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[0506] • PÍO XII, 1939-1958 • VIRGINIDAD Y MATRIMONIO

Carta Encíclica Sacra virginitas –sobre la sagrada virginidad–, 25 marzo 1954

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[1.–] La santa virginidad y la castidad perfecta, consagrada al servicio divino, se cuentan sin duda entre los tesoros más preciosos dejados como en herencia a la Iglesia por su Fundador.

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[2.–] Por eso los Santos Padres afirmaron que la virginidad perpetua es un bien excelso nacido de la religión cristiana. Y con razón notan que los paganos de la antigüedad no exigieron de las Vestales tal género de vida sino por un tiempo limitado (1); y si en el Antiguo Testamento se mandaba guardar y practicar la virginidad, era sólo como condición preliminar para el matrimonio (2). Añade S. Ambrosio (3): “leemos, sí, que también en el templo de Jerusalén hubo vírgenes. Pero ¿qué dice el Apóstol?: ‘Todo esto les acontecía en figura’4 para que fuesen imágenes de las realizaciones futuras”.

1. Cfr. S. Ambros., De virginibus, lib. I, c. 4, n. 15; De virginitate, c. 3, n. 13; P. L. XVI, 193, 269.

2. Cfr. Ex. XXII, 16-17; Deut. XXII; 23-29; Eccli. XLII, 9.

3. S. Ambros., De virginibus, lib. I, c. 3, n. 12; P. L. XVI, 192.

4. I Cor. X, 11.

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[3.–] Ciertamente, ya desde la época de los Apóstoles vive y florece esta virtud en el jardín de la Iglesia. Cuando en los Hechos de los Apóstoles5 se dice que las cuatro hijas del diácono Felipe eran vírgenes, se quiere significar más bien un estado de vida que la edad juvenil. Y no mucho después, S. Ignacio de Antioquía, al saludar a las vírgenes de Esmirna, refiere (6) que, a una con las viudas, constituían una parte no pequeña de esta comunidad cristiana. En el siglo segundo –como atestigua S. Justino– “son muchos los hombres y mujeres, educados en el cristianismo desde su infancia, que llegan completamente puros hasta los sesenta y los setenta años” (7). Poco a poco creció el número de hombres y mujeres que consagraban a Dios su castidad, y al mismo tiempo fue adquiriendo una importancia considerable el puesto que ocupaban en la Iglesia, como más ampliamente lo expusimos en Nuestra Constitución Apostólica Sponsa Christi8.

5. Act. XXI, 9.

6. Cfr. S. Ignat. Antioch., Ep. ad Smyrn., c. 13; ed. Funk-Dlekamp, Patres Apostolici, vol. I, p. 286.

7. S. Iustin., Apol. I pro christ., c. 15; P. G. VI. 349.

8. Cfr. Const. Apost. Sponsa Christi., A. A. S. XLIII, 1951, pp. 5-8.

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[4.–] También los Santos Padres –como S. Cipriano, S. Atanasio, S. Ambrosio, S. Juan Crisóstomo, S. Jerónimo, S. Agustín y otros muchos– escribiendo sobre la virginidad, le dedicaron las mayores alabanzas. Esta doctrina de los Santos Padres, desarrollada al correr de los siglos por los Doctores de la Iglesia y por los Maestros de la ascética cristiana, contribuye mucho para suscitar en los cristianos de ambos sexos el propósito de consagrarse a Dios en castidad perfecta y para confirmarlos en Él hasta la muerte.

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[5.–] No se puede contar la multitud de almas que desde los comienzos de la Iglesia hasta nuestros días han ofrecido a Dios su castidad, unos conservando intacta su virginidad, otros consagrándole para siempre su viudez, después de la muerte del esposo, otros, en fin, eligiendo una vida totalmente casta después de haber llorado sus pecados; mas todos conviniendo en el mismo propósito de abstenerse para siempre, por amor de Dios, de los deleites de la carne. Sirvan a todos éstos las enseñanzas de los Santos Padres sobre la excelencia y el mérito de la virginidad de estímulo, de sostén y de aliento para perseverar inconmovibles en el sacrificio ofrecido y para no volver a tomar ni la más pequeña parte del holocausto ofrendado ante el altar de Dios.

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[6.–] Esta castidad perfecta es la materia de uno de los tres votos que constituyen el estado religioso (9); la misma se exige a los clérigos de la Iglesia latina para las órdenes mayores (10), y también a los miembros de los Institutos seculares (11). Pero florece asimismo entre muchos que pertenecen al estado laical; ya que hay hombres y mujeres que, sin pertenecer a un estado público de perfección, han hecho el propósito o el voto privado de abstenerse completamente del matrimonio y de los deleites de la carne para servir más libremente al prójimo y para unirse más fácil e íntimamente a Dios.

. 9. C. I. C., can. 487 [AAS 9/II (1917), 106].

10. Cfr. C. I. C., can. 132 § 1 [AAS 9/II (1917), 32].

11. Cfr. Const. Apost. Provida Mater, art. III, 2; A. A. S. XXXIX, 1947, p. 121.

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[7.–] A todos y cada uno de estos amadísimos hijos Nuestros, que de algún modo han consagrado a Dios su cuerpo y su alma, Nos dirigimos con corazón paterno, y los exhortamos con el mayor encarecimiento posible a mantenerse firmes en su santa resolución y a ponerla en práctica con diligencia.

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[8.–] No faltan hoy día quienes, apartándose en esta materia del recto camino, de tal manera exaltan el matrimonio, que llegan a anteponerlo prácticamente a la virginidad, y por con siguiente a menospreciar la castidad consagrada a Dios y el

ce libato eclesiástico. Por eso la conciencia de Nuestro oficio apostólico Nos mueve hoy a declarar y sostener ante todo la doctrina de la excelencia de la virginidad y defender esta verdad católica contra tales errores.

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I

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[9.–] En primer lugar debemos advertir que lo esencial de su doctrina sobre la virginidad lo ha recibido la Iglesia de los mismos labios de su Divino Esposo.

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[10.–] Pareciendo a los discípulos muy pesados los vínculos y las obligaciones del matrimonio, que el Divino Maestro les manifestara, le dijeron: “Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no tiene cuenta el casarse” (12). Y Jesús les respondió que no todos eran capaces de comprender esta palabra, sino sólo aquéllos a quienes se les ha concedido; porque, algunos son inhábiles para el matrimonio, por defecto físico de nacimiento, otros por violencia y malicia de los hombres, otros, en cambio, se abstienen de él espontáneamente y de propia voluntad, y eso “por amor del reino de los cielos”. Y concluyó Nuestro Señor diciendo: “Quien sea capaz de tal doctrina, que la siga” (13).

12. Matth. XIX, 10.

13. Ibid., XIX, 11-12.

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[11.–] Con estas palabras el Divino Maestro no trata de los impedimentos físicos del matrimonio, sino de la resolución libre y voluntaria de abstenerse para siempre de él y de los placeres de la carne. Al comparar a los que renuncian espontáneamente al matrimonio con los que se ven obligados a tal renuncia o por la naturaleza o por la violencia de los hombres, ¿no es verdad que el Divino Redentor nos enseña que la castidad, para ser perfecta, tiene que ser perpetua?

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[12.–] Por otra parte –como los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia enseñan– la virginidad no es virtud cristiana, sino cuando se guarda “por amor del reino de los cielos” (1)4, es decir, cuando abrazamos este estado de vida para poder más fácilmente entregarnos a las cosas divinas, alcanzar con mayor seguridad la eterna bienaventuranza, y finalmente dedicarnos con más libertad a la obra de conducir a otros al reino de los cielos.

14. Ibid., XIX, 12.

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[13.–] No pueden por tanto reivindicar para sí el honorífico título de la virginidad cristiana los que se abstienen del matrimonio o por puro egoísmo, o, como advierte S. Agustín (15), para eludir las cargas que él impone, o tal vez para jactarse farisaicamente de la propia integridad corporal. Por lo cual ya el Concilio de Gangres reprobaba que la virgen o el continente se apartasen del matrimonio por reputarlo cosa abominable, y no por la belleza y santidad de la virginidad (16).

15. S. Augustin., De sancta virginitate, c. 22; P. L. XL, 407.

16. Cfr. can. 9; Mansi, Coll. concil., II, 1096 [0340 0? 0?/9].

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[14.–] Además, el Apóstol de las gentes, inspirado por el Espíritu Santo, advierte: “El que no tiene mujer, anda solícito de las cosas del Señor y en que ha de agradar a Dios... Y la mujer no casada y la virgen piensan en las cosas del Señor, para ser santas en cuerpo y alma” (17). Éste es por lo tanto el fin primordial y la razón principal de la virginidad cristiana: el tender únicamente hacia las cosas divinas, empleando en ellas alma y corazón, el querer agradar a Dios en todas la cosas, pensar sólo en Él, consagrarle totalmente cuerpo y alma.

17. I Cor. VII, 32, 34.

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[15.–] De este modo interpretaron siempre los Santos Padres las palabras de Jesucristo y la doctrina del Apóstol de las gentes: desde los primitivos tiempos de la Iglesia entendieron ellos la virginidad como una consagración del cuerpo y del alma a Dios. Así S. Cipriano exige de las vírgenes el que “ya no quieran adorar ni agradar a nadie sino al Señor, puesto que se han consagrado a Cristo, y, apartándose de las concupiscencias de la carne, se han entregado a Dios en cuerpo y alma” (18). El Obispo de Hipona va más adelante, cuando afirma: “No es que se honre a la virginidad por ella misma, sino por estar consagrada a Dios... y no alabamos a las vírgenes porque lo son, sino por ser vírgenes consagradas a Dios por medio de una piadosa continencia” (19). Los príncipes de la Sagrada Teología, Santo Tomás de Aquino (20) y San Buenaventura (21), apoyados en la autoridad de S. Agustín, enseñan que la virginidad no goza de la firmeza propia de la virtud, si no nace del voto de conservarla siempre intacta. Y sin duda los que más plena y perfectamente ponen en práctica la enseñanza de Cristo sobre la perpetua renuncia al matrimonio son los que se obligan con voto perpetuo a guardar continencia; ni se puede afirmar con fundamento que es mejor y más perfecta la resolución de los que quieren dejar una puerta abierta para poder volver atrás.

18. S. Cypr., De habitu virginum, 4; P. L. IV, 443.

19. S. Augustin., De sancta virginitate, cc. 8, 11; P. L. XL, 400, 401.

20. S. Thom., Summa Th., II-II, q. 152, a. 3 ad 4.

21. S. Bonav., De perfectione evangelica, q. 3, a. 3, sol. 5.

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[16.–] Este vínculo de perfecta castidad lo consideraron los Santos Padres como una especie de matrimonio espiritual, mediante el cual el alma se une con Cristo; y por eso algunos llegaron hasta comparar con el adulterio la violación de esta promesa de fidelidad (22). San Atanasio escribe que la Iglesia Católica acostumbra llamar esposas de Cristo a quienes poseen la virtud de la virginidad (23). Y San Ambrosio, escribiendo sobre la santa virginidad, se expresa con esta concisa frase: “Virgen es quien se desposa con Dios” (24). Más aún, según aparece en los escritos del mismo Doctor de Milán (25), el rito de la consagración de las vírgenes ya en el siglo cuarto era muy semejante al que usa hoy la Iglesia en la bendición nupcial (26).

22. Cfr. S. Cypr., De habitu virginum, c. 20; P. L. IV, 459.

23. Cfr. S. Athanas., Apol. ad Constant., 33; P. G. XXV, 640.

24. S. Ambros., De virginibus, lib. I, c. 8; n. 52; P. L. XVI, 202.

25. Cfr. Ibid., lib. III, cc. 1-3, nn. 1-14; De institutione virginis, c. 17, nn. 104-114; P. L. XVI, 219-224, 333-336.

26. Cfr. Sacramentarium Leonianum, XXX; P. L. LV, 129; Pontificale Romanum: De benedictione et consecratione virginum.

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[17.–] Por esa misma razón los Santos Padres exhortan a las vírgenes a amar a su Divino Esposo con más afecto que el que tendrían a su propio marido, si estuviesen unidas en matrimonio, y a conformar sus pensamientos y actos a la voluntad de Él (27). San Agustín, dirigiéndose a ellas, escribe: “Amad con todo vuestro corazón al más hermoso entre los hijos de los hombres: libre está para ello vuestro corazón; desligado se halla de todo lazo conyugal... Si, pues, caso de estar casadas, hubierais debido tener grande amor a vuestros maridos, ¿cuánto más no deberéis amar a Aquél por quien habéis renunciado a tener marido? Quede clavado por entero en vuestro corazón el que por vosotras quiso estar clavado en una cruz” (28). Tales son, por lo demás, los sentimientos y propósitos que la Iglesia misma exige a las vírgenes en el día de su consagración a Dios, invitándolas a pronunciar estas palabras rituales: “He despreciado el reino del mundo y todo el ornato de este siglo por amor de nuestro Señor Jesucristo, a quien vi, de quien me enamoré, en quien puse mi confianza, a quien quise con ternura” (29). Lo que mueve, pues, suavemente a la virgen a consagrar totalmente su cuerpo y su alma al Divino Redentor no es otra cosa, sino el amor a Él, como S. Metodio, Obispo de Olimpo, lo hace expresar hermosamente a una de ellas: “Tú, oh Cristo, eres para mí todas las cosas. Para Ti me conservo casta, y con la lámpara encendida voy a tu encuentro, oh Esposo” (30). Sí, el amor de Cristo es el que persuade a la virgen a encerrarse para siempre entre los muros de un monasterio para contemplar y amar más libre y fácilmente a su celestial Esposo; Él es el que la incita fuertemente a practicar con todas sus fuerzas hasta su muerte las obras de misericordia en servicio del prójimo.

27. Cfr. S. Cypr., De habitu virginum, 4 et 22; P. L. IV, 443-444 et 462; S. Ambros, De virginibus, lib. I, c. 7, n. 37; P. L. XVI, 199.

28. S. Augustin, De sancta virginitate, cc. 54-55; P. L. XL, 428.

29. Pontificale Romanum; De benedictione et consecratione virginum.

30. S. Methodius Olympi, Convivium decem virginum, orat. XL, c. 2; P. G. XVIII, 209.

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[18.–] De aquellos hombres “que no se mancillaron con mujeres, porque son vírgenes” (31), afirma el apóstol S. Juan: “éstos siguen al Cordero dondequiera que va” (32). Pensemos en la exhortación que a todos éstos dirige S. Agustín: “Seguid al Cordero, porque es también virginal la carne del Cordero... Con razón lo seguís dondequiera que va con la virginidad de vuestro corazón y de vuestra carne. Pues ¿qué significa seguir sino imitar? Porque Cristo padeció por nosotros dándonos ejemplo, como dice el apóstol S. Pedro ‘para que sigamos sus pisadas’” (33). Realmente todos estos discípulos y esposas de Cristo se han abrazado con la virginidad, según S. Buenaventura, “para conformarse con su Esposo Jesucristo, al cual hace asemejarse la virginidad” (34). A su encendido amor a Cristo no podía bastar la unión de afecto; era de todo punto necesario que ese amor se echase también de ver en la imitación de sus virtudes y, de manera particular, conformándose con su vida, que toda ella se empleó en el bien y salvación del género humano. Si, pues, los sacerdotes, si los religiosos, si, en una palabra, todos los que de alguna manera se han consagrado al servicio divino, guardan castidad perfecta, es en definitiva porque su Divino Maestro fue virgen hasta el fin de su vida. Por eso exclama S. Fulgencio: “Éste es el Unigénito Hijo de Dios, hijo unigénito también de la Virgen, único Esposo de todas las vírgenes consagradas, fruto, gloria y premio de la santa virginidad, a quien la santa virginidad dio un cuerpo, con quien espiritualmente se une en desposorio la santa virginidad, de quien la santa virginidad recibe su fecundidad permaneciendo intacta, quien la adorna para que sea siempre hermosa, quien la corona para que reine en la gloria eternamente” (35).

31. Apoc. XIV, 4.

32. Ibid.

33. I Petr. II, 21; S. Augustin, De sancta virginitate, c. 27; P. L. XL, 411.

34. S. Bonav., De perfectione evangelica, q. 3, a. 3.

35. S. Fulgent., Epist. 3, c. 4, n. 6; P. L. XLV, 326.

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[19.–] Juzgamos oportuno, Venerables Hermanos, exponer más detenidamente por qué el amor de Cristo mueve las almas generosas a renunciar al matrimonio, qué secreto vínculo une la virginidad con la perfección de la caridad cristiana. Ya en las palabras de Jesucristo, que hemos citado más arriba, se indica que el abstenerse completamente del matrimonio, desembaraza al hombre de pesadas cargas y graves obligaciones. Inspirado por el Divino Espíritu, el Apóstol de las gentes expone la causa de esta liberación con las siguientes palabras: “yo deseo que viváis sin cuidados ni inquietudes... Mas el que tiene mujer anda afanado en las cosas del mundo y en cómo ha de agradar a la mujer, y se halla dividido” (36). En las cuales palabras hay que advertir que el Apóstol no condena el que los maridos se preocupen de sus esposas, ni reprende a las esposas porque procuran agradar a sus maridos; sino que más bien afirma que su corazón se halla dividido entre el amor del cónyuge y el amor de Dios, y que, en fuerza de las obligaciones del matrimonio, se ven atormentados por cuidados que difícilmente les permiten darse a la meditación de las cosas de Dios. Pues el deber conyugal, a que están sometidos, es claro e imperioso: “Serán dos en una sola carne” (37). Tanto en las circunstancias tristes como en las alegres los esposos están mutuamente ligados (38). Fácilmente se comprende por qué los que desean consagrarse al divino servicio, abrazan la vida de virginidad como una liberación para más plenamente servir a Dios y contribuir con todas sus fuerzas al bien de los prójimos. Para poner algunos ejemplos, ¿de qué manera hubiera podido aquel admirable heraldo de la verdad evangélica, San Francisco Javier, o el misericordioso padre de los pobres, S. Vicente de Paúl, o San Juan Bosco, educador asiduo de la juventud, o aquella incansable “madre de los emigrados”, Santa Francisca Javier Cabrini, sobrellevar tan grandes molestias y trabajos, si hubiesen tenido que atender a las necesidades corporales y espirituales de su cónyuge y de sus hijos?

36. I Cor. VII, 32-33.

37. Gen. II, 24; Cfr. Matth. XIX, 5.

38. Cfr. I Cor. VII, 39.

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[20.–] Pero hay una razón más por la que abrazan la virginidad todos los que desean consagrarse enteramente a Dios y a la salvación del prójimo; y es la que traen los Santos Padres, cuando tratan de los provechos que pueden alcanzar los que renuncian a estos deleites del cuerpo para poder gozar más cumplidamente de las elevaciones de la vida espiritual. No hay duda –como ellos claramente también lo dicen– que el tal placer, legítimo en el matrimonio, no es en sí mismo reprobable; más aún, el uso casto del matrimonio ha sido ennoblecido y consagrado con un sacramento especial. Con todo, hay que reconocer igualmente que las facultades inferiores de la naturaleza humana, después de la desdichada caída de Adán, resisten a la recta razón y a veces también impelen al hombre a lo que no es honesto. Porque, como afirma el Doctor Angélico, el uso del matrimonio “impide que el alma se emplee totalmente en el servicio de Dios” (3)9.

39. S. Thom., Summa Th., II-II, q. 186, a. 4.

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[21.–] Para que los ministros sagrados adquieran esta espiritual libertad de cuerpo y de alma y se desentiendan de negocios temporales, la Iglesia Latina les exige que voluntariamente se obliguen a la castidad perfecta (40). “Y aunque esta ley –como lo afirmó Nuestro Predecesor de inmortal memoria, Pío XI– no obliga de la misma manera a los sacerdotes de la Iglesia Oriental, también entre ellos es alabado el celibato eclesiástico, y en ciertos casos –sobre todo en los supremos grados de la jerarquía– está prescrito como requisito indispensable” (41).

40. Cfr. C. I. C., can 132, § 1 [AAS 9/II (1917), 32].

41. Cfr. Litt. Enc. Ad catholici sacerdotii fastigium, A. A. S. XXVIII, 1936, pp. 24-25.

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[22.–] Pero hay que advertir que los ministros sagrados se abstienen enteramente del matrimonio, no sólo porque se dedican al apostolado, sino también porque sirven al altar. Porque, si ya los sacerdotes del Antiguo Testamento, durante el tiempo en que se ocupaban en el servicio del templo, se abstenían del uso del matrimonio, para no contraer como los demás una impureza legal (42), ¿cuánto más puesto en razón es que los ministros de Jesucristo, que diariamente ofrecen el Sacrificio Eucarístico, posean la perpetua castidad? Refiriéndose a esta perfecta continencia, amonesta S. Pedro Damiano a los sacerdotes con esta pregunta: “Si, pues, Nuestro Redentor de tal manera amó la flor de un pudor intacto, que no sólo quiso nacer de entrañas virginales, sino también estar encomendado a los cuidados de un padre putativo virgen, y esto cuando, párvulo aún, lloraba en la cuna, ¿por quiénes, díme, deseará que sea tratado su Cuerpo ahora que reina en la inmensidad de los cielos?” (43).

42. Cfr. Lev. XV, 16-17; XXII, 4; I Sam. XXI, 5-7; cfr. S. Siric Papa, Ep. ad Himer. 7; P. L. LVI, 558-559.

43. S. Petrus Dam., De coelibatu sacerdotum, c. 3; P. L. CXLV, 384.

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[23.–] Es preciso por tanto afirmar –como claramente enseña la Iglesia– que la santa virginidad es más excelente que el matrimonio. Ya nuestro Divino Redentor la había aconsejado a sus discípulos como instituto de vida más perfecta (44); y el apóstol S. Pablo, al hablar del padre que da en matrimonio a su hija dice: “Hace bien”, pero enseguida añade: “mas el que no la da en matrimonio, obra mejor” (45). Y este mismo Apóstol, comparando el matrimonio con la virginidad, expresa su pensamiento más de una vez y especialmente con estas palabras: “Me alegraría que fueseis todos tales como yo mismo... Y digo a las personas no casadas y a las viudas: bueno les es, si así permanecen, como también permanezco yo” (46). Pues si, como llevamos dicho, la virginidad aventaja al matrimonio, esto se debe principalmente a que tiene por mira la consecución de un fin más excelente (47), y también a que de manera eficacísima ayuda a consagrarse enteramente al servicio divino; mientras que el que está impedido por los vínculos y los cuidados del matrimonio, en mayor o menor grado se encuentra “dividido” (48).

44. Cfr. Matth. XIX, 10-11.

45. I Cor. VII, 38.

46. Ibid., VII, 7-8; cfr. 1 et 26.

47. Cfr. S. Thom., Summa Th., II-II, q. 152, aa. 3-4.

48. Cfr. I Cor. VII, 33.

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[24.–] Y si miramos los abundantes frutos que de la virginidad provienen, brilla sin duda con mayor luz su excelencia: “ya que por el fruto se conoce el árbol” (49).

49. Matth. XII, 33.

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[25.–] Cuando pensamos en la innumerable falange de vírgenes y apóstoles que desde los primeros tiempos de la Iglesia hasta nuestros días han renunciado al matrimonio para dedicarse con más facilidad y más enteramente a la salvación de los prójimos por amor a Cristo, y de esta suerte llevan adelante empresas admirables de religión y caridad, no podemos menos de sentir un intenso y suavísimo consuelo. Pues sin querer, como es razón, quitar nada al mérito y a los frutos apostólicos de los que militando en las filas de la Acción Católica, pueden con su actividad salvadora llegar a donde no raras veces no pueden los sacerdotes y los religiosos, no hay duda que a estos últimos se debe la mayor parte de tales obras de caridad. Porque los sacerdotes y religiosos con ánimo generoso acompañan y guían la vida de los hombres sin distinción de edad o de condición; y cuando caen fatigados o enfermos, legan como en herencia el encargo a otros para que lo continúen. Así, no raras veces sucede que el niño, apenas nacido, es acogido por unas manos virginales, sin que nada le falte de los cuidados que ni una madre pudiera prodigarle con mayor amor, y si es mayor y ha alcanzado el uso de razón, se entrega a la educación de quienes lo instruyan en las enseñanzas de la doctrina cristiana y le den la conveniente formación mental, y forjen debidamente su ingenio y su carácter; si uno cae enfermo, enseguida tiene quienes, impulsados por el amor de Cristo, se esfuerzan con solícitos cuidados y convenientes remedios por restablecer su salud; si pierde a sus padres, si se ve abatido por la falta de bienes temporales o por miserias espirituales, si es encarcelado, no le falta el consuelo ni el socorro, porque los ministros sagrados, los religiosos y las vírgenes consagradas lo miran compadecidos como a un miembro enfermo del cuerpo místico de Jesucristo, recordando las palabras de su divino Redentor: “porque Yo tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era peregrino, y me hospedasteis; estando desnudo, me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; encarcelado, y vinisteis a verme... En verdad os digo, siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis” (50). Y ¿qué diremos en alabanza de los heraldos de la palabra divina que, lejos de su patria y soportando duros trabajos, convierten a la fe cristiana gran multitud de infieles? Y ¿qué decir de las sagradas esposas de Cristo, que colaboran con ellos, prestándoles una ayuda valiosísima? A todos y cada uno de éstos, gustosos les repetimos aquellas palabras que escribimos en Nuestra Apostólica Exhortación Menti Nostrae: “El sacerdote, por la ley del celibato, lejos de perder la prerrogativa de la paternidad, la aumenta inmensamente, como quiera que no engendra hijos para esta vida perecedera, sino para la que ha de durar eternamente” (51).

50. Matth. XXV, 35-36, 40.

51. A. A. S. XLII, 1950, p. 663.

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[26.–] Por lo demás la virginidad es fecunda no sólo por las empresas y obras exteriores a que pueden dedicarse más completamente y con mayor facilidad los que la abrazan, sino también por la forma de caridad perfecta que ejercen para con los prójimos, es decir, por las encendidas súplicas que en favor de ellos elevan, y por las graves privaciones que espontánea y gustosamente abrazan con el mismo fin; ya que a eso han dedicado toda su vida los siervos de Dios y las esposas de Jesucristo, principalmente los que viven en los claustros.

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[27.–] Finalmente, la virginidad consagrada a Cristo es por sí misma un testimonio tal de fe en el reino de los cielos, y demuestra un amor tal a nuestro Divino Redentor, que no es de maravillar que produzca abundantes frutos de santidad. Las vírgenes y todos los que se dedican al apostolado y abrazan una castidad perfecta, que son en número casi incontable, hermosean la Iglesia con la excelsa santidad de su vida. Porque la virginidad infunde en el ánimo una tal energía espiritual que lo impulsa aún hasta el martirio, si es necesario. Lo muestra abundantemente la historia, que propone a la admiración de todos tantas legiones de vírgenes, desde Inés de Roma hasta María Goretti.

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[28.–] Y no sin motivo la virginidad es llamada virtud angélica, como con toda razón afirma S. Cipriano dirigiéndose a las vírgenes: “Lo que hemos de ser todos, ya vosotras lo habéis empezado a ser. Tenéis ya en este mundo la gloria de la resurrección, y pasáis por el mundo sin contaminaros con su corrupción. Mientras os conserváis vírgenes y castas, sois iguales a los Ángeles de Dios” (52). Al alma que tiene sed de vida purísima y arde en deseos de alcanzar el reino de los cielos, la virginidad se le presenta como “la perla preciosa” por la que uno “vendió cuanto tenía para comprarla” (53). Los mismos casados y aun los que están sumergidos en el cieno de los vicios, cuando vuelven su mirada a las vírgenes, admiran no raras veces el esplendor de su cándida pureza y sienten deseos de conseguir lo que supera el deleite de los sentidos. El motivo de por qué las vírgenes atraen a todos con su ejemplo es el que indica Santo Tomás de Aquino, cuando escribe: “a la virginidad se atribuye una excelentísima hermosura” (54). Por otra parte, todos esos hombres y mujeres que guardan castidad perfecta, ¿acaso no muestran con ello que este señorío que tienen sobre los movimientos del cuerpo es un efecto del divino auxilio y señal de una virtud sólida?

52. S. Cypr., De habitu virginum, 22; P. L. IV, 462; cfr. S. Ambros., De virginibus, lib. I, c. 8, n. 52; P. L. XVI, 202.

53. Matth. XIII, 46.

54. S. Thom., Summa Th., q. 152, a. 5.

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[29.–] Es muy grato considerar particularmente el fruto más dulce de la virginidad, a saber, que las vírgenes consagradas manifiestan a los ojos de todos la virginidad de su madre la Iglesia y la santidad de la íntima unión de ellas mismas con Cristo. Las palabras que usa el Pontífice en el sagrado rito de la consagración de las vírgenes y las oraciones que eleva a Dios, eso es lo que sabiamente indican: “a fin de que existan almas excelsas, que en la unión del varón y de la mujer desdeñen la realidad carnal y amen su virtud escondida, y no quieran imitar lo que se realiza en el matrimonio, sino amar lo que el matrimonio significa” (55).

55. Pontificale Romanum: De benedictione et consecratione virginum.

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[30.–] Grande gloria de las vírgenes es, sin duda alguna, el ser imágenes vivientes de aquella perfecta integridad que une a la Iglesia con su Divino Esposo; y el ser ellas una muestra admirable de la floreciente santidad y de la fecundidad espiritual, que reina en la sociedad fundada por Jesucristo, es motivo del mayor gozo para esta misma sociedad. A este propósito dice muy bien S. Cipriano: “Son, en efecto, flor que brota de los gérmenes de la Iglesia; son ornato y esplendor de la gracia espiritual, alegría de la naturaleza, obra perfecta e incorrupta de loor y gloria, imagen divina en que reverbera la santidad del Señor, la más ilustre porción del rebaño de Cristo. Gózase en ellas la Iglesia y en ellas florece exuberante su gloriosa fecundidad; de modo que cuanto más numeroso se hace el coro de las vírgenes, tanto más crece la alegría de la madre” (56).

56. S. Cypr., De habitu virginum, 3; P. L. IV, 443.

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II

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[31.–] Esta doctrina, que establece las ventajas y excelencias de la virginidad y del celibato sobre el matrimonio, fue puesta de manifiesto, como lo llevamos dicho, por nuestro Divino Redentor y por el Apóstol de las gentes; y asimismo en el santo Concilio Tridentino (57) fue solemnemente definida como dogma de fe divina y declarada siempre por unánime sentir de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia. Además, así Nuestros Antecesores, como también Nos, siempre que se ha ofrecido la ocasión, una y otra vez la hemos explicado y con gran empeño recomendado. Sin embargo, puesto que no han faltado recientemente algunos que han atacado, no sin grave peligro y detrimento de los fieles, esta misma doctrina tradicional en la Iglesia, Nos, por deber de conciencia, hemos creído oportuno volver sobre el asunto en esta Encíclica y desenmascarar y condenar los errores que con frecuencia se presentan encubiertos bajo apariencias de verdad.

57. Sess. XXIV, can. 10 [1563 11 11b/10].

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[32.–] En primer lugar, sin duda alguna se separan del común sentir de las personas honradas, sentir que la Iglesia siempre ha tenido en gran estima, quienes consideran el instinto sexual como la tendencia principal y mayor del organismo humano, para deducir de ahí que el hombre no puede cohibir durante toda su vida este apetito sin exponerse al grave peligro de perturbar las energías vitales de su cuerpo y principalmente los nervios y de dañar el equilibrio de su personalidad.

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[33.–] Como muy atinadamente advierte Santo Tomás, la tendencia que en nosotros está más profunda es la que mira a la conservación propia; la inclinación que brota de las potencias sexuales ocupa el segundo lugar. Y además a la iniciativa y dirección de la razón humana, que es privilegio singular de nuestra naturaleza, pertenece regular esta clase de estímulos e instintos íntimos y ennoblecerlos con su acertada dirección (58).

58. Cfr. S. Tom., Summa Th., I-II, q. 94, a. 2.

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[34.–] Desgraciadamente es verdad que nuestras potencias corporales y nuestras pasiones perturbadas por el primer pecado de Adán, no sólo intentan dominar los sentidos, sino también el alma, entenebreciendo la inteligencia y debilitando la voluntad. Pero la gracia de Jesucristo se nos da, en los sacramentos principalmente, para que, viviendo la vida del espíritu, reduzcamos el cuerpo a servidumbre (59). La virtud de la castidad no nos exige que no sintamos el aguijón de la concupiscencia, sino más bien que la sujetemos a la recta razón y a la ley de la gracia, tendiendo denodadamente a lo que es más noble en la vida humana y cristiana.

59. Cfr. Gal. V, 25; I Cor. IX, 27.

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[35.–] Para lograr con perfección este imperio del espíritu sobre los sentidos del cuerpo, no basta abstenerse tan sólo de los actos directamente contrarios a la castidad, sino que es necesario en absoluto renunciar gustosa y generosamente a todo lo que pueda ser más o menos remotamente adverso a esta virtud; porque así el alma podrá reinar de lleno en el cuerpo y desarrollar su vida espiritual con paz y libertad. ¿Quién hay, pues, entre los que admiten los principios de la religión católica, que no vea que la castidad perfecta y la virginidad, lejos de oponerse al crecimiento natural y al natural desarrollo del hombre o de la mujer, lo acrecienta y ennoblece en sumo grado?

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[36.–] Recientemente condenamos con tristeza la opinión de los que llegan a aseverar que sólo el matrimonio es capaz de dar a la personalidad humana su natural desarrollo y su debida perfección (60). Afirman algunos que la divina gracia, dada ex opere operato en el sacramento, de tal manera santifica el uso del matrimonio, que lo convierte en un instrumento para unir a las almas con Dios más eficaz que la misma virginidad, ya que el matrimonio cristiano es un sacramento y la virginidad no lo es. Esta doctrina la denunciamos como falsa y dañosa. Sí, el sacramento del matrimonio da a los esposos gracia divina para cumplir santamente los deberes conyugales, y estrecha los lazos del amor mutuo, con que ambos están unidos, pero no ha sido establecido para convertir el uso matrimonial en el medio de suyo más apto para unir las almas de los esposos con el mismo Dios mediante el vínculo de la caridad (61). ¿No reconoce más bien el apóstol San Pablo a los esposos el derecho de abstenerse temporalmente del uso del matrimonio para darse a la oración (62), precisamente porque esta abstención hace que el alma se sienta más libre para entregarse a las cosas celestiales y para orar?

60. Cfr. Allocutio ad Moderatrices Supremas Ordinum et Institutorum Religiosarum, d. 15 septembris 1952; A. A. S. XLIV, 1952, p. 824 [1952 09 15/6].

61. Cfr. Decretum S. Officii, De matrimonii finibus, d. 1 aprilis 1944; A. A. S. XXXVI, 1944, p. 103 [1944 04 01/1-4].

62. Cfr. I Cor. VII, 5.

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[37.–] Finalmente, no se puede asegurar –como algunos lo hacen– que “la ayuda mutua” (63) que los esposos buscan en el matrimonio cristiano, es un medio de santidad más perfecto que la soledad del corazón de las vírgenes y los célibes. Si bien cuantos profesan la perfecta castidad han renunciado a este amor humano, no por eso se puede afirmar que por efecto de esa renuncia hayan rebajado y despojado en alguna manera su personalidad humana, porque del mismo Dador de dones celestiales reciben un auxilio espiritual que sobrepuja con creces “la ayuda mutua” que los esposos recíprocamente se procuran. Consagrándose totalmente al que es su principio y les comunica su vida divina, no se empequeñecen, sino que sumamente se engrandecen. ¿Quién puede con más verdad que cuantos son vírgenes apropiarse aquel dicho del apóstol San Pablo: “Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”?64.

63. Cfr. C. I. C., can. 1013 § 1.

64. Gal. II, 20.

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[38.–] Por esta razón sabiamente piensa la Iglesia que hay que conservar el celibato de los sacerdotes; pues sabe que es y será fuente de gracias espirituales, que los unirá cada vez más estrechamente con Dios.

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[39.–] Nos parece también conveniente mencionar aquí brevemente el error de quienes, para apartar a los jóvenes de los Seminarios y a las jóvenes de los Institutos religiosos, se esfuerzan por grabar en sus inteligencias la idea de que hoy la Iglesia tiene más necesidad de la ayuda y del testimonio de vida cristiana de los casados que viven en el siglo mezclados con los demás, que de sacerdotes y de vírgenes consagradas, que por el voto de castidad se han apartado en cierto modo de la sociedad humana. Semejante opinión, Venerables Hermanos, es a todas luces falsísima y muy perniciosa.

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[40.–] Ciertamente no es Nuestro propósito decir que los esposos católicos, dando ejemplo de vida cristiana, dondequiera que vivan y en cualesquiera circunstancias en que se hallen, no puedan producir abundantes y saludables frutos con el ejemplo de su virtud. Pero el que por esta razón aconseja preferir el matrimonio a la vida consagrada totalmente a Dios, sin duda invierte y trastorna el recto orden de las cosas. A la verdad, Venerables Hermanos, grandemente deseamos que se enseñe convenientemente a quienes han contraído matrimonio o piensen contraerlo, el grave deber que les incumbe, no sólo de educar bien y diligentemente a los hijos que tienen o tendrán, sino también de ayudar a los demás, según su posibilidad, con el testimonio de su fe y el ejemplo de su virtud. Pero, como lo exige la conciencia de Nuestro deber, no podemos menos de condenar en absoluto a todos los que trabajen por apartar a los jóvenes del ingreso en el Seminario o en las Órdenes y Congregaciones Religiosas y de la emisión de los santos votos, y les den a entender que, siendo padres o madres de familia y profesando públicamente a la vista de todos una vida cristiana, podrán lograr un fruto espiritual mayor. Mejor y más cuerdamente obrarían tales personas exhortando a los casados con el mayor empeño posible a que cooperasen con sus talentos en las obras del apostolado seglar, que no trabajando por alejar de la virginidad a los jóvenes, desgraciadamente hoy día no muy numerosos, que deseen consagrarse al divino servicio. A este propósito escribe muy bien S. Ambrosio: “Siempre ha sido propio de la gracia sacerdotal echar la simiente de la castidad y excitar el amor a la virginidad” (6)5.

65. S. Ambros., De virginitate, c. 5, n. 26; P. L. XVI, 272.

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[41.–] También creemos que hay que advertir que es completamente falsa la afirmación de que los que profesan castidad perfecta, dejan en cierto modo de pertenecer a la comunidad humana. Las vírgenes consagradas que consumen su vida sirviendo a los pobres y enfermos, sin distinción de raza, posición o religión, ¿por ventura no se asocian íntimamente a sus desgracias y dolores, y se afectan tiernamente como si fuesen sus madres? Y asimismo el sacerdote, movido por el ejemplo de su divino Maestro ¿no desempeña el oficio del buen pastor, que conoce a sus ovejas y las llama por sus nombres?66. Pues bien, precisamente gracias a la castidad perfecta que guardan estos sacerdotes y religiosos, pueden dedicarse a todos y amar a todos por amor de Cristo. Y aun los que llevan vida contemplativa, dado que ofrecen a Dios por la salvación de los prójimos, no sólo sus oraciones y súplicas, sino su propia inmolación, ciertamente contribuyen poderosamente al bien de la Iglesia; es más, puesto que, conforme a las normas que en la Carta Apostólica Sponsa Christi67 dimos, en las actuales circunstancias trabajan en obras de apostolado y caridad, aun por esta razón deben ser en gran manera dignos de alabanza; y no pueden ser considerados como extraños a la sociedad humana quienes colaboran de esta doble manera al bien espiritual de la misma.

66. Cfr. Io. X, 14; X, 3.

67. Cfr. A. A. S., XLIII, 1951, p. 20.

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III

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[42.–] Pasemos, Venerables Hermanos, a las consecuencias que de esta doctrina de la Iglesia acerca de la excelencia de la virginidad, se deducen para la vida práctica.

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[43.–] Ante todo se debe declarar abiertamente que, de que la virginidad sea más perfecta que el matrimonio, no se sigue que sea necesaria para alcanzar la perfección cristiana. Puede haber ciertamente santidad de vida sin consagrar su castidad a Dios; como lo atestiguan los numerosos santos y santas que la Iglesia honra con culto público y que fueron fieles esposos y brillaron ejemplarmente como excelentes padres o madres de familia; más aún, no es raro hallar personas casadas que buscan ardientemente la perfección cristiana.

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[44.–] También se ha de advertir que Dios no impone a todos los cristianos la virginidad, según enseña el apóstol S. Pablo en estas palabras: “En orden a las vírgenes, precepto del Señor yo no tengo; sino que doy consejo” (68). Por lo tanto un consejo es lo que nos mueve a abrazar la castidad perfecta, por ser un medio capaz de conducir con mayor seguridad y facilidad “a quienes les ha sido concedido” (69) a alcanzar el término de sus anhelos, la perfección evangélica y el reino de los cielos; por lo cual, como bien nota S. Ambrosio, la castidad “se propone, no se impone” (70).

68. I Cor. VII, 25.

69. Matth. XIX, 11.

70. S. Ambros., De viduis, c. 12, P. L. XVI, 256; cfr. S. Cypr., De habitu virginum, c. 23; P. L. IV, 463.

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[45.–] Por esta razón la castidad perfecta exige por una parte que el cristiano, antes de ofrecerse y consagrarse totalmente a Dios, la desee libremente, y por otra parte que Dios le comunique desde arriba su don y su gracia (71). El mismo Divino Redentor nos previno en esta materia con las siguientes palabras: “No todos son capaces de esta resolución, sino aquéllos a quienes se les ha concedido... El que sea capaz de tal doctrina, que la siga” (72). S. Jerónimo, considerando atentamente esta sentencia de Jesucristo, exhorta “a cada uno a examinar sus fuerzas, para ver si podrá cumplir los preceptos tocantes a la virginidad y a la pureza. Pues la castidad por su naturaleza es agradable y a todos atrae. Pero hay que medir las fuerzas, para que el que pueda comprender comprenda. Es como la voz del Señor que exhorta e invita a sus soldados al premio de la castidad. Quien pueda comprender comprenda; el que pueda combatir, que combata, venza y triunfe” (73).

71. Cfr. I Cor VII, 7.

72. Matth. XIX, 11, 12.

73. S. Hieronym., Comment. in Math. XIX, 12; P. L. XXVI, 136.

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[46.–] La virginidad es una virtud difícil; para alcanzarla no basta un firme y expreso propósito de renunciar absoluta y perpetuamente a los deleites legítimos del matrimonio; es también necesario refrenar y moderar los rebeldes movimientos del cuerpo y del corazón con una continua y vigilante lucha, huir de los atractivos del mundo y superar los asaltos del demonio. ¡Cuán verdaderas son las palabras del Crisóstomo: “La raíz y los frutos de la virginidad es una vida crucificada”!74. La virginidad, según S. Ambrosio, es como un sacrificio, y la virgen es “hostia de pureza y víctima de castidad” (75). Más aún, S. Metodio, Obispo de Olimpo, compara a quienes son vírgenes con los mártires (76), y S. Gregorio Magno enseña que la castidad perfecta sustituye al martirio: “Aunque falta la persecución, nuestra paz tiene su martirio; porque si no ofrecemos nuestro cuello al hierro, damos muerte con la espada del espíritu a los deseos carnales en nuestra alma” (77). Por tanto la castidad consagrada a Dios exige almas fuertes y nobles, preparadas a luchar y vencer “por el reino de los cielos” (78).

74. S. Ioann. Chrysost., De virginitate, 80; P. G. XLVIII, 592.

75. S. Ambros., De virginitate, lib. I, c. 11, n. 65; P. L. XVI, 206.

76. S. Methodius Olympi, Convivium decem virginum, Orat. VII, c. 3; P. G. XVIII, 128-129.

77. S. Gregor. M., Hom. in Evang., lib. I, hom. 3 n. 4; P. L. LXXVI, 1089.

78. Matth. XIX, 12.

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[47.–] Por consiguiente todo el que emprenda este camino difícil, si por experiencia se siente demasiado débil en este punto, oiga con humildad el consejo del apóstol San Pablo: “Si no tienen el don de la continencia, cásense. Pues más vale casarse que abrasarse” (79). Para muchos, efectivamente, la continencia perpetua sería un peso demasiado grave y no se les puede aconsejar. Los sacerdotes que tienen el cargo importante de ayudar con sus consejos a aquellos jóvenes que sienten inclinación hacia el sacerdocio o la vida religiosa, deben exhortarles a pensarlo con madura consideración, y no meterse por un camino que no tengan fundada experiencia de poder recorrer hasta el fin con seguridad y éxito feliz. Examinen prudentemente la capacidad del joven, y oigan cuando lo estimen oportuno el parecer de los peritos. Y si todavía queda alguna duda seria, sobre todo por la experiencia de la vida pasada, interpongan su autoridad, para que desistan de abrazar el estado de castidad perfecta o para que no sean admitidos a las órdenes sagradas o a la profesión religiosa.

79. I Cor. VII, 9.

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[48.–] Con todo, aunque la castidad consagrada a Dios sea una virtud ardua, podrán observarla fiel y perfectamente todos los que, siguiendo la invitación de Jesucristo y después de diligente consideración, respondan con ánimo generoso y hagan cuanto esté en su mano por conseguirla. Porque, una vez que hayan abrazado el estado de virginidad o el celibato, recibirán gracia del Señor, y con su ayuda podrán poner en práctica su propósito. Por tanto, si se hallaren “quienes no sienten en sí este don de la castidad (aunque de ella hayan hecho voto)” (80), no traten de hacer ver la imposibilidad de satisfacer a sus obligaciones en esta materia. “Porque ‘Dios no manda cosas imposibles; sino que, al imponerlas, te enseña a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas’(81) y da su ayuda para que puedas” (82). Recordamos esta consoladora verdad a aquéllos cuya voluntad se halla debilitada por enfermedades nerviosas, y a quienes algunos médicos, aun católicos, persuaden con excesiva facilidad a hacerse dispensar de su obligación, bajo el especioso pretexto de que no pueden observar la castidad sin detrimento del equilibrio mental. ¡Cuánto más útil y oportuno sería ayudar a tales enfermos a robustecer su voluntad, y convencerles de que ni aun a ellos es imposible la castidad, según la sentencia del Apóstol: es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas; sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros”!83.

80. Cfr. Conc. Trid., sess. XXIV, can. 9 [1563 11 11b/9].

81. Cfr. S. Augustin., De natura et gratia, c. 43, n. 50; P. L. XLIV, 271.

82. Conc. Trid., sess. VI, c. 11.

83. I Cor. X, 13.

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[49.–] Los medios que el Divino Redentor nos recomendó para salvaguardia eficaz de nuestra virtud, son la asidua vigilancia para hacer con diligencia cuanto esté en nuestra mano, y la oración constante para pedir a Dios lo que por nuestra debilidad no podemos alcanzar: “Velad y orad para que no caigáis en la tentación. El espíritu está pronto, pero la carne es flaca” (84).

84. Matth. XXVI, 41.

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[50.–] Esta vigilancia en todos los momentos y en todas las circunstancias de nuestra vida nos es absolutamente necesaria: “Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el espíritu las tiene contrarias a las de la carne” (85). Si alguno fuere indulgente, aun en cosas mínimas, con las seducciones del cuerpo, fácilmente se sentirá arrastrado hacia aquellas “obras de la carne” que el Apóstol enumera (86) y que son los vicios más torpes y repugnantes de los hombres.

(85). Gal. V, 17.

86. Cfr. Ibid. 19-21.

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[51.–] Por esta razón es menester ante todo velar sobre los movimientos de las pasiones y de los sentidos, refrenarlos con una vida voluntariamente austera y con las penitencias corporales, para someterlos a la recta razón y a la ley de Dios: “Los que son de Cristo tienen crucificada su carne con los vicios y las pasiones” (87). El mismo Apóstol de las gentes confiesa de sí mismo: “Castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que predicando a los demás, venga yo a ser reprobado” (88). Todos los santos velaron con empeño sobre los movimientos de sus sentidos y sus pasiones, y los refrenaron, a veces con violencia, según la palabra del Divino Maestro: “Yo os digo más: cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón. Que si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecar, sácalo y arrójalo fuera de ti: pues mejor te está el perder uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno” (89). Con esta advertencia, como es claro, nuestro Redentor pide ante todo de nosotros que no consintamos jamás en el pecado, ni aun mentalmente, y que alejemos de nosotros con energía todo lo que pueda manchar, aun levemente, esta hermosísima virtud. En esta materia toda diligencia es poca, ninguna severidad es excesiva. Si la salud débil u otras causas no permiten a alguien realizar grandes austeridades corporales, en ninguna manera le dispensan de la vigilancia y de la mortificación interna.

87. Ibid. 24.

88. I Cor. IX, 27.

89. Matth. V, 28-29.

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[52.–] En este punto conviene además recordar lo que enseñan los Santos Padres (90) y los Doctores de la Iglesia (91): que más fácilmente podremos superar los atractivos del pecado y las seducciones de la pasión huyendo de ellos con todas nuestras fuerzas que combatiéndolos de frente. Para defender la castidad, según la expresión de San Jerónimo, es preferible la huida a la batalla en campo abierto: “Huyo para no ser vencido” (92). Consiste esta huida no sólo en evitar diligentemente la ocasión de pecar, sino sobre todo en que elevemos la mente y el espíritu a las cosas divinas durante las tentaciones, fijando la vista en Aquel a quien hemos consagrado nuestra virginidad. “Contemplad la belleza de vuestro amante Esposo”, nos aconseja San Agustín (93).

90. Cfr. S. Caesar Arelat., Sermo 41; ed. G. Morin, Maredsous, 1937, vol. I, p. 172.

91. Cfr. S. Thomas, In Ep. I ad Cor. VI, lect. 3; S. Franciscus Sales, Introduction à la vie dévote, part. IV, c. 7; S. Alphonsus a Liguori, La vera sposa di Gesù Cristo, c. 1, n. 16; c. 15, n. 10.

92. S. Hieronym., Contra Vigilant., 16; P. L. XXIII, 352.

93. S. Augustin., De sancta virginitate, c. 54; P. L. XL, 428.

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[53.–] Esta huida y esta continua vigilancia para alejar de nosotros las ocasiones de pecar, las han considerado siempre los santos como el mejor medio de luchar en esta materia; hoy día sin embargo no todos aceptan esta doctrina. Piensan algunos que todos los cristianos, y principalmente los ministros sagrados, no deben ser segregados del mundo, como en tiempos pasados, sino que deben estar presentes en el mundo, y por tanto tienen que afrontar el riesgo y poner a prueba su castidad, para que se manifieste si son o no capaces de resistir: véanlo todos los jóvenes clérigos, para que se acostumbren a contemplar todo con ánimo sereno y se inmunicen contra cualquier género de turbaciones. Les conceden fácilmente que puedan sin sonrojo mirar todo lo que a sus ojos se ofrece, frecuentar espectáculos cinematográficos, aun los prohibidos por la censura eclesiástica, hojear cualesquiera revistas, aun obscenas, y leer las novelas puestas en el Índice o prohibidas por el mismo derecho natural. Y esto lo permiten con el pretexto que hoy día son muchos los que se sacian de tales espectáculos y lecturas, y es necesario entender su manera de pensar y sentir para poderlos ayudar. Es fácil ver lo falso y desastroso de ese modo de educar al clero y prepararlo a conseguir la santidad propia de su misión. “El que ama el peligro, perecerá en él” (94); y viene aquí muy oportuno el consejo de S. Agustín: “No me digáis que tenéis el alma pura, si tenéis ojos impuros; porque el ojo impuro es mensajero de un corazón impuro” (95).

94. Eccli., III, 27.

95. S. Augustin., Epist. 211 n. 10; P. L. XXXIII, 961.

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[54.–] Sin duda este funesto método se funda en una grave confusión. Porque Jesucristo Nuestro Señor afirmó, sí, de sus Apóstoles: “Yo los he enviado al mundo” (96); pero antes había dicho de ellos mismos: “No son del mundo, como ni Yo soy tampoco del mundo” (97), y a su divino Padre había orado con estas palabras: “No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal” (98). La Iglesia, que se apoya en tales principios, ha dado sabias y oportunas normas para alejar de los sacerdotes los peligrosos atractivos que fácilmente pueden influir en cuantos se hallan en medio del mundo (99), y procura por medio de ellas poner la santidad de la vida sacerdotal al abrigo de los cuidados y diversiones propias de los seglares.

96. Io. XVII, 18.

97. Ibid. 16.

. 98. Ibid. 15.

. 99 Cfr. C. I. C., can 124-142 [AAS 9/II(1917), 21-34] Cfr. B. Pius PP. X, Exhort. ad cler. cath. Hae rent animo, A. A. S., XLI, 1908, pp. 565-573; Pius PP. XI, litt. enc. Ad catholici sacerdotii fastigium, A. A. S., XXVIII, 1936, pp. 23-30; Pius XII, Adhort. apost. Menti Nostrae, A. A. S., XLII, 1950, pp. 692-694.

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[55.–] Con mayor razón, conviene apartar del tumulto mundano al clero joven, para formarlo en la vida espiritual y prepararlo a alcanzar la perfección sacerdotal o religiosa, antes que entre en el combate. Manténgasele en los Seminarios o Estudiantados largo espacio de tiempo, y reciba una formación diligente; poco a poco y con prudencia se le vaya iniciando en los problemas de nuestro tiempo, según las normas que Nos hemos prescrito en la Exhortación Apostólica Menti Nostrae(100). ¿Qué jardinero expondrá jamás a las tempestades una planta de valor pero aún tierna, para probar una robustez que todavía no posee? Los seminaristas y los jóvenes religiosos deben ser tratados como plantas tiernas y delicadas, que aún hay que proteger y preparar gradualmente para la resistencia y la lucha.

100. Cfr. A. A. S. XLII, 1950, PP. 690-691.

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[56.–] Los educadores de la juventud clerical harían obra mejor y más útil inculcando en las almas de los jóvenes los principios del pudor cristiano, que tanto ayuda para conservar incólume la virginidad y que bien puede llamarse la prudencia de la castidad. El pudor adivina el peligro, impide ponerse en él y hace evitar las ocasiones a que algunos menos prudentes se exponen. El pudor no gusta de palabras torpes o menos honestas, y aborrece aun la más leve inmodestia; evita la familiaridad sospechosa con personas de otro sexo, infundiendo en el ánimo la debida reverencia al cuerpo que es miembro de Cristo (101) y templo del Espíritu Santo (102). Quien posee el pudor cristiano tiene horror a cualquier pecado de impureza y se retira apenas siente despertarse la seducción.

101. Cfr. I Cor. VI, 15.

102. Ibid. 19.

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[57.–] Además el pudor sugiere y suministra a los padres y educadores expresiones aptas para instruir las conciencias de los jóvenes en la castidad. “Por lo cual –como lo advertimos no hace mucho en una Alocución– tal recato no se ha de entender de manera que equivalga a un absoluto silencio, hasta excluir en la formación moral aun el modo reservado y prudente de hablar” (103). Sin embargo, en nuestros tiempos algunos maestros y educadores, más veces de lo que fuera menester, han creído ser oficio suyo iniciar a niños inocentes en los secretos de la procreación de un modo que ofende su pudor. En este asunto conviene usar la justa medida y moderación que exige el pudor cristiano.

103. Alloc., Magis quam mentis, d. 23 Sept., a. 1951; A. A. S. XLIII, 1951, p. 736 [1951 09 23/7-8].

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[58.–] El pudor se alimenta del temor de Dios, ese temor filial basado en una profunda humildad cristiana, que nos hace huir con suma diligencia de todo pecado. Ya lo afirmaba Nuestro Predecesor S. Clemente I con estas palabras: “El que es casto en el cuerpo no se vanaglorie, porque otro es quien le da el don de la continencia” (104). Cuán importante sea la humildad cristiana para conservar la virginidad, nadie lo ha expresado más claramente que S. Agustín: “Ya que la continencia perpetua, y sobre todo la virginidad, es un don excelentísimo en los santos de Dios, ha de vigilarse atentamente para que no se corrompa con la soberbia... Por eso, cuanto mayor me parece este don, más temo no venga a desaparecer en lo futuro por causa de la soberbia. Sólo Dios es el verdadero custodio de la gracia virginal, que Él mismo concedió, y “Dios es caridad” (105). La guardiana, por tanto, de la virginidad es la caridad, y la morada de esta guardiana es la humildad” (106).

104. S. Clemens rom., Ad Corinthios, XXXVIII, 2; ed. Funk-Diekamp, Patres Apostolici, vol. I, p. 148.

105. I Ioann. IV, 8.

106. S. Augustin., De sancta virginitate, cc. 33, 51; P. L. XL, 415, 426; cfr. cc. 31-32, 38; 412-415, 419.

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[59.–] Otra cosa hay que tener presente: que para conservar intacta la castidad, no bastan la vigilancia y el pudor; hay que recurrir también a los medios sobrenaturales: a la oración a Dios, a los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, y a una viva devoción a la Santísima Madre de Dios.

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[60.–] No perdamos de vista que la castidad perfecta es un don de Dios. A este propósito advierte profundamente S. Jerónimo: “Les fue concedido (107) a los que lo pidieron, a los que lo quisieron, a los que trabajaron por recibirlo. Porque todo aquél que pide, recibe, y el que busca, halla, y al que llama, se le abrirá” (108). De la oración, añade S. Ambrosio, depende la fidelidad constante de las vírgenes al Divino Esposo (109). Y S. Alfonso M. de Ligorio, con aquella ardentísima piedad que lo distinguía, enseña que no hay medio tan necesario para vencer las tentaciones contra esta hermosa virtud de la castidad, como el recurso inmediato a Dios por la oración (110).

107. Cfr. Matth. XIX, 11.

108. Cfr. Ibid. VII, 8; S. Hieron., Comm. in Matth. XIX, 11; P. L. XXVI, 135.

109. Cfr. S. Ambros., De virginibus, lib. III, c. 4, nn. 18-20; P. L. XVI, 225.

110. Cfr. S. Alphonsus a Liguori, Pratica di amar Gesù Cristo, c. 17, nn. 7-16.

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[61.–] Sin embargo, a la oración es menester que se añada el Sacramento de la Penitencia, el cual, si se recibe con frecuencia y preparación, es una medicina espiritual que purifica y sana, y el alimento eucarístico, que, en frase de Nuestro Predecesor de inmortal memoria León XIII, es el mejor “remedio contra la sensualidad” (111). Cuanto más pura y casta sea el alma, más hambre tendrá de este Pan, del que saca la fortaleza para resistir a todas las seducciones del pecado impuro, y con el que se une más estrechamente al Divino Esposo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, en Mí mora, y Yo en él” (112).

111. Leo XIII, Encyclica Mirae caritatis, d. 28 Maii, a. 1902; A. L. XXII, pp. 1902-1903.

112. Io. VI, 57.

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[62.–] Un medio excelente para conservar intacta y sostener la castidad perfecta, medio comprobado continuamente por la experiencia de los siglos, es el de una sólida y ardiente devoción a la Virgen Madre de Dios. En cierta manera, esta devoción contiene en sí todos los demás medios; pues quien sincera y profundamente la vive, se tiene que sentir impulsado a velar, a orar, a acercarse al tribunal de la Penitencia y al Banquete Eucarístico. Por tanto exhortamos con afecto paterno a todos los sacerdotes, religiosos y vírgenes consagradas a que se pongan bajo la especial protección de la Santa Madre de Dios, que es Virgen de vírgenes, y “maestra de la virginidad”, como afirma S. Ambrosio (113), y es Madre poderosísima de aquéllos sobre todo que se han dedicado al divino servicio.

113. S. Ambros., De institutione virginis, c. 6, n. 46; P. L. XVI, 320.

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[63.–] Por Ella, dice S. Atanasio, comenzó a existir la virginidad (114); y lo enseña claramente S. Agustín con estas palabras: “La dignidad virginal comenzó con la Madre de Dios” (115). Siguiendo las huellas del mismo S. Atanasio (116), S. Ambrosio propone a las vírgenes como modelo la vida de la Virgen María: “Imitadla, hijas (117)... Sírvaos la vida de María de modelo de virginidad, cual imagen que se hubiese trasladado a un lienzo; en ella, como en un espejo, brilla la hermosura de la castidad y la belleza de toda virtud. De aquí podéis tomar ejemplos de vida, ya que en ella, como en un dechado, se muestra con las enseñanzas manifiestas de su santidad qué es lo que habéis de corregir, qué es lo que habéis de reformar, qué es lo que habéis de retener... He aquí la imagen de la verdadera virginidad. Ésta fue María, cuya vida pasó a ser norma para todas las vírgenes (118)... Sea pues, la Santísima Virgen María maestra de nuestro modo de proceder” (119). “Tan grande fue su gracia, que no sólo conservó en sí misma la virginidad, sino que concedía este don insigne a los que visitaba” (120). ¡Cuán verdadero es, pues, el dicho del mismo S. Ambrosio: “Oh riquezas de la virginidad de María”!(121). En vista de tales riquezas aprovecha grandemente también hoy a las vírgenes consagradas, a los religiosos y a los sacerdotes el contemplar la virginidad de María para observar con más fidelidad y perfección la castidad de su propio estado.

114. Cfr. S. Athanas., De virginitate, ed. Th. Lefort, Muséon, XLII, 1929, p. 247.

115. S. Augustin., serm. 51, c. 16, n. 26; P. L. XXXVIII, 348.

116. Cfr. S. Athanas., ibid. p. 244.

117. S. Ambros., De institutione virginis, c. 14, n. 87; P. L. XVI, 328.

118. S. Ambros., De virginibus, lib. II, c. 2, n. 6, 15; P. L. XVI, 208, 210.

119. Ibid., c. 3, n. 19; P. L. XVI, 211.

120. S. Ambros., De institut. virginis, c. 7, n. 50; P. L. XVI, 319.

121. Ibid., c. 13, n. 81; P. L. XVI, 339.

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[64.–] Pero no os contentéis, amadísimos hijos, con meditar las virtudes de la Santísima Virgen María; acudid a Ella con absoluta confianza, siguiendo el consejo de S. Bernardo: “Busquemos la gracia, y busquémosla por María” (122). Y en este Año Mariano de una manera especial poned en Ella el cuidado de vuestra vida espiritual y de la perfección imitando el ejemplo de S. Jerónimo, que aseguraba: “Para mí la virginidad es una consagración en María y en Cristo” (123).

122. S. Bernard., In nativitate B. Mariae Virginis, Sermo de aquaeductu, n. 8; P. L. 183, 441-442.

123. S. Hieronym., Epist. 22, n. 18; P. L. XXII, 405.

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IV

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[65.–] En las graves dificultades con que la Iglesia debe hoy luchar, es un grande consuelo para Nuestro corazón de Pastor Supremo, Venerables Hermanos, el ver cómo la virginidad, la cual florece en estos tiempos como en tiempos antiguos en todos los ámbitos de la tierra, es tenida en grande estima y honor, no obstante los errores contrarios que decíamos y que esperamos serán pasajeros y desaparecerán pronto.

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[66.–] No ocultamos, sin embargo, que este Nuestro gozo está mezclado de cierta tristeza, al ver que en no pocos países disminuye cada día más el número de los que, llamados por la voz divina abrazan el estado de virginidad. Las principales causas las hemos apuntado más arriba, y no hay por qué repetirlas, Confiamos que los educadores de la juventud, que hubieren caído en esos errores, los reconocerán pronto, los repudiarán y se esforzarán por ponerles remedio, haciendo lo posible para que cuantos se sientan llamados por Dios al ministerio sacerdotal o al estado religioso, si están bajo su dirección espiritual, sean ayudados por todos los medios a alcanzar esta meta sublime. ¡Ojalá suceda que nuevas y más numerosas falanges de sacerdotes y de religiosos, cuantos y cuales exigen las necesidades actuales de la Iglesia, salgan pronto a cultivar la viña del Señor!

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[67.–] Además –como pide la responsabilidad de Nuestro ministerio apostólico– exhortamos a los padres y madres de familia a ofrendar gustosos para el servicio divino aquéllos de sus hijos que sientan esa vocación. Y si esto les resultare duro triste y penoso, mediten atentamente las palabras con que S. Ambrosio amonestaba a las madres de Milán: “Sé de muchas jóvenes que quieren ser vírgenes, y sus madres les prohíben aun venir a escucharme... Si vuestras hijas quisieran amar a un hombre, podrían elegir a quien quisieran según las leyes. Y a quienes se les concede escoger a cualquier hombre, ¿no se les permite escoger a Dios?” (124).

124. S. Ambros., De virginibus, lib. I, c. 10, n. 58; P. L. XVI, 205.

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[68.–] Consideren los padres qué honor es para ellos tener un hijo sacerdote o una hija que ha consagrado su virginidad al Divino Esposo. Por lo que se refiere a las vírgenes, nos dice el mismo Obispo de Milán: “Ya habéis oído, padres... la virgen es un don de Dios, un regalo del padre, sacerdocio de la castidad. La virgen es una hostia ofrecida por la madre, hostia que se sacrifica diariamente y aplaca la ira divina” (125).

125. Ibid., c. 7, n. 32; P. L. XVI, 198.

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[69.–] Y ahora, antes de dar fin a esta Carta Encíclica, deseamos, Venerables Hermanos, volver el pensamiento y el corazón a aquéllos que, consagrados al servicio divino, en no pocas regiones padecen severa persecución. Imiten el ejemplo de las vírgenes de la primitiva Iglesia, que con valentía invencible sufrieron el martirio por su virginidad (1)26.

126. Cfr. S. Ambros., De virginibus, lib. II, c. 4, n. 32; P. L. XVI, 215-216.

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[70.–] Perseveren “hasta la muerte” (127) con ánimo constante en el santo propósito de servir a Cristo, y tengan presente que sus angustias, sus padecimientos y sus oraciones son de gran valor ante Dios para la implantación del Reino de Cristo en sus naciones y en la Iglesia entera; tengan por cierto que los que “siguen al Cordero dondequiera que va” (128) cantarán por toda la eternidad un “cántico nuevo” (129), que ningún otro puede cantar.

127. Phil. II, 8.

128. Apoc. XIV, 4.

129. Ibid., 3.

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[71.–] Nuestro corazón paterno se llena de compasión hacia esos sacerdotes, religiosos y vírgenes consagradas, que confiesan valerosamente su fe hasta el mismo martirio. Rogamos a Dios por ellos y por los que en todos los ámbitos de la tierra se dedican al servicio divino, a fin de que el Señor los confirme, los fortifique y los consuele. Y a vosotros todos, Venerables Hermanos, y a vuestros fieles exhortamos insistentemente a orar en unión con Nos para obtener a todas esas almas consagradas las consolaciones, dones y auxilios divinos.

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[72.–] Prenda de estos divinos dones y testimonio de Nuestra especial benevolencia sea la Bendición Apostólica, que con todo afecto en el Señor impartimos a vosotros, Venerables Hermanos, y a los demás ministros del altar y a las vírgenes sagradas, a aquéllos principalmente que “padecen persecución por la justicia” (130) y a todos vuestros fieles.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de la Anunciación de la Santísima Virgen María, 25 de Marzo de 1954, año XVI° de Nuestro Pontificado.

[Ed. Tipografía Políglota Vaticana 1954, 1-32]

130. Matth. V, 10.