[0425] • PÍO XII, 1939-1958 • EL AMOR DESORDENADO DE SÍ MISMO, ENEMIGO DE LA UNIÓN CONYUGAL
De la Alocución Quanto è gradita, a unos recién casados, 8 julio 1942
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[2.–] Hemos hablado ya en la última audiencia a los recién casados, del amor desordenado de sí mismo (muy distinto del recto y saludable), como enemigo de la indisoluble unión del matrimonio cristiano: hoy nos proponemos indicaros más especialmente su mala conducta, tan en oposición, en sus pequeñas exigencias, en sus pequeñas tiranías y en sus pequeñas crueldades, con aquellas sublimes virtudes de la benignidad generosa, de la afectuosa mansedumbre y de la humildad que Jesucristo tan encarecidamente os presenta como lección y ejemplo.
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[3.–] Pequeñas exigencias del egoísmo. El amor propio parece dormido cuando la solicitud y cuidado de los otros, por obligación o condescendencia, colma sus tendencias, aspiraciones o necesidades. Hasta el matrimonio, muchas veces ambos esposos vivían casi sin darse cuenta, del trabajo paterno y de los cuidados maternos, acostumbrados tranquilamente desde la infancia y la adolescencia a apoyarse en sus padres y en los demás de casa. Ahora cada uno de los dos, entrando dentro de sí mismo, debe olvidarse un poco de sí para dedicarse al bien común; y he aquí que esto le hace comenzar a comprender cuánto costaba al padre el trabajo y la fatiga, qué continua abnegación animaba los desvelos de la madre y con qué facilidad la naturaleza egoísta, si se le prestase oídos, querría dejar a otros el cuidado y la molestia de preocuparse de todo. ¿No veis vosotros insinuarse por este camino en el verdadero amor el desordenado amor de sí mismo? Todavía no es más que una sutil resquebrajadura, pero que lo raja.
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[4.–] Pequeñas tiranías del egoísmo. Si es verdad que el verdadero amor suele conducir a una noble y elevada comunidad de sentimientos, en cambio el amor propio hace consistir esa conformidad en la plena sumisión y subordinación de la otra parte a sus propios gustos y repugnancias. Y está tan lejos de caer en la cuenta de esto, que cuando quiere hacer algún regalo o favor toma consejo de su agrado personal más bien que del gusto de aquél o aquélla a quien quiere contentar. De los cambios de impresiones que amplían los horizontes de ambos se pasa a la discusión, a la que muy pronto se añade la perentoria sentencia del tiránico amor propio; y eso que al principio la resquebrajadura no parecía importante.
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[5.–] Pequeñas crueldades del egoísmo. Ninguno es perfecto en este mundo. Muchas veces durante el noviazgo el amor estaba ciego; no veía los defectos o incluso se le antojaban virtudes. Pero el amor propio es todo ojos; observa y distingue, aun cuando no le causen molestia, las más menudas imperfecciones, las más inofensivas extravagancias del uno o de la otra. A poco que le desagraden o que le procuren sencillamente fastidio, las señala en seguida con una mirada suavemente irónica, luego con una palabra ligeramente punzante, tal vez con un escarnio dicho al vuelo en presencia de los otros. Ninguno más lejos de sospechar que él la flecha que lanza, la herida que abre; mientras por su parte se irrita de que los otros, aunque sea en silencio, se den cuenta de sus defectos por lo molestos que puedan resultar a los demás.
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[6.–] Si el egoísmo no domina más que en una de las partes, el otro corazón queda secretamente herido en su profunda y plegable virtud; pero si los dos egoísmos se encabritan y se afrontan, tenemos aquel no ceder, aquel petrificarse en que se cristaliza el amor de sí mismo y del parecer propio. [...]
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[7.–] Es verdad que las diferencias de temperamento y de carácter no son, en sí mismas, de extrañar tratándose de dos esposos que unen sus vidas: son diferencias cuya aparición no sorprende, con tal que no traspasen los límites y las normas del mutuo acuerdo; tanto que también caracteres diversos muchas veces se amoldan e integran maravillosamente, perfeccionándose entre sí. El mal comienza desde el momento que el uno o la otra, o tal vez el uno y la otra, se nieguen a ceder en cuestiones fútiles, en cosas de gusto sencillamente, en deseos puramente personales. Es la resquebrajadura: el ojo no llega a descubrirla, pero al choque más ligero se advierte que el sonido del vaso no es el mismo. La resquebrajadura se ensancha: los contrastes se suceden más frecuentes y más acalorados; aun sin plena ruptura, queda un acercamiento exterior más bien que una unión de las dos vidas que penetre los corazones. ¿Qué pensarán y dirán de ello los hijos? Si son testigos de semejantes escenas, ¡qué desastre en sus almas y en su amor! Si la casa está desierta de hijos, ¡qué tormento en la convivencia conyugal! ¿Quién puede ver o prever a qué extremo conduce a veces el camino de tan pequeñas crueldades del amor propio?
1942 07 08 0008
[8.–] [...] ¿Cuál es este medio y este propósito? Es el propósito y el medio de aprender y de resolveros desde hoy a renunciaros a vosotros mismos, a dominar y domar vuestro amor propio con amor de hechos, con la alegría del sacrificio, en la continua unión con Dios, con aquel secreto que no trasluce hacia afuera, tanto en las cosas grandes, en las grandes contrariedades, como en las pequeñas, trátese de fastidios, o molestias, o disgustos, o trabajos cotidianos, lo que muchas veces no es menos arduo y penoso superar.
Mejor todavía será que hagáis, como suele decirse, de la necesidad virtud, porque la virtud es un hábito bueno que se engendra y adquiere con la repetición de los buenos actos. Conquistad aquella costumbre de la paciencia, de soportaros recíprocamente, de perdonaros mutuamente las faltas y defectos; entonces os haréis superiores a vuestro amor propio; vuestra victoria sobre vosotros mismos no será ya una renuncia, sino una ganancia. Entonces, como por instinto o impulso natural, cada uno de vosotros hará suyos los juicios, los gustos y las inclinaciones del otro o de la otra; y estos juicios, estos gustos, estas inclinaciones, armonizándose, se alisarán, se pulirán, se embellecerán, se enriquecerán, con mutua ventaja, de modo que uno y otra, lejos de perder nada con ello, obtengan aquella abundancia de frutos que nace de la colaboración, de que hablamos ya a otro grupo de recién casados.
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[9.–] Verdad es que para estas concesiones, que endulzan la comunidad de pensamientos y afectos en la diversidad de caracteres, hay un límite. ¡Quiera Dios que vosotros no tengáis nunca que probar esa dolorosa experiencia! Es un límite señalado por el deber, por la verdad, por la moral, por los intereses sagrados. Vosotros comprendéis que Nos queremos aludir ante todo a la santidad de la vida conyugal, a la fe y a las prácticas religiosas, a la buena educación de los hijos. En esos casos, la firmeza si hay conflicto, es una necesidad ineludible. Pero cuando no están en juego estos grandes y solemnes principios y vuestra virtud os impulsa a consentir de buen grado a las recíprocas concesiones que tanto favorecen la paz familiar, será muy difícil que nazca el conflicto y no habrá margen para la oposición intransigente. Será mucho más raro que la discordia encuentre terreno y cebo para echar raíces, si antes del matrimonio los novios, en vez de comprometerse con un consentimiento precipitado, a la ligera, seducidos por motivos completamente externos y secundarios o por vulgares intereses, se toman tiempo para conocerse mejor; no se hacen sordos a los sabios consejos; y si, aun advirtiendo las diferencias de índoles de que hablábamos hace poco, caen en la cuenta al mismo tiempo de que no son incompatibles. En esas condiciones, si acaso se manifestase en uno de los esposos alguna variación o alteración, aunque leve, de las ideas, tendencias y afectos, el corazón del otro con su entrega inalterable, con su paciente longanimidad, con sus corteses y delicadas atenciones, con la fuerza que inspira la oración, podrá fácilmente mantener seguro o hacer volver a la unión conyugal el ánimo perplejo y la voluntad vacilante. El marido verá crecer en su mujer la seriedad y desaparecer la frivolidad; ni olvidará con los años el dicho del profeta: “No seas infiel a la mujer de tu juventud” (1). La mujer verá reafirmarse tanto la fe y lealtad como el afecto de su marido y lo atraerá a una devoción sólida y amable. Uno y otro rivalizarán en hacer del hogar doméstico una morada tan pacífica, alegre y agradable, que no se les ocurrirá buscar en otra parte el reposo, la diversión o el desquite; ni el amor propio, padre de turbaciones, acechará allí el orden y la tranquilidad de la familia.
[FC, 291-296]
1. Malach. II, 15.
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[2.–] Dello sregolato amore di sè (ben distinto dal retto e salutare), come nemico dell’unione indissolubile nel coniugio cristiano, abbiamo nell’ultima Udienza parlato agli sposi novelli: oggi Ci proponiamo di indicarvene più particolarmente il cattivo portamento, tanto contrastante, nelle sue piccole esigenze, nelle sue piccole tirannie, nelle sue piccole crudeltà, a quelle sublimi virtù di benignità generosa, di cordiale mitezza e umiltà, che Gesù così ardentemente vi presenta da apprendere e imitare.
1942 07 08 0003
[3.–] Piccole esigenze dell’egoismo. L’amor proprio sembra dormire quando il pensiero e la cura degli altri per debito o per condiscendenza ne appaga le tendenze, le aspirazioni o i bisogni. Fino al matrimonio, spesso ambedue gli sposi vivevano, quasi senz’accorgersene, del lavoro paterno e delle premure materne, abituati tranquillamente com’erano fin dall’infanzia e dall’adolescenza ad appoggiarsi sui genitori e sugli altri di casa. Ora ognuno dei due, riflettendo sopra di sè, ha da dimenticare un poco se stesso, per dedicarsi al bene comune; ecco perciò che comincia a comprendere quanto era costato al padre il lavoro e la fatica, quale continua abnegazione animava la sollecitudine della madre, e come facilmente la natura egoistica, per chi l’ascoltasse, vorrebbe lasciare ad altri la cura e la molestia di pensare a tutto. Per questa via non vedete voi insinuarsi nel vero amore il disordinato amore di sè? Non è ancora se non una sottile incrinatura, ma che pure lo scalfisce.
1942 07 08 0004
[4.–] Piccole tirannie dell’egoismo. Se l’amore vero suole condurre ad una nobile ed alta comunanza di sentimenti, invece l’amor proprio fa consistere tale conformità nella piena sottomissione e subordinazione dell’altra parte ai suoi particolari gusti o ripugnanze. Di ciò esso si avvede così poco che, se vuol fare qualche dono o piacere, prenderà consiglio piuttosto dal suo gradimento personale che dal gusto di colui o di colei che intende contentare. Dagli scambi di vedute, che allargano gli orizzonti di ambedue, si passa alla discussione, sulla quale ben presto si sovrappone la perentoria sentenza dell’amor proprio tiranneggiante: eppure sul principio l’incrinatura appariva di nessun rilievo.
1942 07 08 0005
[5.–] Piccole crudeltà dell’egoismo. Nessuno quaggiù è perfetto. Spesso, durante il fidanzamento, l’amore era cieco; non vedeva i difetti o persino gli apparivano virtù. Ma l’amor proprio è tutt’occhi; osserva e discerne, anche quando in nessun modo ne soffre, le più minute imperfezioni, le più inoffensive bizzarrie dell’altro o dell’altra. Per un poco che gli dispiacciano o che gli cagionino semplicemente fastidio, le rileva subito con uno sguardo dolcemente ironico, poi con una parola leggermente pungente, forse con un volante dileggio in presenza di altri. Nessuno meno di lui sospetta il dardo che lancia, la ferita che infligge; mentre, dal canto suo, si irrita che gli altri, sia pure in silenzio, si accorgano dei suoi difetti, per quanto molesti possano riuscire altrui.
1942 07 08 0006
[6.–] Se l’egoismo non impera che da una parte, l’altro cuore resta segretamente ferito nella sua profonda e pieghevole virtù; ma se i due egoismi s’inalberano e si affrontano, ecco la tragica ostilità; ecco quel non cedere e quell’impietrirsi, in che sl’amore di sè e del proprio parere. [...]
1942 07 08 0007
[7.–] In se stesse, è vero, le differenze di temperamento e di carattere non danno meraviglia in due sposi che uniscono le loro vite: sono differenze che non sorprendono al loro apparire, perchè non varcano i termini e le norme del mutuo accordo; onde anche caratteri diversi spesso mirabilmente si compongono e s’integrano perfezionandosi. Il guaio comincia dal momento che l’uno o l’altra, ovvero l’uno e l’altra, si rifiutano di cedere in questioni futili, in cose di puro gusto, in desideri del tutto personali. È già l’incrinatura: l’occhio non arriva a scoprirla, ma all’urto più leggiero il suono del vaso non è più il medesimo. L’incrinatura si dilata; più frequenti e più vivaci accadono i contrasti; anche senza piena rottura, resta accostamento esteriore anzichè unione delle due vite, che penetri i cuori. Che penseranno, che ne diranno i figli? Se di tali scene saranno testimoni, quale disastro nelle loro anime e nel loro amore! Se di figli sarà deserta la casa, quale tormento nella convivenza coniugale! Chi può vedere o prevedere a qual termine conduce talora la via delle piccole crudeltà dell’amor proprio?
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[8.–] [...] Qual è questo mezzo e questo proposito? È, il proposito e il mezzo di apprendere e di risolversi, fin da oggi, a rinunziare a voi stessi, a dominare e domare il vostro amor proprio, con amore di azione, con gioia di sacrificio, nell’assidua unione con Dio, con quel segreto che non apparisce al di fuori, così nelle cose grandi, nelle grandi contrarietà, come nelle piccole, siano fastidi o molestie o dispiaceri o travagli quotidiani, ciò che spesso non è meno arduo e penoso a superare. Meglio ancora sarà se farete, come suol dirsi, di necessità virtù, perchè la virtù è un abito di bene che si genera e si acquista con la ripetizione degli atti buoni. Conquistate quell’abitudine della pazienza, del sopportarvi a vicenda, del perdonarvi scambievolmente le mancanze e i difetti: allora vi renderete superiori al vostro amor proprio; la vostra vittoria sopra di voi stessi non sarà più una rinunzia, bensì un guadagno. Allora, quasi per istinto o per moto naturale, ognuno di voi farà suoi propri i giudizi, i gusti, le inclinazioni dell’altro o dell’altra; e questi giudizi, questi gusti, queste inclinazioni, armonizzandosi, si smusseranno, si levigheranno, si abbelliranno, si arricchiranno a vantaggio di ambedue, così che l’uno e l’altra nulla vi perdano, anzi ne risulti quell’abbondanza di frutti che nasce dalla collaborazione, di cui parlammo già a un altro gruppo di sposi novelli.
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[9.–] Vero è che a queste concessioni, le quali addolciscono nella diversità dei caratteri la comunanza di pensieri e di sentimenti, vi è un limite. Voglia Iddio che voi non ne abbiate mai a farne la dolorosa esperienza! È un limite segnato dal dovere, dalla verità, dalla morale, dagl’interessi sacri. Voi comprendete che Noi intendiamo alludere in primo luogo alla santità della vita coniugale, alla fede e alla pratica religiosa, alla buona educazione dei figli. In tali casi, la fermezza, se vi è conflitto, è un obbligo ineluttabile. Ma se questi grandi e solenni principi non sono in giuoco, e la vostra virtù, vi ha condotti a consentire gioiosamente quelle concessioni reciproche così confacenti alla pace familiare, sarà ben difficile che il conflitto nasca e non apparirà campo per la intransigente opposizione. Assai più raro terreno ed esca troverà il contrasto per allignare, se prima del matrimonio, i fidanzati –in cambio di impegnarsi con precipitato assenso, alla leggiera, sedotti da considerazioni del tutto esteriori e secondarie o da volgari interessi– avranno preso tempo a meglio conoscersi; non saranno stati sordi a saggi consigli; e se, pur avvertendo le differenze d’indole di cui parlavamo or ora, avranno ravvisato anche che non erano incompatibili. In tali condizioni, quando mai venisse a manifestarsi in uno degli sposi qualche variazione o alterazione, ancor lieve, delle idee, delle tendenze, delle affezioni, il cuore dell’altro, con la sua dedizione inalterabile, con la sua paziente longanimità, coi suoi cortesi e delicati riguardi, con quella forza che ispira la preghiera, varrà agevoImente a ritenere saldo o a ricondurre nell’unione coniugale l’animo perplesso e la volontà vacillante. II marito vedrà crescere nella sua donna la serietà e scomparire la frivolezza; nè con gli anni dimenticherà il detto del Profeta: “Non essere sleale con la moglie della tua giovinezza”: Uxorem adolescentiae tuae noli despicere (Malach 2, 15). La moglie vedrà raffermarsi la fede e la fedeltà, non meno che l’affetto di suo marito, e lo attirerà a devozione solida e amabile. L’uno e l’altra gareggeranno nel rendere il focolare domestico una dimora così pacifica, lieta e piacevole, che non verrá in pensiero di cercare altrove riposo, diversione o compenso; nè l’amor proprio, padre di turbamenti, vi insidierà l’ordine e la tranquillità della famiglia.
[DR 4, 133-137]