[0873] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA DIGNIDAD DE LA GENERACIÓN HUMANA
Alocución Nella meditazione, en la Audiencia General, 12 marzo 1980
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1. En la meditación precedente sometimos a análisis la frase de Gén 4, 1 y, en particular, el término “conoció”, utilizado en el texto original para definir la unión conyugal. También pusimos de relieve que este “conocimiento” bíblico establece una especie de arquetipo (1) personal de la corporeidad y sexualidad humana. Esto parece absolutamente fundamental para comprender al hombre, que desde el “principio” busca el significado del propio cuerpo. Este significado está en la base de la misma teología del cuerpo. El término “conoció”-“se unió” (Gén 4, 1-2) sintetiza toda la densidad del texto bíblico analizado hasta ahora. El “hombre” que, según Gén 4, 1, “conoce” por vez primera a la mujer, su mujer, en el acto de la unión conyugal, es en efecto el mismo que, al poner nombre, es decir, “al conocer” también, se ha “diferenciado” de todo el mundo de los seres vivientes o animalia, afirmándose a sí mismo como persona y sujeto. El “conocimiento” de que habla Gén 4, 1 no lo aleja ni puede alejarlo del nivel de ese primordial y fundamental autoconocimiento. Por tanto –diga lo que diga sobre esto una mentalidad unilateralmente “naturalista”–, en Gén 4, 1 no puede tratarse de una aceptación pasiva de la propia determinación por parte del cuerpo y del sexo, precisamente porque se trata de “conocimiento”.
Es, en cambio, un descubrimiento ulterior del significado del propio cuerpo, descubrimiento común y recíproco, así como común y recíproca es desde el principio la existencia del hombre a quien “Dios creó varón y mujer”. El conocimiento, que estaba en la base de la soledad originaria del hombre, está ahora en la base de esta unidad del varón y de la mujer, cuya perspectiva clara ha sido puesta por el Creador en el misterio mismo de la creación (Cfr. Gén 1, 27; 2, 23). En este “conocimiento” el hombre confirma el significado del nombre “Eva”, dado a su mujer, “por ser la madre de todos los vivientes” (Gén 3, 20).
1. En cuanto a los arquetipos, C. G. Jung los describe como formas a priori de varias funciones del alma: percepción de relación, fantasía creativa. Las formas se llenan de contenido con materiales de la experiencia (véase, sobre todo, Die psychologischen Aspekte des Mutterarchetypus: Eranos”, 6 [1938] pp. 405-409).
Según esta concepción, se puede encontrar un arquetipo en la mutua relación varón-mujer, relación que se basa en la realización binaria y complementaria del ser humano en dos sexos. El arquetipo se llenará de contenido mediante la experiencia individual y colectiva, y puede poner en movimiento a la fantasía creadora de imágenes. Sería necesario precisar que el arquetipo: a) no se limita ni se exalta en la relación física, sino que incluye la relación del “conocer”; b) está cargado de tendencia deseo-temor, don-posesión; c) el arquetipo, como proto-imagen (Urbild) es generador de imágenes (Bilder).
El tercer aspecto nos permite pasar a la hermenéutica, en concreto a la de textos de la Escritura y de la Tradición. El lenguaje religioso primario es simbólico [cfr. W. STäHLIN, Symbolon (1958); I. MACQUARRIE, God Talk (1968); T. FAWCETT, The Symbolic Language of Religion (1970)]. Entre los símbolos, él prefiere algunos radicales o ejemplares, que podríamos llamar arquetipales. Ahora bien: entre los de la Biblia usa el de la relación conyugal, concretamente al nivel del “conocer” descrito.
Uno de los primeros poemas bíblicos que aplica el arquetipo conyugal a las relaciones de Dios con su Pueblo culmina en el verbo comentado: “Conocerás al Señor” (Os. 2, 20: w‘ y¯ad¯a‘ ta’et Yhwh; atenuado en “Conocerá que Yo soy el Señor” wyd‘t ky ’ny Yhwh: Is. 49, 23; 60 16; Ez. 16, 62, que son los tres poemas conyugales). De aquí parte una tradición literaria, que culminará en la aplicación paulina de Ef. 5 a Cristo y a la Iglesia; luego pasará a la tradición patrística y a la de los grandes místicos (por ejemplo, Llama de amor viva, de San Juan de la Cruz).
En el tratado Grundzüge der Literatur –und Sprachwissenschaft, vol. I(Munich 1976) 4.ª ed., p. 462, se definen así los arquetipos: “Imágenes y motivos arcaicos que, según Jung, forman el contenido del inconsciente colectivo común a todos los hombres; presentan símbolos, que en todos los tiempos y en todos los pueblos hacen vivo de manera imaginaria lo que para la humanidad es decisivo en cuanto a ideas, representaciones e instintos”.
Freud, a lo que parece, no utiliza el concepto de arquetipo. Establece un símbolo o código de correspondencias fijas entre imágenes presentes-patentes y pensamientos latentes. El sentido de los símbolos es fijo, aun cuando no único; pueden ser reducibles a un pensamiento último, irreductible a su vez, que suele ser alguna experiencia de la infancia. Éstos son primarios y de carácter sexual (pero no los llama arquetipos). Véase T. TODOROV, Théories du symbol (París 1977), pp. 317 ss; además, J. JACOBY, Komplex, Archetyp, Symbol in der Psychologie C.G. Jung (Zurich 1957).
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2. Según Gén 4, 1, aquél que conoce es el varón, y la que es conocida es la mujer-esposa, como si la determinación específica de la mujer, a través del propio cuerpo y sexo, escondiese lo que constituye la profundidad misma de su feminidad. En cambio, el varón fue el primero que –después del pecado– sintió la vergüenza de su desnudez y el primero que dijo: “He tenido miedo, porque estaba desnudo, y me escondí” (Gén 3, 10). Será necesario volver todavía por separado al estado de ánimo de ambos después de perder la inocencia originaria. Pero ya desde ahora es necesario constatar que en el “conocimiento”, de que habla Gén 4, 1, el misterio de la feminidad se manifiesta y se revela hasta el fondo mediante la maternidad, como dice el texto: “la cual concibió y parió”. La mujer está ante el hombre como madre, sujeto de la nueva vida humana que se concibe y se desarrolla en ella, y de ella nace al mundo. Así se revela también hasta el fondo el misterio de la masculinidad del hombre, es decir, el significado generador y “paterno” de su cuerpo (2).
2. La paternidad es uno de los aspectos de la humanidad más puestos de relieve en la Sagrada Escritura.
El texto de Gén. 5, 3:“Adán... engendró un hijo a su imagen y semejanza”, se une explícitamente al relato de la creación del hombre (Gén. 1, 27; 5, 1) y parece atribuir al padre terrestre la participación en la obra divina de transmitir la vida, y quizá también en esa alegría presente en la afirmación:“y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho” (Gén. 1, 31).
5. Ibid. 3, 10.
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3. La teología del cuerpo contenida en el Libro del Génesis es concisa y parca en palabras. Al mismo tiempo, encuentran allí expresión contenidos fundamentales, en cierto sentido primarios y definitivos. Se encuentran todos a su modo en ese “conocimiento” bíblico. La constitución de la mujer es diferente respecto al varón; más aún, hoy sabemos que es diferente hasta en sus determinantes biofisiológicas más profundas. Se manifiesta exteriormente sólo en cierta medida, en la estructura y en la forma de su cuerpo. La maternidad manifiesta esta constitución interiormente, como particular potencialidad del organismo femenino, que con peculiaridad creadora sirve a la concepción y a la generación del ser humano con el concurso del varón. El “conocimiento” condiciona la generación.
La generación es una perspectiva que varón y mujer insertan en su recíproco “conocimiento”. Por lo cual éste sobrepasa los límites de sujeto-objeto, cual varón y mujer parecen ser mutuamente, dado que el “conocimiento” indica, por una parte, a aquél que “conoce”, y por otra, a la que “es conocida” (o viceversa). En este “conocimiento” se encierra también la consumación del matrimonio, el específico consummatum; así se obtiene el logro de la “objetividad” del cuerpo, escondida en las potencialidades somáticas del varón y de la mujer, y a la vez el logro de la objetividad del varón, que “es” este cuerpo. Mediante el cuerpo, la persona humana es “marido” y “mujer”; simultáneamente, en este particular acto de “conocimiento”, realizado por la feminidad y masculinidad personales, parece alcanzarse también el descubrimiento de la “pura” subjetividad del don: es decir, la mutua realización de sí en el don.
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4. Ciertamente, la procreación hace que “el varón y la mujer (su esposa)” se conozcan recíprocamente en el “tercero”, que trae origen de los dos. Por eso, ese “conocimiento” se convierte en un descubrimiento; a su manera, en una revelación del nuevo hombre, en el que ambos, varón y mujer, se reconocen también a sí mismos, su humanidad, su imagen viva. En todo esto que está determinado por ambos a través del cuerpo y del sexo, el “conocimiento” inscribe un contenido vivo y real. Por tanto, el “conocimiento” en sentido bíblico significa que la determinación “biológica” del hombre, por parte de su cuerpo y sexo, deja de ser algo pasivo y alcanza un nivel y un contenido específicos para las personas autoconscientes y autodeterminantes; comporta, pues, una conciencia particular del significado del cuerpo humano, vinculada a la paternidad y a la maternidad.
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5. Toda la constitución exterior del cuerpo de la mujer, su aspecto particular, las cualidades que con la fuerza de un atractivo perenne están al comienzo del “conocimiento”, de que habla Gén 4, 1-2 (“Adán se unió a Eva, su mujer”), están en unión estrecha con la maternidad. La Biblia (y después la liturgia), con la sencillez que le es característica, honra y alaba a lo largo de los siglos “el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron” (Lc 11, 27). Estas palabras constituyen un elogio de la maternidad, de la feminidad, del cuerpo femenino en su expresión típica del amor creador. Y son palabras que en el Evangelio se refieren a la Madre de Cristo, María, segunda Eva. En cambio, la primera mujer, en el momento en que se reveló por primera vez la madurez materna de su cuerpo, cuando “concibió y parió”, dijo: “He alcanzado de Yahveh un varón” (Gén 4, 1).
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6. Estas palabras expresan toda la profundidad teológica de la función de generar-procrear. El cuerpo de la mujer se convierte en el lugar de la concepción del nuevo hombre (3). En su seno, el hombre concebido toma su propio aspecto humano antes de venir al mundo. La homogeneidad somática del varón y de la mujer, que encontró su expresión primera en las palabras: “Es carne de mi carne y hueso de mis huesos” (Gén 2, 23), está confirmada a su vez por las palabras de la primera mujer-madre: “He alcanzado un varón”. La primera mujer parturiente tiene plena conciencia del misterio de la creación, que se renueva en la generación humana. Tiene también plena conciencia de la participación creadora que tiene Dios en la generación humana, obra de ella y de su marido, puesto que dice: “He alcanzado de Yahveh un varón”.
No puede haber confusión alguna entre las esferas de acción de las causas. Los primeros padres transmiten a todos los padres humanos –también después del pecado, juntamente con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal y como en el umbral de todas las experiencias “históricas”– la verdad fundamental acerca del nacimiento del hombre a imagen de Dios, según las leyes naturales. En este nuevo hombre –nacido de la mujer-madre por obra del varón-padre– se reproduce cada vez la misma “imagen de Dios”, de ese Dios que ha constituido la humanidad del primer hombre: “Creó Dios al hombre a imagen suya..., varón y mujer los creó” (Gén 1, 27).
3. Según el texto de Gén. 1, 26, la “llamada” a la existencia es al mismo tiempo transmisión de la imagen y semejanza divina. El hombre debe proceder a transmitir esta imagen, continuando así la obra de Dios. El relato de la generación de Set subraya este aspecto: “Adán tenía ciento treinta años cuando engendró un hijo a su imagen y semejanza” (Gén. 5, 3).
Dado que Adán y Eva eran imagen de Dios, Set hereda de sus padres esta semejanza para transmitirla a los otros.
Pero en la Sagrada Escritura toda vocación está unida a una misión; la llamada, pues, a la existencia es ya predestinación a la obra de Dios:
“Antes que te formara en el vientre te conocí, antes de que tú salieses del seno materno te consagré” (Jer. 1, 5; cfr. también Is. 44, 1ss; 49, 1. 5).
Dios es Aquél que no sólo llama a la existencia, sino que sostiene y desarrolla la vida desde el primer momento de la concepción:
“Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en el pecho de mi madre; desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno Tú eres mi Dios” (Sal. 22, 10. 11; cfr. Sal. 139, 13-15.
La atención del autor bíblico se centra en el hecho mismo del don de la vida. El interés por el modo en que esto sucede es más bien secundario y sólo aparece en los libros posteriores (cfr. Job. 10, 8. 11; 2 Mac. 7, 22-23; Sab. 7, 1-3).
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7. Aunque existen profundas diferencias entre el estado de inocencia originaria y el estado pecaminoso heredero del hombre, esa “imagen de Dios” constituye una base de continuidad y de unidad. El “conocimiento” de que habla Gén 4, 1 es el acto que origina el ser, o sea, en unión con el Creador, establece un nuevo hombre en su existencia. El primer hombre, en su soledad trascendental, tomó posesión del mundo visible, creado para él, conociendo e imponiendo nombre a los seres vivientes (animalia). El mismo “hombre”, como varón y mujer, al conocerse recíprocamente en esta específica comunidad-comunión de personas, en la que el varón y la mujer se unen tan estrechamente entre sí que se convierten en “una sola carne”, constituye la humanidad, es decir, confirma y renueva la existencia del hombre como imagen de Dios. Cada vez ambos, varón y mujer, renuevan, por decirlo así, esta imagen del misterio de la creación y la transmiten “con la ayuda de Dios-Yahveh”.
Las palabras del Libro del Génesis, que son un testimonio del primer nacimiento del hombre sobre la tierra, encierra en sí, al mismo tiempo, todo lo que se puede y se debe decir de la dignidad de la generación humana.
[Enseñanzas, 5, 148-151]
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1. Nella meditazione precedente, abbiamo sottoposto ad analisi la frase di Genesi 4, 1 e, in particolare, il termine “conobbe”, usato nel testo originale per definire l’unione coniugale. Abbiamo anche rilevato che questa “conoscenza” biblica stabilisce una specie di archetipo (1) personale della corporeità e sessualità umana. Ciò sembra assolutamente fondamentale per comprendere l’uomo, che fin dal “principio” è alla ricerca del significato del proprio corpo. Questo significato sta alla base della stessa teologia del corpo. Il termine “conobbe”-“si unì” (2) sintetizza tutta la densità del testo biblico finora analizzato. L’“uomo” che, secondo Genesi 4, 1, per la prima volta, “conosce” la donna, sua moglie, nell’atto dell’unione coniugale, è infatti quello stesso che, imponendo i nomi, cioè anche “conoscendo”, si è “differenziato” da tutto il mondo degli esseri viventi o animalia, affermando se stesso come persona e soggetto. La “conoscenza”, di cui parla Genesi 4, 1, non lo allontana né può allontanarlo dal livello di quella primordiale e fondamentale autocoscienza. Quindi –qualsiasi cosa ne affermasse una mentalità unilateralmente “naturalistica”– in Genesi 4, 1 non può trattarsi di un’accettazione passiva della propria determinazione da parte del corpo e del sesso, proprio perché si tratta di “conoscenza!”.
È, invece, una ulteriore scoperta del significato del proprio corpo, scoperta comune e reciproca, così come comune e reciproca è dall’inizio l’esistenza dell’uomo, che “Dio creò maschio e femmina”. La conoscenza, che stava alla base della solitudine originaria dell’uomo, sta ora alla base di quest’unità dell’uomo e della donna, la cui chiara prospettiva è stata racchiusa dal Creatore nel mistero stesso della creazione (3). In questa “conoscenza”, l’uomo conferma il significato del nome “Eva”, dato a sua moglie, “perchè essa fu madre di tutti i viventi” (4).
1. Quanto agli archetipi, C. G. Jung li descrive come forme “a priori” di varie funzioni dell’anima: percezione di relazioni, fantasia creativa. Le forme si riempiono di contenuto con materiali dell’esperienza. Esse non sono inerti, bensì sono cariche di sentimento e di tendenza (si veda soprattutto: Die psychologischen Aspekte des Mutterarchetypus, “Eranos”, 6, 1938, pp. 405-409).
Secondo questa concezione, si può incontrare un archetipo nella mutua relazione uomo-donna, relazione che si basa nella realizzazione binaria e complementare dell’essere umano in due sessi. L’archetipo si riempirà di contenuto mediante l’esperienza individuale e collettiva, e può mettere in moto la fantasia creatrice di immagini. Bisognerebbe precisare che l’archetipo: a) non si limita né si esalta nel rapporto fisico, bensì include la relazione del “conoscere”; b) è carico di tendenza: desiderio-timore, dono-possessione; c) l’archetipo, come protoimmagine (“Urbild”) è generatore di immagini (“Bilder”).
Il terzo aspetto ci permette di passare all’ermeneutica, in concreto quella di testi della Scrittura e della Tradizione. Il linguaggio religioso primario è simbolico [cf. W. STäHLIN, Symbolon, 1958; I. MACQUARRIE, God Talk, 1968; T. FAWCETT, The Symbolic Language of Religion, 1970). Tra i simboli, egli ne preferisce alcuni radicali o esemplari, che possiamo chiamare archetipali. Orbene, tra di essi la Bibbia usa quello della relazione coniugale, concretamente al livello del “conoscere” descritto.
Uno dei primi poemi biblici, che applica l’archetipo coniugale alle relazioni di Dio col suo popolo, culmina nel verbo commentato: “Conoscerai il Signore” (Os. 2, 20: w‘ y¯ad¯a‘ ta’et Yhwh; attenuato in “Conoscerà che io sono il Signore” wyd‘t ky ’ny Yhwh: Is. 49, 23; 60 16; Ez. 16, 62, che sono i tre poemi “coniugali”). Di qui parte una tradizione lettetaria, che culminerà nell’applicazione paolina di Efesini 5 a Cristo e alla Chiesa; poi passerà alla tradizione patristica e a quella dei grandi mistici (per esempio S. GIOVANNI DELLA CROCE, Llama de amor viva).
Nel trattato Grundzüge der Literatur –und Sprachwissenschaft, vol. I,München 1976, IV ed., p. 462, così si definiscono gli archetipi: “Immagini e motivi arcaici, che secondo Jung formano il contenuto dell’inconscio collettivo comune a tutti gli uomini; essi presentano dei simboli, che in tutti i tempi e presso tutti i popoli rendono vivo in maniera immaginosa ciò che per l’umanità è decisivo quanto ad idee, rappresentazioni e istinti”.
Freud, a quanto risulta, non utilizza il concetto di archetipo. Egli stabilisce una simbolica o codice di corrispondenze fisse tra immagini presenti-patenti e pensieri latenti. Il senso dei simboli è fisso, anche se non unico; essi possono essere riducibili ad un pensiero ultimo irriducibile a sua volta, che suole essere qualche esperienza dell’infanzia. Questi sono primari e di carattere sessuale (però non li chiama archetipi). Si veda T. TODOROV, Théories du symbol, París 1977, pp. 317 ss; inoltre: J. JACOBY, Komplex, Archetyp, Symbol in der Psychologie C.G. Jung, Zürich 1957.
2. Gen. 4, 1-2.
3. Gen. 1, 27; 2, 23.
4. Ibid. 3, 20.
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2. Secondo Genesi 4, 1 colui che conosce è l’uomo e colei che è conosciuta è la donna-moglie, come se la specifica determinazione della donna, attraverso il proprio corpo e sesso, nascondesse ciò che costituisce la profondità stessa della sua femminilità. L’uomo, invece, è colui che –dopo il peccato– ha sentito per primo la vergogna della sua nudità, e per primo ha detto: “Ho avuto paura, perchè sono nudo, e mi sono nascosto” (5). Occorrerà ancora tornare separatamente allo stato d’animo di entrambi dopo la perdita dell’innocenza originaria. Già fin d’ora, però, bisogna costatare che nella Genesi 4, 1, il mistero della femminilità si manifesta e si rivela fino in fondo mediante la maternità, come dice il testo: “la quale concepì e partorì”. La donna sta davanti all’uomo come madre, soggetto della nuova vita umana che in essa è concepita e si sviluppa, e da essa nasce al mondo. Così si rivela anche fino in fondo il mistero della mascolinità dell’uomo, cioè il significato generatore e “paterno” del suo corpo (6).
6. La paternità è uno degli aspetti dell’umanità più rilevanti nella Sacra Scrittura.
Il testo di Genesi 5, 3:“Adamo... generò a sua immagine, a sua somiglianza, un figlio” si ricollega esplicitamente al racconto della creazione dell’uomo (Gén. 1, 27; 5, 1) e sembra attribuire al padre terrestre la partecipazione all’opera divina di trasmettere la vita, e forse anche a quella gioia presente all’affermazione: “vide quanto aveva fatto, ed ecco, era cosa molto buona” (Gen. 1, 31).
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3. La teologia del corpo, contenuta nel Libro della Genesi, è concisa e parca di parole. Nello stesso tempo, vi trovano espressione contenuti fondamentali, in un certo senso primari e definitivi. Tutti si ritrovano a loro modo, in quella biblica “conoscenza”. Differente, rispetto all’uomo, è la costituzione della donna; anzi, oggi sappiamo che è differente fino alle determinanti biofisiologiche più profonde. Essa si manifesta al di fuori soltanto in una certa misura, nella costruzione e nella forma del suo corpo. La maternità manifesta tale costituzione al di dentro, come particolare potenzialità dell’organismo femminile, che con peculiarità creatrice serve al concepimento e alla generazione dell’essere umano, col concorso dell’uomo. La “conoscenza” condiziona la generazione.
La generazione è una prospettiva, che uomo e donna inseriscono nella loro reciproca “conoscenza”. Questa, perciò, oltrepassa i limiti di soggetto-oggetto, quali uomo e donna sembrano essere a vicenda, dato che la “conoscenza” indica da una parte colui che “conosce” e dall’altra colei che “è conosciuta” (o viceversa). In questa “conoscenza” si racchiude anche la consumazione del matrimonio, lo specifico consummatum; così si ottiene il raggiungimento della “oggettività” del corpo, nascosta nelle potenzialità somatiche dell’uomo e della donna, ed insieme il raggiungimento della oggettività dell’uomo che “è” questo corpo. Mediante il corpo, la persona umana è “marito” e “moglie”; in pari tempo, in questo particolare atto di “conoscenza”, mediato dalla femminilità e mascolinità personali, sembra raggiungersi anche la scoperta della “pura” soggettività del dono: cioè, la mutua realizzazione di sè nel dono.
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4. La procreazione fa sì che “l’uomo e la donna (sua moglie)” si conoscano reciprocamente nel “terzo”, originato da ambedue. Perciò, questa “conoscenza” diventa una scoperta, in certo senso una rivelazione del nuovo uomo, nel quale entrambi, uomo e donna, riconoscono ancora se stessi, la loro umanità, la loro viva immagine. In tutto ciò che viene determinato da entrambi attraverso il corpo ed il sesso, la “conoscenza” iscrive un contenuto vivo e reale. Pertanto, la “conoscenza” in senso biblico significa che la determinazione “biologica” dell’uomo, da parte del suo corpo e sesso, cessa di essere qualcosa di passivo, e raggiunge un livello e un contenuto specifici alle persone autocoscienti e autodeterminanti; quindi essa comporta una particolare coscienza del significato del corpo umano, legata alla paternità e alla maternità.
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5. Tutta la costituzione esteriore del corpo della donna, il suo particolare aspetto, le qualità che con la forza di una perenne attrattiva stanno all’inizio della “conoscenza”, di cui parla Genesi 4, 1-2 (“Adamo si unì a Eva sua moglie”), sono in stretta unione con la maternità. La Bibbia (e in seguito la liturgia), con la semplicità che le è propria, onora e loda lungo i secoli “il grembo che ti ha portato e il seno da cui hai preso il latte” (7). Queste parole costituiscono un elogio della maternità, della femminilità, del corpo femminile nella sua tipica espressione dell’amore creatore. E sono parole riferite nel Vangelo alla Madre di Cristo, Maria, seconda Eva. La prima donna, invece, nel momento in cui per la prima volta si rivelò la maturità materna del suo corpo, quando “concepì e partorì”, disse: “Ho acquistato un uomo dal Signore” (8).
7. Luc. 11, 27.
8. Gen. 4, 1.
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6. Queste parole esprimono tutta la profondità teologica della funzione di generare-procreare. Il corpo della donna diventa luogo del concepimento del nuovo uomo (9). Nel suo grembo, l’uomo concepito assume il suo aspetto umano proprio, prima di essere messo al mondo. L’omogeneità somatica dell’uomo e della donna, che ha trovato la sua prima espressione nella parole: “È carne della mia carne e osso delle mie ossa” (10), è confermata a sua volta dalle parole della prima donna-madre: “Ho acquistato un uomo!”. La prima donna partoriente ha piena consapevolezza del mistero della creazione, che si rinnova nella generazione umana. Ha anche piena consapevolezza della partecipazione creativa che Dio ha nella generazione umana, opera sua e di suo marito, poichè dice: “Ho acquistato un uomo dal Signore”.
Non può esservi alcuna confusione tra le sfere d’azione delle cause. I primi genitori trasmettono a tutti i genitori umani –anche dopo il peccato, insieme al frutto dell’albero della conoscenza del bene e del male e quasi alla soglia di tutte le esperienze “storiche”– la verità fondamentale circa la nascita dell’uomo ad immagine di Dio, secondo le leggi naturali. In questo nuovo uomo –nato dalla donna-genitrice per opera dell’uomo-genitore– si riproduce ogni volta la stessa “immagine di Dio”, di quel Dio che ha costituito l’umanità del primo uomo: “Dio creò l’uomo a sua immagine; ...maschio e femmina li creó” (11).
9. Secondo il testo di Genesi 1, 26 la “chiamata” all’esistenza è nello stesso tempo trasmissione dell’immagine e della somiglianza divina. L’uomo deve procedere a trasmettere quest’immagine, continuando così l’opera di Dio. Il racconto della generazione di Set sottolinea questo aspetto: “Adamo aveva centotrenta anni quando generò a sua immagine, a sua somiglianza, un figlio” (Gén. 5, 3).
Dato che Adamo e Eva erano immagine di Dio, Set eredita dai genitori questa somiglianza per trasmetterla agli altri.
Nella S. Scrittura, però, ogni vocazione è unita ad una missione; quindi la chiamata all’esistenza è già predestinazione all’opera di Dio:
“Prima di formarti nel grembo materno, ti conoscevo, prima che tu uscissi alla luce, ti avevo consacrato” (Ier. 1, 5; cf. anche Is. 44, 1ss; 49, 1. 5).
Dio è colui che non soltanto chiama all’esistenza, ma sostiene e sviluppa la vita fin dal primo momento del concepimento:
“Sei tu che mi hai tratto dal grembo, / mi hai fatto riposare sul petto di mia madre. / Al mio nascere tu mi hai accolto, / dal grembo di mia madre sei tu il mio Dio” (Ps. 22, 10. 11; cf. Ps. 139, 13-15).
L’attenzione dell’autore biblico si accentra sul fatto stesso del dono della vita. L’interessamento per il modo in cui ciò avviene è piuttosto secondario e appare soltanto nei libri posteriori (cf. Iob. 10, 8. 11; 2 Macc. 7, 22-23; Sap. 7, 1-3).
10. Gen. 2, 23.
11. Gen. 1, 27.
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7. Sebbene esistano profonde differenze tra lo stato d’innocenza originaria e lo stato di peccaminosità ereditaria dell’uomo, quella “immagine di Dio” costituisce una base di continuità e di unità. La “conoscenza”, di cui parla Genesi 4, 1, è l’atto che origina l’essere, ossia in unione col Creatore stabilisce un nuovo uomo nella sua esistenza. Il primo uomo, nella sua solitudine trascendentale, ha preso possesso del mondo visibile, creato per lui, conoscendo e imponendo i nomi agli esseri viventi (animalia). Lo stesso “uomo”, come maschio e femmina, conoscendosi reciprocamente in questa specifica comunità-comunione di persone, nella quale l’uomo e la donna si uniscono così strettamente tra loro da diventare “una sola carne”, costituisce l’umanità, cioè conferma e rinnova l’esistenza dell’uomo quale immagine di Dio. Ogni volta entrambi, uomo e donna, riprendono, per così dire, questa immagine dal mistero della creazione e la trasmettono “con l’aiuto di Dio-Jahvè”.
Le parole del Libro della Genesi, che sono una testimonianza della prima nascita dell’uomo sulla terra, racchiudono contemporaneamente in sè tutto ciò che si può e si deve dire della dignità della generazione umana.
[Insegnamenti GP II, 3/1, 540-545]