[0866] • JUAN PABLO II (1978-2005) • PROCESOS MATRIMONIALES. UNIDAD E INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO
Del Discurso Il vedervi intorno, a la Rota Romana, en la Inauguración del Año Judicial, 4 febrero 1980
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2. Ciñéndome al campo propiamente vuestro, en todos los procesos eclesiásticos la verdad debe ser siempre, desde el comienzo hasta la sentencia, fundamento, madre y ley de la justicia. Y puesto que el objeto prevalente de vuestra actividad es “la nulidad o no del vínculo matrimonial” –como acaba de afirmar Mons. el Decano–, en este momento me ha parecido oportuno dedicar algunas reflexiones sobre los procesos matrimoniales de nulidad.
Finalidad inmediata de estos procesos es comprobar si existen factores que por ley natural, divina o eclesiástica invalidan el matrimonio, y llegar a emanar una sentencia verdadera y justa sobre la pretendida inexistencia del vínculo conyugal.
Por tanto, el juez canónico establecerá si el matrimonio celebrado ha sido verdadero matrimonio. Está, pues, vinculado por la verdad que trata de indagar con empeño, humildad y caridad.
Y esta verdad “hará libres” (Jn 8, 32) a quienes acuden a la Iglesia angustiados por situaciones dolorosas y, sobre todo, por la duda de si existió o no existió esa realidad dinámica y que abarca toda la personalidad de dos seres, que es el vínculo matrimonial.
Para limitar al máximo los márgenes de error en el cumplimiento de un servicio tan precioso y delicado como el vuestro, la Iglesia ha elaborado un procedimiento que, al tratar de descubrir la verdad objetiva, por una parte asegure mayores garantías a la persona cuando sustenta las propias razones, y por otra respete coherentemente el mandamiento divino Quod Deus coniunxit, homo non separet (Mc 10, 9).
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3. Todas las actas del juicio eclesiástico, desde la demanda a las escrituras de defensa, pueden y deben ser fuentes de verdad: pero de modo especial deben serlo las “actas de la causa”, y entre ellas, las de proceso de instrucción, pues el sumario tiene el fin específico de recoger las pruebas sobre la verdad del hecho que se afirma, a fin de que el juez pueda pronunciar, sobre esta base, una sentencia justa.
A este propósito, y por citación del juez, comparecerán las partes, los testigos y los peritos si los hay para ser interrogados. El juramento de decir la verdad que se exige a todas estas personas está en coherencia perfecta con la finalidad del sumario; no se trata de dar vida a un acontecimiento que no ha existido jamás, sino de poner en evidencia y hacer valer un hecho acaecido en el pasado y que acaso perdura todavía en el presente. Claro está que cada una de estas personas dirá “su” verdad, que normalmente será la verdad objetiva o una parte de ésta, considerada frecuentemente desde distintos puntos de vista, coloreada con el tinte del temperamento propio y hasta quizá con alguna alteración, o también mezclada con errores; pero en cualquier caso todos deberán actuar lealmente, sin traicionar la verdad que ellos creen objetiva, ni tampoco la propia conciencia.
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4. Alejandro III hacía notar en el siglo XII: Saepe contingit quod testes, corrupti praetio, facile inducantur ad falsum testimonium proferendum (c. 10, X, De praesumptionibus II, 23; ed. Richter-Friedberg, II, 355). Por desgracia, tampoco hoy están inmunes los testigos de la posibilidad de prevaricar. Por ello Pío XII, en la alocución sobre la unidad de fin y de acción de las causas matrimoniales, exhortaba no sólo a los testigos, sino a todos los que toman parte en el proceso, a no apartarse de la verdad: “No suceda nunca que se den engaños, perjurios, sobornos o fraudes, del tipo que fuere, en las causas matrimoniales ante tribunales eclesiásticos” (Alocución a la Sacra Rota Romana, 2 de octubre de 1944: AAS 36 [1944] 282).
Porque si ocurriese esto, el sumario no sería ciertamente manantial límpido de verdad y podría inducir a error a los jueces cuando pronuncian la sentencia, no obstante su integridad moral y su esfuerzo leal por descubrir la verdad.
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5. Terminada la fase instructoria, comienza la etapa más comprometida y delicada del proceso para cada uno de los jueces que deberán decidir la causa. Cada uno debe llegar, si ello es posible, a tener certeza moral de la verdad o existencia del hecho, pues esta certeza es requisito indispensable para que el juez pronuncie la sentencia, primero en su corazón, por así decir, y después dando su voto en la reunión del colegio que juzga.
El juez deberá alcanzar tal certeza ex actis et probatis. Sobre todo ex actis, pues hay que presumir que las actas son fuente de verdad. Por ello, y siguiendo la norma de Inocencio III, el juez debet universa rimari. Iudex... usque ad prolationem sententiae debet universa rimari (c. 10, X, De fide instrumentorum, II, 22; ed. Richter-Friedberg, II, 352); es decir, debe escrutar cuidadosamente las actas sin que se le escape nada. Después ex probatis, porque el juez no puede limitarse a dar crédito sólo a las afirmaciones; antes bien, debe tener presente que durante el proceso se puede ofuscar la verdad objetiva con sombras producidas por varias causas, como son el olvido de algunos hechos, la interpretación subjetiva de los mismos, el descuido, el dolo y el fraude a veces. Es necesario que el juez obre con sentido crítico. Tarea ardua porque los errores pueden ser muchos, mientras que la verdad, en cambio, es sólo una. Es necesario, por tanto, buscar en las actas las pruebas de los hechos declarados y proceder luego a la crítica de cada una de dichas pruebas, y confrontarlas con las otras, siguiendo así seriamente el grave consejo de San Gregorio Magno: ne temere indiscussa iudicentur (Moralium 1. 19, c. 25, n. 46: PL v. 76, col. 126).
A ayudar en esta obra delicada e importante de los jueces van encaminados el memoriae de los abogados, las animadversiones del defensor del vínculo y el posible voto del promotor de justicia. También éstos deben servir a la verdad para que triunfe la justicia, cumpliendo así su deber, los primeros en favor de las partes, el segundo en defensa del vínculo y el tercero in iure inquirendo.
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6. Pero es menester tener presente que el objetivo de esta investigación no es llegar a un conocimiento cualquiera de la verdad del hecho, sino alcanzar la “certeza moral”, o sea, ese conocimiento seguro que “se apoya en la constancia de las leyes y costumbres que gobiernan la vida humana” (Pío XII, Alocución a la Sacra Rota Romana, 1 de octubre de 1942: AAS 34 [1942] 339, n. 1). Esta certeza moral da garantías al juez de haber descubierto la verdad del hecho que debe juzgar, es decir, la verdad fundamental, madre y ley de justicia, que por ello le da seguridad de poder –por este lado– dictar una sentencia justa. Y ésta es precisamente la razón por la que la ley exige tal certeza en el juez para consentirle dictar la sentencia (can. 1869 par. 1).
Aprovechando la doctrina y jurisprudencia desarrolladas sobre todo en tiempos más recientes, Pío XII declaró de modo auténtico el concepto canónico de certeza moral en la alocución dirigida a vuestro tribunal el 1 de octubre de 1942 (AAS 34 [1942] 339-343). He aquí las palabras que hacen al caso:
“Entre certeza absoluta y cuasi certeza o probabilidad está como entre dos extremos la certeza moral, de la que de ordinario se trata en las cuestiones sometidas a vuestro foro... Del lado positivo, ésta se caracteriza por el hecho de excluir toda duda fundada o razonable, y considerada así se distingue esencialmente de la cuasi certeza mencionada; por el lado negativo, deja en pie la posibilidad absoluta de su contrario, y en ello se diferencia de la certeza absoluta. La certeza de que hablamos ahora es necesaria y suficiente para dictar una sentencia” (ibid. pp. 339-340 n. 1).
En consecuencia, a ningún juez le es lícito pronunciar sentencia a favor de la nulidad de un matrimonio si no ha llegado antes a la certeza moral de la existencia de dicha nulidad. No basta sólo la probabilidad para decidir una causa. Sería válido para cualquier concesión a este respecto cuanto se ha dicho con sabiduría de las demás leyes relativas al matrimonio: todo relajamiento, lleva en sí una dinámica imperiosa, cui, si mos geratur, divortio, alio nomine tecto, in Ecclesia tolerando via sternitur (Carta del Cardenal Prefecto del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia al Presidente de la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos de América del Norte, 20 de junio de 1973).
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7. La administración de justicia confiada al juez es servicio a la verdad y, al mismo tiempo, ejercicio de una misión que pertenece al orden público. Porque al juez está confiada la ley “para su aplicación racional y normal” (Pablo VI, Alocución a la Sacra Rota Romana, 31 de enero de 1974: AAS 66 [1974] 87).
Es menester, por tanto, que la parte demandante pueda invocar a su favor una ley que en el hecho alegado encuentre un motivo suficiente por derecho natural o divino, positivo o canónico, para invalidar el matrimonio; a través de esta ley se pasará de la verdad del hecho a la justicia o reconocimiento de lo que es debido.
Por ello son graves y múltiples los deberes del juez en relación con la ley. Aludo solamente al primero y más importante, que, además, contiene en sí todos los otros: ¡la fidelidad! Fidelidad a la ley, a la divina, natural y positiva, y a la canónica sustancial y a la del procedimiento.
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8. La objetividad típica de la justicia y del proceso, que en la quaestio facti se concreta en la adhesión a la verdad, en la quaestio iuris se traduce en la fidelidad, conceptos éstos que tienen gran afinidad entre sí, como es obvio. La fidelidad del juez a la ley debe llevarle a hacerse uno con ella, de tal modo que pueda decirse con razón lo que escribía M. T. Cicerón, es decir, que el juez es la misma ley hablando: “magistratum legem esse loquentem” (De legibus 1. 3, n. I, 2; ed. de la Association G. Budé, París 1959, p. 82). Esta fidelidad será la que impulse al juez a adquirir el conjunto de cualidades que necesita para cumplir los otros deberes respecto de la ley: sabiduría para entenderla, ciencia para esclarecerla, celo para defenderla, prudencia para interpretarla en su espíritu más allá del nudus cortex verborum, ponderación y equidad cristiana para aplicarla.
Me es motivo de consuelo haber podido constatar que ha sido grande vuestra fidelidad a la ley de la Iglesia en medio de las circunstancias nada fáciles de los últimos años, en que los valores de la vida matrimonial acertadamente iluminados por el Concilio Vaticano II y el progreso de las ciencias humanas, en especial la psicología y la psiquiatría, han hecho afluir a vuestro tribunal casos que parecen nuevos y planteamientos nuevos no siempre exactos de las causas matrimoniales. A vosotros se debe, después de una profundización seria y delicada de la doctrina conciliar y de las con ciencias mencionadas, la elaboración de las quaestiones iuris en las que habéis cumplido egregiamente vuestros deberes con la ley, separando lo verdadero de lo falso o aclarando lo que estaba confuso, como, por ejemplo, volviendo a llevar no pocos casos presentados como nuevos al punto fundamental de falta de consenso. De esta manera habéis sustentado a contrario el magisterio espléndido de mi predecesor el Papa Pablo VI, de venerada memoria, sobre el consenso en cuanto esencia del matrimonio (Cfr. Alocución a la Sacra Rota Romana, 9 de febrero de 1976: AAS 68 [1976] 204-208).
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9. Esta fidelidad os permitirá asimismo a vosotros, jueces, dar una respuesta clara y respetuosa a las cuestiones que se os someten, como exige vuestro servicio a la verdad; si el matrimonio es nulo y se le declara tal, las dos partes quedan libres en el sentido de que se reconoce que nunca estuvieron realmente vinculadas; si el matrimonio es válido y se le declara tal, se da constancia de que los cónyuges han celebrado un matrimonio que les compromete para toda la vida y les ha conferido la gracia específica para cumplir su destino en esta unión instaurada con plena responsabilidad y libertad.
El matrimonio uno e indisoluble, como realidad humana que es, no constituye algo mecánico o estadístico. Su éxito depende de la libre cooperación de los cónyuges con la gracia de Dios, de su respuesta al designio de amor de Dios. Si por faltar esta cooperación a la gracia divina la unión quedase sin sus frutos, los cónyuges pueden y deben recuperar la gracia de Dios que les fue garantizada por el sacramento y reavivar su compromiso de vivir un amor que no está hecho sólo de afectos y emociones, sino también y sobre todo de entrega recíproca, libre, voluntaria, total, irrevocable.
Es ésta la aportación que se os pide a vosotros, jueces, en el servicio a esa realidad humana y sobrenatural tan importante que es la familia, y que hoy está también rodeada de tantas asechanzas.
Pido para vosotros que Jesucristo, Sol de Verdad y Justicia, esté siempre con vosotros, para que las decisiones de vuestro tribunal reflejen siempre esa superior justicia y verdad que dimanan de vosotros. Es éste el deseo cordialísimo del nuevo año judicial, y lo acompaño con mi Bendición Apostólica.
[Enseñanzas 6, 519-523]