[0433] • PÍO XII, 1939-1958 • PELIGROS E IMPRUDENCIAS CONTRA LA FIDELIDAD CONYUGAL
De la Alocución È uno spettacolo, a unos recién casados, 18 noviembre 1942
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[1.–] Es un espectáculo tan hermoso el ver la perfecta felicidad de dos esposos que, lejos de languidecer con los años, crece en vigor y entrega mutua y en concordia hasta la vejez, cada vez más discreta y más serena, y que más allá de esta vida terrena se abre radiante en el cielo, que Nos sentimos el deber de poneros en guardia contra algunos peligros y algunas imprudencias, acaso inadvertidas e incomprendidas, que podrían comprometer su solidez, o por lo menos poner una sombra de ansiedad sobre su exquisita delicadeza que tuvimos cuidado en describir en los últimos discursos a los recién casados.
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[2.–] No es necesario poseer un amplio conocimiento y experiencia de la historia y de los sucesos familiares para saber qué frecuentes son las caídas lamentables que han derrumbado y extinguido amores bien nacidos y sinceros, y más aún para comprender aquellas debilidades volubles como la pasión, pero cuya herida deja una punzante cicatriz en lo más íntimo de los dos corazones.
Nos proponemos hoy hablaros, no tanto del camino por el que paso a paso se baja hasta la culpa, hasta la profundidad del abismo, cuanto de las imprudencias y miserias por las que el esposo fiel, sin darse cuenta, abre al otro el peligroso camino; imprudencias y miserias que podemos reducir a tres capítulos: la ligereza, la austeridad excesiva, los celos.
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[3.–] I.–La ligereza es, sobre todo, el escollo de los primeros meses, antes de que la sonrisa y los vagidos de los niños vengan a abrir y madurar el espíritu de los padres. Pero muchas veces se prolonga bastante más allá, favorecida y sostenida por la falta de carácter, más aún que por el ardor de la juventud. En la falsa idea, cultivada y favorecida con complacencia, de que el matrimonio todo lo hace lícito, los esposos se permiten a veces las más imprudentes libertades. El marido conduce, sin sentir escrúpulos, a su joven mujer a diversiones escabrosas, por no decir reprobables, creyendo recrearla sin malicia, pensando tal vez iniciarla por este camino en la experiencia de la vida. La mujer, cuando no es de aquella seriedad fervorosamente cristiana que da franqueza de carácter, las más de las veces se dejará arrastrar sin resistencia alguna, o en el caso de oponer un ademán de reacción, no le desagradará en el fondo el que no resulte excesivamente eficaz o victoriosa. Si hasta el matrimonio su inocencia ha sido custodiada y preservada, más bien que verdaderamente formada y esculpida a fondo por la vigilancia y la solicitud de padres cristianos, veréis que acepta con agrado, aunque ruborizándose un poquito, satisfacer una cierta curiosidad, cuyo inconveniente y peligro no se le muestra claramente. Si, en cambio, su vida de muchacha ha sido mundana y disipada, se tendrá y estimará por feliz al poder librarse –honestamente, según ella piensa, ya que se encuentra con su marido– de aquel poco de recato que antes le imponía su edad juvenil.
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[4.–] De los espectáculos y de las diversiones atrevidas, la ligereza pasa fácilmente a relajación de criterios y de conciencia por lo que se refiere a las lecturas. En esta materia, además de los atractivos de que hemos hablado, entra en escena un aliciente todavía más sutil: el amor descrito en las novelas, que parece interpretar tan bien los sentimientos, sin duda legítimos, que los esposos experimentan entre sí. ¡El novelista y sus héroes y heroínas dicen con tal viveza y con frases tan enardecidas y exquisitas lo que aun en el secreto de los íntimos coloquios no se sabría o se osaría expresar tan eficazmente y con el mismo ardor!... La consecuencia es que con la apariencia de enardecer el amor, esas lecturas excitan todavía más la imaginación y los sentidos y dejan a las almas más débiles y desarmadas contra las ineludibles tentaciones. En aquellas narraciones de trances de infidelidad, de culpas, de pasiones ilegítimas o violentas, no es raro que el afecto de dos esposos pierda algo de su pureza, de su nobleza y santidad, que quede falseado en su estima y concepción cristiana y se transforme en un amor puramente sensual y profano, olvidando los elevados fines de las nupcias bendecidas.
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[5.–] Aun no tratándose de obras inmorales o escandalosas, el apacentarse habitualmente con lecturas y espectáculos novelescos envuelve frecuentemente al sentimiento, al corazón y a la fantasía en la atmósfera de una vida imaginaria ajena a la realidad.
Esos episodios románticos, esas aventuras sentimentales, esa vida de galanteo fácil, cómoda, caprichosa y brillante, ¿qué son de hecho sino invenciones fantásticas, creadas por los autores a su desenfrenado talante sin tener en cuenta las dificultades económicas y las innumerables oposiciones de la realidad práctica y concreta? El abuso de semejantes lecturas y espectáculos, aunque no sean cada una de por sí censurables, acaba por extraviar la estima de las cosas y estraga el gusto de la vida real, quitándole la sal que hace grata la realidad en que se desarrolla la vida deliciosamente austera de trabajo y de sacrificio y de atención vigilante en medio de los cuidados de una familia sana y numerosa. Pensad por una parte en el marido que no da abasto con el sudor de su frente para todos los gastos de una vida de lujo; por otra parte, en la mujer que, cargada de hijos y de cuidados, y provista de medios limitados, no puede cambiar como con una varita mágica el modesto hogar en un castillo de cuentos de hadas; y decid luego si a estos esposos no les parecerán muy mezquinos sus días siempre iguales, sin vicisitudes extraordinarias comparados con aquellas fantasías novelescas. Muy amargo es el despertar para quien vive continuamente en un sueño dorado; muy viva es la tentación de prolongarlo y continuarlo en la realidad. ¡Cuántos dramas de infidelidad no han tenido otro origen sino éste! Y si uno de los esposos, conservado fiel, llora, sin caer en la cuenta de nada, el extravío del culpable, aun entonces querido y amado, está muy lejos de sospechar su parte de responsabilidad en aquel desliz que ha llegado hasta la caída. Ignora que el amor conyugal, desde el momento en que pierde su sana serenidad, su fuerte ternura y su santa fecundidad, para asemejarse a los amores egoístas y profanos, fácilmente se siente tentado a obtener en otra parte el pleno goce.
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[6.–] No menos imprudentes son los maridos que por dar gusto a sus mujeres o por satisfacer su propia vanidad las alientan a abandonarse a todos los caprichos y a todas las más audaces extravagancias de la moda en el vestido y en el modo de obrar. Esas jóvenes mujeres mal aconsejadas, lanzadas así a la aventura, no imaginan siquiera a qué peligros se exponen a sí mismas y a los demás. No busquéis en otra parte el origen de no pocos escándalos que asombran a muchos; ¡a muchos, pero no a los que reflexionan sobre los caminos del mal, no a los amigos cuerdos, que a tiempo llamaron la atención del sendero peligroso y no fueron oídos!
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[7.–] II.–La virtud está en medio; contra el exceso de condescendencia se puede caer también en el opuesto exceso del rigor. El caso es sin duda raro, pero se da en la realidad. El rigor exagerado que transformase el hogar doméstico en una morada triste, sin luz ni alegría, sin sanas y santas distracciones, sin amplios horizontes de acción, podría terminar en los mismos desórdenes de la ligereza. ¿Quién no prevé que cuanto la estrechez sea más rigurosa, tanto más violenta amenaza ser la reacción? La víctima de esta tiranía –el hombre o la mujer, tal vez aun el mismo opresor– una u otra vez sentirán la tentación de romper la vida conyugal. Pero si las ruinas y efectos de la ligereza muchas veces no tardan en hacer abrir los ojos y en hacer volver a mejor consejo y a mayor seriedad, los extravíos ocasionados por una austeridad exasperante se suelen atribuir en cambio a falta de suficiente rigor; y entonces éste se hará todavía más áspero y seguirá creciendo el mal que ha causado y la reacción que provoca.
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[8.–] Lejos de estos extremos –la excesiva condescendencia y la excesiva severidad–, reine entre vosotros la moderación, que no es otra cosa sino el virtuoso sentido de la medida y de lo que conviene. Que el marido desee y guste ver a su mujer vestirse y actuar con decente elegancia, conforme a sus medios y a su condición social, animándola y complaciéndola para el caso con algún don delicado, con una amable complacencia y alabanza de su encanto y gracia. Que la mujer, por su parte, destierre de la casa todo inconveniente que ofenda a la mirada cristiana o al sentimiento de la belleza, así como toda severidad que sería de pesadumbre para el corazón. Que ambos gusten leer, aun juntos, hermosos, buenos y útiles libros, que los instruyan, que amplíen sus conocimientos de las cosas y de las obras y de los criterios de su arte y de su trabajo, que los informen sobre el curso de los sucesos y los conserven firmes y más ilustrados en la fe y en la virtud. Que se concedan de buena gana, con discreción, los sanos y honestos esparcimientos que dan reposo y mantienen la alegría; lecturas y esparcimientos que serán fuente de perenne y sabroso alimento para sus íntimas conversaciones y debates. Que cada uno de ellos se complazca en ver al otro descollar en la actividad profesional o social, en el hacerse amable con su sonriente afabilidad entre los amigos comunes; que ninguno piense que el otro le hace sombra.
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[9.–] III.–Finalmente, un gran escollo que hay que sortear son los celos, que pueden surgir de la ligereza o ser provocados por el rigor: peligrosísimo escollo para la fidelidad. Aquel incomparable psicólogo que fue San Juan Crisóstomo los describió con magistral elocuencia: “Todo lo que diga de este mal no bastará para expresar nunca su gravedad. Una vez que un hombre comienza a sospechar de aquella a quien ama sobre todas las cosas de la tierra y por la que daría gustoso aun su vida, ¿en qué cosa podrá encontrar consuelo?... Pero si el hombre se agita angustiado en medio de estos males, aun cuando no tienen fundamento ni razón, la pobre e infeliz mujer se ve todavía más gravemente atormentada. El que debería ser el consuelo de todas sus penas y su apoyo, se muestra cruel con ella y no le demuestra más que hostilidad... Un espíritu, prevenido así y atacado por esta enfermedad, está dispuesto a creerlo todo, a aceptarlo todo, a aceptar todas las denuncias sin distinguir lo verdadero de lo falso, más inclinado a escuchar al que confirma sus sospechas que a quien querría disiparlas... Todo es espiado, las salidas, las entradas, las palabras, las miradas, los mínimos suspiros; la pobre mujer debe soportarlo todo en silencio; encadenada, por decirlo así, al lecho conyugal, no puede permitirse un paso, una palabra, un suspiro sin tener que dar cuenta de ella a los mismos siervos” (1). Una vida así ¿no puede acaso hacerse casi intolerable? ¿Y qué maravilla que al faltar la luz y el sostén de una verdadera virtud cristiana se busque la evasión y la fuga con el naufragio de la fidelidad?
1. S. Io. Chrys. De Virginitate, Migne, PG, 48, col. 574-575.
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[10.–] El espíritu cristiano, jóvenes esposos, gozoso sin frivolidad, serio sin excesivo rigor, ajeno a las sospechas temerarias, confiado en un afecto mutuo fundado en el amor de Dios, asegurará vuestra fidelidad recíproca, sincera y perennemente sagrada.
[FC, 335-340]
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[1.–] È uno spettacolo così bello il vedere la perfetta felicità di due sposi, la quale, lungi dall’illanguidirsi con gli anni, più discreta e più calma vien crescendo in vigore e in mutua dedizione e concordia fino alla vecchiezza, e di là da questa vita terrena si schiude radiosa nel cielo, che Noi sentiamo il dovere di mettervi in guardia contro alcuni pericoli, contro alcune imprudenze, forse inavvertite e incomprese, che potrebbero comprometterne la solidità, o almeno far scendere un’ombra di ansia sulla sua delicatezza squisita, che fu Nostra cura di descrivere negli ultimi discorsi agli sposi novelli.
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[2.–] Non è necessario di possedere larga conoscenza ed esperienza della storia e degli eventi familiari per sapere quanto frequenti siano le cadute lamentevoli che hanno precipitato ed ucciso amori pure ben nati e sinceri e, più ancora, per comprendere quelle debolezze, volubili come la passione, ma la cui ferita lascia, anche dopo il perdono, anche dopo la riparazione, una pungente cicatrice nell’intimo dei due cuori. Noi Ci proponiamo oggi di parlarvi, non tanto del cammino per il quale gradatamente si discende fino alla colpa, fino al buio dell’abisso, quanto delle imprudenze e delle miserie per le quali lo sposo fedele, senza rendersene conto, spiana all’altro la via pericolosa; imprudenze e miserie che possiamo ridurre a tre capi: la leggerezza, l’eccessiva austerità, la gelosia.
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[3.–] 1. La leggerezza è lo scoglio particolarmente dei primi mesi, avanti che il sorriso e i vagiti dei bambini siano venuti ad aprire e maturare lo spirito dei genitori; ma spesso si prolunga ben oltre, quando, più ancora che l’ardore della giovinezza, la mancanza di carattere la favorisce e sostiene. Nell’illusione, compiacentemente coltivata e secondata, che il matrimonio renda tutto lecito, gli sposi si permettono talvolta le più imprudenti libertà. Ecco il marito condurre, senza farsene scrupolo, la sua giovane donna a divertimenti scabrosi, per non dire condannabili, credendo di ricrearla senza malizia, pensando forse di iniziarla per tal via all’esperienza della vita. La donna, quando non sia di quella serietà fervidamente cristiana che dà franchezza di carattere, vi si lascerà il più delle volte trascinare senza alcuna resistenza, o se opporrà un sembiante di reazione, non le dispiacerà in cuor suo che non riesca troppo efficace e vittoriosa. Se fino al matrimonio la sua innocenza è stata custodita e preservata, piuttosto che veramente formata e scolpita a fondo in lei dalla vigilanza e dalla sollecitudine di genitori cristiani, voi la vedrete accettare volentieri, anche se arrossendo un pochino, di soddisfare una certa curiosità, della quale non le appare chiaramente la sconvenienza e il pericolo. Se invece la sua vita di ragazza è stata mondana, dissipata, si stimerà e terrà felice di poter liberarsi –onestamente, ella pensa, dacchè vi si trova con suo marito– da quel po’ di ritegno che prima la giovanile età le imponeva.
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[4.–] Dagli spettacoli e dai divertimenti di costume ardito, la leggerezza trapassa agevolmente a rilassatezza di vedute e di coscienza quanto alle letture. In tale materia, oltre alle attrattive di cui abbiamo parlato, entra in scena uno allettamento ancor più sottile: l’amore descritto nei romanzi, il quale sembra rendere così bene i sentimenti, senza dubbio legittimi, che gli sposi provano l’un per l’altra. Il romanziere e i suoi eroi ed eroine dicono con una tale vivacità, con frasi così calde e raffinate, quel che, pur nel segreto dei fidi colloqui, non si saprebbe o non si oserebbe esprimere così efficacemente e con la stessa fiamma! Ne segue che, sotto l’apparenza di avvivare l’amore, tali letture eccitano ancor più la inimaginazione ed i sensi, e rendono gli animi più deboli e disarmati contro le immancabili tentazioni. In quelle narrate vicende d’infedeltà, di colpe, di passioni illegittime o violente, non è raro che l’affetto di due sposi perda alcunchè della sua purezza, della sua nobiltà e santità, che resti falsato nella sua cristiana stima e idea, e si trasformi in un amore puramente sensuale e profano, dimentico degli alti fini delle nozze benedette.
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[5.–] Anche se non sono immorali o scandalosi, il pascersi abitualmente di letture e di spettacoli romanzeschi avvolge spesso il sentimento, il cuore e la fantasia nell’atmosfera di una vita immaginaria straniantesi dalla reale. Episodi romantici, avventure sentimentali, vita galante, facile, comoda, capricciosa, brillante, che sono infatti se non invenzioni fantastiche, create dagli autori a loro talento sbrigliato, non dovendo fare i conti con le difficoltà economiche, con le innumerevoli opposizioni della realtà pratica e concreta? L’abuso di tali letture e di tali spettacoli, anche se non sono, presi singolarmente, riprovevoli, finisce col travisare la stima delle cose e toglie il gusto della vita reale, sottraendole il sale di sapienza dal vero, in che si svolge la vita deliziosamente austera di lavoro e di sacrificio e di vigile attenzione in mezzo alle cure di una famiglia sana e numerosa. Considerate, da un lato, il marito che, col sudore della fronte, non può bastare a tutte le spese di una vita di lusso; dall’altro, la moglie che, carica di figli e di pensieri, e fornita di mezzi limitati, non vale, con un colpo di bacchetta magica, a tramutare il modesto focolare in un castello dei racconti di fate; e poi dite se a questi sposi le loro giornate sempre uguali, senza vicende straordinarie, non sembreranno ben meschine al paragone di quelle fantasie romanzesche. Troppo amaro è il risveglio per chi vive continuamente in un sogno dorato; troppo viva è la tentazione di prolungarlo e di continuarlo nella realtà. Quanti drammi d’infedeltà non hanno avuto altra origine! E se uno degli sposi, rimasto fedele, piange, senza nulla comprendervi, sul traviamento del colpevole, pur sempre caro ed amato, è ben lungi dal sospettare la sua parte di responsabilità in quello sdrucciolamento giunto fino alla caduta. Esso ignora che l’amore coniugale, dal momento in cui viene a perdere la sua sana serenità, la sua forte tenerezza, la sua santa fecondità, per rassomigliare agli amori egoistici e profani, è facilmente tentato di raggiungere altrove il pieno godimento.
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[6.–] Non meno imprudenti sono i mariti che, per far piacere alla loro moglie o per soddisfare la propria vanità, la incoraggiano ad abbandonarsi a tutti i capricci, a tutte le più audaci stravaganze della moda nell’abbigliamento e nell’andamento di vita. Sconsigliate giovani donne, così lanciate alla ventura, non immaginano forse nemmeno a quali pericoli espongono se stesse e gli altri. Non cercate altrove l’origine di non pochi scandali di che molti si meravigliano: molti, non però coloro che riflettono sulle vie del male, non però gli amici saggi, che avevano tempestivamente avvertito del sentiero pericoloso e non furono ascoltati!
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[7.–] 2. La virtù sta nel mezzo; contro l’eccesso della condiscendenza si può cadere anche nell’opposto eccesso del rigore. Il caso è senza dubbio raro, ma pure non senza esempi. L’esagerato rigore, che trasformerebbe il focolare domestico in una triste dimora senza luce nè gioia, senza sane e sante ricreazioni, senza larghi orizzonti di azione, potrebbe giungere agli stessi disordini della leggerezza. Chi non prevede che quanto più rigorosa sarà la costrizione, tanto più violenta rischia di farsi la reazione? La vittima di questa tirannia –l’uomo o la donna, forse anche l’oppressore stesso– una volta o l’altra, sarà tentata di troncare la vita coniugale. Ma se le rovine e gli effetti della leggerezza spesso non tardano a far aprire gli occhi e a ricondurre a miglior consiglio e a maggior serietà, i traviamenti cagionati da un’austerità esasperante si sogliono invece ascrivere a mancanza di sufficiente rigore; e allora se ne inasprirà ancor più la forma e crescerà a un tempo il male che ha causato e la reazione che provoca.
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[8.–] Lontani da questi due estremi –la soverchia condiscendenza e la soverchia severità–, regni tra voi la moderazione, la quale altro non è che il virtuoso senso della misura e di ciò che conviene. Il marito brami e goda di vedere la sua donna vestirsi e muoversi con decente eleganza, conforme ai suoi mezzi e alla sua condizione sociale, incoraggiandola e rallegrandola, al bisogno, con qualche dono gentile, con qualche amabile compiacimento e lode della sua leggiadria e della sua grazia. La donna alla sua volta bandisca dalla casa ogni sconvenienza offensiva dello sguardo del cristiano o del sentimento del bello, come ogni severità che graverebbe il cuore. Ambedue amino di leggere anche insieme i belli e buoni e utili libri, che li istruiscano, allarghino le loro conoscenze delle cose e delle opere e le vedute della loro arte o del loro lavoro, l’informino sul corso degli avvenimenti, li conservino fermi e più addottrinati nella fede e nella virtù. Si concedano volentieri, con discrezione, i sani e onesti divertimenti che danno riposo e mantengono nella letizia; letture e divertimenti che saranno fonti di perenne e gradito alimento alle loro intime conversazioni e discussioni. Ciascuno si compiaccia di vedere l’altro eccellere nell’attività professionale o sociale, nel rendersi amato con la sua sorridente piacevolezza fra gli amici comuni; nè mai prendano ombra l’uno dell’altra.
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[9.–] 3. Finalmente un grande scoglio da schivare è la gelosia, che può sorgere dalla leggerezza o suscitarsi dal rigore: pericolosissimo scoglio per la fedeltà. L’ incomparabile psicologo, che fu S. Giovanni Crisostomo, la descrisse con magistrale eloquenza: “Tutto ciò che si può dire di questo male, non ne esprimerà giammai abbastanza la gravità. Una volta che un uomo comincia ad aver sospetto di colei che ama sopra ogni cosa sulla terra e per la quale volentieri darebbe anche la vita, in che cosa potrebbe trovare qualche conforto?... Ma se l’uomo si agita angosciosamente in mezzo a questi mali, anche quando sono senza fondamento nè ragione, la povera ed infelice donna ne è anche più gravemente tormentata. Colui che dovrebbe essere il consolatore di tutte le sue pene ed il suo appoggio, si mostra crudele verso di lei e non le dimostra che ostilità... Uno spirito così prevenuto e colpito da questo morbo, è disposto a credere tutto, ad accogliere tutte le denunzie, senza discernere il vero dal falso, più inclinato ad ascoltare chi conferma i suoi sospetti, che chi vorrebbe dissiparli... Le uscite, le entrate, le parole, gli sguardi, i minimi sospiri, tutto è spiato; la povera donna deve sopportare tutto in silenzio; incatenata, per così dire, al letto coniugale, ella non può permettersi un passo, una parola, un sospiro, senza doverne rendere conto agli stessi servi” (S. Ioannis Chrysost. De Virginitate - Migne PG t. 48 col. 574-575). Una tal vita non può forse divenire quasi intollerabile? ed è allora da meravigliarsi se, quando manchi la luce e il sostegno di una vera virtù cristiana, si cerchi di evaderne e di fuggirla col naufragio della fedeltà?
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[10.–] Lo spirito cristiano, o giovani sposi, gioioso senza frivolezza, serio senza soverchio rigore, non temerariamente sospettoso, fiducioso in un affetto scambievole fondato sull’amore di Dio, assicurerà la vostra mutua, sincera e perennemente sacra fedeltà.
[DR 4, 279-284]