[0827] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA RESPUESTA DE CRISTO A LOS FARISEOS SOBRE LA INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO
Alocución Cristo, rispondendo, en la Audiencia General, 26 septiembre 1979
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1. Cristo, respondiendo a la pregunta sobre la unidad y la indisolubilidad del matrimonio, se remitió a lo que está escrito en el Libro del Génesis sobre el tema del matrimonio. En nuestras dos reflexiones precedentes hemos sometido a análisis tanto el llamado texto elohísta (Gén 1) como el yahvista (Gén 2). Hoy queremos sacar algunas conclusiones de este análisis.
Referencia a los primeros capítulos del Génesis
Cuando Cristo se refiere al “principio” lleva a sus interlocutores a superar, en cierto modo, el límite que en el Libro del Génesis hay entre el estado de inocencia original y el estado pecaminoso que comienza con la caída original.
Simbólicamente, se puede vincular este límite con el árbol de la ciencia del bien y del mal, que en el texto yahvista delimita dos situaciones diametralmente opuestas: la situación de la inocencia original y la del pecado original. Estas situaciones tienen una dimensión propia en el hombre, en su interior, en su conocimiento, conciencia, opción y decisión, y todo esto en relación con Dios Creador, que en el texto yahvista (Gén 2 y 3) es, al mismo tiempo, el Dios de la Alianza; de la Alianza más antigua del Creador con su criatura, es decir, con el hombre. El árbol de la ciencia del bien y del mal, como expresión y símbolo de la alianza con Dios, rota en el corazón del hombre, delimita y contrapone dos situaciones y dos estados diametralmente opuestos: el de la inocencia original y el del pecado original, y a la vez del estado pecaminoso hereditario en el hombre que deriva de dicho pecado. Sin embargo, las palabras de Cristo que se refieren al “principio” nos permiten encontrar en el hombre una continuidad esencial y un vínculo entre estos dos diversos estados o dimensiones del ser humano. El estado de pecado forma parte del “hombre histórico” tanto del que se habla en Mateo 19, esto es, del interlocutor de Cristo entonces, como también de cualquier otro interlocutor potencial o actual de todos los tiempos de la historia, y, por lo tanto, naturalmente, también del hombre de hoy. Pero ese estado –el estado “histórico” precisamente– en cada uno de los hombres, sin excepción alguna, hunde las raíces en su propia “prehistoria” teológica, que es el de estado de la inocencia original.
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2. No se trata aquí de sola dialéctica. Las leyes del conocer responden a las del ser. Es imposible entender el estado pecaminoso “histórico” sin referirse o remitirse (y Cristo efectivamente a él se remite) al estado de inocencia original (en cierto sentido “prehistórica”) y fundamental. El brotar, pues, del estado pecaminoso, como dimensión de la existencia humana, está desde los comienzos en relación con esta inocencia real del hombre como estado original y fundamental, como dimensión del ser creado “a imagen de Dios”. Y así sucede no solo para el primer hombre, varón y mujer, como dramatis personae y protagonista de las vicisitudes descritas en el texto yahvista de los capítulos 2 y 3 del Génesis, sino también para todo el recorrido histórico de la existencia humana. El hombre histórico está, pues, por así decirlo, arraigado en su prehistoria teológica revelada, y por esto cada punto de su estado pecaminoso histórico se explica (tanto para el alma como para el cuerpo) con referencia a la inocencia original. Se puede decir que esta referencia es “coheredad” del pecado, y precisamente del pecado original. Si este pecado significa, en cada hombre histórico, un estado de gracia perdida, entonces implica también una referencia a esta gracia, que era precisamente la gracia de la inocencia original.
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3. Cuando Cristo, según el capítulo 19 de San Mateo, se remite al “principio”, con esta expresión no indica sólo el estado de inocencia original como horizonte perdido de la existencia humana en la historia. Tenemos el derecho de atribuir, al mismo tiempo, toda la elocuencia del misterio de la redención a las palabras que Él pronuncia con sus propios labios. Efectivamente, ya en el ámbito del mismo texto yahvista de Gén 2 y 3 somos testigos de que el hombre, varón y mujer, después de haber roto la alianza original con su Creador, recibe la primera promesa de redención en las palabras del llamado Protoevangelio en el Gén 3, 151 y comienza a vivir en la perspectiva teológica de la redención. Así, pues, el hombre “histórico” –tanto el interlocutor de Cristo de aquel tiempo, del que habla Mt 19, como el hombre de hoy– participa de esta perspectiva. Él participa no sólo en la historia del estado pecaminoso humano como un sujeto hereditario y, a la vez, personal e irrepetible de esta historia, sino que participa en la historia de la salvación, si bien aquí como su sujeto y cocreador. Por lo tanto, está no sólo cerrado, a causa de su estado pecaminoso, respecto a la inocencia original, sino que está, al mismo tiempo, abierto hacia el misterio de la redención, que se ha realizado en Cristo y a través de Cristo. Pablo, autor de la Carta a los Romanos, presenta esta perspectiva de la redención en la que vive el hombre “histórico” cuando escribe: “...también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por... la redención de nuestro cuerpo” (Rom 8, 23). No podemos perder de vista esta perspectiva mientras seguimos las palabras de Cristo, que en su conversación sobre la indisolubilidad del matrimonio recurre al “principio”. Si ese “principio” indicase sólo la creación del hombre como “varón y mujer”, si –como ya hemos señalado– llevase a los interlocutores sólo a través del límite del estado de pecado del hombre hasta la inocencia original y no abriese, al mismo tiempo, la perspectiva de una “redención del cuerpo”, la respuesta de Cristo no sería realmente entendida de modo adecuado. Precisamente esta perspectiva de la redención del cuerpo garantiza la continuidad y la unidad entre el estado hereditario del pecado del hombre y su inocencia original, aunque esta inocencia la haya perdido históricamente de modo irremediable. También es evidente que Cristo tiene el máximo derecho de responder a la pregunta que le propusieron los doctores de la Ley y de la Alianza (como leemos en Mt 19 y en Mc 10) en la perspectiva de la redención, sobre la cual se apoya la misma Alianza.
1. Ya la traducción griega del Antiguo Testamento, la de los Setenta, que se remonta, más o menos, al siglo II a. C., interpreta el Gén 3, 15 en el sentido mesiánico, aplicando el pronombre masculino autós
refiriéndose al sustantivo neutro griego sperma (semen de la Vulgata). La traducción judía mantiene esta interpretación.
La exégesis cristiana, comenzando por San Ireneo (Adv. haer. III 23, 7), ve este texto como “Protoevangelio”, que preanuncia la victoria sobre Satanás traída por Jesucristo. Aunque en los últimos siglos los estudiosos de la Sagrada Escritura hayan interpretado diversamente esta perícopa y algunos de ellos impugnen la interpretación mesiánica, sin embargo, en los últimos tiempos se retorna a ella bajo un aspecto un poco distinto. El autor yahvista une efectivamente la prehistoria con la historia de Israel, que alcanza su cumbre en la dinastía mesiánica de David, que llevará a cumplimiento las promesas del Gén. 3, 15 (cf. 2 Sam. 7, 12).
El Nuevo Testamento ha ilustrado el cumplimiento de la promesa en la misma perspectiva mesiánica: Jesús es Mesías, descendiente de David (Rom. 1, 3; 2 Tim 2, 8), nacido de mujer (Gál. 4, 4), nuevo Adán-David (1 Cor. 15), que debe reinar “hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies” (1 Cor. 15, 25). Y, finalmente (Ap. 12, 1-10), presenta el cumplimiento final de la profecía del Gén. 3, 15 que, aun no siendo un anuncio claro e inmediato de Jesús como Mesías de Israel, sin embargo, conduce a Él a través de la tradición real y mesiánica que une el Antiguo y el Nuevo Testamento.
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4. Si en el contexto de la teología del hombre-cuerpo, así delineado sustancialmente, pensamos en el método de los análisis ulteriores acerca de la revelación del “principio”, en el que es esencial la referencia a los primeros capítulos del libro del Génesis, debemos dirigir inmediatamente nuestra atención a un factor que es particularmente importante para la interpretación teológica; importante porque consiste en la relación entre Revelación y experiencia. En la interpretación de la Revelación acerca del hombre y, sobre todo, acerca del cuerpo, debemos referimos a la experiencia por razones comprensibles, ya que el hombre-cuerpo lo percibimos, sobre todo, con la experiencia. A la luz de las mencionadas consideraciones fundamentales, tenemos pleno derecho de abrigar la convicción de que esta nuestra experiencia “histórica” debe, en cierto modo, detenerse en los umbrales de la inocencia original del hombre, porque en relación con ella permanece inadecuada. Sin embargo, a la luz de las mismas consideraciones introductorias, debemos llegar a la convicción de que nuestra experiencia humana es, en este caso, un medio de algún modo legítimo para la interpretación teológica y es, en cierto sentido, un punto de referencia indispensable al que debemos remitimos en la interpretación del “principio”. El análisis más detallado del texto nos permitirá tener una visión más clara de él.
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5. Parece que las palabras de la carta a los Romanos 8, 23 que acabamos de citar orientan mejor nuestras investigaciones, centradas en la revelación de ese “principio”, al que se refirió Cristo en su conversación sobre la indisolubilidad del matrimonio (Mt 19 y Mc 10). Todos los análisis sucesivos que se harán a este propósito basándose en los primeros capítulos del Génesis, reflejarán casi necesariamente la verdad de las palabras paulinas: “Nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por... la redención de nuestro cuerpo”. Si nos ponemos en esta actitud –tan profundamente concorde con la experiencia (2)–, el “principio” debe hablarnos con la gran riqueza de luz que proviene de la Revelación, a la que desea responder, sobre todo, la teología. La continuación de los análisis nos explicará por qué y en qué sentido ésta debe ser teología del cuerpo.
[Enseñanzas 4a, 140-145]
2. Hablando aquí de la relación entre la “experiencia” y la “revelación”, más aún, de una convergencia sorprendente entre ellas, sólo queremos constatar que el hombre, en su estado actual de existir en el cuerpo, experimenta múltiples limitaciones, sufrimientos, pasiones, debilidades y, finalmente, la misma muerte, los cuales, al mismo tiempo, refieren este su existir en el cuerpo a un diverso estado o dimensión. Cuando San Pablo escribe sobre la “redención del cuerpo”, habla con el lenguaje de la revelación; la experiencia, efectivamente, no está en condiciones de captar este contenido o mejor esta realidad. Al mismo tiempo,en el conjunto de este contenido, el autor de Rom. 8, 23 toma de nuevo todo lo que, tanto a él como, en cierto modo, a todo hombre (independientemente de su relación con la revelación), se le ha ofrecido a tra- vés de la experiencia de la existencia humana, que es una existencia en el cuerpo. Tenemos, pues, el derecho de hablar de la relación entre la experiencia y la revelación; más aún, tene- mos el derecho de proponer el problema de su relación recÃproca, si bien, para muchos, entre la una y la otra hay una lÃnea de demarcación, que es una lÃnea de total antÃtesis y de antinomia radical. Esta lÃnea, a su parecer, debe ser trazada, sin duda, entre la fe y la ciencia, entre la teologÃa y la filosofÃa. Al formular este punto de vista, se tienen en cuenta, más bien, conceptos abstractos que no el hombre como sujeto vivo
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1. Cristo, rispondendo alla domanda sull’unità e indissolubilità del matrimonio, si è richiamato a ciò che sul tema del matrimonio è stato scritto nel Libro della Genesi. Nelle due precedenti nostre riflessioni abbiamo sottoposto ad analisi sia il cosiddetto testo elohista (1), sia quello jahvista (2). Oggi desideriamo trarre da queste analisi alcune conclusioni.
Quando Cristo si riferisce al “principio” chiede ai suoi interlocutori di superare, in un certo senso, il confine che, nel Libro della Genesi, passa tra lo stato di innocenza originaria e quello di peccaminosità, iniziato con la caduta originale.
Simbolicamente si può legare questo confine con l’albero della conoscenza del bene e del male, che nel testo jahvista delimita due situazioni diametralmente opposte: la situazione dell’innocenza originaria e quella del peccato originale. Queste situazioni hanno una propria dimensione nell’uomo, nel suo intimo, nella sua conoscenza, coscienza, scelta e decisione, e tutto ciò in rapporto a Dio Creatore che, nel testo jahvista (3) è, al tempo stesso, il Dio dell’Alleanza, della più antica alleanza del Creatore con la sua creatura, cioè con l’uomo. L’albero della conoscenza del bene e del male, come espressione e simbolo dell’alleanza con Dio infranta nel cuore dell’uomo, delimita e contrappone due situazioni e due stati diametralmente opposti: quello dell’innocenza originaria e quello del peccato originale, e insieme della peccaminosità ereditaria dell’uomo che ne deriva. Tuttavia le parole di Cristo, che si riferiscono al “principio”, ci permettono di trovare nell’uomo una continuità essenziale e un legame fra questi due diversi stati o dimensioni dell’essere umano. Lo stato di peccato fa parte dell’ “uomo storico”, sia di colui del quale leggiamo in Matteo 19, cioè dell’interlocutore di Cristo d’allora, sia pure di ogni altro potenziale o attuale interlocutore di tutti i tempi della storia, e quindi, naturalmente, anche dell’uomo di oggi. Quello stato però –lo stato “storico”, appunto– in ogni uomo, senza alcuna eccezione, affonda le radici nella sua propria “preistoria” teologica, che è lo stato dell’innocenza originaria.
1. Gen. 1 [1979 09 12/1-6].
2. Ibid. 2 [1979 09 19/1-4].
3. Gen. 2 et 3.
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2. Non si tratta qui di sola dialettica. Le leggi del conoscere rispondono a quelle dell’essere. È impossibile capire lo stato della peccaminosità “storica”, senza riferirsi o richiamarsi (e Cristo infatti vi si richiama) allo stato di originaria (in un certo senso “preistorica”) e fondamentale innocenza. Il sorgere quindi della peccaminosità come stato, come dimensione della esistenza umana è, sin dagli inizi, in rapporto con questa reale innocenza dell’uomo come stato originario e fondamentale, come dimensione dell’essere creato “a immagine di Dio”. E così avviene non soltanto per il primo uomo, maschio e femmina quali dramatis personae e protagonisti delle vicende descritte nel testo jahvista dei capitoli 2 e 3 della Genesi, ma anche per l’intero percorso storico dell’esistenza umana. L’uomo storico è dunque, per così dire, radicato nella sua preistoria teologica rivelata; e perciò ogni punto della sua peccaminosità storica si spiega (sia per l’anima che per il corpo) col riferimento all’innocenza originaria. Si può dire che questo riferimento è “coeredità” del peccato, e proprio del peccato originale. Se questo peccato significa, in ogni uomo storico, uno stato di grazia perduta, allora esso comporta pure un riferimento a quella grazia, che era precisamente la grazia dell’innocenza originaria.
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3. Quando Cristo, secondo il capitolo 19 di Matteo, si richiama al “principio”, con questa espressione Egli non indica soltanto lo stato di innocenza originaria quale orizzonte perduto dell’esistenza umana nella storia. Alle parole, che Egli pronunzia proprio con la sua bocca, abbiamo il diritto di attribuire contemporaneamente tutta l’eloquenza del mistero della redenzione. Infatti già nell’ambito dello stesso jahvista di Genesi 2 e 3, siamo testimoni di quando l’uomo, maschio e femmina, dopo aver rotto l’alleanza originaria col suo Creatore, riceve la prima promessa di redenzione nelle parole del cosiddetto Protoevangelo in Genesi 3, 154, e comincia a vivere nella prospettiva teologica della redenzione. Così dunque l’uomo “storico” –sia l’interlocutore di Cristo, di quel tempo, di cui parla Matteo 19, sia l’uomo di oggi– partecipa a questa prospettiva. Egli partecipa non soltanto alla storia della peccaminosità umana, come un soggetto ereditario e nello stesso tempo personale e irrepetibile di questa storia, ma partecipa pure alla storia della salvezza, anche qui come suo soggetto e concreatore. Egli è quindi non soltanto chiuso, a causa della sua peccaminosità, riguardo all’innocenza originaria, ma è contemporaneamente aperto verso il mistero della redenzione, che si è compiuta in Cristo e attraverso Cristo. Paolo, autore della lettera ai Romani, esprime questa prospettiva della redenzione nella quale vive l’uomo “storico”, quando scrive: “...anche noi, che possediamo le primizie dello Spirito, gemiamo interiormente aspettando... la redenzione del nostro corpo” (5). Non possiamo perdere di vista questa prospettiva mentre seguiamo le parole di Cristo che, nel suo colloquio sull’indissolubilità del matrimonio, fa ricorso al “principio”. Se quel “principio” indicasse solo la creazione dell’uomo come “maschio e femmina”, se –come già abbiamo accennato– conducesse gli interlocutori solo attraverso il confine dello stato di peccato dell’uomo fino all’innocenza originaria, e non aprisse contemporaneamente la prospettiva di una “redenzione del corpo”, la risposta di Cristo non sarebbe affatto intesa in modo adeguato. Proprio questa prospettiva della redenzione del corpo garantisce la continuità e l’unità tra lo stato ereditario del peccato dell’uomo e la sua innocenza originaria, sebbene questa innocenza sia stata storicamente da lui perduta in modo irrimediabile. È anche evidente che Cristo ha il massimo diritto di rispondere alla domanda postaGli dai dottori della Legge e dell’Alleanza (come leggiamo in Matteo 19 e in Marco 10), nella prospettiva della redenzione sulla quale poggia l’Alleanza stessa.
4. Già la traduzione greca dell’Antico Testamento, quella dei Settanta, risalente circa al II secolo a. C., interpreta Genesi 3, 15 nel senso messianico, applicando il pronome maschile autòs in riferimento al sostantivo neutro greco sperma (semen nella Volgata). La tradizione giudaica continua questa interpretazione.
L’esegesi cristiana, cominciando da Sant’Ireneo (Adv. Haer. III, 23, 7) vede questo testo come “protoevangelo”, che preannunzia la vittoria su satana riportata da Gesù Cristo. Sebbene negli ultimi secoli gli studiosi della Sacra Scrittura abbiano diversamente interpretato questa pericope, ed alcuni di essi contestino l’interpretazione messianica, tuttavia negli ultimi tempi si ritorna ad essa sotto un aspetto un po’ diverso. L’autore jahvista unisce infatti la preistoria con la storia di Israele, che raggiunge il suo vertice nella dinastia messianica di Davide, la quale porterà a compimento le promesse di Genesi 3, 15 (cf. 2 Sam. 7, 12).
Il Nuovo Testamento ha illustrato il compimento della promessa nella stessa prospettiva messianica: Gesù è Messia, discendente di Davide (Rom. 1, 3; 2 Tim. 2, 8), nato da donna (Gal. 4, 4), nuovo Adamo-Davide (1 Cor. 15), che deve regnare “finchè non abbia posto tutti i nemici sotto i suoi piedi” (1 Cor. 15, 25). E infine (Apoc. 12, 1-10) presenta il compimento finale della profezia di Genesi 3, 15, che pur non essendo un chiaro e immediato annunzio di Gesù, come Messia di Israele, conduce tuttavia a Lui attraverso la tradizione regale e messianica che unisce l’Antico e il Nuovo Testamento.
5. Rom. 8, 23.
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4. Se nel contesto sostanzialmente così delineato della teologia dell’uomo-corpo pensiemo al metodo delle analisi ulteriori circa la rivelazione del “principio” in cui è essenziale il riferimento ai primi capitoli del Libro della Genesi, dobbiamo subito rivolgere la nostra attenzione ad un fattore che è particolarmente importante per l’interpretazione teologica: importante perchè consiste nel rapporto tra rivelazione ed esperienza. Nell’interpretazione della rivelazione circa l’uomo, e soprattutto circa il corpo, per ragioni comprensibili dobbiamo riferirci all’esperienza, poichè l’uomo-corpo viene percepito da noi soprattutto nell’esperienza. Alla luce delle menzionate considerazioni fondamentali, abbiamo il pieno diritto di nutrire la convinzione che questa nostra esperienza “storica” deve, in un certo modo, fermarsi alle soglie dell’innocenza originaria dell’uomo, poichè nei suoi confronti rimane inadeguata. Tuttavia alla luce delle stesse considerazioni introduttive, dobbiamo arrivare alla convinzione che la nostra esperienza umana è, in questo caso, un mezzo in qualche modo legittimo per l’interpretazione teologica, ed è, in un certo senso, un indispensabile punto di riferimento, al quale dobbiamo richiamarci nell’interpretazione del “principio”. L’analisi più particolareggiata del testo ci permetterà di averne una visione più chiara.
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5. Sembra che le parole della lettera ai Romani 8, 23, or ora citata, rendano nel modo migliore l’orientamento delle nostre ricerche incentrate sulla rivelazione di quel “principio”, al quale si è riferito Cristo nel suo colloquio sull’indissolubilità del matrimonio (6). Tutte le successive analisi che a questo proposito saranno fatte in base ai primi capitoli della Genesi, rifletteranno quasi necessariamente la verità delle parole paoline: “Noi che possediamo le primizie dello Spirito, gemiamo interiormente aspettando... la redenzione del nostro corpo”. Se ci mettiamo in questa posizione –così profondamente concorde con l’esperienza (7)– il “principio” deve parlarci con la grande ricchezza di luce che proviene dalla rivelazione, alla quale desidera rispondere soprattutto la teologia. Il seguito delle analisi ci spiegherà perchè e in quale senso questa deve essere teologia del corpo.
[Insegnamenti GP II, 2/2, 378-382]
6. Matth. 19 et Marc. 10.
en el conjunto de este contenido, el autor de Rom. 8, 23 toma de nuevo todo lo que, tanto a él como, en cierto modo, a todo hombre (independientemente de su relación con la revelación), se le ha ofrecido a través de la experiencia de la existencia humana, que es una existencia en el cuerpo.
7. Parlando qui del rapporto tra l’“esperienza” e la “rivelazione”, anzi di una sorprendente convergenza tra loro, vogliamo soltanto costatare, che l’uomo, nel suo attuale stato dell’esistere nel corpo, sperimenta molteplici limiti, sofferenze, passioni, debolezze ed infine la morte stessa, i quali, in pari tempo, riferiscono questo suo esistere nel corpo ad un altro e diverso stato o dimensione. Quando San Paolo scrive della “redenzione del corpo”, parla con il linguaggio della rivelazione; l’esperienza infatti non è in grado di cogliere questo contenuto o piuttosto questa realtà. Contemporaneamente nell’insieme di questo contenuto, l’autore della Lettera ai Romani 8, 23 riprende tutto ciò che tanto a lui quanto, in certo modo, ad ogni uomo (indipendentemente dal suo rapporto con la rivelazione) è offerto attraverso l’esperienza dell’esistenza umana, che è un’esistenza nel corpo.
Abbiamo quindi il diritto di parlare del rapporto tra l’esperienza e la rivelazione, anzi abbiamo il diritto di porre il problema della loro reciproca relazione, anche se per molti tra l’una e l’altra passa una linea di totale antitesi e di radicale antinomia. Questa linea, a loro parere, deve senz’altro essere tracciata tra la fede e la scienza, tra la teologia e la filosofia. Nel formulare tale punto di vista, vengono presi in considerazione piuttosto concetti astratti che non l’uomo quale soggetto vivo.