[0526] • PÍO XII, 1939-1958 • LOS PADRES Y LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
Del Radiomensaje Di gran cuore, en la Jornada de la Madre y el Niño, de la Obra Nacional Italiana para la Maternidad y la Infancia, 6 enero 1957
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[4.–] Aun reconociendo que son muchas las familias cristianas en las que el niño es objeto de los más tiernos y asiduos cuidados, un sentido de profunda piedad y de conmovido afecto nos oprime el corazón cuando nuestro pensamiento se di rige al gran número de pequeños a quienes la pobreza, la enfermedad, la guerra u otros dolorosos acontecimientos han privado de los medios normales de formación: niños huérfanos abandonados moral o totalmente, a quienes la vida ha cogido demasiado presto en sus violentos torbellinos y ha inmerso en el más amargo sufrimiento. Son ya demasiados aquéllos a quienes circunstancias desconocidas sacuden el corazón y el alma. ¡Pero cuántos otros son víctimas inocentes de las culpas de los demás, de miserias materiales y morales del ambiente social en que viven!
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[5.–] ¿De qué modo, pues, podrán remediarse tan tristes condiciones? ¿A quién corresponde en primer lugar impedir que se renueve amargamente el llanto de las madres, que en el mismo misterio de la Epifanía turbó la serenidad de la infancia de Jesús? Ante todo, sin duda alguna, a los padres. Y, sin embargo, ¡cuántos esposos, en el momento mismo del matrimonio, no tienen más que una idea muy imprecisa de los deberes que más tarde les corresponderán como educadores y de las exigencias que esta misión impone! El niño que viene al mundo debe tener un hogar que lo acoja, capaz de proveerle de cuanto necesite para conservar su alma, para desarrollarse y para adquirir las facultades de espíritu y de corazón que le permitan a su tiempo asumir sus propias funciones en la sociedad. La psicología y la pedagogía modernas evidencian la importancia de la educación recibida en los años de infancia; lo que forma en esos años al niño no es una enseñanza oral más o menos sistemática, sino, sobre todo, el ambiente del hogar, la presencia y el comportamiento de los padres, de los hermanos y de las hermanas, de los vecinos, el curso de la vida cotidiana con todo lo que el niño ve, entiende, siente. Cada uno de estos elementos, en apariencia pequeño o quizá de ningún relieve, deja, sin embargo, en él un trazo, y poco a poco determina las orientaciones fundamentales que adoptará en la vida: confianza en las personas que le rodean, franqueza, docilidad, espíritu emprendedor y disciplinado, respeto a la autoridad; o, por el contrario, individualista egoísmo, insubordinación, rebeldía. La acción dulce pero constante de una familia sana, concorde y bien constituida regula los instintos naturales, los dirige en un sentido preciso, los coordina y forma así naturalezas armónicas, plenamente desarrolladas individual y socialmente. En cambio, el desequilibrio familiar repercute sobre los niños y hace de ellos seres inestables, víctimas de discordancias y de íntimos sobresaltos, incapaces de acordar sus tendencias innatas con la idea moral.
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[6.–] Si algunos hogares presentan imperfecciones más o menos salientes, pero inherentes a toda obra humana, otros, por desgracia, han sufrido tales convulsiones que se han hecho realmente ineptos para llenar su función educativa. Sin hablar de los niños nacidos fuera del matrimonio, y que suscitan especiales problemas, conviene destacar que las presentes condiciones sociales crean a menudo a los padres una serie de dificultades, y a veces hasta la imposibilidad práctica de asegurar a sus hijos lo necesario en el orden material y moral. Pensamos en las familias de los emigrados y de los prófugos, en aquéllas en que el padre se encuentra parado o no recibe más que un salario insuficiente; de aquéllas en que la madre se ve obligada a ausentarse normalmente para ir al trabajo; de aquéllas cuya vivienda es demasiado estrecha, insalubre o carece de intimidad, y ello gracias a una creciente invasión y algunos medios de difusión del pensamiento, útiles quizás para personas maduras y avisadas, pero nefastas para las almas ingenuas de los niños y que tienden, por culpa de malévolos interesados, a suplantar el influjo del padre y de la madre. Aun en los casos más favorables, se lamenta a menudo un mal hoy demasiado frecuente, a saber, la incomprensible conducta de aquellos padres que, sin motivo razonable, renuncian a ejercer personalmente su misión de educadores.
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[7.–] A tales padres y madres quisiéramos exhortarles a sentir la grandeza de su misión y a usar efectivamente de su autoridad para enseñar al niño con prudencia y moderación a dominar sus tendencias instintivas, a estimular su voluntad, a despertar su inteligencia y sus afectos y a transmitirles la preciosa herencia de las más bellas y altas tradiciones de la cultura humana y cristiana. ¡Cuántos íntimos gozos reservan los cuidados de la educación a los padres que no consideran al niño simplemente como una carga o como un pasatiempo, sino que se apasionan por su obra! Los pensamientos y las dificultades que la educación directa exige están ampliamente compensadas por las estupendas maravillas que el progreso físico y espiritual del niño ofrece.
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[8.–] Pero el deber de proteger a la infancia no atañe solamente a los padres, sino también, en la debida proporción, a todos los miembros de la comunidad. Todo adulto –hombre o mujer–, contemplando los cándidos rostros de los pequeños que avanzan confiados por los senderos de la vida ¿no debería quizá examinarse a sí mismo y preguntarse si con las palabras, con su modo de obrar, con sus pensamientos y sus deseos no es causa de turbación o de desviación para los pequeños seres confiados a su responsabilidad o para aquéllos con quienes cada día se encuentra en las calles y en las plazas públicas? Aun si no piensa en ello, aun si no tiene intención de hacer mal, su ejemplo abre profundos surcos; muchos ojos interrogantes le siguen y le observan. ¿Reflexiona alguna vez sobre qué imágenes, qué impresiones retienen la atención de aquellos pequeños seres intensamente receptivos, sensibles a cuanto les circunda y que sienten el influjo, casi sin defensa, de todo lo que se presenta ante ellos de bueno o de malo? ¡Cuánto mejor sería el mundo si el pensamiento de no herir a las almas infantiles preocupase más!
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[9.–] Una completa protección de la infancia exige, además, que obras especializadas, consultorios médicos, asilos, jardines de la infancia, colonias, institutos de reeducación atiendan más especialmente a aquellos casos en que la familia falta gravemente a su función natural en materia de educación física, intelectual y moral. Aquellos niños, solos, privados de sostén material y, lo que es peor, afectivo, cuya edad tiene tantas necesidades, se convertirían fácilmente, si se les abandonara a su suerte, en elementos no sólo inútiles, sino peligrosos, y podrían incluso ir a aumentar el número de delincuentes. Por ello vemos con verdadera satisfacción desarrollarse las empresas generosas, públicas y privadas destinadas a promover y a sostener las instituciones que se ocupan de la protección de la infancia y de la juventud.
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[10.–] Así como el progreso técnico exige en todos los campos personas cada vez más idóneas y dado que la evolución social y política hace más necesario una participación moral y activa de los ciudadanos en la buena marcha de las instituciones, la educación de la juventud requiere un esfuerzo más amplio y más arduo y debe emplear medios más costosos. Pero no es ésta una razón para retroceder ante la magnitud de la empresa. El desequilibrio social es causa de perturbación; es preciso impedir, con una amplia y bien ordenada colaboración que se disipe el tesoro más precioso de la nación, las fuerzas de su juventud, y que ésta por negligencia o la indiferencia de los órganos responsables, vaya a engrosar la masa de aquéllos que se sienten inadaptados a todo trabajo determinado y sin facilidad de perfeccionamiento cultural y moral.
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[11.–] ¡Queridos hijos e hijas! Estos nuestros pensamientos queríamos expresároslos en el presente día de cristiana solemnidad, a fin de haceros partícipes de la solicitud de nuestro corazón por el futuro de la Iglesia y de la sociedad civil. Cada uno de vosotros, pero especialmente los padres, estime como propio deber cristiano el asegurar a la nación energías más vigorosas, más sanas, más conscientes del verdadero sentido de la solidaridad humana y de los fines superiores que ésta persigue.
[E 17 (1957), 61-62]
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[4.–] Pur riconoscendo che molte sono le famiglie cristiane, in cui il bambino è oggetto delle più tenere ed assidue cure, un senso di profonda pietà e di commossa affezione Ci stringe il cuore, quando il Nostro pensiero va al gran numero di fanciulli, che la povertà, la malattia, la guerra o altri dolorosi eventi hanno privati dei mezzi normali di formazione: Bambini orfani, abbandonati, moralmente o totalmente, che la vita ha preso assai presto nei suoi vortici violenti e ha inmersi nella più amara sofferenza. Sono già troppi quelli che avvenimenti ignoti colpiscono nei loro corpi e nelle loro anime; ma quanti altri sono vittime innocenti delle altrui colpe, di miserie materiali e morali dell’ambiente sociale in cui vivono!
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[5.–] In che modo dunque si potranno sanare così tristi condizioni? A chi tocca per primo impedire che si rinnovi amaramente il pianto delle madri, che nello stesso mistero della Epifania turbò la serenità della infanzia di Gesù? Innanzi tutto, senza dubbio, ai genitori. Eppure, quanti sposi, nell’atto di contrarre le nozze, non hanno che una idea assai imprecisa dei doveri, che più tardi loro spetteranno come educatori, e delle esigenze che questo ufficio impone! Il bambino che viene al mondo deve avere un focolare che lo accolga, capace di provvederlo di quanto avrà bisogno per conservarsi sano, per svilupparsi e per acquistare le facoltà di spirito e di cuore, che gli permetteranno a suo tempo di assumere le sue funzioni nella società. La psicologia e la pedagogia moderne mettono fortemente in evidenza l’importanza della educazione ricevuta negli anni dell’infanzia; quel che forma allora il fanciullo, non è un insegnamento orale più o meno sistematico, ma soprattutto l’aura del focolare, la presenza e il contegno dei genitori, dei fratelli e delle sorelle, del vicinato, il corso della vita quotidiana con tutto quel che il bambino vede, intende, risente. Ognuno di questi elementi, forse minimo in sè e apparentemente di nessun rilievo, lascia tuttavia in lui una traccia, e a poco a poco determina gli atteggiamenti fondamentali che egli prenderà nella vita: fiducia nelle persone che lo circondano, franchezza, docilità, spirito d’intrapresa e di disciplina, rispetto dell’autorità, o, al contrario, individualismo egoista, insubordinazione, ribellione. L’azione dolce, ma costante, di una famiglia sana, concorde e ben constituita, regola gl’istinti naturali, li dirige, in un senso preciso, li coordina e foggia così nature armoniche, pienamente sviluppate individualmente e socialmente. Lo squilibrio familiare invece si ripercuote sui fanciulli e ne fa esseri instabili, vittime di discordanze e di soprassalti intimi, incapaci di formare un accordo profondo tra le loro tendenze innate e l’ideale morale.
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[6.–] Se alcuni focolari presentano imperfezioni più o meno spiccate, ma inerenti ad ogni opera umana, altri pur troppo hanno subito tali sconvolgimenti da divenire veramente inetti ad adempiere la loro funzione educativa. Senza parlare dei bambini nati fuori del matrimonio e che suscitano particolari problemi, bisogna rilevare che le presenti condizioni sociali creano spesso ai genitori serie difficoltà, e talvolta anche la impossibilità pratica di assicurare ai loro figliuoli il necessario nell’ordine materiale e morale. Noi pensiamo alle famiglie degli emigrati e dei profughi; a quelle, il cui padre è disoccupato o non riceve che un salario insufficiente; di cui la madre deve assentarsi normalmente per andare al lavoro; con una dimora troppo stretta, insalubre o senza intimità; con la crescente invasione di taluni mezzi di diffusione del pensiero, utili forse a persone mature e assennate, ma nefaste alle anime ingenue dei fanciulli, e che tendono, per colpa di malevoli interessati, a soppiantare ldel padre e della madre. Anche nei casi più favorevoli, si lamenta spesso un male oggi troppo frequente, la inconsulta condotta, cioè, di quei genitori, che senza ragionevole motivo rinunziano ad esercitare personalmente la loro missione di educatori.
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[7.–] Tali padri e madri vorremmo esortare a sentire la grandezza del loro ufficio e ad usare effettivamente la loro autorità, per insegnare al fanciullo con saggezza e moderazione a dominare le sue tendenze istintive, a stimolare la sua buona volontà, a svegliare la sua intelligenza e la sua affezione, e per trasmettergli la preziosa eredità delle più belle ed alte tradizoni della cultura umana e cristiana. Quante intime gioie le premure dell’educazione riservano ai genitori, che non considerano il fanciullo semplicemente come un carico od un trastullo, e si appassionano invece per la loro opera! I pensieri e le pene, che l’educazione diretta esige, sono largamente compensati dalle stupende maraviglie, che il progresso fisico e spirituale del bambino offre al loro sguardo.
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[8.–] Ma il dovere di proteggere l’infanzia non riguarda soltanto i genitori, bensì con le debite proporzioni tutti i membri della comunità. Ogni adulto –uomo o donna–, contemplando i candidi volti dei piccoli che avanzano fiduciosi nei sentieri della vita, non dovrebbe forse esaminare se stesso e chiedersi se con le parole, col modo di agire, coi pensieri e i desideri dell’animo suo, non diviene una causa di turbamento o di deviazione per i giovani esseri affidati alla sua responsabilità o per quelli coi quali ogni giorno s’incontra nelle vie e nelle pubbliche piazze? Anche se egli non vi pensa, anche se non ha l’intenzione di far male, il suo esempio scava profondi solchi; grandi occhi interrogatori lo seguono e l’osservano. Riflette egli talvolta quali immagini, quali impressioni ritengono l’attenzione di quei piccoli esseri intensamente ricettivi, sensibili a ciò che li circonda, e che subiscono, quasi senza difesa, tutto ciò che si presenta loro di buono o di cattivo? Quanto il mondo diverrebbe migliore, se il pensiero di non ferire le anime infantili occupasse maggiormente le menti!
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[9.–] La compiuta protezione dell’infanzia esige inoltre che opere specializzate, consulti medici, asili, villaggi di fanciulli, colonie, istituti di rieducazione, attendano più particolarmente alla cura dei casi, in cui la famiglia manca gravemente alla sua funzione naturale in materia di educazione fisica, intellettuale e morale. Quei fanciulli soli, privi di sostegno materiale, e anche più affettivo, di cui la loro età ha tanto bisogno, diverrebbero facilmente, se abbandonati alla loro sorte, elementi non soltanto inutili, ma anche spesso pericolosi, e potrebbero perfino andare ad accrescere il numero dei delinquenti. Perciò vediamo con vera soddisfazione svilupparsi le intraprese generose, pubbliche e private, destinate a promuovere e a sostenere le istituzioni che si occupano della protezione dell’infanzia e della gioventù.
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[10.–] Siccome il progresso tecnico esige in tutti i campi persone più idonee, e poichè l’evoluzione sociale e politica rende più necessaria una partecipazione attiva dei cittadini al buon andamento delle istituzioni, l’educazione della gioventù richiede uno sforzo più lungo e più arduo e deve adoperare mezzi più onerosi. Ma non è questa una ragione per indietreggiare dinanzi alla vastità dell’impresa. Lo squilibrio sociale è fattore di turbamenti; bisogna impedire con una collaborazione larga e bene ordinata che si dissipi il tesoro più prezioso della nazione, le forze della sua gioventù, e che questa, per negligenza o indifferenza degli organi responsabili, vada ad ingrossare la massa di coloro che sono inadatti ad ogni lavoro qualificato e senza facilità di perfezionamento culturale e morale.
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[11.–] Diletti figli e figlie! Questi Nostri pensieri avevamo in animo di esporvi nel presente giorno di cristiana solennità, affine di rendervi partecipi della sollecitudine del Nostro Cuore per l’avvenire della Chiesa e della civile società. Ciascuno di voi, ma specialmente i genitori, stimino come proprio dovere cristiano l’assicurare alla nazione energie più vigorose, più sane, più coscienti del vero senso della solidarietà umana e dei fini superiori che questa persegue.
[AAS 49 (1957), 73-76]