[0863] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL MISTERIO DEL ESTADO ORIGINARIO DEL HOMBRE
Alocución La realtà del dono, en la Audiencia General, 30 enero 1980
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1. La realidad del don y del acto de donar, delineada en los primeros capítulos del Génesis, como contenido constitutivo del misterio de la creación, confirma que la irradiación del amor es parte integrante de este mismo misterio. Sólo el amor crea el bien y, en definitiva, sólo puede ser percibido en todas sus dimensiones y perfiles a través de las cosas creadas y sobre todo del hombre. Su presencia es como el resultado final de la hermenéutica del don que aquí estamos realizando. La felicidad originaria, el “principio” beatificante del hombre a quien Dios creó “varón y mujer” (Gén 1, 27), el significado esponsalicio del cuerpo en su desnudez originaria: todo esto expresa el arraigo en el amor. Este donar coherente, que se remonta hasta las raíces más profundas de la conciencia y de la subconsciencia, a los últimos estratos de la existencia subjetiva de ambos, varón y mujer, y que se refleja en su recíproca “experiencia del cuerpo”, da testimonio del arraigo en el amor. Los primeros versículos de la Biblia hablan tanto de ello, que disipan toda duda. Hablan no sólo de la creación del mundo y del hombre en el mundo, sino también de la gracia, esto es, de la comunicación de la santidad, de la irradiación del Espíritu, que produce un estado especial de “espiritualización” en ese hombre, que de hecho fue el primero. En el lenguaje bíblico, esto es, en el lenguaje de la revelación, la calificación de “primero” significa precisamente “de Dios”: “Adán, hijo de Dios” (Cfr. Lc 3, 38).
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2. La felicidad es el arraigarse en el amor. La felicidad originaria nos habla del “principio” del hombre, que surgió del Amor y ha dado comienzo al amor. Y esto sucedió de modo irrevocable, a pesar del pecado sucesivo y de la muerte. A su tiempo, Cristo será testigo de este amor irreversible del Creador y Padre, que ya se había manifestado en el misterio de la creación y en la gracia de la inocencia originaria. Y por esto también el “principio” común del varón y de la mujer, es decir, la verdad originaria de su cuerpo en la masculinidad y feminidad, hacia el que dirige nuestra atención Gén 2, 25, no conoce la vergüenza. Este “principio” se puede definir también como inmunidad originaria y beatificante de la vergüenza por efecto del amor.
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3. Esta inmunidad nos orienta hacia el misterio de la inocencia originaria del hombre. Es un misterio de su existencia, anterior a la ciencia del bien y del mal, y como “al margen” de ésta. El hecho de que el hombre exista en este mundo, antecedentemente a la ruptura de la primera Alianza con su Creador, pertenece a la plenitud del misterio de la creación. Si, como hemos dicho antes, la creación es un don hecho al hombre, entonces su plenitud es la dimensión más profunda y determinada de la gracia, esto es, de la participación en la vida íntima de Dios mismo, en su santidad. Ésta es también en el hombre fundamento interior y fuente de su inocencia originaria. Con este concepto –y más precisamente con el de “justicia originaria”–, la teología define el estado del hombre antes del pecado original. En el presente análisis del “principio”, que nos allana los caminos indispensables para la comprensión de la teología del cuerpo, debemos detenernos sobre el misterio del estado originario del hombre. En efecto, precisamente esa conciencia del cuerpo –más aún, la conciencia del significado del cuerpo– que tratamos de iluminar a través del análisis del “principio”, revela la peculiaridad de la inocencia originaria.
Lo que se manifiesta quizá mayormente en Gén 2, 25, es precisamente el misterio de esta inocencia, que tanto el hombre como la mujer llevan desde los orígenes, cada uno en sí mismo. Su mismo cuerpo es testigo, en cierto sentido, “ocular” de esta característica. Es significativo que la afirmación encerrada en Gén 2, 25 –acerca de la desnudez recíprocamente libre de vergüenza– sea una enunciación única en su género dentro de toda la Biblia, tanto, que no se repetirá jamás. Al contrario, podemos citar muchos textos en los que la desnudez está unida a la vergüenza, o incluso, en sentido todavía más fuerte, a la “ignominia” (1). En este amplio contexto son mucho más claras las razones para descubrir en Gén 2, 25 una huella particular del misterio de la inocencia originaria y un factor especial de su irradiación en el sujeto humano. Esta inocencia pertenece a la dimensión de la gracia contenida en el misterio de la creación, es decir, a ese misterioso don hecho a lo más íntimo del hombre –al “corazón” humano– que permite a ambos, varón y mujer, existir desde el “principio” en la recíproca relación del don desinteresado de sí. En esto está encerrada la revelación y a la vez el descubrimiento del significado “esponsalicio” del cuerpo en su masculinidad y feminidad. Se comprende por qué hablamos, en este caso, de revelación y a la vez de descubrimiento. Desde el punto de vista de nuestro análisis, es esencial que el descubrimiento del significado esponsalicio del cuerpo, que leemos en el testimonio del Libro del Génesis, se realice a través de la inocencia originaria; más aún, este descubrimiento es quien la revela y la hace patente.
1. La “desnudez”, en el sentido de “falta de vestido”, en el antiguo Oriente Medio significaba el estado de abyección de los hombres privados de libertad: esclavos, prisioneros de guerra o condenados, los que no gozaban de la protección de la ley. La desnudez de las mujeres se consideraba deshonor (cfr. por ejemplo, las amenazas de los Profetas Os. 1; 2 y Ez. 23, 26-29).
El hombre libre, atento a su dignidad, debía vestirse suntuosamente: cuanta mayor cola tenían los vestidos, tanto más alta era la dignidad (cfr. por ejemplo, el vestido de José, que inspiraba celos en sus hermanos; o de los fariseos, que alargaban sus franjas).
El segundo significado de la “desnudez”, en sentido eufemístico, se refería al acto sexual. La palabra hebrea cerwat significa un vacío espacial (por ejemplo, del paisaje), falta de vestido, expolio, pero no comportaba nada de oprobioso.
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4. La inocencia originaria pertenece al misterio del “principio” humano, del que se separó después el hombre “histórico” cometiendo el pecado original. Pero esto no significa que no esté en disposición de acercarse a ese misterio mediante su ciencia teológica. El hombre “histórico” trata de comprender el misterio de la inocencia originaria como a través de un contraste, esto es, remontándose a la experiencia de la propia culpa y del propio estado pecaminoso (2). Trata de comprender la inocencia originaria como característica esencial para la teología del cuerpo, partiendo de la experiencia de la vergüenza; efectivamente, el mismo texto bíblico lo orienta así. La inocencia originaria es, pues, lo que “radicalmente”, esto es, en sus mismas raíces, excluye la vergüenza del cuerpo en la relación varón-mujer, elimina su necesidad en el hombre, en su corazón, o sea, en su conciencia. Aunque la inocencia originaria hable sobre todo del don del Creador, de la gracia que ha hecho posible al hombre vivir el sentido de la donación primaria del mundo, y en particular el sentido de la donación recíproca del uno al otro a través de la masculinidad y feminidad en este mundo, sin embargo esta inocencia parece referirse ante todo al estado interior del “corazón” humano, de la voluntad humana. Al menos indirectamente, en ella está incluida la revelación y el descubrimiento de la humana conciencia moral, la revelación y el descubrimiento de toda la dimensión de la conciencia –obviamente, antes del conocimiento del bien y del mal–. En cierto sentido, se entiende como rectitud originaria.
2. “Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido por esclavo al pecado. Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago... Pero entonces ya no soy yo quien obra esto, sino el pecado, que mora en mí. Pues yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado, que habita en mí. Por consiguiente, tengo en mí esta ley: que, queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega; porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rom. 7, 14-15, 17-24; cfr. “Video meliora proboque, deteriora sequor”, OVIDIO, Metamorph. VII, 20).
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5. En el prisma de nuestro “a posteriori histórico” tratamos de reconstruir, en cierto modo, la característica de la inocencia originaria, entendida cual contenido de la experiencia recíproca del cuerpo como experiencia de su significado esponsalicio (según el testimonio de Gén 2, 23-25). Puesto que la felicidad y la inocencia están inscritas en el marco de la comunión de las personas, como si se tratase de dos hilos convergentes de la existencia del hombre en el mismo misterio de la creación, la conciencia beatificante del significado del cuerpo –esto es, del significado esponsalicio de la masculinidad y feminidad humanas– está condicionada por la inocencia originaria. No parece que haya impedimento alguno para entender aquí esa inocencia originaria como una particular “pureza de corazón”, que conserva una fidelidad interior al don según el significado esponsalicio del cuerpo. Por consiguiente, la inocencia originaria, concebida así, se manifiesta como un testimonio tranquilo de la conciencia que (en este caso) precede a cualquier experiencia del bien y del mal; y, sin embargo, este testimonio sereno de la conciencia es algo mucho más beatificante. Efectivamente, se puede decir que la conciencia del significado esponsalicio del cuerpo, en su masculinidad y feminidad, se hace “humanamente” beatificante só lo por medio de este testimonio.
Dedicaremos la próxima meditación a este tema, esto es, al vínculo que, en el análisis del “principio” del hombre, se delinea entre su inocencia (pureza de corazón) y su felicidad.
[Enseñanzas 5, 131-134]
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1. La realtà del dono e dell’atto del donare, delineata nei primi capitoli della Genesi come contenuto costitutivo del mistero della creazione, conferma che l’irradiazione dell’Amore è parte integrante di questo stesso mistero. Soltanto l’Amore crea il bene, ed esso solo può, in definitiva, essere percepito in tutte le sue dimensioni ed i suoi profili nelle cose create e soprattutto nell’uomo. La sua presenza è quasi il risultato finale di quell’ermeneutica del dono, che qui stiamo conducendo. La felicità originaria, il “principio” beatificante dell’uomo che Dio ha creato “maschio e femmina” (1), il significato sponsale del corpo nella sua nudità originaria: tutto ciò esprime il radicamento nell’Amore.
Questo donare coerente, che risale fino alle più profonde radici della coscienza e della subcoscienza, agli strati ultimi dell’esistenza soggettiva di ambedue, uomo e donna, e che si riflette nella loro reciproca “esperienza del corpo”, “testimonia il radicamento nell’Amore”. I primi versetti della Bibbia ne parlano tanto da togliere ogni dubbio. Parlano non soltanto della creazione del mondo e dell’uomo nel mondo, ma anche della grazia, cioè del comunicarsi della santità, dell’irradiare dello Spirito, che produce uno speciale stato di “spiritualizzazione” in quell’uomo, che di fatto fu il primo. Nel linguaggio biblico, cioè nel linguaggio della Rivelazione, la qualifica di “primo” significa appunto “di Dio”: “Adamo, figlio di Dio” (2).
1. Gen. 1, 27.
2. Cf. Luc. 3, 38.
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2. La felicità è il radicarsi nell’Amore. La felicità originaria ci parla del “principio” dell’uomo, che è sorto dall’Amore e ha dato inizio all’amore. E ciò è avvenuto in modo irrevocabile, nonostante il successivo peccato e la morte. A suo tempo, Cristo sarà testimone di questo amore irreversibile del Creatore e Padre, che si era già espresso nel mistero della creazione e nella grazia dell’innocenza originaria. E perciò anche il comune “principio” dell’uomo e della donna, cioè la verità originaria del loro corpo nella mascolinità e femminilità, verso cui Genesi 2, 25 rivolge la nostra attenzione, non conosce la vergogna. Questo “principio” si può anche definire come originaria e beatificante immunità dalla vergogna per effetto dell’amore.
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3. Una tale immunità ci orienta verso il mistero dell’innocenza originaria dell’uomo. Essa è un mistero della sua esistenza, anteriore alla conoscenza del bene e del male e quasi “al di fuori” di questa. Il fatto che l’uomo esiste in questo modo, antecedentemente alla rottura della prima Alleanza col suo Creatore, appartiene alla pienezza del mistero della creazione. Se, come abbiamo già detto, la creazione è un dono fatto all’uomo, allora la sua pienezza e dimensione più profonda è determinata dalla grazia, cioè dalla partecipazione alla vita interiore di Dio stesso, alla sua santità. Questa è anche, nell’uomo, fondamento interiore e sorgente della sua innocenza originaria. È con questo concetto –e più precisamente con quello di “giustizia originaria”– che la teologia definisce lo stato dell’uomo prima del peccato originale. Nella presente analisi del “principio”, che ci spiana le vie indispensabili alla comprensione della teologia del corpo, dobbiamo soffermarci sul mistero dello stato originario dell’uomo. Infatti, proprio quella coscienza del corpo –anzi, la coscienza del significato del corpo– che cerchiamo di mettere m luce attraverso l’analisi del “principio”, rivela la peculiarità dell’innocenza originaria.
Ciò che forse maggiormente si manifesta in Genesi 2, 25 in modo diretto, è appunto il mistero di tale innocenza, che tanto l’uomo quanto la donna delle origini portano, ciascuno in se stesso. Di tale caratteristica è testimone in certo senso “oculare” il loro corpo stesso. È significativo che l’affermazione racchiusa in Genesi 2, 25 –circa la nudità reciprocamente libera da vergogna– sia una enunciazione unica nel suo genere in tutta la Bibbia, così che non sarà mai più ripetuta. Al contrario, possiamo citare molti testi, in cui la nudità sarà legata alla vergogna o addirittura, in senso ancor più forte, all’“ignominia” (3). In questo ampio contesto sono tanto più visibili le ragioni per scoprire in Genesi 2, 25 una particolare traccia del mistero dell’innocenza originaria e un particolare fattore della sua irradiazione nel soggetto umano. Tale innocenza appartiene alla dimensione della grazia contenuta nel mistero della creazione, cioè a quel misterioso dono fatto all’intimo dell’uomo –al “cuore” umano– che consente ad entrambi, uomo e donna, di esistere dal “principio” nella reciproca relazione del dono disinteressato di sè. In ciò è racchiusa la rivelazione e insieme la scoperta del significato “sponsale” del corpo nella sua mascolinità e femminilità. Si comprende perchè parliamo, in questo caso, di rivelazione ed insieme di scoperta. Dal punto di vista della nostra analisi è essenziale che la scoperta del significato sponsale del corpo, che leggiamo nella testimonianza del Libro della Genesi, si attui attraverso l’innocenza originaria; anzi, è tale scoperta che la svela e la mette in evidenza.
3. La “nudità”, nel senso di “mancanza di vestito”, nell’antico Medio Oriente significava lo stato di abiezione degli uomini privi di libertà: di schiavi, prigionieri di guerra o di condannati, di quelli che non godevano della protezione della legge. La nudità delle donne era considerata disonore (cf. ad es. le minacce dei profeti: Os. 1; 2 e Ez. 23, 26-29).
L’uomo libero, premuroso della sua dignità, doveva vestirsi sontuosamente: più le vesti avevano strascico, più alta era la dignità (cf. ad es. la veste di Giuseppe, che ispirava la gelosia dei suoi fratelli; o dei farisei, che allungavano le loro frange).
Il secondo significato della “nudità”, in senso eufemistico, riguardava l’atto sessuale. La parola ebraica cerwat significa un vuoto spaziale (ad es. del paesaggio), mancanza di vestito, spogliazione, ma non aveva in sè nulla di obbrobrioso.
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4. L’innocenza originaria appartiene al mistero del “principio” umano, dal quale l’uomo “storico” si è poi separato commettendo il peccato originale. Il che non significa, però, che non sia in grado di avvicinarsi a quel mistero mediante la sua conoscenza teologica. L’uomo “storico” cerca di comprendere il mistero dell’innocenza originaria quasi attraverso un contrasto, e cioè risalendo anche all’esperienza della propria colpa e della propria peccaminosità4. Egli cerca di comprendere l’innocenza originaria come carattere essenziale per la teologia del corpo, partendo dall’esperienza della vergogna; infatti, lo stesso testo biblico così lo orienta. L’innocenza originaria è quindi ciò che “radicalmente”, cioè alle sue stesse radici, esclude la vergogna del corpo nel rapporto uomo-donna ne elimina la necessità nell’uomo, nel suo cuore, ossia nella sua coscienza. Sebbene l’innocenza originaria parli soprattutto del dono del Creatore, della grazia che ha reso possibile all’uomo di vivere il senso della donazione primaria del mondo ed in particolare il senso della donazione reciproca dell’uno all’altro attraverso la mascolinità e femminilità in questo mondo, tuttavia tale innocenza sembra anzitutto riferirsi allo stato interiore del “cuore” umano, della umana volontà. Almeno indirettamente, in essa è inclusa la rivelazione e la scoperta dell’umana coscienza morale –la rivelazione e la scoperta di tutta la dimensione della coscienza– ovviamente, prima della conoscenza del bene e del male. In certo senso, va intesa come rettitudine originaria.
4. “Sappiamo infatti che la legge è spirituale, mentre io sono di carne, venduto come schiavo del peccato. Io non riesco a capire neppure ciò che faccio: infatti non quello che voglio io faccio, ma quello che detesto... Quindi non sono più io a farlo, ma il peccato che abita in me. Io so infatti che in me, cioè nella mia carne, non abita il bene; c’è in me il desiderio del bene, ma non la capacità di attuarlo; infatti io non compio il bene che voglio, ma il male che non voglio. Ora, se faccio quello che non voglio, non sono più io a farlo, ma il peccato che abita in me. Io trovo dunque in me questa legge: quando voglio fare il bene, il male è accanto a me. Infatti acconsento nel mio intimo alla legge di Dio, ma nelle mie membra vedo un’altra legge, che muove guerra alla legge della mia mente e mi rende schiavo della legge del peccato che è nelle mie membra. Sono uno sventurato! Chi mi libererà da questo corpo votato alla morte?” (Rom. 7, 14-15, 17-24; cf.: “Video meliora proboque, deteriora sequor”: OVIDII, Metamorph., VII, 20).
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5. Nel prisma del nostro “a posteriori storico” cerchiamo quindi di ricostruire, in certo modo, la caratteristica dell’innocenza originaria intesa quale contenuto della reciproca esperienza del corpo come esperienza del suo significato sponsale (secondo la testimonianza di Genesi 2, 23-25). Poichè la felicità e l’innocenza sono iscritte nel quadro della comunione delle persone, come se si trattasse di due fili convergenti dell’esistenza dell’uomo nello stesso mistero della creazione, la coscienza beatificante del significato del corpo –cioè del significato sponsale della mascolinità e della femminilità umane– è condizionata dall’originaria innocenza. Sembra che non vi sia alcun impedimento per intendere qui quella innocenza originaria come una particolare “purezza di cuore”, che conserva un’interiore fedeltà al dono secondo il significato sponsale del corpo. Di conseguenza, l’innocenza originaria, così concepita, si manifesta come una tranquilla testimonianza della coscienza che (in questo caso) precede qualsiasi esperienza del bene e del male; e tuttavia tale testimonianza serena della coscienza è qualcosa di tanto più beatificante. Si può dire, infatti, che la coscienza del significato sponsale del corpo, nella sua mascolinità e femminilità, diventa “umanamente” beatificante solo mediante tale testimonianza.
A questo argomento –cioè al legame che, nell’analisi del “principio” dell’uomo, si delinea tra la sua innocenza (purezza di cuore) e la sua felicità– dedicheremo la prossima meditazione.
[Insegnamenti GP II, 3/1, 218-222]