[0729] • PAULO VI, 1963-1978 • FIDELIDAD Y MUTUA ENTREGA
De la Homilía en la Misa jubilar celebrada para los esposos, 13 abril 1975
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[1.–] Un doble motivo suscita en nuestro corazón sentimientos profundos y suaves en este momento. Primero: la dulce y fuerte impresión que nos ha producido la estupenda página del Evangelio de Lucas que acabamos de escuchar; y todavía nos parece que “nos arde el corazón en el pecho” mientras escuchábamos las palabras inspiradas por la Escritura, las palabras mismas de Jesús que todavía hoy resuenan en el mundo, anunciadas por la Iglesia. Segundo: la ocasión que hasta aquí os ha traído; es decir, la bendición para algunas parejas de esposos, que hoy, en esta basílica de San Pedro, junto al Altar de la Confesión, en la floración espiritual del tiempo pascual del Año Santo, se unirán en matrimonio, mejor dicho, celebrarán ellos mismos el matrimonio, ya que han sido hechos por Cristo ministros del “sacramento grande” (Efesios 5, 32) en virtud del oficio sacerdotal (Cfr. Lumen gentium, 34), para el que el bautismo habilita al pueblo de Dios.
1. Eph. 5, 32.
2. Cf. Lumen gentium, 34 [1964 11 21a/34].
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[2.–] Dos momentos, dos aspectos, dos etapas de nuestro encuentro de hoy: demasiado ricos e inagotables para poder detenernos sobre ellos de forma apropiada, aunque breve, en este coloquio familiar; pero merecedores, ciertamente, de una pausa común de reflexión serena.
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[3.–] 1. La escena de Emaús, en primer lugar. Demasiado conocida para que, al volver a oírla, no nos suscite en el corazón imágenes y recuerdos ya familiares, que el arte cristiano de todos los tiempos ha hecho objeto privilegiado de sus variaciones admirables, trémulas, luminosas. ¿No nos parece, acaso, que nuestra fe ha sido tal vez demasiado pobre y débil, y material, como la de aquellos hombres desconfiados que esperaban para sí “la liberación de Israel” (Lc 24, 21) en una panorámica únicamente terrena, sin darse cuenta de que Cristo “debía pasar estos sufrimientos para entrar en su gloria”? (ibid., 24, 26). ¡Aquellos discípulos de Emaús somos nosotros! Pero solamente con que nosotros tengamos oídos para escuchar y corazón para seguir la palabra de Cristo, he aquí que Él viene con nosotros, nos acompaña a nosotros, se hace nuestro amigo, nuestro compañero durante el camino, nuestro comensal en la mesa de la caridad fraterna y en la comunión eucarística; sólo con que tengamos una chispa de amor, los ojos se abren para reconocer su presencia (Cfr. 24, 31), y el corazón se enardece. “Este fuego –dice San Ambrosio, comentando las palabras de los discípulos de Emaús– ilumina el pliegue más recóndito del corazón” (Exp. Ev. seg. Lucas VII, 132).
3. Luc. 24, 21.
4. Ibid. 24, 26.
5. Cf. Ibid. 24, 31.
6. S. AMBROSII, Exp. Ev. sec. Luc. VII, 132.
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[4.–] ¡Hermanos! ¡Ojalá que la fe y el amor os permitan reconocer y seguir a Cristo siempre! Es la primera, obvia, pero muy comprometida reflexión, a la que nos invita el Evangelio.
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[5.–] 2. Cristo nos acompaña por el camino de la vida; pero ¿qué mejor pensamiento os podemos ofrecer a vosotros, queridos esposos, como provisión y alimento y apoyo en el largo viaje que os disponéis a comenzar juntos? Representáis ante nuestros ojos, como ante toda la Iglesia, la innumerable multitud de matrimonios que, con la bendición de Dios, como vosotros esta mañana, han puesto los fundamentos de su Iglesia doméstica, según el Concilio ha llamado a la familia (Lumen gentium, 11). A vosotros, a todos los jóvenes matrimonios, a todas las familias cristianas; a todos los que con su amor, elevado y transfigurado por la virtud del sacramento, son en el mundo la presencia y el símbolo del amor recíproco de Cristo y de la Iglesia (Cfr. Efes 5, 22-23), Nos, repetimos hoy: ¡No temáis, Cristo está con vosotros! Próximo a vosotros, para transfigurar vuestro amor, para enriquecer sus valores ya tan grandes y nobles con los tanto más admirables de su gracia; próximo a vosotros para hacer firme, estable, indisoluble, el vínculo que os une en la recíproca entrega de uno al otro para toda la vida; próximo a vosotros para sosteneros en medio de todas las contradicciones, de todas las pruebas, de todas las crisis que no faltan seguramente en las realidades humanas, pero no son –como desearían algunas funestas mentalidades teóricas y prácticas– insuperables, ni fatales, ni destructoras del amor, que es fuerte como la muerte (Cant 8, 6), y que dura y sobrevive en su estupenda posibilidad de volverse a crear de nuevo todos los días, intacto e inmaculado; próximo a vosotros para ayudaros a vencer los peligros nada irreales del egoísmo que se ocultan en los pliegues recónditos del alma como consecuencia de la culpa original, pero que también han sido vencidos por la Cruz y por la Resurrección de Cristo; próximo a vosotros para haceros sentir vuestra dignidad de colaboradores de Dios Creador, en la transmisión del don inestimable de la vida y de Dios Providente, al representarlo ante vuestros hijos vivamente en las ternuras, en los cuidados, en los afectos que sabréis prodigarles con los impulsos de heroísmo que conocen perfectamente los corazones de los padres y de las madres.
Sí, hermanos, sí; verdaderamente “este sacramento es grande; lo digo de Cristo y de la Iglesia” (Efes 5, 32). Lo ha subrayado con toda claridad el Concilio Vaticano II cuando dijo: “De la misma manera que en otro tiempo Dios salió al encuentro de su pueblo con un pacto de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los cónyuges cristianos mediante el sacramento del matrimonio; además, permanece con ellos para que, de la misma manera que amó a la Iglesia y se entregó por ella, así también los cónyuges puedan amarse el uno al otro fielmente, para siempre, con mutua entrega... y sean ayudados y reforzados en el desarrollo de la sublime misión de padre y madre” (Gaudium et spes, 48).
7. Lumen gentium, 11 [1964 11 21a/11].
8. Cf. Eph. 5, 22-33.
9. Cant. 8, 6.
10. Eph. 5, 32.
11. Gaudium et spes, 48 [1965 12 07c/48].
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[6.–] Así, hermanos, así; sea éste vuestro programa, sea ésta vuestra ambición; que con Jesús en marcha con vosotros por los caminos fatigosos e imprevisibles de la vida, con Jesús sentado a la mesa de vuestro pan cotidiano, ganado con dureza, pero con serenidad, podáis hacer de vuestra existencia de los dos una luz, una misión, una bendición. Es lo que invocamos para vosotros y para todos los cónyuges cristianos durante la misa, y es el augurio que os hacemos con intenso afecto paternal.
[E 35 (1975), 569, 571]
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[1.–] Un duplice motivo suscita nel nostro cuore sentimenti profondi e soavi, in questo momento. Primo: la dolce e forte impressione che ci ha lasciato la stupenda pagina del Vangelo di Luca, che or ora abbiamo ascoltata; e sembra ancora a noi che “ci arda il cuore nel petto” mentre ascoltavamo le parole ispirate della Scrittura, le parole stesse di Gesù che ancor oggi risuonano alte nel mondo, annunziate dalla Chiesa. Secondo: l’occasione che qui ci ha tratti: la benedizione, cioè, ad alcune coppie di sposi, che oggi, in questa Basilica di San Pietro, presso l’Altare della Confessione, nella spirituale fioritura del tempo pasquale dell’Anno Santo, si uniranno in matrimonio, celebreranno anzi essi stessi il matrimonio, da Cristo resi ministri del “sacramento grande” (1) in virtù dell’ufficio sacerdotale (2) a cui il battesimo abilita il Popolo di Dio.
1. Eph. 5, 32.
2. Cf. Lumen gentium, 34 [1964 11 21a/34].
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[2.–] Due momenti, due aspetti, due successioni del nostro incontro odierno; troppo ricchi e inesauribili per poterci soffermare su di essi in modo confacente, e sia pur breve, in questo familiare colloquio; ma meritevoli certo di una comune pausa serena di riflessione.
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[3.–] 1. La scena di Emmaus, anzitutto. Troppo nota perchè, al solo risentirla, non ci sollevi in cuore immagini e ricordi ormai familiari, che l’arte cristiana di tutti i tempi ha fatto oggetto privilegiato delle sue mirabili, trepide, luminose variazioni. Non ci pare forse che il dubbio dei due discepoli sia stato talvolta anche nostro? Non ci pare forse che la nostra fede sia stata talvolta troppo scarsa e debole, e materiale, come quella di quegli uomini sfiduciati che si attendevano “la liberazione d’Israele” (3) in una prospettiva unicamente terrena, senza capire che il Cristo “doveva sopportare queste sofferenze per entrare nella sua gloria” (4)? Quei discepoli di Emmaus siamo noi! Ma solo che anche noi abbiamo orecchi per ascoltare, e cuore per seguire la Parola di Cristo, ecco che Egli viene con noi, si accompagna a noi, si fa nostro amico, nostro sodale lungo la strada, nostro commensale alla tavola della carità fraterna e alla comunione eucaristica; solo che abbiamo una scintilla d’amore, gli occhi si aprono per riconoscere la sua presenza (5), e il cuore si accende. “Questo fuoco –dice S. Ambrogio, commentando le parole dei discepoli di Emmaus– questo fuoco illumina l’intimo recesso del cuore” (6).
3. Luc. 24, 21.
4. Ibid. 24, 26.
5. Cf. Ibid. 24, 31.
6. S. AMBROSII, Exp. Ev. sec. Luc. VII, 132.
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[4.–] Fratelli! la fede e l’amore vi facciano riconoscere e seguire Cristo, sempre. È la prima, ovvia ma tanto impegnativa riflessione, a cui ci invita il Vangelo.
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[5.–] 2. Cristo ci accompagna per la via della vita: ma quale miglior pensiero possiamo lasciare a voi, diletti sposi, quasi come provvista e nutrimento e sostegno nel lungo viaggio, che state per cominciare insieme? Voi rappresentate simbolicamente davanti ai nostri occhi, come davanti a tutta la Chiesa, l’innumerevole schiera di coppie, che con la benedizione di Dio, come voi stamani, hanno posto le fondamenta della loro Chiesa domestica, come il Concilio ha chiamato la famiglia (7). A voi, a tutte le giovani coppie, a tutte le famiglie cristiane: a tutti coloro che col loro amore, elevato e trasfigurato dalla virtù del sacramento, sono nel mondo la presenza e il simbolo dell’amore reciproco di Cristo e della Chiesa (8) noi ripetiamo oggi: non temete, Cristo è con voi! Vicino a voi per trasfigurare il vostro amore, per arricchirne i valori già così grandi e nobili con quelli tanto più mirabili della sua grazia; vicino a voi per rendere fermo, stabile, indissolubile, il vincolo che vi unisce nel reciproco abbandono di uno all’altro per tutta la vita; vicino a voi per sostenervi in mezzo alle contraddizioni, alle prove, alle crisi, immancabili certo nelle realtà umane, ma non certo –come vorrebbero talune funeste mentalità teoriche e pratiche– non certo insuperabili, non fatali, non distruttive dell’amore ch’è forte come la morte (9), che dura e sopravvive nella sua stupenda possibilità di ricrearsi ogni giorno, intatto e immacolato; vicino a voi per aiutarvi a vincere i pericoli non irreali dell’egoismo, che si annidano nelle pieghe riposte dell’anima per conseguenza della colpa originale, ma che pur sono stati vinti dalla Croce e dalla Risurrezione di Cristo; vicino a voi per farvi sentire la vostra dignità di collaboratori di Dio Creatore, nel trasmettere il dono inestimabile della vita, e di Dio Provvidente, nel rappresentarlo al vivo davanti ai vostri figli nelle tenerezze, nelle cure, nelle sollecitudini che saprete ad essi dedicare con quegli slanci di eroismo che ben conoscono i cuori dei padri e delle madri. Sì, fratelli, sì; davvero “questo sacramento è grande: lo dico di Cristo e della Chiesa” (10). L’ha ben sottolineato ancora il Concilio Vaticano II, quando ha detto: “Come un tempo Dio venne incontro al suo popolo con un patto di amore e di fedeltà, così ora il Salvatore degli uomini e Sposo della Chiesa viene incontro ai coniugi cristiani mediante il sacramento del matrimonio; inoltre rimane con loro perchè, come Egli stesso ha amato la Chiesa e si è dato per lei, così anche i coniugi possano amarsi l’un l’altro fedelmente, per sempre, con mutua dedizione... e siano aiutati e rafforzati nello svolgimento della sublime missione di padre e madre” (11).
7. Lumen gentium, 11 [1964 11 21a/11].
8. Cf. Eph. 5, 22-33.
9. Cant. 8, 6.
10. Eph. 5, 32.
11. Gaudium et spes, 48 [1965 12 07c/48].
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[6.–] Così, fratelli, così: sia questo il vostro programma, sia questa la vostra ambizione: con Gesù in cammino con voi per le vie faticose e imprevedibili della vita; con Gesù seduto alla tavola del vostro pane quotidiano duramente ma serenamente guadagnato, possiate fare della vostra esistenza a due una luce, una missione, una benedizione. È quanto invochiamo per voi, e per tutti i coniugi cristiani, durante la Messa; ed è l’augurio che vi facciamo con intenso affetto paterno.
[Insegnamenti P VI, 13, 296-299]