[0867] • JUAN PABLO II (1978-2005) • RELACIONES ENTRE LA INOCENCIA Y LA FELICIDAD ORIGINARIAS DEL HOMBRE
Alocución Proseguiamo l’esame, en la Audiencia General, 6 febrero 1980
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1. Proseguimos el examen de ese “principio” al que Jesús se remitió en su conversación con los fariseos sobre el matrimonio. Esta reflexión nos exige traspasar los umbrales de la historia del hombre y llegar hasta el estado de inocencia originaria. Para capturar el significado de esta inocencia nos basamos, de algún modo, en la experiencia del hombre “histórico”, en el testimonio de su corazón, de su conciencia.
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2. Siguiendo la línea del “a posteriori histórico”, tratamos de reconstruir la peculiaridad de la inocencia originaria encerrada en la experiencia recíproca del cuerpo y de su significado esponsalicio, según lo que afirma Gén 2, 23-25. La situación aquí descrita revela la experiencia beatificante del significado del cuerpo que, en el ámbito del misterio de la creación, logra el hombre, por decirlo así, en lo complementario que hay en él de masculino y femenino. Sin embargo, en las raíces de esta experiencia debe estar la libertad interior del don, unida sobre todo a la inocencia; la voluntad humana es originariamente inocente y, de este modo, se facilita la reciprocidad e intercambio del don del cuerpo, según su masculinidad y feminidad, como don de la persona. Consiguientemente, la inocencia de que habla Gén 2, 25 se puede definir como inocencia de la recíproca experiencia del cuerpo. La frase “Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello”, expresa precisamente esa inocencia en la recíproca “experiencia del cuerpo”, inocencia que inspiraba el interior intercambio del don de la persona que, en la relación recíproca, realiza concretamente el significado esponsalicio de la masculinidad y feminidad. Así, pues, para comprender la inocencia de la mutua experiencia del cuerpo debemos tratar de esclarecer en qué consiste la inocencia interior en el intercambio del don de la persona. Este intercambio constituye, efectivamente, la verdadera fuente de la experiencia de la inocencia.
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3. Podemos decir que la inocencia interior (esto es, la rectitud de intención) en el intercambio del don consiste en una recíproca “aceptación” del otro, tal que corresponda a la esencia misma del don; de este modo, la donación mutua crea la comunión de las personas. Por esto, se trata de “acoger”’ al otro ser humano y de “aceptarlo”, precisamente porque en esta relación mutua de que habla Gén 2, 23-25 el varón y la mujer se convierten en don el uno para el otro, mediante toda la verdad y la evidencia de su propio cuerpo, en su masculinidad y feminidad. Se trata, pues, de una “aceptación” o “acogida” tal que exprese y sostenga en la desnudez recíproca el significado del don y por eso profundice la dignidad recíproca de él. Esa dignidad corresponde profundamente al hecho de que el Creador ha querido (y continuamente quiere) al hombre, varón y mujer, “por sí mismo”. La inocencia “del corazón” y, por consiguiente, la inocencia de la experiencia significa participación moral en el eterno y permanente acto de la voluntad de Dios.
Lo contrario de esta “acogida” o “aceptación” del otro ser humano como don sería una privación del don mismo y por eso un trastrueque e incluso una reducción del otro a “objeto para mí mismo” (objeto de concupiscencia, de “apropiación indebida”, etc.). No trataremos ahora detalladamente de esta multiforme, presumible antítesis del don. Pero es necesario constatar ya aquí, en el contexto de Gén 2, 23-25, que producir tal extorsión al otro ser humano en su don (a la mujer por parte del varón y viceversa) y reducirlo interiormente a mero “objeto para mí”, debería señalar precisamente el comienzo de la vergüenza. Efectivamente, ésta corresponde a una amenaza interferida al don en su intimidad personal y testimonia el derrumbamiento interior de la inocencia en la experiencia recíproca.
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4. Según Gén 2, 25, “el hombre y la mujer no sentían vergüenza”. Esto nos permite llegar a la conclusión de que el intercambio del don, en el que participa toda su humanidad, alma y cuerpo, feminidad y masculinidad, se realiza conservando la característica interior (esto es, precisamente la inocencia) de la donación de sí y de la aceptación del otro como don. Estas dos funciones de intercambio mutuo están profundamente vinculadas en todo el proceso del “don de sí”: el donar y el aceptar el don se compenetran, de tal manera que el mismo donar se convierte en aceptar y el aceptar se transforma en donar.
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5. Gén 2, 23-25 nos permite deducir que la mujer, la cual, en el misterio de la creación, fue “dada” al hombre por el Creador, es “acogida” o sea, aceptada por él como don, gracias a la inocencia originaria. El texto bíblico es totalmente claro y límpido en este punto. Al mismo tiempo, la aceptación de la mujer por parte del hombre y el mismo modo de aceptarla se convierten como en una primera donación, de suerte que la mujer donándose (desde el primer momento en que en el misterio de la creación fue “dada” al hombre por parte del Creador) “se descubre” a la vez “a sí misma”, gracias al hecho de que ha sido aceptada y acogida, y gracias al modo con que ha sido recibida por el hombre. Ella se encuentra, pues, a sí misma en el propio donarse (“a través de un don sincero de sí”: Gaudium et spes, 24), cuando es aceptada tal como la ha querido el Creador, esto es, “por sí misma”, a través de su humanidad y feminidad; cuando en esta aceptación se asegura toda la dignidad del don, mediante la ofrenda de lo que ella es en toda la verdad de su humanidad y en toda la realidad de su cuerpo y de su sexo, de su feminidad, ella llega a la profundidad íntima de su persona y a la posesión plena de sí. Añadamos que este encontrarse a sí mismos en el propio don se convierte en fuente de un nuevo don de sí, que crece en virtud de la disposición interior al intercambio del don y en la medida en que encuentra una igual e incluso más profunda aceptación y acogida, como fruto de una cada vez más intensa conciencia del don mismo.
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6. Parece que el segundo relato de la creación haya asignado al hombre “desde el principio” la función de quien sobre todo recibe el don (Cfr. especialmente Gén 2, 23). La mujer está confiada “desde el principio” a sus ojos, a su conciencia, a su sensibilidad, a su “corazón”; él, en cambio, debe asegurar, de cierto modo, el proceso mismo del intercambio del don, la recíproca compenetración del dar y del recibir en don, la cual, precisamente a través de su reciprocidad, crea una auténtica comunión de personas.
Si la mujer, en el misterio de la creación, es aquélla que ha sido “dada” al hombre, éste, por su parte, al recibirla como don en la plena realidad de su persona y feminidad, por esto mismo la enriquece, y al mismo tiempo también él se enriquece en esta relación recíproca. El hombre se enriquece no sólo mediante ella, que le dona la propia persona y feminidad, sino también mediante la donación de sí mismo. La donación por parte del hombre, en respuesta a la de la mujer, es un enriquecimiento para él mismo; en efecto, ahí se manifiesta como la esencia específica de su masculinidad que, a través de la realidad del cuerpo y del sexo, alcanza la íntima profundidad de la “posesión de sí”, gracias a la cual es capaz tanto de darse a sí mismo como de recibir el don del otro. El hombre, pues, no sólo acepta el don, sino que a la vez es acogido como don por la mujer, en la revelación de la interior esencia espiritual de su masculinidad, juntamente con toda la verdad de su cuerpo y de su sexo. Al ser aceptado así, se enriquece por esta aceptación y acogida del don de la propia masculinidad. A continuación, esta aceptación, en la que el hombre se encuentra a sí mismo a través del “don sincero de sí”, se convierte para él en fuente de un nuevo y más profundo enriquecimiento de la mujer con él. El intercambio es recíproco, y en él se revelan y crecen los efectos mutuos del “don sincero” y del “encuentro de sí”.
De este modo, siguiendo las huellas del “a posteriori histórico” –y sobre todo siguiendo las huellas de los corazones humanos–, podemos reproducir y casi reconstruir ese recíproco intercambio del don de la persona que está descrito en el antiguo texto, tan rico y profundo, del Libro del Génesis.
[Enseñanzas 5, 135-137]
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1. Proseguiamo l’esame di quel “principio”, al quale Gesù si è richiamato nel suo colloquio con i farisei sul tema del matrimonio. Questa riflessione esige da noi di oltrepassare la soglia della storia dell’uomo e di giungere fino allo stato di innocenza originaria. Per cogliere il significato di tale innocenza, ci basiamo, in certo modo, sull’esperienza dell’uomo “storico”, sulla testimonianza del suo cuore, della sua coscienza.
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2. Seguendo la linea dell’“a posteriori storico”, tentiamo di ricostruire la peculiarità dell’innocenza originaria racchiusa nell’esperienza reciproca del corpo e del suo significato sponsale, secondo quanto attesta Genesi 2, 23-25. La situazione qui descritta rivela l’esperienza beatificante del significato del corpo che, nell’ambito del mistero della creazione, l’uomo attinge, per così dire, nella complementarietà di ciò che in lui è maschile e femminile. Tuttavia, alle radici di questa esperienza deve esserci la libertà interiore del dono, unita soprattutto all’innocenza; la volontà umana è originariamente innocente e, in questo modo, è facilitata la reciprocità e lo scambio del dono del corpo, secondo la sua mascolinità e femminilità, quale dono della persona. Conseguentemente, l’innocenza attestata in Genesi 2, 25 si può definire come innocenza della reciproca esperienza del corpo. La frase: “Tutti e due erano nudi, l’uomo e sua moglie, ma non ne provavano vergogna”, esprime propio tale innocenza nella reciproca “esperienza del corpo”, innocenza ispirante lscambio del dono della persona, che, nel reciproco rapporto, realizza in concreto il significato sponsale della mascolinità e femminilità. Così, dunque, per comprendere l’innocenza della mutua esperienza del corpo, dobbiamo cercare di chiarire in che cosa consista l’innocenza interiore nello scambio del dono della persona. Tal scambio costituisce, infatti, la vera sorgente dell’esperienza dell’innocenza.
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3. Possiamo dire che l’innocenza interiore (cioè la rettitudine di intenzione) nello scambio del dono consiste in una reciproca “accettazione” dell’altro, tale da corrispondere all’essenza stessa del dono; in questo modo, la donazione vicendevole crea la comunione delle persone. Si tratta, perciò, di “accogliere” l’altro essere umano e di “accettarlo”, proprio perchè in questa mutua relazione, di cui parla Genesi 2, 23-25, l’uomo e la donna diventano dono l’uno per l’altro, mediante tutta la verità e l’evidenza del loro proprio corpo, nella sua mascolinità e femminilità. Si tratta, quindi, di una tale “accettazione” o “accoglienza” che esprima e sostenga nella reciproca nudità il significato del dono e perciò approfondisca la dignità reciproca di esso. Tale dignità corrisponde profondamente al fatto che il Creatore ha voluto (e continuamente vuole) l’uomo, maschio e femmina, “per se stesso”. L’innocenza “del cuore”, e, di conseguenza, l’innocenza dell’esperienza significa partecipazione morale all’eterno e permanente atto della volontà di Dio.
Il contrario di tale “accoglienza” o “accettazione” dell’altro essere umano come dono sarebbe una privazione del dono stesso e perciò un tramutamento e addirittura una riduzione dell’altro ad “oggetto per me stesso” (oggetto di concupiscenza, di “appropriazione indebita”, ecc.). Non tratteremo, ora, in modo particolareggiato di questa multiforme, presumibile antitesi del dono. Occorre pero già qui, nel contesto di Genesi 2, 23-25, costatare che un tale estorcere all’altro essere umano il suo dono (alla donna da parte dell’uomo e viceversa) ed il ridurlo interiormente a puro “oggetto per me”, dovrebbe appunto segnare l’inizio della vergogna. Questa, infatti, corrisponde ad una minaccia inferta al dono nella sua personale intimità e testimonia il crollo interiore dell’innocenza nell’esperienza reciproca.
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4. Secondo Genesi 2, 25, “uomo e donna non provavano vergogna”. Questo ci permette di giungere alla conclusione che lo scambio del dono, al quale partecipa tutta la loro umanità, anima e corpo, femminilità e mascolinità, si realizza conservando la caratteristica interiore (cioè appunto l’innocenza) della donazione di sè e dell’accettazione dell’altro come dono. Queste due funzioni del mutuo scambio sono profondamente connesse in tutto il processo del “dono di sè”: il donare e l’accettare il dono si compenetrano, così che lo stesso donare diventa accettare, e l’accettare si trasforma in donare.
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5. Genesi 2, 23-25 ci permette di dedurre che la donna, la quale nel mistero della creazione “è data” all’uomo dal Creatore, grazie all’innocenza originaria viene “accolta”, ossia accettata da lui quale dono. Il testo biblico a questo punto è del tutto chiaro e limpido. In pari tempo, l’accettazione della donna da parte dell’uomo e lo stesso modo di accettarla diventano quasi una prima donazione, cosicchè la donna donandosi (sin dal primo momento in cui nel mistero della creazione è stata “data” all’uomo da parte del Creatore) “riscopre” ad un tempo “se stessa”, grazie al fatto che è stata accettata e accolta e grazie al modo con cui è stata ricevuta dall’uomo. Ella ritrova quindi se stessa nel proprio donarsi (“attraverso un dono sincero di sè”)1, quando viene accettata così come l’ha voluta il Creatore, cioè “per se stessa”, attraverso la sua umanità e femminilità; quando in questa accettazione viene assicurata tutta la dignità del dono, mediante l’offerta di ciò che ella è in tutta la verità della sua umanità e in tutta la realtà del suo corpo e sesso, della sua femminilità, ella perviene all’intima profondità della sua persona e al pieno possesso di sè. Aggiungiamo che questo ritrovare se stessi nel proprio dono diventa sorgente di un nuovo dono di sè, che cresce in forza dell’intenore disposizione allo scambio del dono e nella misura in cui incontra una medesima e anzi più profonda accettazione e accoglienza, come frutto di una sempre più intensa coscienza del dono stesso.
1. Gaudium et spes, 24.
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6. Sembra che il secondo racconto della creazione abbia assegnato “da principio” all’uomo la funzione di chi soprattutto riceve il dono (2). La donna viene “da principio” affidata ai suoi occhi, alla sua coscienza, alla sua sensibilità, al suo “cuore”; lui invece deve, in certo senso, assicurare il processo stesso dello scambio del dono, la reciproca compenetrazione del dare e ricevere in dono, la quale, appunto attraverso la sua reciprocità, crea un’autentica comunione di persone.
Se la donna, nel mistero della creazione, è colei che è stata “data” all’uomo, questi da parte sua, ricevendola quale dono nella piena verità della sua persona e femminilità, per ciò stesso la arricchisce, e in pari tempo anch’egli, in questa relazione reciproca, viene arricchito. L’uomo si arricchisce non soltanto mediante lei, che gli dona la propria persona e femminilità, ma anche mediante la donazione di se stesso. La donazione da parte dell’uomo, in risposta a quella della donna, è per lui stesso un arricchimento; infatti vi si manifesta quasi l’essenza specifica della sua mascolinità che, attraverso la realtà del corpo e del sesso, raggiunge l’intima profondità del “possesso di sè”, grazie alla quale è capace sia di dare se stesso che di ricevere il dono dell’altro. L’uomo, quindi, non soltanto accetta il dono, ma ad un tempo viene accolto quale dono dalla donna, nel rivelarsi della interiore spirituale essenza della sua mascolinità, insieme con tutta la verità del suo corpo e sesso. Così accettato, egli, per questa accettazione ed accoglienza del dono della propria mascolinità, si arricchisce. In seguito, tale accettazione, in cui l’uomo ritrova se stesso attraverso il “dono sincero di sè”, diventa in lui sorgente di un nuovo e più profondo arricchimento della donna con sè. Lo scambio è reciproco, ed in esso si rivelano e crescono gli effetti vicendevoli del “dono sincero” e del “ritrovamento di sè”.
In questo modo, seguendo le orme dell’“a posteriori storico” –e soprattutto seguendo le orme dei cuori umani– possiamo riprodurre e quasi ricostruire quel reciproco scambio del dono della persona, che è stato descritto nell’antico testo, tanto ricco e profondo, del Libro della Genesi.
[Insegnamenti GP II, 3/1, 326-329]
2. Cf. praesertim Gen. 2, 23.