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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[0897] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL PUDOR SEXUAL

Alocución In Genesi 3, en la Audiencia General, 18 junio 1980

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1. En Gén 3 se describe con precisión sorprendente el fenómeno de la vergüenza, que apareció en el primer hombre juntamente con el pecado original. Una reflexión atenta sobre este texto nos permite deducir que la vergüenza, introducida en la seguridad absoluta ligada con el anterior estado de inocencia originaria en la relación recíproca entre el hombre y la mujer, tiene una dimensión profunda. A este respecto es preciso volver a leer hasta el final el capítulo tercero del Génesis y no limitarse al v. 7 ni al texto de los v. 10-11, que contienen el testimonio acerca de la primera experiencia de la vergüenza. He aquí que, después de esta narración, se rompe el diálogo de Dios-Yahveh con el hombre y la mujer, y comienza un monólogo. Yahveh se dirige a la mujer y habla en primer lugar de los dolores del parto que, de ahora en adelante, la acompañarán: “Multiplicaré los trabajos a tus preñeces. Parirás con dolor los hijos...” (Gén 3, 16).

A esto sigue la expresión que caracteriza la futura relación de ambos, del hombre y de la mujer: “Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará” (Gén 3, 16).

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2. Estas palabras, igual que las de Gén 2, 24, tienen un carácter de perspectiva. La formulación incisiva de 3, 16 parece referirse al conjunto de los hechos, que con cierto modo surgieron ya en la experiencia originaria de la vergüenza, y que se manifestarán sucesivamente en toda la experiencia interior del hombre “histórico”. La historia de las conciencias y de los corazones humanos comportará la confirmación de las palabras contenidas en Gén 3, 16. Las palabras pronunciadas al principio parecen referirse a una “minoración” particular de la mujer en relación con el hombre. Pero no hay motivo para entenderla como una minoración o una desigualdad social. En cambio, la expresión inmediata: “buscarás con ardor a tu marido, que te dominará”, indica otra forma de desigualdad de la que la mujer se resentirá como falta de unidad plena precisamente en el amplio contexto de la unión con el hombre, a la que están llamados los dos según Gén 2, 24.

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3. Las palabras de Dios-Yahveh: “Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará” (Gén 3, 16) no se refieren exclusivamente al momento de la unión del hombre y de la mujer, cuando ambos se unen de tal manera que se convierten en una sola carne (Cfr. Gén 2, 24), sino que se refiere al amplio contexto de las relaciones, aun indirectas, de la unión conyugal en su conjunto. Por primera vez se define aquí al hombre como “marido”. En todo el contexto de la narración yahvista estas palabras dan a entender sobre todo una infracción, una pérdida fundamental de la primitiva comunidad-comunión de personas. Ésta debería haber hecho recíprocamente felices al hombre y a la mujer mediante la búsqueda de una sencilla y pura unión en la humanidad, mediante una ofrenda recíproca de sí mismos, esto es, la experiencia del don de la persona expresado con el alma y con el cuerpo, con la masculinidad y la feminidad (“carne de mi carne”: Gén 2, 23), y finalmente mediante la subordinación de esta unión a la bendición de la fecundidad con la “procreación”.

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4. Parece, pues, que en las palabras que Dios-Yahveh dirige a la mujer se encuentra una resonancia más profunda de la vergüenza, que ambos comenzaron a experimentar después de la ruptura de la Alianza originaria con Dios. Encontramos allí, además, una motivación más plena de esta vergüenza. De modo muy discreto y, sin embargo, bastante descifrable y expresivo, Gén 3, 16 testifica cómo esa originaria beatificante unión conyugal de las personas será deformada en el corazón del hombre por la concupiscencia. Estas palabras se dirigen directamente a la mujer, pero se refieren al hombre o, más bien, a los dos juntos.

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5. Ya el análisis de Gén 3, 7 hecho anteriormente demostró que en la nueva situación, después de la ruptura de la Alianza originaria con Dios, el hombre y la mujer se hallaron entre sí, más que unidos, mayormente divididos e incluso contrapuestos a causa de su masculinidad y feminidad. El relato bíblico, al poner de relieve el impulso instintivo que había incitado a ambos a cubrir sus cuerpos, describe al mismo tiempo la situación en la que el hombre, como varón o mujer –antes era más bien varón y mujer– se siente como más extrañado del cuerpo, como la fuente de la originaria unión en la humanidad (“carne de mi carne”), y más contrapuesto al otro precisamente basándose en el cuerpo y en el sexo. Esta contraposición no destruye ni excluye la unión conyugal, querida por el Creador (Cfr. Gén 2, 24) ni sus efectos procreadores; pero confiere a la realización de esta unión otra dirección, que será propia del hombre de la concupiscencia. De esto habla precisamente Gén 3, 16.

La mujer, que “buscará con ardor a su marido” (Cfr. Gén 3, 16), y el hombre, que responde a ese instinto, como leemos: “te dominará”, forman indudablemente la pareja humana, el mismo matrimonio de Gén 2, 24, más aún, la misma comunidad de personas; sin embargo, son ya algo diverso. No están llamados ya solamente a la unión y unidad, sino también amenazados por la insaciabilidad de esa unión y unidad, que no cesa de atraer al hombre y a la mujer precisamente porque son personas, llamadas desde la eternidad a existir “en comunión”. A la luz del relato bíblico, el pudor sexual tiene su significado profundo, que está unido precisamente con la insaciabilidad de la aspiración a realizar la recíproca comunión de las personas en la “unión conyugal del cuerpo” (Cfr. Gén 2, 24).

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6. Todo esto parece confirmar, bajo varios aspectos, que en la base de la vergüenza, de la que el hombre “histórico” se ha hecho partícipe, está la triple concupiscencia de que trata la primera Carta de Juan (2, 16): no sólo la concupiscencia de la carne, sino también “la concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida”. La expresión relativa al “dominio” (“él te dominará”) que leemos en Gén 3, 16, ¿no indica acaso esta última forma de concupiscencia? El dominio “sobre” el otro –del hombre sobre la mujer–, ¿acaso no cambia esencialmente la estructura de comunión en la relación interpersonal? ¿Acaso no cambia en la dimensión de esta estructura algo que hace del ser humano un objeto, en cierto modo concupiscible a los ojos?

He aquí los interrogantes que nacen de la reflexión sobre las palabras de Dios-Yahveh según Gén 3, 16. Esas palabras, pronunciadas casi en el umbral de la historia humana después del pecado original, nos desvelan no sólo la situación exterior del hombre y de la mujer, sino que nos permiten también penetrar en lo interior de los misterios profundos de su corazón.

[Enseñanzas 5, 198-200]