[0896] • JUAN PABLO II (1978-2005) • RELACIÓN ENTRE LA CONCUPISCENCIA Y LA COMUNIÓN DE LAS PERSONAS
Alocución Parlando della nascita, en la Audiencia General, 4 junio 1980
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1. Al hablar del nacimiento de la concupiscencia en el hombre, según el Libro del Génesis, hemos analizado el significado originarlo de la vergüenza que aparece con el primer pecado. El análisis de la vergüenza, a la luz del relato bíblico, nos permite comprender todavía más a fondo el significado que tiene para el conjunto de las relaciones interpersonales hombre-mujer. El capítulo tercero del Génesis demuestra sin duda alguna que esa vergüenza aparece en la relación recíproca del hombre con la mujer y que esta relación, a causa de la vergüenza misma, sufrió una transformación radical. Y puesto que ella nació en sus corazones juntamente con la concupiscencia del cuerpo, el análisis de la vergüenza originaria nos permite, al mismo tiempo, examinar en qué relación permanece esta concupiscencia respecto a la comunión de las personas, que, desde el principio, se concedió y asignó como incumbencia al hombre y a la mujer por el hecho de haber sido creados “a imagen de Dios”. Por tanto, la ulterior etapa del estudio sobre la concupiscencia, que “al principio” se había manifestado a través de la vergüenza del hombre y de la mujer, según Gén 3, es el análisis de la insaciabilidad de la unión, esto es, de la comunión de las personas, que debía expresarse también por sus cuerpos, según la propia masculinidad y feminidad específica.
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2. Así, pues, sobre todo esta vergüenza que, según la narración bíblica, induce al hombre y a la mujer a ocultar recíprocamente los propios cuerpos y en especial su diferenciación sexual, confirma que se rompió esa capacidad originaria de comunicarse recíprocamente a sí mismo de que habla Gén 2, 25. El cambio radical del significado de la desnudez originaria nos permite suponer transformaciones negativas de toda la relación interpersonal hombre-mujer. Esa recíproca comunión en la humanidad misma mediante el cuerpo y mediante su masculinidad y feminidad, que toma una resonancia tan fuerte en el pasaje precedente de la narración yahvista (Cfr. Gén 2, 23-25), en este momento queda alterada: como si el cuerpo, en su masculinidad y feminidad, dejase de constituir el “insospechable” substrato de la comunión de las personas, como si su función originaria fuese “puesta en duda” en la conciencia del hombre y de la mujer. Desaparecen la sencillez y la “pureza” de la experiencia originaria, que facilitaba una plenitud singular en la recíproca comunión de ellos mismos. Obviamente, los progenitores no cesaron de comunicarse mutuamente a través del cuerpo, de sus movimientos, gestos, expresiones; pero desapareció la sencilla y directa comunión entre ellos ligada con la experiencia originaria de la desnudez recíproca. Como de improviso, aparece en sus conciencias un umbral infranqueable, que limitaba la originaria “donación de sí” al otro, confiando plenamente todo lo que constituía la propia identidad y, al mismo tiempo, diversidad, femenina por un lado, masculina por el otro. La diversidad, o sea, la diferencia del sexo masculino y femenino, fue bruscamente sentida y comprendida como elemento de recíproca contraposición de personas. Esto lo atestigua la concisa expresión de Gén 3, 7: “Vieron que estaban desnudos”, y su contexto inmediato. Todo esto forma parte también del análisis de la vergüenza primera. El Libro del Génesis no sólo delinea su origen en el ser humano, sino que permite también descubrir sus grados en ambos, en el hombre y en la mujer.
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3. El cerrarse de la capacidad de una plena comunión recíproca, que se manifestaba como pudor sexual, nos permite entender mejor el valor originario del significado unificante del cuerpo. En efecto, no se puede comprender de otro modo ese respectivo cerrarse (o sea, la vergüenza) sino en relación con el significado que el cuerpo, en su feminidad y masculinidad, tenía anteriormente para el hombre en el estado de inocencia originaria. Ese significado unificante se entiende no sólo en relación con la unidad, que el hombre y la mujer, como cónyuges, debían constituir, convirtiéndose en “una sola carne” (Gén 2, 24) a través del acto conyugal, sino también en relación con la misma “comunión de las personas”, que había sido la dimensión propia de la existencia del hombre y de la mujer en el misterio de la creación. El cuerpo, en su masculinidad y feminidad, constituía el “substrato” peculiar de esta comunión personal. El pudor sexual, del que trata Gén 3, 7, atestigua la pérdida de la certeza originaria de que el cuerpo humano, a través de su masculinidad y feminidad, sea precisamente ese “substrato” de la comunión de las personas, que “sencillamente” la exprese, que sirva a su realización (y así también a completar la “imagen de Dios” en el mundo visible). Este estado de conciencia de ambos tiene fuertes repercusiones en el contexto ulterior de Gén 3, del que nos ocuparemos dentro de poco. Si el hombre, después del pecado original, había perdido, por decirlo así, el sentido de la imagen de Dios en sí, esto se manifestó con la vergüenza del cuerpo (Cfr. especialmente Gén 3, 10-11). Esa vergüenza, al invadir la relación hombre-mujer en su totalidad, se manifestó con el desequilibrio del significado originario de la unidad corpórea, esto es, del cuerpo como “substrato” peculiar de la comunión de las personas. Como si el perfil personal de la masculinidad y feminidad, que antes ponía en evidencia el significado del cuerpo para una plena comunión de las personas, cediese el puesto sólo a la sensación de la “sexualidad” respecto al otro ser humano. Y como si la sexualidad se convirtiese en “obstáculo” para la relación personal del hombre con la mujer. Ocultándola recíprocamente, según Gén 3, 7, ambos la manifiestan como por instinto.
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4. Éste es, a un tiempo, como el “segundo” descubrimiento del sexo, que en la narración bíblica difiere radicalmente del primero. Todo el contexto del relato comprueba que este nuevo descubrimiento distingue al hombre “histórico” de la concupiscencia (más aún, de la triple concupiscencia) del hombre de la inocencia originaria. ¿En qué relación se coloca la concupiscencia, y en particular la concupiscencia de la carne, respecto a la comunión de las personas a través del cuerpo, de su masculinidad y feminidad, esto es, respecto a la comunión asignada, “desde el principio”, al hombre por el Creador? He aquí la pregunta que es necesario plantearse, precisamente con relación al “principio”, acerca de la experiencia de la vergüenza, a la que se refiere el relato bíblico. La vergüenza, como ya hemos observado, se manifiesta en la narración de Gén 3 como síntoma de que el hombre se separa del amor, del que era partícipe en el misterio de la creación, según la expresión de San Juan: lo que “viene del Padre”. “Lo que hay en el mundo”, esto es, la concupiscencia, lleva consigo como una constitutiva dificultad de identificación con el propio cuerpo; y no sólo en el ámbito de la propia subjetividad, sino más aún respecto a la subjetividad del otro ser humano: de la mujer para el hombre, del hombre para la mujer.
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5. De aquí la necesidad de ocultarse ante el “otro” con el propio cuerpo, con lo que determina la propia feminidad-masculinidad. Esta necesidad demuestra la falta fundamental de seguridad, lo que de por sí indica el derrumbamiento de la relación originaria “de comunión”. Precisamente el miramiento a la subjetividad del otro, y juntamente a la propia subjetividad, suscitó en esta situación nueva, esto es, en el contexto de la concupiscencia, la exigencia de esconderse de que habla Gén 3, 7.
Y precisamente aquí nos parece descubrir un significado más profundo del pudor “sexual” y también el significado pleno de ese fenómeno al que nos remite el texto bíblico para poner de relieve el límite entre el hombre de la inocencia originaria y el hombre “histórico” de la concupiscencia. El texto íntegro de Gén 3 nos suministra elementos para definir la dimensión más profunda de la vergüenza; pero esto exige un análisis aparte. Lo comenzaremos en la próxima reflexión.
[Enseñanzas 5, 191-193]
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1. Parlando della nascita della concupiscenza nell’uomo, in base al Libro della Genesi, abbiamo analizzato il significato originario della vergogna, che apparve col primo peccato. L’analisi della vergogna, alla luce del racconto biblico, ci consente di comprendere ancora più a fondo quale significato essa abbia per l’insieme dei rapporti interpersonali uomo-donna. Il capitolo terzo della Genesi dimostra senza alcun dubbio che quella vergogna apparve nel reciproco rapporto dell’uomo con la donna e che tale rapporto, per causa della vergogna stessa, subì una radicale trasformazione. E poichè essa nacque nei loro cuori insieme con la concupiscenza del corpo, l’analisi della vergogna originaria ci permette contemporaneamente di esaminare in quale rapporto rimane tale concupiscenza rispetto alla comunione delle persone, che dal principio è stata concessa e assegnata come compito all’uomo e alla donna per il fatto di essere stati creati “ad immagine di Dio”. Quindi, l’ulteriore tappa dello studio sulla concupiscenza, che “al principio” si era manifestata attraverso la vergogna dell’uomo e della donna, secondo Genesi 3, è l’analisi dell’insaziabilità dell’unione, cioè della comunione delle persone, che doveva essere espressa anche dai loro corpi, secondo- la propria specifica mascolinità e femminilità.
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2. Soprattutto, dunque, questa vergogna che, secondo la narrazione biblica, induce l’uomo e la donna a nascondere reciprocamente i propri corpi ed in specie la loro differenziazione sessuale, conferma che si è infranta quella capacità originaria di comunicare reciprocamente se stessi, di cui parla Genesi 2, 25. Il radicale cambiamento del significato della nudità originaria ci lascia supporre trasformazioni negative di tutto il rapporto interpersonale uomo-donna. Quella reciproca comunione nell’umanità stessa mediante il corpo e mediante la sua mascolinità e femminilità, che aveva una così forte risonanza nel passo precedente della narrazione jahvista (1), viene in questo momento sconvolta: come se il corpo, nella sua mascolinità e femminilità, cessasse di costituire l’“insospettabile” substrato della comunione delle persone, come se la sua originaria funzione fosse “messa in dubbio” nella coscienza dell’uomo e della donna. Spariscono la semplicità e la “purezza” dell’esperienza originaria, che facilitava una singolare pienezza nel reciproco comunicare se stessi. Ovviamente, i progenitori non cessarono di comunicare a vicenda attraverso il corpo e i suoi movimenti, gesti, espressioni; ma sparì la semplice e diretta comunione di sè connessa con l’esperienza originaria della reciproca nudità. Quasi all’improvviso, apparve nella loro coscienza una soglia invalicabile, che limitava l’originaria “donazione di sè” all’altro, in pieno affidamento a tutto ciò che costituiva la propria identità e, al tempo stesso, diversità, da un lato femminile, dall’altro maschile. La diversità, ovvero la differenza del sesso maschile e femminile, fu bruscamente sentita e compresa come elemento di reciproca contrapposizione di persone. Ciò viene attestato dalla concisa espressione di Genesi 3, 7: “Si accorsero di essere nudi”, e dal suo contesto immediato. Tutto ciò fa parte anche dell’analisi della prima vergogna. Il Libro della Genesi non soltanto ne delinea l’origine nell’essere umano, ma consente anche di svelare i suoi gradi in entrambi, nell’uomo e nella donna.
1. Cf. Gen. 2, 23-25.
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3. Il chiudersi della capacità di una piena comunione reciproca, che si manifesta come pudore sessuale, ci consente di meglio intendere l’originario valore del significato unificante del corpo. Non si può infatti comprendere altrimenti quel rispettivo chiudersi, ovvero la vergogna, se non in rapporto al significato che il corpo, nella sua femminilità e mascolinità, aveva anteriormente per l’uomo nello stato di innocenza originaria. Quel significato unificante va inteso non soltanto riguardo all’unità, che l’uomo e la donna, come coniugi, dovevano costituire, diventando “una sola carne” (2) attraverso l’atto coniugale, ma anche in riferimento alla stessa “comunione delle persone”, che era stata la dimensione propria dell’esistenza dell’uomo e della donna nel mistero della creazione. Il corpo nella sua mascolinità e femminilità costituiva il “substrato” peculiare di tale comunione personale. Il pudore sessuale, di cui tratta Genesi 3, 7 attesta la perdita dell’originaria certezza che il corpo umano, attraverso la sua mascolinità e femminilità, sia proprio quel “substrato” della comunione delle persone, che “semplicemente” la esprima, che serva alla sua realizzazione (e così anche al completamento dell’“immagine di Dio” nel mondo visibile). Questo stato di coscienza di entrambi ha forti ripercussioni nell’ulteriore contesto di Genesi 3, di cui tra breve ci occuperemo. Se l’uomo, dopo il peccato originale, aveva perduto per così dire il senso dell’immagine di Dio in sè, ciò si è manifestato con la vergogna del corpo (3). Quella vergogna, invadendo la relazione uomo-donna nella sua totalità, si è manifestata con lo squilibrio dell’originario significato dell’unità corporea, cioè del corpo quale “substrato” peculiare della comunione delle persone. Come se il profilo personale della mascolinità e femminilità, che prima metteva in evidenza il significato del corpo per una piena comunione delle persone, cedesse il posto soltanto alla sensazione della “sessualità” rispetto all’altro essere umano. E come se la sessualità diventasse “ostacolo” nel rapporto personale dell’uomo con la donna. Celandola reciprocamente, secondo Genesi 3, 7, entrambi la esprimono quasi per istinto.
2. Gen. 2, 24.
3. Cf. praesertim Gen. 3, 10-11.
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4. Questa è, ad un tempo, come la “seconda” scoperta del sesso, che nella narrazione biblica differisce radicalmente dalla prima. L’intero contesto del racconto comprova che questa nuova scoperta distingue l’uomo “storico” della concupiscenza (anzi, della triplice concupiscenza) dall’uomo dell’innocenza originaria. In quale rapporto si pone la concupiscenza, ed in particolare la concupiscenza della carne, rispetto alla comunione delle persone mediata dal corpo, dalla sua mascolinità e femminilità, cioè rispetto alla comunione assegnata, “dal principio”, all’uomo dal Creatore? Ecco l’interrogativo che bisogna porsi, precisamente riguardo “al principio”, circa l’esperienza della vergogna, a cui si riferisce il racconto biblico. La vergogna, come già abbiamo osservato, si manifesta nella narrazione di Genesi 3 come sintomo del distacco dell’uomo dall’amore, di cui era partecipe nel mistero della creazione secondo l’espressione giovannea: quello che “viene dal Padre”. “Quello che è nel mondo”, cioè la concupiscenza, porta con sè una quasi costitutiva difficoltà di immedesimazione col proprio corpo; e non soltanto nell’ambito della propria soggettività, ma ancor più riguardo alla soggettività dell’altro essere umano: della donna per l’uomo, dell’uomo per la donna.
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5. Di qui la necessità di nascondersi davanti all’“altro” col proprio corpo, con ciò che determina la propria femminilità-mascolinità. Questa necessità dimostra la fondamentale mancanza di affidamento, il che di per sè indica il crollo dell’originario rapporto “di comunione”. Appunto il riguardo alla soggettività dell’altro, ed insieme alla propria soggettività, ha suscitato in questa nuova situazione, cioè nel contesto della concupiscenza, l’esigenza di nascondersi, di cui parla Genesi 3, 7.
E precisamente qui ci sembra di riscoprire un significato più profondo del pudore “sessuale” ed anche il pieno significato di quel fenomeno, a cui si richiama il testo biblico per rilevare il confine tra l’uomo della innocenza originaria e l’uomo “storico” della concupiscenza. Il testo integrale di Genesi 3 ci fornisce elementi per definire la dimensione più profonda della vergogna; ma ciò esige un’analisi a parte. La inizieremo nella prossima riflessione.
[Insegnamenti GP II, 3/1, 1678-1681]