranquillità nella dimora domestica, vi prendre arie di irrequieta, nervosa ed esigente signora alla moda? È forse questo un diffondere benevoli e vivifici raggi solari, o non piuttosto un raggelare con glaciale vento di tramontana il giardino della famiglia? Chi allora si meraviglierà, se l’uomo, non trovando in quel focolare ciò che lo attira e lo rattiene e conforta, se ne allontanerà il più che può, provocando un pari andarsene della moglie, della madre, quando pure il dileguarsi della donna non abbia preparato quello del marito; l’uno e l’altra avviandosi così a cercare altrove –con grave pericolo spirituale e con danno della compagine familiare– la quiete, il riposo, il piacere, che loro non concede la propria casa? In tale stato di cose i più sventurati a soffrime sono fuori di ogni dubbio i figli!
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[7.–] Ecco, o spose, dove può arrivare la vostra parte di responsabilità per la concordia della felicità domestica. Se al marito vostro e al suo lavoro spetta di procurare e stabilire la vita del vostro focolare, Sta a voi e al vostro accorgimento di assettarne il conveniente benessere e di assicurare la pacifica serenità comune delle vostre due vite. Ciò è per voi non solo un officio di natura, ma anche un dovere religioso e un obbligo di virtù cristiana, per il vigore dei cui atti e dei cui meriti voi crescete nell’amore e nella grazia di Dio.
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[8.–] “Ma –dirà forse qualcuna di voi– in tal modo ci si domanda una vita di sacrificio!”. Sì; la vostra è vita di sacrificio, ma non solo di sacrificio. Credete voi dunque che quaggiù si possa godere una vera e solida felicità, senza conquistarla con qualche privazione o rinunzia? che in qualche angolo di questo mondo si trovi la piena e perfetta beatitudine del paradiso terrestre? E pensate forse che vostro marito non debba anch’egli fare sacrifici, talvolta molti e gravi, per procacciare un pane onorato e sicuro alla famiglia? Appunto questi mutui sacrifici, sopportati insieme e a comune vantaggio, dànno all’amore coniugale e alla felicità, della famiglia la loro cordialità e stabilità, la loro profondità santa e quella squisita nobiltà che si imprime nello scambievole rispetto dei coniugi e li esalta nell’affetto e nella riconoscenza del figli. Se il sacrificio materno è il piú acuto e doloroso, la virtù dell’alto lo tempera. Dal suo sacrificio la donna apprende la compassione ai dolori altrui. Lper la felicità, della sua casa non la richiude in sè; l’amore di Dio, che la innalza nel suo sacrificio sopra di sè, le apre il cuore a ogni pietà e la santifica.
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[9.–] “Ma –si obbietterà forse ancora– la moderna struttura sociale, operaia, industriale e professionale, spinge in gran numero le donne, anche maritate, ad uscire fuori della famiglia e a entrare nel campo del lavoro e della vita pubblica”. Noi non lo ignoriamo, dilette figlie. Se tale condizione di cose, per una donna maritata, costituisca proprio un ideale sociale, è ben dubbio. Tuttavia del fatto conviene tener conto. La Provvidenza però, sempre vigile nel suo governo dell’umanità, ha inserito nello spirito della famiglia cristiana forze superiori che valgono a mitigare e a vincere la durezza di un simile stato sociale e ad ovviare ai pericoli, che indubitabilmente in sè nasconde. Non avete voi forse osservato come il sacrificio di una madre, la quale, per speciali motivi, deve, oltre ai suoi doveri domestici, industriarsi di provvedere con duro lavoro quotidiano al nutrimento della famiglia, non solo conserva, ma alimenta e accresce nei figli la venerazione e l’amore verso di lei, e più forte ottiene la loro riconoscenza per le sue angustie e fatiche, quando il sentimento religioso e la fiducia in Dio costituiscono il fondamento della vita familiare? Se tale è il caso nel vostro matrimonio, alla piena confidenza in Dio, il quale aiuta sempre chi lo teme e serve, aggiungete, nelle ore e nei giorni che potrete dare interamente ai vostri cari, con raddoppiato amore, la solerte cura, non solo di assicurare alla vera vita di famiglia il minimo indispensabile, ma anche di lasciare che da voi procedano nel cuore del marito e dei figli tanti luminosi raggi di sole, che confortino, fomentino e fecondino, pur nelle ore della separazione esteriore, la spirituale compagine del facolare.
1942 03 11 0010
[10.–] E voi, o sposi, posti da Dio a capo delle vostre spose e delle vostre famiglie, mentre col vostro lavoro contribuite al loro sostentamento, avrete altresì a porgere aiuto all’opera delle vostre mogli nel compimento della santa e alta –e non di rado faticosa– loro missione; a collaborare con esse, con quella sollecitudine e quell’affetto, che di due cuori fa un cuore solo e una medesima forza e un medesimo amore. Ma su questa collaborazione e sui doveri e le responsabilità, che ne risultano anche per il marito troppo vi sarebbe da dire, e perciò Ci riserviamo di parlarne in altre Udienze.
1942 03 11 0011
[11.–] Davanti a voi, novelli sposi, che succedete alle altre simili schiere le quali vi precedettero innanzi a Noi e furono da Noi benedette, il Nostro pensiero richiama alla Nostra mente il gran detto dell’Ecclesiaste: “Una generazione passa, e ne succede un’altra: ma la terra rimane sempre” (Eccl 1, 4). Così nuovi secoli corrono; ma Dio non muta; non muta il Vangelo, nè il destino dell’uomo per l’eternità. Non muta la legge della famiglia: non muta l’ineffabile esempio della famiglia di Nazareth, gran sole di tre soli, l’uno più divinamente ful gido e infocato degli altri due, che l’attorniano. Guardate a quella modesta e umile dimora, o padri e madri; contemplate quel creduto “Figlio del legnaiuolo” (Matth 13, 55), nato di Spirito Santo e della Vergine, ancella del Signore; e confortatevi nei sacrifici e nelle pene della vita. Inginocchiatevi innanzi a loro, come fanciulli; invocateli, supplicateli; e apprendete da loro come i disagi della vita familiare non umiliano, ma esaltano; come non fanno l’uomo nè la donna meno grandi e cari al cielo, ma valgono una felicità, che indarno si cerca fra gli agi di quaggiù, dove tutto è effimero e fuggevole.
1942 03 11 0012
[12.–] Noi termineremo le Nostre parole, elevando alla Santa Famigila di Nazareth un’ardente preghiera per tutti e ciascuno dei vostri focolari, affinchè, diletti figli e figlie, voi adempiate il vostro officio proprio ad imitazione di Maria e di Giuseppe, e in tal guisa possiate educarvi e crescervi quei fanciulli cristiani, membra viventi di Cristo (I Cor 6, 15) che sono con voi destinati a godere un giorno la eterna bea titudine nel cielo.
[DR 3, 385-390]