[0529] • PÍO XII, 1939-1958 • EL PROBLEMA ESPIRITUAL Y RELIGIOSO DE LA VIUDEZ
De la Alocución Nous accueillons, a las Jornadas Familiares Internacionales, 16 septiembre 1957
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[2.–] Os enfrentáis este año con un tema que ciertamente merece la más viva solicitud y simpatía activa de todos: el de las familias privadas de padre. Tema, al que hasta aquí no se ha prestado demasiada atención, en parte a causa de la impotencia misma en que se encuentran esos hogares en el plano de la acción social. [...]
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[3.–] Sin tratar expresamente las cuestiones que estáis estudiando, Nos proponemos decir algunas palabras sobre el problema espiritual y religioso de la viudez y señalar las actitudes interiores y las disposiciones que convienen a la viuda cristiana y ordenan la orientación de su vida. Nos pensamos, sobre todo, con una solicitud paternal en las que, jóvenes todavía, tienen a su cargo una familia que educar, siendo, por ello, las más duramente afectadas por la desaparición de su marido.
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[4.–] Se hace notar a menudo que la misma palabra “viuda” evoca en quienes la escuchan una impresión de tristeza y hasta una especie de desvío; por ello algunas rehúsan tal apelativo y se esfuerzan por todos los medios en hacer olvidar su condición, so pretexto de que humilla, excita la conmiseración, las coloca en un estado de inferioridad del que quisieran evadirse y borrar hasta el recuerdo. Reacción normal a los ojos de muchos, pero, digámoslo claramente, reacción poco cristiana; es fruto, sin duda, de un movimiento de aprensión más o menos instintivo ante el sufrimiento, pero revela a la par una ignorancia de las profundas realidades.
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[5.–] Cuando la muerte cae sobre un jefe de familia en la flor de su vida y lo arranca de su hogar, planta al mismo tiempo en el corazón de la esposa una cruz muy pesada, un dolor imborrable: el del ser a quien se le arranca la mejor parte de sí mismo, la persona amada, que fue el centro de su afecto, el ideal de su vida, la fuerza tranquila y dulce sobre la que se apoyaba con seguridad, el consolador capaz de comprender todas las penas y de calmarlas. De repente, la mujer se encuentra horriblemente sola, abandonada, concentrada sobre las causas de su dolor y de las responsabilidades que ha de afrontar. ¿Cómo asegurar su subsistencia y la de sus hijos? ¿Cómo resolver el cruel dilema: ocuparse de los suyos o abandonar la casa para ir a ganar su pan cotidiano? ¿Cómo conservar su legítima independencia si ha de recurrir necesariamente a la ayuda de parientes próximos o de otros familiares? Basta hacer estas preguntas para comprender hasta qué punto el alma de la viuda experimenta un sentimiento de postración y a veces de rebelión ante la inmensidad de la amargura que la abruma, de la angustia que la cerca como con una infranqueable muralla. Por ello algunas se abandonan a una especie de resignación pasiva, pierden la gana de vivir, se niegan a salir de su sufrimiento, mientras que otras, por lo contrario, tratan de olvidar y se crean pretextos que las dispensen de afrontar leal y animosamente sus verdaderas responsabilidades.
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[6.–] En los primeros siglos de la Iglesia, la organización de las comunidades cristianas señalaba a las viudas un papel particular. Cristo, durante su vida mortal, les testimonió una benevolencia especial, y los apóstoles, después de Él, las recomiendan al afecto de los cristianos y les trazan reglas de vida y de perfección. San Pablo describe a la viuda como la que ha puesto su esperanza en Dios y persevera noche y día en la plegaria y la oración1.
1. 1 Tim. 5, 5.
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[7.–] Aunque la Iglesia no condena las segundas nupcias, señala su predilección por las almas que quieren permanecer fieles a sus esposos y al simbolismo perfecto del sacramento del Matrimonio. Ella se goza viendo cultivar las riquezas espirituales propias de este estado. La primera de todas, Nos parece, es la convicción firme de que, lejos de destruir los lazos del amor humano y sobrenatural contraídos por el matrimonio, la muerte puede perfeccionarlos y reforzarlos. Sin duda que, en el plano estrictamente jurídico y en el de los hechos reales, la institución matrimonial no subsiste tras la muerte; pero lo que constituía su alma, lo que le daba vigor y belleza, el amor conyugal, con todo su esplendor y sus deseos de eternidad, subsiste, como subsisten los seres espirituales y libres que se han consagrado el uno al otro. Cuando uno de los cónyuges, liberado de las ataduras carnales, entra en la intimidad divina, Dios le despoja de toda debilidad y de todas las escorias del egoísmo; invita también al que ha quedado en la tierra a adoptar una disposición de ánimo más pura y más espiritual. Puesto que uno de los esposos ha consumado ya su sacrifico, ¿no conviene que el otro acepte el desligarse de la tierra y renunciar a los goces intensos, pero fugaces, del afecto sensible y carnal, que ligaba a los esposos en el hogar y acaparaba su corazón y sus energías? Al aceptar la cruz, la separación, la renuncia a la presencia querida, hay que conquistar ya otra presencia más íntima, más profunda, más fuerte. Una presencia que será también purificadora, porque el que ya mira a Dios cara a cara no tolera en aquéllos a quienes más ha amado durante su existencia terrenal el repliegue sobre sí mismos, el desaliento, las entregas inconscientes. Si ya el sacramento del matrimonio, símbolo del amor redentor de Cristo a su Iglesia, aplica al esposo y a la esposa la realidad de este amor, los transfigura, los hace semejantes, el uno, a Cristo, que se entrega para salvar a la humanidad, y la otra a la Iglesia rescatada, que acepta participar en el sacrificio de Cristo, entonces la viudez se convierte en cierto modo en la perfección de aquella consagración mutua; representa la vida actual de la Iglesia militante privada de la visión de su Esposo celestial, con el que, no obstante, permanece indefectiblemente unida, marchando hacia Él por la fe y por la esperanza, viviendo de ese amor que la sostiene en todas sus pruebas y esperando impacientemente el cumplimiento definitivo de las promesas iniciales.
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[8.–] Tal es la grandeza de la viudez, cuando es vivida como prolongación de las gracias del matrimonio y preparación para el desarrollo pleno de éstas en la luz de Dios. ¿Qué pobre consuelo humano podría igualar jamás estas maravillosas perspectivas? Pero también es preciso merecer penetrar en su sentido y significado y pedir esta comprensión con una oración humilde, esperanzada, y con una aceptación valerosa de los designios del Señor.
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[9.–] Es relativamente fácil para una mujer, que vive intensamente su cristianismo y cuyo matrimonio no conoció nunca graves crisis, elevarse a ello. Pero algunas han atravesado en su vida conyugal períodos dolorosos por la incomprensión o la conducta de su esposo; otras han resistido heroicamente para no abandonar un hogar, que no les proporcionaba sino decepciones, humillaciones, agotamiento físico y moral. La muerte del cónyuge puede parecer, en este caso, como una providencial liberación de un yugo que se hizo demasiado pesado.
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[10.–] Y, sin embargo, ante el misterio de la muerte y de los juicios divinos, ante el recuerdo de las promesas de misericordia y de resurrección que encierra la revelación cristiana, la esposa desgraciada y no culpable no puede albergar otros sentimientos que los de Cristo mismo ante los pecadores: el del perdón voluntario, el de la intercesión generosa. Las heridas de lo pasado, los tristes recuerdos se convierten entonces en un medio eficaz de redención; ofrecidos a Dios por el alma del difunto, muerto en la caridad de Cristo, sirven de expiación por sus faltas y apresuran para él la visión beatífica. Una actitud tal, inspirada por un sentido profundo de la unión conyugal y de su valor redentor, ¿no es, acaso, la única solución auténticamente cristiana, capaz de curar las heridas todavía sangrantes, de borrar amarguras y vanos pesares y de restaurar lo que parecía irremediablemente perdido?
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[11.–] Como sería, por lo contrario, erróneo aprovechar la viudez para despojarse de la reserva y de la prudencia que convienen a las mujeres solas y entregarse a las vanidades de una vida fácil y superficial. Esto es desconocer la debilidad del corazón humano, demasiado ávido de llenar una ingrata soledad, y desconocer los peligros de frecuentes tratos aparentemente inofensivos, pero sancionados muchas veces por lamentables caídas.
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[13.–] La viuda continuará en su hogar practicando la entrega de sí misma que prometiera el día de su matrimonio. Sus hijos lo esperan todo de ella, puesto que ocupa el lugar del padre. La viuda, a su vez, reparte entre sus hijos el afecto sensible que daba al marido; se entrega tiernamente a ellos, mas aun en esto debe permanecer fiel a su misión, hacer callar los llamamientos apremiantes de un corazón sensibilizado hasta el extremo, para asegurar a sus hijos una formación viril, sólida, abierta a la sociedad, para dejarles la libertad a que tienen derecho, singularmente en la elección de estado de vida. Funesto sería consumirse en vanas lamentaciones, complacerse con recuerdos enternecedores o, por lo contrario, dejarse amedrentar por las sombrías perspectivas sobre lo por venir. La viuda se consagrará a su tarea educadora con la delicadeza y el tacto de una madre, pero se mantendrá unida en espíritu a su marido, que le sugerirá en Dios las medidas que deba tomar, le dará autoridad y clarividencia. Es necesario que el recuerdo del ausente, en vez de impedir o retardar el impulso generoso y la aplicación a las tareas necesarias, le inspire el valor de cumplirlas integralmente.
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[14.–] En las relaciones sociales la viuda no puede renunciar al puesto que le corresponde. Sin duda que aparecerá al exterior rodeada de una reserva más expresiva, porque ya participa más en el misterio de la Cruz, y la gravedad de su comportamiento revela el sello de Dios sobre su vida. Pero precisamente por esta razón ella tiene un mensaje que comunicar a los hombres que la rodean: ella es la que vive más aún de la fe, la que con su dolor ha conquistado el acceso a un mundo más sereno, sobrenatural. Ella no se apoya en la abundancia de los bienes materiales, de los que a menudo está desprovista, sino en su confianza en Dios. A los hogares demasiado cerrados o replegados sobre sí mismos y que no han descubierto todavía el sentido pleno del amor conyugal, ella les significará las purificaciones y los desprendimientos necesarios, la fidelidad inquebrantable que exige.
[EyD, 1730-1733]
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[2.–] Vous abordez cette année un sujet, qui mérite certes la plus vive sollicitude et la sympathie agissante de tous: celui des familles privées de père. Sujet auquel jusqu’ici on n’a pas prêté assez d’attention, en partie à cause de l’impuissance même où se trouvent ces foyers sur le plan de l’action sociale. [...]
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[3.–] Sans traiter expressément les questions que vous étudiez, Nous Nous proposons de dire ici quelques mots sur le problème spirituel et religieux du veuvage et de préciser les attitudes intérieures et les dispositions, qui conviennent à la veuve chrétienne et commandent l’orientation de sa vie. Nous pensons surtout avec une paternelle sollicitude à celles qui, jeunes encore, ont la charge d’une famille à élever et sont donc les plus lourdement frappées par la disparition de leur mari.
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[4.–] On remarque souvent que le mot même de “veuve” évoque, chez ceux qui l’entendent, une impression de tristesse et même une sorte d’éloignement; aussi d’aucunes se refusent à le porter et s’efforcent par tous les moyens de faire oublier leur condition, sous prétexte qu’elle humilie, excite la commisération, les met dans un état d’infériorité, dont elles veulent s’évader et effacer jusqu’au souvenir. Réaction normale aux yeux de beaucoup, mais, disons-le bien clairement, réaction peu chrétienne; elle comporte sans doute un mouvement d’appréhension plus ou moins instinctif devant la souffrance, mais trahit aussi une ignorance des réalités profondes.
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[5.–] Quand la mort frappe un chef de famille dans la force de l’âge et l’enlève à son foyer, elle plante en même temps au coeur de l’épouse une croix très lourde, une douleur ineffaçable, celle de l’être à qui on arrache la meilleure part de lui-même, la personne aimée qui fut le centre de son affection, l’idéal de sa vie, la force calme et douce, sur laquelle il était si rassurant de s’appuyer, le consolateur capable de comprendre toutes les peines et de les apaiser. Soudain, voici que la femme se trouve affreusement seule, délaissée, pliée sous le poids de sa douleur et des responsabilités qu’elle doit affronter: comment assurer sa subsistance et celle de ses enfants? Comment résoudre le cruel dilemme: s’occuper des siens ou quitter la maison pour aller gagner son pain quotidien? Comment conserver son indépendance légitime malgré les recours nécessaires à l’aide de proches parents ou d’autres familles? Il suffit d’évoquer ces questions pour comprendre à quel point l’âme de la veuve éprouve une sensation d’accablement et parfois de révolte devant l’immensité de l’amertume qui l’abreuve, de l’angoisse qui l’enserre comme d’une infranchissable muraille. Aussi certaines s’abandonnent à une sorte de résignation passive, perdent le goût de vivre, refusent de sortir de leur souffrance, tandis que d’autres, au contraire, tâchent d’oublier et se créent des alibis, qui les dispensent d’affronter loyalement et courageusement leurs vraies responsabilités.
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[6.–] Aux premiers siècles de l’Église, l’organisation des communautés chrétiennes assignait aux veuves un rôle particulier. Le Christ durant sa vie mortelle leur témoignait une bienveillance spéciale, et les Apôtres, après lui, les recommandent à l’affection des chrétiens et leur tracent des règles de vie et de perfection. Saint Paul décrit la veuve comme “celle qui a mis son espoir en Dieu et persévère nuit et jour dans les supplications et les prières” (1).
1. 1 Tim. 5, 5.
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[7.–] Bien que l’Église ne condamne pas les secondes noces, elle marque sa prédilection pour les âmes, qui veulent rester fidèles à leur époux et au symbolisme parfait du sacrement de mariage. Elle se réjouit de voir cultiver les richesses spirituelles propres à cet état. La première de toutes, Nous semble-t-il, est la conviction vécue que, loin de détruire les liens d’amour humain et surnaturel contractés par le mariage, la mort peut les perfectionner et les renforcer. Sans doute, sur le plan purement juridique et sur celui des réalités sensibles, l’institution matrimoniale n’existe plus; mais ce qui en constituait l’âme, ce qui lui donnait vigueur et beauté, l’amour conjugal avec toute sa splendeur et ses voeux d’étemité, subsiste, comme subsistent les êtres spirituels et libres qui se sont voués l’un à l’autre. Quand l’un des conjoints, libéré des attaches charnelles, entre dans l’intimité divine, Dieu le délivre de toute faiblesse et de toutes les scories de l’égoïsme; il invite aussi celui qui est resté sur terre à s’établir dans une disposition d’âme plus pure et plus spirituelle. Puisque l’un des époux a consommé son sacrifice, ne faut-il pas que l’autre accepte de se détacher davantage de la terre et de renoncer aux joies intenses, mais fugaces, de l’affection sensible et charnelle, qui liait l’époux au foyer et accaparait son coeur et ses énergies? Par l’acceptation de la croix, de la séparation, du renoncement à la présence chère, il s’agit maintenant de conquérir une autre présence, plus intime, plus profonde, plus forte. Une présence qui sera aussi purifiante; car celui, qui voit Dieu face à face, ne tolère pas en ceux, qui’il a le plus aimés pendant son existence terrestre, le repliement sur soi, le découragement, les attachements inconsistants. Si déjà le sacrement de mariage, symbole de l’amour rédempteur du Christ pour son Église, applique à l’époux et à l’épouse la réalité de cet amour, les transfigure, les rend semblables l’un au Christ, qui se livre pour sauver l’humanité, l’autre à l’Église rachetée, qui accepte de participer au sacrifice du Christ, alors le veuvage devient en quelque sorte l’aboutissement de cette consécration mutuelle; il figure la vie présente de l’Église militante privée de la vision de son époux céleste, avec qui cependant elle reste indéfectiblement unie, marchant vers lui dans la foi et l’espérance, vivant de cet amour qui la soutient dans toutes ses épreuves, et attendant impatiemment l’accomplissement définitif des promesses initiales.
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[8.–] Telle est la grandeur du veuvage, quand il est vécu comme le prolongement des grâces du mariage et la préparation de leur épanouissement dans la lumière de Dieu. Quelle pauvre consolation humaine pourrait jamais égaler ces merveilleuses perspectives? Mais aussi faut-il mériter d’en pénétrer le sens et la portée, et demander cette compréhension par une prière humble, attentive, et par l’acceptation courageuse des volontés du Seigneur.
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[9.–] Il est relativement facile pour une femme, qui vit intensément son christianisme et dont le mariage n’a jamais connu de crises graves, de s’élever jusque là. Mais d’aucunes ont traversé, dans leur vie conjugale, des périodes pénibles à cause de l’incompréhension ou de l’inconduite de leur époux; d’autres ont résisté héroïquement pour ne pas déserter un foyer, qui ne leur apportait que déceptions, humiliations, épuisement physique et moral. La mort du conjoint peut apparaître dans ces cas comme une libération providentielle d’un joug devenu trop lourd.
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[10.–] Et cependant, devant le mystère de la mort et des jugements divins, au souvenir des promesses de miséricorde et de résurrection qu’apporte la révélation chrétienne, l’épouse malheureuse et non coupable ne peut nourrir d’autres sentiments que ceux du Christ lui-même devant les hommes pécheurs: celui du pardon volontaire, celui de l’intercession généreuse. Les blessures du passé, les souvenirs attristants deviennent alors un moyen efficace de rachat; offerts à Dieu pour l’âme du défunt, mort dans la charité du Christ, ils expient pour ses fautes et hâtent pour lui la vision béatifique. Une telle attitude, inspirée par un sens profond de l’union conjugale et de sa valeur de rédemption, n’est-elle pas la seule solution authentiquement chrétienne, capable de guérir les plaies encore saignantes, d’effacer amertume et vains regrets, et de restaurer ce qui semblait irrémédiablement perdu?
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[11.–] Comme il serait erroné, par contre, de profiter du veuvage pour s’affranchir de la réserve et de la prudence qui conviennent aux femmes seules, et s’abandonner aux vanités d’une vie facile et superficielle. Cest méconnaître la faiblesse du coeur humain, trop avide de peupler une solitude ingrate, et les périls de fréquentations apparemment inoffensives, mais sanctionnés trop souvent par des chutes regrettables.
1957 09 16 0013
[13.–] Dans son foyer, la veuve continuera à pratiquer le don d’elle-même, qu’elle a promis au jour de son mariage. Ses enfants attendent tout d’elle, puisqu’elle tient aussi la place du père. La veuve de son côté reporte sur ses enfants l’affection sensible qu’elle donnait a son mari; elle s’attache tendrement à eux et pourtant, en cela aussi, elle doit rester fidèle à sa mission, faire taire les appels trop pressants d’un coeur sensibilisé à l’extrême, pour assurer à ses enfants une formation virile, solide, ouverte sur la société, pour leur laisser la liberté à laquelle ils ont droit, en particulier dans le choix d’un état de vie. Il serait funeste de se consumer en vains regrets, de se complaire en souvenirs amollissants ou, à l’inverse, de se laisser épouvanter par de sombres perspectives d’avenir. La veuve se consacrera à sa tâche d’éducatrice avec la délicatesse et le tact d’une mère sans doute, mais restera unie en esprit à son mari, qui lui suggérera en Dieu les attitudes à prendre, lui donnera autorité et clairvoyance. Il faut que le souvenir de l’absent, au lieu d’empêcher ou de ralentir l’élan généreux et l’application aux tâches nécessaires, inspire le courage de les accomplir intégralement.
1957 09 16 0014
[14.–] Dans les relations sociales, la veuve ne peut renoncer à la place qui lui revient. Sans doute, apparaît-elle du dehors entourée d’une réserve plus marquée, car elle participe davantage au mystère de la Croix et la gravité de son comportement trahit l’emprise de Dieu sur sa vie. Mais précisément pour cette raison, elle possède un message à délivrer aux hommes qui l’entourent: elle est celle qui vit davantage de la foi, celle qui a conquis para sa douleur l’accès d’un monde plus serein, surnaturel. Elle ne prend pas appui sur l’abondance des biens temporels, dont elle est souvent dépourvue, mais sur sa confiance en Dieu. Aux foyers trop fermés ou repliés sur eux-mêmes, et qui n’ont pas encore découvert le sens plénier de l’amour conjugal, elle dira les purifications et les détachements nécessaires, la fidélité sans repentance qu’il exige.
[AAS 49 (1957), 899-904]