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[0418] • PÍO XII, 1939-1958 • GENEROSIDAD DE LOS PADRES Y VOCACIÓN RELIGIOSA DE LOS HIJOS

De la Alocución Una parola, a unos recién casados, 25 marzo 1942

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[4.–] Pensad, amados hijos e hijas; de la familia, fundada según el querer divino por la legítima unión del hombre y de la mujer, Cristo y la Iglesia universal sacan sus ministros y los Apóstoles del Evangelio; obtienen los sacerdotes y los heraldos que apacientan al pueblo cristiano y atraviesan los mares para iluminar y salvar las almas. ¿Qué haríais vosotros si el Maestro Divino viniese a pediros “la porción de Dios”, es decir, uno u otro de vuestros hijos o hijas, de los que se digna concederos, para formar su sacerdote, su religioso, su religiosa? ¿Qué responderíais cuando, recibiendo sus confidencias filiales os manifestasen las santas aspiraciones, despertadas en su alma por la voz de Aquel que amorosamente murmura: “¿Si quieres...?”. Ea, y en nombre de Dios os lo pedimos; no, no cerréis entonces en un alma, con gesto brutal y egoísta, la puerta y el oído a la divina llamada. Vosotros no conocéis las auroras y los ocasos del sol divino sobre el lago de un corazón joven, sus afanes y su aliento, sus deseos y esperanzas, su llama y sus cenizas. El corazón tiene abismos inescrutables también para un padre y una madre; pero el Espíritu Santo, que sostiene nuestra debilidad, pide por nosotros con gemidos inenarrables, y Aquel que escruta los corazones conoce lo que desea el Espíritu Santo (1).

1. Rom. VIII, 26-27.

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[5.–] Sin duda ninguna, frente a un deseo de vida sacerdotal o religiosa, los padres tienen el derecho –y en ciertos casos aun el deber– de asegurarse de que no se trata de un simple impulso de imaginación o de sentimiento que anhela un hermoso sueño fuera de casa, sino una deliberación seria, ponderada, sobrenatural, examinada y aprobada por un sabio y prudente confesor o director espiritual. Pero si a la realización de tal deseo se quisiesen imponer retrasos arbitrarios, injustificados, irracionales, sería luchar contra los designios de Dios; y peor aún si se tratase de tentar, probar o experimentar su solidez o firmeza con pruebas inútiles, peligrosas, atrevidas, que arriesgarían, no solamente desanimar una vocación, sino aun poner acaso en peligro la misma salud del alma.

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[6.–] Como verdaderos cristianos, que sienten en sí la grandeza y la elevación de la fe en el gobierno divino de la Iglesia y de la familia, cuando Dios hiciese un día el honor de pedir uno de vuestros hijos o de vuestras hijas para su servicio, sabed apreciar el valor y el privilegio de una gracia tan grande, para el hijo o para la hija escogidos, para vosotros y para vuestra familia. Es un gran don del cielo que se os mete en casa; es una flor, crecida de vuestra sangre, regada con el rocío celeste, olorosa con perfume virginal, que ofrecéis al altar y al obsequio del Señor, para que allí viva una vida consagrada a Él y a las almas; vida, para quien rectamente corresponde a la invitación divina, con la que ninguna otra puede compararse, la más hermosa y la más bella que se puede vivir acá abajo; vida que aun para vosotros y para los vuestros, es una fuente de bendiciones.

Nos parece ver a este hijo o a esa hija, entregado al Señor por vosotros, postrarse en su presencia e invocar sobre vosotros la abundancia de los favores celestiales como compensación al sacrificio que se os ha pedido al amor vuestro, pidiéndole a Él. ¡Qué votos, qué oraciones harán por vosotros, por sus hermanos, por sus hermanas! ¡Qué plegarias acompañarán todos los días vuestros pasos, vuestras acciones y vuestras necesidades!; en las horas difíciles y tristes serán más ardientes y frecuentes; y en todo el curso de vuestra vida os seguirán hasta el último suspiro, y aun más allá, en aquel mundo que es sólo de Dios.

No creáis que estos corazones, entregados enteramente al Señor y a su servicio, os amarán o deberán amaros con un amor menos fuerte o menos tierno; el amor de Dios no niega ni destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y exalta en una esfera superior, en donde la caridad de Cristo y el sentimiento humano se encuentran, en donde la caridad santifica al sentimiento y juntos se unen y se abrazan. Y si la dignidad y austeridad de la vida sacerdotal y religiosa exigen alguna renuncia en alguna manifestación del afecto filial, no lo dudéis: este mismo afecto no disminuirá ni se entibiará, sino que será más libre de todo egoísmo y de toda división humana (1[2]); porque Dios solo se repartirá con vosotros aquellos corazones.

1[2]. I Cor. VII, 32-34.

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[7.–] Elevaos en el amor de Dios y en el verdadero espíritu de fe, amados esposos, y no temáis el don de una santa vocación que descienda del cielo en medio de vuestros hijos. Para quien cree y se eleva en la caridad, para quien entra en un sagrado templo o en un retiro religioso, ¿acaso no es un consuelo, un honor, una felicidad el ver en el altar al propio hijo que, vestido con los ornamentos sacerdotales, ofrece el incruento sacrificio y se acuerda de su padre y de su madre? ¿No es acaso una consolación, que hace vibrar con íntimos latidos el seno maternal, el ver a una hija esposa de Cristo, que le sirve, que le ama en los tugurios de los pobres, en los hospitales, en los asilos, en las escuelas, en las misiones, y aun en los campos de batalla, en los refugios de los heridos y de los moribundos? Dad gloria a Dios y agradecedle que de vuestra sangre escoja sus héroes predilectos y heroínas para servirle; y no seáis menos que muchos padres cristianos, que piden a Dios que se digne tomar su porción en la bella corona de su hogar, prontos hasta para ofrecer el retoño único de sus esperanzas.

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[8.–] Pero vuestra plegaria de padres cristianos debe ser movida y dirigida por los altos pensamientos del Espíritu Divino. En otros tiempos, o acaso allí donde las condiciones del clero son menos inciertas, donde la vida sacerdotal o religiosa puede aparecer todavía a los ojos profanos como una profesión deseable, el que algunos padres la deseen no estaría lejos de tener su causa en motivos más o menos humanos e interesados, mejorar o elevar el estado de la familia gracias a la influencia y a las ventajas de un hijo sacerdote; esperanza de encontrar a su lado, en favor de sí mismos, después de una vida laboriosa, un reposo tranquilo en la edad senil. Y si estos pensamientos, desgraciadamente frecuentes en años no lejanos, no revisten al presente el carácter de bajos cálculos ambiciosos o de interés, siguen siendo siempre de naturaleza demasiado terrenal y no tienen valor en nuestras devotas invocaciones en la presencia del Señor...

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[9.–] Sursum corda... Más arriba ha de elevarse vuestro espíritu y la intención de vuestra alma. Como para las familias que reservan la “porción de Dios” en los bienes recibidos de Él y de los que gozan, lo mismo para vosotros: lo que sobre todo conviene que excite vuestra ambición santa de tan bella vocación para alguno de vuestros hijos, debe ser el pensamiento de lo que en la vida espiritual tan abundantemente da Dios por medio de su Iglesia a sus sacerdotes y a sus religiosos. Vivís en un país de vieja fe católica, en donde el celo de los ministros de Dios vela sobre vosotros y os conforta en los trabajos y en las penas, en donde las iglesias y oratorios os ofrecen, para vuestra piedad y devoción, pasto de sacramentos, de oficios, de misas, de predicación, de obras santas, con todos los socorros que para bien de vuestras almas la solicitud maternal de la Iglesia multiplica en todas las circunstancias, alegres o tristes, de la vida. ¡Qué cuidado para vosotros, para vuestros hijos, para vuestra felicidad, en el corazón del piadoso sacerdote que os visita y está al cuidado de todos los que se le han confiado! ¿De qué familia ha salido aquel sacerdote? ¿Cómo ha venido a estar entre vosotros? ¿Quién le envía? ¿Quién le ha infundido para con vosotros el amor paternal, la palabra y el consejo amistoso? Le envía la Iglesia, le manda Cristo.

¿Y serán solamente los otros, dando a Dios sus hijos y sus hijas, los que han de procurar y asegurar la continua recepción de tan grande abundancia de bienes espirituales? ¿Vuestro ardor patriótico, se conformaría acaso de estarse quieto perezosamente y dejar a los demás el peso del sacrificio en favor de la prosperidad y de la grandeza de vuestro país?

¿Y dónde quedaría la altura de vuestro sentido cristiano, si quisierais excusaros del honor de concurrir, cooperar y ayudar también vosotros, no sólo con las ofertas materiales, sino también con el don más precioso de los hijos que Dios os pidiese, a la exaltación y a la propagación de la fe y de la Iglesia católica, en una palabra, al cumplimiento de su divina misión en el mundo, en favor de las almas de vuestros hermanos?

[FC, 258-262]