[0869] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL “SACRAMENTO DEL CUERPO”, SUJETO DE SANTIDAD
Alocución Il Libro della Genesi, en la Audiencia General, 20 febrero 1980
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1. El Libro del Génesis pone de relieve que el hombre y la mujer han sido creados para el matrimonio: “...Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se adherirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne” (Gén 2, 24). De este modo se abre la gran perspectiva creadora de la existencia humana, que se renueva constantemente mediante la “procreación”, que es “autorreproducción”. Esta perspectiva está radicada en la conciencia de la humanidad y también en la comprensión particular del significado esponsalicio del cuerpo, con su masculinidad y feminidad. Varón y mujer, en el misterio de la creación, son un don recíproco. La inocencia originaria manifiesta y a la vez determina el “ethos” perfecto del don.
Hablamos de esto durante el encuentro precedente. A través del ethos del don se delinea en parte el problema de la “subjetividad” del hombre, que es un sujeto hecho a imagen y semejanza de Dios. En el relato de la creación (particularmente en Gén 2, 23-25), “la mujer”, ciertamente, no es sólo “un objeto” para el varón, aun permaneciendo ambos el uno frente a la otra en toda la plenitud de su objetividad de criaturas, como “hueso de mis huesos y carne de mi carne”, como varón y mujer, ambos desnudos. Sólo la desnudez que hace “objeto” a la mujer para el hombre, o viceversa, es fuente de vergüenza. El hecho de que “no sentían vergüenza” quiere decir que la mujer no era un “objeto” para el varón, ni él para ella. La inocencia interior como “pureza de corazón”, en cierto modo, hacía imposible que el uno fuese reducido de cualquier modo por el otro al nivel de mero objeto. Si “no sentían vergüenza” quiere decir que estaban unidos por la conciencia del don, tenían recíproca conciencia del significado esponsalicio de sus cuerpos, en lo que se expresa la libertad del don y se manifiesta toda la riqueza interior de la persona como sujeto. Esta recíproca compenetración del “yo” de las personas humanas, del varón y de la mujer, parece excluir subjetivamente cualquier “reducción a objeto”. En esto se revela el perfil subjetivo de ese amor, del que se puede decir, sin embargo, que “es objetivo” hasta el fondo, en cuanto que se nutre de la misma recíproca “objetividad” del don.
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2. El hombre y la mujer, después del pecado original, perderán la gracia de la inocencia originaria. El descubrimiento del significado esponsalicio del cuerpo dejará de ser para ellos una simple realidad de la revelación y de la gracia. Sin embargo, este significado permanecerá como prenda dada al hombre por el “ethos” del don, inscrito en lo profundo del corazón humano, como eco lejano de la inocencia originaria. De ese significado esponsalicio se formará el amor humano en su verdad interior y en su autenticidad subjetiva. Y el hombre –aunque a través del velo de la vergüenza–se descubrirá allí continuamente a sí mismo como custodio del misterio del sujeto, esto es, de la libertad del don, capaz de defenderla de cualquier reducción a posiciones de puro objeto.
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3. Sin embargo, por ahora nos encontramos ante los umbrales de la historia terrena del hombre. El varón y la mujer no los han atravesado todavía hacia la ciencia del bien y del mal. Están inmersos en el misterio mismo de la creación, y la profundidad de este misterio escondido en su corazón es la inocencia, la gracia, el amor y la justicia. “Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho” (Gén 1, 31). El hombre aparece en el mundo visible como la expresión más alta del don divino, porque lleva en sí la dimensión interior del don. Y con ella trae al mundo su particular semejanza con Dios, con la que trasciende y domina también su “visibilidad” en el mundo, su corporeidad, su masculinidad o feminidad, su desnudez. Un reflujo de esta semejanza es también la conciencia primordial del significado esponsalicio del cuerpo, penetrada por el misterio de la inocencia originaria.
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4. Así, en esta dimensión, se constituye un sacramento primordial, entendido como signo que transmite eficazmente en el mundo visible el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad. Y éste es el misterio de la verdad y del amor, el misterio de la vida divina, de la que el hombre participa realmente. En la historia del hombre es la inocencia originaria la que inicia esta participación y es también fuente de la felicidad originaria. El sacramento, como signo visible, se constituye con el hombre, en cuanto “cuerpo”, mediante su “visible” masculinidad y feminidad. En efecto, el cuerpo, y sólo él, es capaz de hacer visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. Ha sido creado para transferir a la realidad visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad en Dios y ser así su signo.
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[8.–] 5. Por tanto, en el hombre creado a imagen de Dios se ha revelado, en cierto sentido, la sacramentalidad misma de la creación, la sacramentalidad del mundo. Efectivamente, el hombre, mediante su corporeidad, su masculinidad y feminidad, se convierte en signo visible de la economía de la verdad y del amor, que tiene su fuente en Dios mismo y que ya fue revelada en el misterio de la creación. En este amplio telón de fondo comprendemos plenamente las palabras que constituyen el sacramento del matrimonio, presentes en Gén 2, 24 (“Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se adherirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne”). En este amplio telón de fondo comprendemos, además, que las palabras de Gén 2, 25 (“Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello”), a través de toda la profundidad de su significado antropológico, expresan el hecho de que juntamente con el hombre entró la santidad en el mundo visible, creado para él. El sacramento del mundo, y el sacramento del hombre en el mundo, proviene de la fuente divina de la santidad, y simultáneamente está instituido para la santidad. La inocencia originaria, unida a la experiencia del significado esponsalicio del cuerpo, es la misma santidad que permite al hombre expresarse profundamente con el propio cuerpo, y esto precisamente mediante el “don sincero” de sí mismo. La conciencia del don condiciona, en este caso, “el sacramento del cuerpo”: el hombre se siente, en su cuerpo de varón o de mujer, sujeto de santidad.
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[9.–] 6. Con esta conciencia del significado del propio cuerpo, el hombre, como varón y mujer, entra en el mundo como sujeto de verdad y de amor. Se puede decir que Gén 2, 23-25 relata como la primera fiesta de la humanidad en toda la plenitud originaria de la experiencia del significado esponsalicio del cuerpo: y es una fiesta de la humanidad, que trae origen de las fuentes divinas de la verdad y del amor en el misterio mismo de la creación. Y aunque, muy pronto, sobre esta fiesta originaria se extienda el horizonte del pecado y de la muerte (cf. Gén 3), sin embargo, ya desde el misterio de la creación sacamos una primera esperanza: es decir, que el fruto de la economía divina de la verdad y del amor, que fue revelada desde “el principio”, no es la muerte, sino la vida, y no es tanto la destrucción del cuerpo del hombre creado a “imagen de Dios” cuanto más bien la “llamada a la gloria” (Cfr. Rom 8, 30).
[Enseñanzas 5, 141-143]
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1. Il Libro della Genesi rileva che l’uomo e la donna sono stati creati per il matrimonio: “...L’uomo abbandonerà suo padre e sua madre e si unirà a sua moglie e due saranno una sola carne” (1).
In questo modo si apre la grande prospettiva creatrice dell’esistenza umana, che sempre si rinnova mediante la “procreazione” che è “autoriproduzione”. Tale prospettiva è radicata nella coscienza dell’umanità e anche nella particolare comprensione del significato sponsale del corpo, con la sua mascolinità e femminilità. Uomo e donna, nel mistero della creazione, sono un reciproco dono. L’innocenza originaria manifesta e insieme determina l’ethos perfetto del dono.
Di ciò abbiamo parlato durante il precedente incontro. Attraverso l’ethos del dono viene delineato in parte il problema della “soggettività” dell’uomo, il quale è un soggetto fatto ad immagine e somiglianza di Dio. Nel racconto della creazione (2) “la donna” certamente non è soltanto “un oggetto” per l’uomo, pur rimanendo ambedue l’uno di fronte all’altra in tutta la pienezza della loro oggettività di creature come “osso dalle mie ossa, carne dalla mia carne”, come maschio e femmina, entrambi nudi. Solo la nudità che rende “oggetto” la donna per l’uomo, o viceversa, è fonte di vergogna. Il fatto che “non provavano vergogna” vuol dire che la donna non era per l’uomo un “oggetto” né lui per lei. L’innocenza interiore come “purezza di cuore”, in certo modo, rendeva impossibile che l’uno venisse comunque ridotto dall’altro al livello di mero oggetto. Se “non provavano vergogna”, vuol dire che erano uniti dalla coscienza del dono, avevano reciproca consapevolezza del significato sponsale dei loro corpi, in cui si esprime la libertà del dono e si manifesta tutta l’interiore ricchezza della persona come soggetto. Tale reciproca compenetrazione dell’“io” delle persone umane, dell’uomo e della donna, sembra escludere soggettivamente qualsiasi “riduzione ad oggetto”. Si revela in ciò il profilo soggettivo di quell’amore, di cui peraltro, si può dire che “è oggettivo” fino in fondo, in quanto si nutre della stessa reciproca “oggettività del dono”.
1. Gen. 2, 24.
2. Cf. praesertim Gen. 2, 23-25.
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2. L’uomo e la donna, dopo il peccato originale, perderanno la grazia dell’innocenza originaria. La scoperta del significato sponsale del corpo cesserà di essere per loro una semplice realtà della rivelazione e della grazia. Tuttavia, tale significato resterà come impegno dato all’uomo dall’ethos del dono, iscritto nel profondo del cuore umano, quasi lontana eco dell’innocenza originaria. Da quel significato sponsale si formerà l’amore umano nella sua intenore verità e nella sua soggettiva autenticità. E l’uomo –anche attraverso il velo della vergogna– vi riscoprirà continuamente se stesso come custode del mistero del soggetto, cioè della libertà del dono, così da difenderla da qualsiasi riduzione a posizioni di puro oggetto.
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3. Per ora, tuttavia, ci troviamo dinanzi alla soglia della storia terrena dell’uomo. L’uomo e la donna non l’hanno ancora varcata verso la conoscenza del bene e del male. Sono immersi nel mistero stesso della creazione, e la profondità di questo mistero nascosto nel loro cuore è l’innocenza, la grazia, l’amore e la giustizia: “E Dio vide quanto aveva fatto, ed ecco, era cosa molto buona” (3). L’uomo appare nel mondo visibile come la più alta espressione del dono divino, perchè porta in sè l’interiore dimensione del dono. E con essa porta nel mondo la sua particolare somiglianza con Dio, con la quale egli trascende e domina anche la sua “visibilità” nel mondo, la sua corporeità, la sua mascolinità o femminilità, la sua nudità. Un riflesso di questa somiglianza è anche la consapevolezza primordiale del significato sponsale del corpo, pervasa dal mistero dell’innocenza originaria.
3. Gen. 1, 31.
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4. Così, in questa dimensione, si costituisce un primordiale sacramento, inteso quale segno che trasmette efficacemente nel mondo visibile il mistero invisibile nascosto in Dio dall’eternità. E questo è il mistero della Verità e dell’Amore, il mistero della vita divina, alla quale l’uomo partecipa realmente. Nella storia dell’uomo, è l’innocenza originaria che inizia questa partecipazione ed è anche sorgente della originaria felicità. Il sacramento, come segno visibile, si costituisce con l’uomo, in quanto “corpo”, mediante la sua “visibile” mascolinità e femminilità. Il corpo, infatti, e soltanto esso, è capace di rendere visibile ciò che è invisibile: lo spirituale e il divino. Esso è stato creato per trasferire nella realtà visibile del mondo il mistero nascosto dall’eternità in Dio, e così esserne segno.
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[8.–] 5. Dunque, nell’uomo creato ad immagine di Dio è stata rivelata, in certo senso, la sacramentalità stessa della creazione, la sacramentalità del mondo. L’uomo, infatti, mediante la sua corporeità, la sua mascolinità e femminilità, diventa segno visibile dell’economia della Verità e dell’Amore, che ha la sorgente in Dio stesso e che fu rivelata già nel mistero della creazione. Su questo vasto sfondo comprendiamo pienamente le parole costitutive del sacramento del matrimonio, presente in Genesi 2, 24 (“l’uomo abbandonerà suo padre e sua madre e si unirà a sua moglie e i due saranno una sola carne”). Su questo vasto sfondo, comprendiamo inoltre, che le parole di Genesi 2, 25 (“tutti e due erano nudi, l’uomo e sua moglie, ma non ne provavano vergogna”), attraverso tutta la profondità del loro significato antropologico, esprimono il fatto che insieme con l’uomo è entrata la santità nel mondo visibile, creato per lui. Il sacramento del mondo, e il sacramento dell’uomo nel mondo, proviene dalla sorgente divina della santità, e contemporaneamente è istituito per la santità. L’innocenza originaria, collegata all’esperienza del significato sponsale del corpo, è la stessa santità che permette all’uomo di esprimersi profondamente col proprio corpo, e ciò, appunto, mediante il “dono sincero” di se stesso. La coscienza del dono condiziona, in questo caso, “il sacramento del corpo”: l’uomo si sente, nel suo corpo di maschio o di femmina, soggetto di santità.
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[9.–] 6. Con tale coscienza del significato del proprio corpo, l’uomo, quale maschio e femmina, entra nel mondo come soggetto di verità e di amore. Si può dire che Genesi 2, 23-25 narra quasi la prima festa dell’umanità in tutta la pienezza originaria dell’esperienza del significato sponsale del corpo: ed è una festa dell’umanità, che trae origine dalle fonti divine della Verità e dell’Amore nel mistero stesso della creazione. E sebbene, ben presto, su quella festa originaria si estenda l’orizzonte del peccato e della morte (4), tuttavia già fin dal mistero della creazione attingiamo una prima speranza: che, cioè, il frutto della economia divina della verità e dell’amore, che si è rivelata “al principio”, sia non la Morte, ma la Vita, e non tanto la distruzione del corpo dellcreato ad “immagine di Dio”, quanto piuttosto la “chiamata alla gloria” (5).
[Insegnamenti GP II, 3/1, 428-431]
4. Gen. 3.
5. Cf. Rom. 8, 30.