[0891] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL SIGNIFICADO DE LA VERGÜENZA ORIGINARIA DEL HOMBRE DESPUÉS DEL PECADO
Alocución Abbiamo già parlato, en la Audiencia General, 14 mayo 1980
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1. Hemos hablado ya de la vergüenza que brota en el corazón del primer hombre, varón y mujer, juntamente con el pecado. La primera frase del relato bíblico, a este respecto, dice así: “Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores” (Gén 3, 7). Este pasaje, que habla de la vergüenza recíproca del hombre y de la mujer, como síntoma de la caída (status naturae lapsae), se aprecia en su contexto. La vergüenza en ese momento toca el grado más profundo y parece remover los fundamentos mismos de su existencia. “Oyeron a Yahveh Dios, que se paseaba por el jardín al fresco del día, y se escondieron de Yahveh Dios, el hombre y su mujer, en medio de la arboleda del jardín” (Gén 3, 8). La necesidad de esconderse indica que en lo profundo de la vergüenza observada recíprocamente como fruto inmediato del árbol de la ciencia del bien y del mal, ha madurado un sentido de miedo frente a Dios: miedo antes desconocido. “Llamó Yahveh Dios al hombre, diciendo: ¿Dónde estás? Y éste contestó: Te he oído en el jardín, y temeroso porque estaba desnudo, me escondí” (Gén 3, 9-10). Cierto miedo pertenece siempre a la esencia misma de la vergüenza; no obstante, la vergüenza originaria revela de modo particular su carácter: “Temeroso porque estaba desnudo”. Nos damos cuenta de que aquí está en juego algo más profundo que la misma vergüenza corporal, vinculado a una reciente toma de conciencia de la propia desnudez. El hombre trata de cubrir con la vergüenza de la propia desnudez el origen auténtico del miedo, señalando más bien su efecto para no llamar por su nombre a la causa. Y entonces Dios Yahveh lo hace en su lugar: “¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol de que te prohibí comer?” (Gén 3, 11).
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2. Es desconcertante la precisión de ese diálogo, es desconcertante la precisión de todo el relato. Manifiesta la superficie de las emociones del hombre al vivir los acontecimientos, de manera que descubre al mismo tiempo la profundidad. En todo esto, la “desnudez” no tiene sólo un significado literal, no se refiere solamente al cuerpo, no es origen de una vergüenza que hace referencia sólo al cuerpo. En realidad, a través de la “desnudez” se manifiesta el hombre privado de la participación del don, el hombre alienado de ese amor que había sido la fuente del don originario, fuente de la plenitud del bien destinado a la criatura. Este hombre, según las fórmulas de la enseñanza teológica de la Iglesia (1), fue privado de los dones sobrenaturales y preternaturales que formaban parte de su “dotación” antes del pecado; además, sufrió un daño en lo que pertenece a la misma naturaleza, a la humanidad en su plenitud originaria “de la imagen de Dios”. La triple concupiscencia no corresponde a la plenitud de esa imagen, sino precisamente a los daños, a las deficiencias, a las limitaciones que aparecieron con el pecado. La concupiscencia se explica como carencia, que, sin embargo, hunde las raíces en la profundidad originaria del espíritu humano. Si queremos estudiar este fenómeno en sus orígenes, esto es, en el umbral de las experiencias del hombre “histórico”, debemos tomar en consideración todas las palabras que Dios-Yahveh dirigió a la mujer (Gén 3, 16) y al hombre (Gén 3, 17-19), y además debemos examinar el estado de la conciencia de ambos; y el texto yahvista nos lo facilita expresamente. Ya antes hemos llamado la atención sobre el carácter específico literario del texto a este respecto.
1. El Magisterio de la Iglesia se ha ocupado más de cerca de estos problemas en tres períodos, de acuerdo con las necesidades de la época.
Las declaraciones de los tiempos de las controversias con los pelagianos (siglos V-VI) afirman que el primer hombre, en virtud de la gracia divina, poseía “naturalem possibilitatem et innocentiam” (DS 239), llamada también “libertad” (libertas, libertas arbitrii) (DS 371, 242, 383, 622). Permanecía en un estado que el Sínodo de Orange (a. 529) denomina integritas.
“Natura humana, etiamsi in illa integritate, in qua condita est, permaneret, nullo modo se ipsam, Creatore suo non adiuvante, servaret...” (DS 389).
Los conceptos de integritas y, en particular, el de libertas presuponen la libertad de la concupiscencia, aunque los documentos eclesiásticos de esta época no la mencionen de modo explícito.
El primer hombre estaba además libre de la necesidad de muerte (DS 222, 372, 1511).
El Concilio de Trento define el estado del primer hombre, antes del pecado, como “santidad y justicia” (“sanctitas et iustitia”, DS 1511, 1512), o también como “inocencia” (“innocentia”, DS 1521).
Las declaraciones ulteriores en esta materia defienden la absoluta gratuidad del don originario de la gracia contra las afirmaciones de los jansenistas. La “integritas primae creationis” era una elevación no merecida de la naturaleza humana (“indebita humanae naturae exaltatio”) y no “el estado que le era debido por su naturaleza” (“naturalis eius conditio”, DS 1926). Por tanto, Dios habría podido crear al hombre sin estas gracias y dones (DS 1955), esto es, no habría roto la esencia de la naturaleza humana ni la habría privado de sus privilegios fundamentales (DS 1903-1907, 1909, 1921, 1923, 1924, 1926, 1955, 2434, 2437, 2616, 2617).
En analogía con los Sínodos antipelagianos, el Concilio de Trento trata sobre todo el dogma del pecado original, incluyendo en su enseñanza los enunciados precedentes a este propósito. Pero aquí se introdujo una apreciación, que cambió en parte el contenido comprendido en el concepto de liberum arbitrium. La “libertad” o “libertad de la voluntad” de los documentos antipelagianos no significaba la posibilidad de opción, inherente a la naturaleza humana, por tanto constante, sino que se refería solamente a la posibilidad de realizar los actos meritorios, la libertad que brota de la gracia y que el hombre puede perder.
Ahora bien: a causa del pecado, Adán perdió lo que no pertenecía a la naturaleza humana entendida en el sentido estricto de la palabra, esto es, integritas, sanctitas, innocentia, iustitia. El liberum arbitrium, la libertad de la voluntad, no se quitó, se debilitó.
“... liberum arbitrium minime exstinctum... viribus licet attenuatum et inclinatum...” (DS 1521 – Trid., sess. VI, Decr. De iustificatione, c. 1).
Junto con el pecado aparece la concupiscencia y la muerte inevitable:
“... primum hominem... cum mandatum Dei... fuisset transgressus, statim sanctitatem et iustitiam, in qua constitutus fuerat, amisisse incurrisseque per offensam praevaricationis huiusmodi iram et indignationem Dei atque ideo mortem... et cum morte captivitatem sub eius potestate, qui ‘mortis’ deinde ‘habuit imperium’... ‘totumque Adam per illam praevaricationis offensam secundum corpus et animam in deterius commutatum fuisse’” (DS 1511 – Trid., sess. V, Decr. De pecc. orig., c. 1).
(Cfr Mysterium salutis II [Einsiedeln-Zurich-Colonia 1967], pp. 827-828: W. SEIBEL, “Der Mensch als Gottes übernatürliches Ehenbild und der Urstand des Menschen”).
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3. ¿Qué estado de conciencia puede manifestarse en las palabras: “Temeroso porque estaba desnudo, me escondí”? ¿A qué verdad interior corresponden? ¿Qué significado del cuerpo testimonian? Ciertamente este nuevo estado difiere grandemente del originario. Las palabras de Gén 3, 10 atestiguan directamente un cambio radical del significado de la desnudez originaria. En el estado de inocencia originaria, la desnudez, como hemos observado anteriormente, no expresaba carencia, sino que representaba la plena aceptación del cuerpo en toda su verdad humana y, por tanto, personal. El cuerpo, como expresión de la persona, era el primer signo de la presencia del hombre en el mundo visible. En ese mundo, el hombre estaba en disposición, desde el comienzo, de distinguirse a sí mismo, cómo individuarse –esto es, confirmarse como persona– también a través del propio cuerpo. Efectivamente, él había sido, por así decirlo, marcado como factor visible de la trascendencia, en virtud de la cual el hombre, en cuanto persona, supera al mundo visible de los seres vivientes (animalia). En este sentido, el cuerpo humano era desde el principio un testigo fiel y una verificación sensible de la “soledad” originaria del hombre en el mundo, convirtiéndose, al mismo tiempo, mediante su masculinidad y feminidad, en un límpido componente de la donación recíproca en la comunión de las personas. Así, el cuerpo humano llevaba en sí, en el misterio de la creación, un indudable signo de la “imagen de Dios” y constituía también la fuente específica de la certeza de esa imagen, presente en todo el ser humano. La aceptación originaria del cuerpo era, en cierto sentido, la base de la aceptación de todo el mundo visible. Y, a su vez, era para el hombre garantía de su dominio absoluto sobre el mundo, sobre la tierra, que debería someter (Cfr. Gén 1, 28).
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4. Las palabras “temeroso porque estaba desnudo, me escondí” (Gén 3, 10) testimonian un cambio radical de esta relación. El hombre pierde, de algún modo, la certeza originaria de la “imagen de Dios”, expresada en su cuerpo. Pierde también, en cierto modo, el sentido de su derecho a participar en la percepción del mundo, de la que gozaba en el misterio de la creación. Este derecho encontraba su fundamento en lo íntimo del hombre, en el hecho de que él mismo participaba de la visión divina del mundo y de la propia humanidad; lo que le daba profunda paz y alegría al vivir la verdad y el valor del propio cuerpo, en toda su sencillez, que le había transmitido el Creador: “Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho” (Gén 1, 31). Las palabras de Gén 3, 10: “Temeroso porque estaba desnudo, me escondí”, confirman el derrumbamiento de la aceptación originaria del cuerpo como signo de la persona en el mundo visible. A la vez, parece vacilar también la aceptación del mundo material en relación con el hombre. Las palabras de Dios-Yahveh anuncian casi la hostilidad del mundo, la resistencia de la naturaleza en relación con el hombre y con sus tareas, anuncian la fatiga que el cuerpo humano debería experimentar después en contacto con la tierra que él sometía: “Por ti será maldita la tierra; con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado” (Gén 3, 17-19). El final de esta fatiga, de esta lucha del hombre con la tierra, es la muerte: “Polvo eres, y al polvo volverás” (Gén 3, 19).
En este contexto o, más bien, en esta perspectiva, las palabras de Adán en Gén 3, 10: “Temeroso porque estaba desnudo, me escondí”, parecen expresar la conciencia de estar inerme, y el sentido de inseguridad de su estructura somática frente a los procesos de la naturaleza, que actúan con un determinismo inevitable. Quizá en esta desconcertante enunciación se halla implícita cierta “vergüenza cósmica”, en la que se manifiesta el ser creado a “imagen de Dios” y llamado a someter la tierra y a dominarla (Cfr. Gén 1, 28), precisamente mientras, al comienzo de sus experiencias históricas y de manera tan explícita, es sometido por la tierra, particularmente en la “parte” de su constitución trascendente representada precisamente por el cuerpo.
Es preciso interrumpir aquí nuestras reflexiones sobre el significado de la vergüenza originaria en el Libro del Génesis. Las reanudaremos dentro de una semana.
[Enseñanzas 5, 180-183]
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1. Abbiamo già parlato della vergogna che sorse nel cuore del primo uomo, maschio e femmina, insieme al peccato. La prima frase del racconto biblico, al riguardo, suona così: “Allora si aprirono gli occhi di tutti e due, e si accorsero di essere nudi; intrecciarono foglie di fico e se ne fecero cinture” (1). Questo passo, che parla della vergogna reciproca dell’uomo e della donna quale sintomo della caduta (status naturae lapsae), va considerato nel suo contesto. La vergogna in quel momento tocca il grado più profondo e sembra sconvolgere le fondamenta stesse della loro esistenza. “Poi udirono il Signore Dio, che passeggiava nel giardino alla brezza del giorno, e l’uomo con la sua moglie si nascosero dal Signore Dio, in mezzo agli alberi del giardino” (2). La necessità di nascondersi indica che nel profondo della vergogna avvertita reciprocamente, come frutto immediato dell’albero della conoscenza del bene e del male, è maturato un senso di paura di fronte a Dio: paura precedentemente ignota. “Il Signore Dio chiamò l’uomo e gli disse: ‘Dove sei?’. Rispose: ‘Ho udito il tuo passo nel giardino: ho avuto paura, perchè sono nudo, e mi sono nascosto’” (3). Una certa paura appartiene sempre all’essenza stessa della vergogna; nondimeno la vergogna originaria rivela in modo particolare il suo carattere: “Ho avuto paura, perchè sono nudo”. Ci rendiamo conto che qui è in gioco qualche cosa di più profondo della stessa vergogna corporale, legata ad una recente presa di coscienza della propria nudità. L’uomo cerca di coprire con la vergogna della propria nudità l’autentica origine della paura, indicandone piuttosto l’effetto, per non chiamare per nome la sua causa. Ed è allora che Dio Jahvè lo fa in sua vece: “Chi ti ha fatto sapere che eri nudo? Hai forse mangiato dell’albero di cui ti avevo comandato di non mangiare?” (4).
1. Gen. 3, 7.
2. Gen. 3, 8.
3. Ibid. 3, 9-10.
4. Gen. 3, 11.
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2. Sconvolgente è la precisione di quel dialogo, sconvolgente è la precisione di tutto il racconto. Essa manifesta la superficie delle emozioni dell’uomo nel vivere gli avvenimenti, in modo da svelarne al tempo stesso la profondità. In tutto ciò la “nudità” non ha soltanto un significato letterale, non si riferisce soltanto al corpo, non è origine di una vergogna riferita solo al corpo. In realtà, attraverso la “nudità”, si manifesta l’uomo privo della partecipazione al Dono, l’uomo alienato da quell’Amore che era stato la sorgente del dono originario, sorgente della pienezza del bene destinato alla creatura. Quest’uomo, secondo le formule dell’insegnamento teologico della Chiesa (5), fu privato dei doni soprannaturali e preternaturali, che facevano parte della sua “dotazione” prima del peccato; inoltre, subì un danno in ciò che appartiene alla natura stessa, all’umanità nella pienezza originaria “dell’immagine di Dio”. La triplice concupiscenza non corrisponde alla pienezza di quell’immagine, ma appunto ai danni, alle deficienze, alle limitazioni che apparvero col peccato. La concupiscenza si spiega come carenza, la quale affonda però le radici nella profondità originaria dello spirito umano. Se vogliamo studiare questo fenomeno alle sue origini, cìoè alla soglia delle esperienze dell’uomo “storico”, dobbiamo prendere in considerazione tutte le parole che Dio-Jahvè rivolse alla donna (6) e all’uomo (7), e inoltre dobbiamo esaminare lo stato della coscienza di entrambi; ed è il testo jahvista che espressamente ce lo facilita. Già prima abbiamo richiamato l’attenzione sulla specificità letteraria del testo a tale riguardo.
5. Il magistero della Chiesa si è occupato più da vicino di questi problemi in tre periodi, a seconda dei bisogni dell’epoca.
Le dichiarazioni dei tempi delle controversie con i pelagiani (V-VI sec.) affermano che il primo uomo, in virtù della grazia divina, possedeva “naturalem possibilitaten et innocentiam” (DENZ-SCHöN, 239), chiamata anche “libertà”, (“libertas”, “libertas arbitrii”) (DENZ.-SCHöN., 371, 242, 383, 622). Egli permaneva in uno stato, che il Sinodo di Orange (a. 529) denomina “integritas”.
“Natura humana, etiamsi in illa integritate, in qua condita est, permaneret, nullo modo se ipsam, Creatore suo non adiuvante, servaret...” (DENZ.-SCHöN., 389).
Il concetti di “integritas” e, in particolare, quello di “libertas”, presuppongono la libertà della concupiscenza, sebbene i documenti ecclesiastici di quest’epoca non la menzionino in modo esplicito.
Il primo uomo era inoltre libero dalla necessità di morte (DENZ.-SCHöN., 222, 372, 1511).
Il Concilio di Trento definisce lo stato del primo uomo, anteriore al peccato, como “santità e giustizia” (“sanctitas et iustitia”: DENZ.-SCHöN. 1511, 1512) oppure come “innocenza” (“innocentia”: DENZ.-SCHöN., 1521).
Le ulteriori dichiarazioni in questa materia difendono l’assoluta gratuità del dono originario della grazia, contro le affermazioni dei giansenisti. La “integritas primae creationis” era una immeritata elevazione della natura umana (“indebita humanae naturae exaltatio”) e non “lo stato che le era dovuto per natura” (“naturalis eius conditio”: DENZ.-SCHöN., 1926); Dio avrebbe quindi potuto creare l’uomo senza queste grazie e doni (DENZ.-SCHöN., 1955); ciò non avrebbe infranto l’essenza della natura umana né l’avrebbe privata dei suoi privilegi fondamentali (DENZ.-SCHöN. 1903-1907, 1909, 1921, 1923, 1924, 1926, 1955, 2434, 2437, 2616, 2617).
In analogia con i Sinodi antipelagiani, il Concilio di Trento tratta soptattutto il dogma del peccato originale, inserendo nel suo insegnamento i precedenti enunciati in proposito. Qui, però, fu introdotta una certa precisazione, che in parte cambiò il contenuto compreso nel concetto di “liberum arbitrium”. La “libertà” o “libertà della volontà” dei documenti antipelagiani non significava la possibilità di scelta, connessa con la natura umana, quindi costante, ma si riferiva soltanto alla possibilità di compiere gli atti meritevoli, la libertà che scaturisce dalla grazia e che l’uomo può perdere.
Orbene, a causa del peccato, Adamo perse ciò che non apparteneva alla natura umana intesa nel senso stretto della parola, cioè “integritas”, “sanctitas”, “innocentia”, “iustitia”. Il “liberum arbitrium”, la libertà della volontà, non fu tolta, ma si indebolì:
“... liberum arbitrium minime exstinctum... viribus licet attenuatum et inclinatum...” (DENZ.-SCHöN. 1521; CONCILII TRIDENTINI, Decr. de Iustificatione, Sessio VI, c. 1).
Insieme al peccato appare la concupiscenza e la ineluttabilità della morte:
“... primum hominem... cum mandatum Dei... fuisset transgressus, statim sanctitatem et iustitiam, in qua constitutus fuerat, amisisse incurrisseque per offensam praevaricationis huiusmodi iram et indignationem Dei atque ideo mortem... et cum morte captivitatem sub eius potestate, qui ‘mortis’ deinde ‘habuit imperium’... ‘totumque Adam per illam praevaricationis offensam secundum corpus et animam in deterius commutatum fuisse’” (DENZ.-SCHöN. 1511; CONCILII TRIDENTINI Decr. De pecc. orig., Sessio V. c. I).
(Cf. Mysterium salutis II, Einsiedeln-Zurich-Köln 1967, p. 827-828: W. SEIBEL, Der Mensch als Gottes übernatürliches Ehenbild und der Urstand des Menschen).
6. Gen. 3, 16.
7. Ibid. 3, 17-19.
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3. Quale stato di coscienza può manifestarsi nelle parole: “Ho avuto paura, perchè sono nudo, e mi sono nascosto”? A quale verità interiore corrispondono esse? Quale significato del corpo testimoniano? Certamente questo nuovo stato differisce grandemente da quello originario. Le parole di Genesi 3, 10 attestano direttamente un radicale cambiamento del significato della nudità originaria. Nello stato dell’innocenza originaria, la nudità, come abbiamo osservato in precedenza, non esprimeva carenza, ma rappresentava la piena accettazione del corpo in tutta la sua verità umana e quindi personale. Il corpo, come espressione della persona, era il primo segno della presenza dell’uomo nel mondo visibile. In quel mondo, l’uomo era in grado, fin dall’inizio, di distinguere se stesso, quasi individuarsi –cioè confermarsi come persona– anche attraverso il proprio corpo. Esso, infatti, era stato, per così dire, contrassegnato come fattore visibile della trascendenza, in virtù della quale l’uomo, in quanto persona, supera il mondo visibile degli esseri viventi (animalia). In tale senso, il corpo umano era dal principio un testimone fedele e una verifica sensibile della “solitudine” originaria dell’uomo nel mondo, diventando al tempo stesso, mediante la sua mascolinità e femminilità, una limpida componente della reciproca donazione nella comunione delle persone. Così, il corpo humano portava in sè, nel mistero della creazione, un indubbio segno dell’“immagine di Dio” e costituiva anche la specifica fonte della certezza di quell’immagine, presente in tutto l’essere umano. L’originaria accettazione del corpo era, in un certo senso, la base dell’accettazione di tutto il mondo visibile. E, a sua volta, era per l’uomo garanzia del suo dominio sul mondo, sulla terra, che avrebbe dovuto assoggettare (8).
8. Cf. Gen 1, 28.
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4. Le parole “ho avuto paura, perchè sono nudo, e mi sono nascosto” (9) testimoniano un radicale cambiamento di tale rapporto. L’uomo perde, in qualche modo, la certezza originaria dell’“immagine di Dio”, espressa nel suo corpo. Perde anche in certo modo il senso del suo diritto a partecipare alla percezione del mondo, di cui godeva nel mistero della creazione. Questo diritto trovava il suo fondamento nell’intimo dell’uomo, nel fatto che egli stesso partecipava alla visione divina del mondo e della propria umanità; il che gli dava profonda pace e gioia nel vivere la verità e il valore del proprio corpo, in tutta la sua semplicità, trasmessagli dal Creatore: “Dio vide (che) era cosa molto buona” (10). Le parole di Genesi 3, 10: “Ho avuto paura, perchè sono nudo, e mi sono nascosto” confermano il crollo dell’originaria accettazione del corpo come segno della persona nel mondo visibile. Insieme, sembra anche vacillare l’accettazione del mondo materiale in rapporto all’uomo. Le parole di Dio-Jahvè preannunciano quasi l’ostilità del mondo, la resistenza della natura nei riguardi dell’uomo e dei suoi compiti, preannunciano la fatica che il corpo umano avrebbe poi provato a contatto con la terra da lui soggiogata: “Maledetto sia il suolo per causa tua! Con dolore ne trarrai il cibo per tutti i giorni della tua vita. Spine e cardi produrrà per te e mangerai l’erba campestre. Con il sudore del tuo volto mangerai il pane; finchè tornerai alla terra, perchè da essa sei stato tratto” (11). Il termine di tale fatica, di tale lotta dell’uomo con la terra, è la morte: “Polvere tu sei e in polvere tornerai” (12).
In questo contesto, o piuttosto in questa prospettiva, le parole di Adamo in Genesi 3, 10: “Ho avuto paura, perchè sono nudo, e mi sono nascosto”, sembrano esprimere la consapevolezza di essere inerme, e il senso di insicurezza della sua struttura somatica di fronte ai processi della natura, operanti con un determinismo inevitabile. Forse, in questa sconvolgente enunciazione si trova implicita una certa “vergogna cosmica”, in cui si esprime l’essere creato ad “immagine di Dio” e chiamato a soggiogare la terra e a dominarla (13), proprio mentre, all’inizio delle sue esperienze storiche e in maniera così esplicita, viene sottomesso alla terra, particolarmente nella “parte” della sua costituzione trascendente rappresentata appunto dal corpo.
Occorre qui interrompere le nostre riflessioni sul significato della vergogna originaria, nel Libro della Genesi. Le riprenderemo fra una settimana.
[Insegnamenti GP II, 3/1, 1365-1369]
9. Ibid. 3, 10.
10. Gen. 1, 31.
11. Ibid. 3, 17-19.
12. Ibid. 3, 19.
13. Cf. Gen 1, 28.