[0810] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA DIGNIDAD DE LA MUJER Y DE SU MISIÓN
Discurso Grande è, en la Audiencia a cinco mil empleadas del hogar, participantes en la X Asamblea Nacional Italiana de la Asociación APICOLF, 29 abril 1979
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[1.–] ¡Grande es mi alegría al encontrarme esta tarde con vosotras! ¡En verdad, no podía faltar este encuentro tan singular y tan importante con el Vicario de Cristo!
Con ocasión del décimo congreso nacional, convocado por la Asociación profesional italiana de empleadas del hogar, que tendrá lugar estos días en Frascati, habéis deseado esta audiencia para dar comienzo a vuestras discusiones sobre el tema: “El trabajo doméstico en la economía italiana y en la familia”.
Agradecido por esta devota idea vuestra, os doy mi más cordial bienvenida y mi saludo más afectuoso, y quiero saludar en vosotras a todas vuestras compañeras y amigas, empleadas de hogar de Italia y de todo el mundo.
Doy las gracias sentidamente a la presidenta nacional de la Asociación, juntamente con la presidenta romana, por la ocasión que se me ofrece de conversar con vosotras, para escuchar vuestros problemas específicos, vuestras dificultades personales, vuestros ideales, las metas que queréis alcanzar.
Vuestras personas representan el trabajo oculto, y, no obstante, necesario e indispensable; el trabajo sacrificado y no llamativo, que no goza de aplausos y a veces no recibe siquiera reconocimiento y gratitud; el trabajo humilde, repetido, monótono y, por eso, heroico de un conjunto innumerable de madres y de mujeres jóvenes, que con su esfuerzo cotidiano contribuyen al presupuesto económico de tantas familias y resuelven tantas situaciones difíciles y precarias, ayudando a los padres lejanos o a los hermanos necesitados.
El Papa, que ha conocido las estrecheces de la vida, está con vosotras, os comprende, os estima, os acompaña en vuestras aspiraciones y en vuestras esperanzas, y desea de corazón que el congreso, en el que se tratarán vuestros problemas, ponga de relieve cada vez más vuestras justas exigencias y vuestras responsabilidades inderogables. Pero habéis venido aquí, a la casa del Padre, también para recibir del Vicario de Cristo una exhortación particular, y yo, con sencillez y familiaridad, pero con profundo afecto, os diré algunas palabras que puedan serviros de “viático” durante el congreso y después también durante toda la vida.
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1. Ante todo, os digo con la solicitud de mi ministerio apostólico: ¡os sirva de consuelo la fe en Jesucristo!
[2.–] Hay muchos y hermosos consuelos humanos en la vida, y el progreso los ha aumentado y perfeccionado, y debemos saberlos valorar y gozar justa y santamente. Pero el consuelo supremo es y debe ser todavía y siempre la presencia de Jesús en nuestra vida. Jesús, el divino Redentor, ha penetrado en las vicisitudes humanas, se ha puesto a nuestro lado, para caminar con nosotros en cada sendero de la existencia, para acoger nuestras confidencias, para iluminar nuestros pensamientos, para purificar nuestros deseos, para consolar nuestras tristezas.
Es particularmente conmovedor meditar en la actitud de Jesús hacia la mujer: se mostró audaz y sorprendente para aquellos tiempos, cuando, en el paganismo, la mujer era considerada objeto de placer, de mercancía y de trabajo, y, en el judaísmo, estaba marginada y despreciada.
Jesús mostró siempre la máxima estima y el máximo respeto por la mujer, por cada mujer, y en particular fue sensible hacia el sufrimiento femenino. Traspasando las barreras religiosas y sociales del tiempo, Jesús restableció a la mujer en su plena dignidad de persona humana ante Dios y ante los hombres. ¿Cómo no recordar sus encuentros con Marta y María (Lc 10, 38-42), con la Samaritana (Jn 4, 1-42), con la viuda de Naín (Lc 7, 11-17), con la mujer adúltera (Jn 8, 3-9), con la hemorroísa (Mt 9, 20-22), con la pecadora en casa de Simón el fariseo (Lc 7, 36-50)? El corazón vibra de emoción al sólo enumerarlos. ¿Y cómo no recordar, sobre todo, que Jesús quiso asociar algunas mujeres a los Doce (Ibid. 8, 2-3), que le acompañaban y servían y fueron su consuelo durante la vía dolorosa hasta el pie de la cruz? Y después de la resurrección Jesús se apareció a las piadosas mujeres y a María Magdalena, encargándoles anunciar a los discípulos su resurrección (Mt 28, 9).
Deseando encarnarse y entrar en nuestra historia humana, Jesús quiso tener una Madre, María Santísima, y elevó así a la mujer a la cumbre más alta y admirable de la dignidad, Madre de Dios encarnado, Inmaculada, Asunta, Reina del cielo y de la tierra. ¡Por eso, vosotras, mujeres cristianas, debéis anunciar, como María Magdalena y las otras mujeres del Evangelio, debéis testimoniar que Cristo ha resucitado verdaderamente, que Él es nuestro verdadero y único consuelo! Tened, pues, cuidado de vuestra vida interior, reservándoos cada día un pequeño oasis de tiempo para meditar y rezar.
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2. En segundo lugar, os digo: ¡sea vuestro ideal la dignidad de la mujer y de su misión!
[3.–] Es triste ver cómo la mujer en el curso de los siglos ha sido tan humillada y maltratada. ¡Sin embargo, debemos estar convencidos de que la dignidad del hombre, como la de la mujer, se encuentra de modo total y exhaustivo sólo en Cristo!
Hablando a las mujeres italianas, inmediatamente después de la guerra, decía mi venerado predecesor Pío XII: “En su dignidad personal de hijos de Dios, el hombre y la mujer son absolutamente iguales, como también respecto al fin último de la vida humana, que es la unión eterna con Dios en la felicidad del cielo. Es gloria imperecedera de la Iglesia el haber restituido a su lugar y a su debido honor esta verdad y haber liberado a la mujer de una servidumbre degradante, contraria a la naturaleza”. Y, bajando a lo concreto, añadía: “La mujer ha de concurrir con el hombre al bien de la ‘civitas’, en la que es igual a él en dignidad. Cada uno de los dos sexos debe tomar la parte que le corresponde según su naturaleza, su índole, sus aptitudes físicas, intelectuales y morales. Ambos tienen el derecho y el deber de cooperar al bien total de la sociedad, de la patria; pero es claro que, si el hombre por temperamento se siente más inclinado a ocuparse en los asuntos exteriores, en los negocios públicos, la mujer posee, generalmente hablando, mayor perspicacia y tacto más fino para conocer y resolver los problemas delicados de la vida doméstica y familiar, base de toda la vida social; lo que no quita para que algunas sepan dar pruebas de gran pericia incluso en cualquier campo de la actividad pública” (alocución del 21 de octubre de 1945). Ésta ha sido también la enseñanza del Concilio Vaticano II y el magisterio continuo e insistente de Pablo VI (Cfr. p. ej., las intervenciones para el Año Internacional de la Mujer (AAS 67 [1975]; AAS 68 [1976]). Esta doctrina, tan clara y equilibrada, da pie para insistir también en el valor y la dignidad del trabajo doméstico.
Ciertamente, este trabajo debe ser mirado no como una imposición implacable e inexorable, como una esclavitud; sino como una opción libre, consciente, querida, que realiza plenamente a la mujer en su personalidad y en sus exigencias. En efecto, el trabajo doméstico es parte esencial en el buen ordenamiento de la sociedad y tiene un influjo enorme en la colectividad; exige una dedicación continua y total y, por lo tanto, es una ascética cotidiana, que requiere paciencia, dominio de sí mismo, clarividencia, creatividad, espíritu de adaptación, ánimo en los imprevistos; y colabora también a producir ganancia y riqueza, bienestar y valor económico.
De aquí nace además la dignidad de vuestro trabajo de colaboradoras familiares: ¡no es una humillación vuestra tarea, sino una consagración! Efectivamente, vosotras colaboráis directamente a la buena marcha de la familia; y ésta es una gran tarea, se diría casi una misión, para la que son necesarias una preparación y una madurez adecuadas, para ser competentes en las diversas actividades domésticas, para racionalizar el trabajo y conocer la psicología familiar, para aprender la llamada “pedagogía del esfuerzo”, que hace organizar mejor los propios servicios, y también para ejercitar la necesaria función educadora. Es todo un mundo importantísimo y precioso que se abre cada día a vuestros ojos y a vuestras responsabilidades. ¡Por eso, va mi aplauso a todas las mujeres comprometidas en la actividad doméstica y a vosotras, colaboradoras familiares, que aportáis vuestro ingenio y vuestra fatiga para el bien de la casa!
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3. Finalmente, os digo además: ¡sed sembradoras de bondad!
[4.–] En tantos años de justas reivindicaciones y de respeto más acentuado a la persona, habéis visto reconocidos vuestros derechos, se han fijado las normas para la retribución, alojamiento, cuidado y asistencia en la enfermedad, la previsión, el descanso semanal y anual, las justas indemnizaciones, el certificado de trabajo, etc. Aún quedan muchas cosas por hacer, muchas realidades que afrontar; y vosotras las estudiaréis en vuestro congreso, especialmente para la defensa de los derechos y de la personalidad de las empleadas provenientes del extranjero. Pero yo querría exhortaros a trabajar, sobre todo, con amor en las familias en las que sois tomadas. Vivimos tiempos difíciles y complicados. Fenómenos grandiosos y que no se pueden eliminar, como la industrialización, el urbanismo, la culturización, la internacionalización de las relaciones, la inestabilidad afectiva, la precocidad intelectual, han traído el desorden a las familias, a las que vosotras podéis llevar, con vuestra presencia, serenidad, paz, esperanza, alegría, consuelo, estímulo para el bien, especialmente donde se encuentran personas ancianas, enfermas, que sufren, niños minusválidos, jóvenes desorientados o descaminados. ¡Ningún código os prescribe la sonrisa! Pero vosotras la podéis dar; podéis ser levadura de bondad en la familia. Recordad lo que ya escribía San Pablo a los primeros cristianos: “Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él (Col 3, 17). “Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como obedeciendo al Señor y no a los hombres, teniendo en cuenta que del Señor recibiréis por recompensa la herencia” (Col 3, 23-24). ¡Amad vuestro trabajo! ¡Amad a las personas con quienes colaboráis! ¡Del amor y de la bondad nacen también vuestra alegría y vuestra satisfacción!
Os asista Santa Zita, vuestra celeste Patrona, que se santificó sirviendo humildemente con amor y dedicación total.
Os ayude y conforte, sobre todo, María, que se consagró totalmente al cuidado de la familia, dando ejemplo y enseñando dónde están los valores auténticos.
Os acompañe mi propiciadora Bendición Apostólica.
[Enseñanzas 2, 743-748]
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[1.–] Grande è la mia gioia nel trovarmi questa sera con voi! In verità, non poteva mancare questo incontro così specializzato e così importante col Vicario di Cristo!
In occasione del X Congresso Nazionale indetto dall’Associazione Professionale Italiana Collaboratrici Familiari, che si terrà in questi giorni a Frascati, avete desiderato questa Udienza per dare inizio alle vostre discussioni sul tema: “Il lavoro domestico nella economia italiana e nella famiglia”.
Grato per questo vostro devoto pensiero, vi porgo il mio più cordiale benvenuto e il mio saluto più affettuoso, e intendo in voi salutare tutte le vostre colleghe e amiche, collaboratrici familiari d’Italia e del mondo intero! Ringrazio sentitamente la Presidenza Nazionale dell’Associazione insieme con la Presidenza Romana per l’occasione, che mi si offre di intrattenermi con voi, per sentire i vostri problemi di categoria, le vostre difficoltà personali, i vostri ideali, le mete che volete raggiungere.
Le vostre persone rappresentano il lavoro nascosto, e pur necessario e indispensabile; il lavoro sacrificato e non appariscente, che non gode applausi e talvolta non ha neppure riconoscimento e riconoscenza; il lavoro umile, ripetuto, monotono e perciò eroico di una schiera innumerevole di madri e di giovani donne, che con la loro fatica quotidiana contribuiscono al bilancio economico di tante famiglie e risolvono tante situazioni difficili e precarie, aiutando i genitori lontani o i fratelli bisognosi.
E il Papa, che ha conosciuto i disagi della vita, è con voi, vi comprende, vi stima, vi accompagna nelle vostre aspirazioni e nei vostri desideri, ed auspica di cuore che il Congresso in cui verranno trattati i vostri problemi, sempre più faccia emergere le vostre giuste esigenze e le vostre inderogabili responsabilità. Ma voi siete venute qui, nella casa del Padre, anche per avere dal Vicario di Cristo una particolare esortazione ed io con semplice familiarità, ma con sentito affetto, vi dirò alcune parole che possano esservi di “viatico” durante il Congresso e poi anche per tutta la vita.
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1. Prima di tutto vi dico con l’ansia del mio ministero apostolico: vi sia di conforto la fede in Gesù Cristo!
[2.–] Ci sono tante e belle consolazioni umane nella vita, e il progresso le ha aumentate e perfezionate, e dobbiamo saperle valutare e godere giustamente e santamente. Ma la consolazione suprema è e deve essere ancora e sempre la presenza di Gesù nella nostra vita. Gesù, il Divin Redentore, è penetrato nella vicenda umana, si è messo al nostro fianco, per camminare con noi in ogni sentiero dell’esistenza, per raccogliere le nostre confidenze, per illuminare i nostri pensieri, per purificare i nostri desideri, per consolare le nostre tristezze.
È particolarmente commovente meditare sull’atteggiamento di Gesù verso la donna: Egli si dimostrò audace e sorprendente per quei tempi, in cui nel paganesimo la donna era considerata oggetto di piacere, di merce e di fatica, e nel giudaismo era emarginata e avvilita.
Gesù mostrò sempre la massima stima e il massimo rispetto per la donna, per ogni donna, e in particolare fu sensibile verso la sofferenza femminile. Oltrepassando le barriere religiose e sociali del tempo, Gesù ristabilì la donna nella sua piena dignità di persona umana davanti a Dio e davanti agli uomini. Come non ricordare i suoi incontri con Marta e Maria (1), con la Samaritana (2), con la vedova di Naim (3), con la donna adultera (4), con l’ammalata di emorragia (5), con la peccatrice in casa di Simone il Fariseo (6)? Il cuore vibra di commozione al solo enumerarli. E come non ricordare, soprattutto, che Gesù volle associare alcune donne ai dodici (7), che lo accompagnavano e lo servivano, e gli furono di conforto durante la via dolorosa fin sotto la Croce? E dopo la risurrezione Gesù apparve alle pie donne e a Maria Maddalena, incaricandola di annunziare ai discepoli la sua Risurrezione (8).
Desiderando incarnarsi ed entrare nella nostra storia umana, Gesù volle avere una Madre, Maria SS.ma, ed elevò così la donna al più alto e mirabile fastigio della dignità, Madre di Dio Incarnato, Immacolata, Assunta, Regina del Cielo e della Terra.
Perciò, voi donne cristiane, come Maria Maddalena e le altre donne del Vangelo, dovete annunziare, testimoniare che Cristo è veramente risorto, che Lui è la nostra vera ed unica consolazione! Abbiate quindi cura della vostra vita interiore, riservandovi ogni giorno una piccola oasi di tempo per meditare e per pregare.
1. Luc. 10, 38-42.
2. Io. 4, 1-42.
3. Luc. 7, 11-17.
4. Io. 8, 3-9.
5. Matth. 9, 20-22.
6. Luc. 7, 36-50.
7. Ibid. 8, 2-3.
8. Matth. 28, 9.
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2. In secondo luogo vi dico: il vostro ideale sia la dignità della donna e della sua missione!
[3.–] È triste vedere come la donna nel corso dei secoli sia stata tanto umiliata e maltrattata. Eppure dobbiamo essere convinti che la dignità dell’uomo come della donna si trova in modo totale ed esauriente solo in Cristo!
Parlando alle donne italiane nell’immediato dopo guerra, il venerato mio Predecessore Pio XII diceva: “Nella loro dignità personale di figli di Dio, l’uomo e la donna sono assolutamente uguali, come anche a riguardo del fine ultimo della vita umana, che è l’eterna unione con Dio nella felicità del cielo. È gloria imperitura della Chiesa l’aver rimesso in luce e in onore questa verità e l’aver liberato la donna da una degradante servitù contraria alla natura”. E, andando al particolare, soggiungeva: “La donna ha da concorrere con l’uomo al bene della ‘civitas’, nella quale è in dignità uguale a lui. Ognuno dei due sessi deve prendere la parte che gli spetta secondo la sua natura, i suoi caratteri, le sue attitudini fisiche, intellettuali e morali. Ambedue hanno il diritto e il dovere di cooperare al bene totale della società, della patria; ma è chiaro che se l’uomo è per temperamento più portato a trattar gli affari esteriori, i negozi pubblici, la donna ha, generalmente parlando, maggior perspicacia e tatto più fine per conoscere e risolvere i problemi delicati della vita domestica e familiare, base di tutta la vita sociale; il che non toglie che alcune sappiano dar saggio di grande perizia anche in ogni campo di pubblica attività” (9). Tale è pure stato l’insegnamento del Concilio Vaticano II e il continuo assillante Magistero di Paolo VI (10). Questa dottrina, così chiara ed equilibrata, dà lo spunto per ribadire anche il valore e la dignità del lavoro domestico.
Certo, tale lavoro deve essere visto non come una imposizione implacabile ed inesorabile, come una schiavitù; ma come una libera scelta, cosciente e voluta, che realizza pienamente la donna nella sua personalità e nelle sue esigenze. Infatti, il lavoro domestico è parte essenziale nel buon ordinamento della società e ha un enorme influsso sulla collettività; esige una dedizione continua e totale, e quindi è una ascetica quotidiana, che richiede pazienza, dominio di se stesse, lungimiranza, creatività, spirito di adattamento, coraggio negli imprevisti; e collabora anche a produrre reddito e ricchezza, benessere e valore economico.
Di qui ancora nasce anche la dignità del vostro lavoro di Collaboratrici familiari: non è un’umiliazione il vostro impegno, ma una consacrazione! Infatti voi collaborate direttamente per il buon andamento della famiglia; e questo è un grande compito, si direbbe quasi una missione, per la quale sono necessarie una preparazione e una maturazione adeguate, per essere competenti nelle varie attività casalinghe, per razionalizzare il lavoro e conoscere la psicologia familiare, per apprendere la cosiddetta “pedagogia della fatica” che fa meglio organizzare le proprie prestazioni, ed anche per esercitare la necessaria funzione educatrice. È tutto un mondo importantissimo e prezioso che ogni giorno si apre ai vostri occhi e alle vostre responsabilità. Il mio plauso va perciò a tutte le donne impegnate nell’attività domestica e a voi, Collaboratrici familiari, che prestate il vostro ingegno e la vostra fatica per il bene della casa!
9. PII XII, Allocutio, 21 oct. 1945 [1945 10 21/27].
10. Cfr. ex. gr. PAULI VI, Interventiones occasione celebrationis Anni Internationalis “de muliere”: A.A.S. 67 (1975) [1975 04 18/8-10]; A.A.S. 68 (1976) [1976 01 31/6, 10].
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3. Infine, vi dico ancora: siate seminatrici di bontà
[4.–] In tanti anni di giuste rivendicazioni e di più accentuato rispetto della persona, avete visto riconosciuti i vostri diritti, sono state fissate le norme per la retribuzione, l’alloggio, la cura e l’assistenza nella malattia, la previdenza, il riposo settimanale e annuale, le giuste indennità, il certificato di lavoro, eccetera. Molte cose rimangono ancora da fare, molte realtà da affrontare; e voi le studierete nel vostro congresso, specialmente per la difesa dei diritti della personalità delle collaboratrici provenienti dall’estero. Ma io vorrei esortarvi a lavorare soprattutto con amore nelle famiglie dove venite assunte. Viviamo tempi difficili e complicati. Fenomeni grandiosi e ineliminabili, come l’industrializzazione, l’urbanesimo, la culturalizzazione, l’internazionalizzazione dei rapporti, l’instabilità affettiva, la precocità intellettuale, hanno gettato lo scompiglio nelle famiglie, per cui voi potete portare con la vostra presenza serenità, pace, speranza, gioia, conforto, incoraggiamento al bene, specialmente dove si trovano persone anziane, malate, sofferenti, bambini handicappati, giovani traviati o sbandati. Nessun codice vi prescrive il sorriso! Ma voi lo potete dare; voi potete essere il lievito della bontà nella famiglia. Ricordate ciò che già San Paolo scriveva ai primi cristiani: “Tutto quello che fate in parole e opere, tutto si compia nel nome del Signore Gesù, rendendo per mezzo di Lui grazie a Dio Padre” (11). “Qualunque cosa facciate, fatela di cuore, come per il Signore non per gli uomini, sapendo che riceverete l’eredità dal Signore come ricompensa” (12). Amate il vostro lavoro! Amate le persone con cui collaborate! Dall’amore e dalla bontà nascono anche la vostra gioia e la vostra soddisfazione!
Vi assista Santa Zita, la vostra celeste Patrona, che si santificò, umilmente servendo con amore e totale dedizione.
Vi aiuti e vi conforti soprattutto Maria, che si consacrò totalmente alla cura della famiglia, dando l’esempio e insegnando dove stanno i veri valori.
Vi accompagni la mia propiziatrice Benedizione Apostolica.
[Insegnamenti GP II, 2/1, 1018-1023]
11. Col. 3, 17.
12. Col. 3, 23-24.