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[0898] • JUAN PABLO II (1978-2005) • COMUNIÓN INTERPERSONAL

Alocución L’analisi, en la Audiencia General, 25 junio 1980

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1. El análisis que hicimos durante la reflexión precedente se centraba en las siguientes palabras de Gén 3, 16, dirigidas por Dios-Yahveh a la primera mujer después del pecado original: “Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará”. Llegamos a la conclusión de que estas palabras contienen una aclaración adecuada y una interpretación profunda de la vergüenza originaria (Cfr. Gén 3, 7), que ha venido a ser parte del hombre y de la mujer junto con la concupiscencia. La explicación de esta vergüenza no se busca en el cuerpo mismo, en la sexualidad somática de ambos, sino que se remonta a las transformaciones más profundas sufridas por el espíritu humano. Precisamente este espíritu es particularmente consciente de lo insaciable que es, de la mutua unidad entre el hombre y la mujer. Y esta conciencia, por decirlo así, culpa al cuerpo de ello, le quita la sencillez y pureza del significado unido a la inocencia originaria del ser humano. Con relación a esta conciencia, la vergüenza es una experiencia secundaria: si, por un lado, revela el momento de la concupiscencia, al mismo tiempo puede prevenir de las consecuencias del triple componente de la concupiscencia. Se puede incluso decir que el hombre y la mujer, a través de la vergüenza, permanecen casi en el estado de la inocencia originaria. En efecto, continuamente toman conciencia del significado esponsalicio del cuerpo y tienden a protegerlo, por así decir, de la concupiscencia, tal como si trataran de mantener el valor de la comunión, o sea, de la unión de las personas en la “unidad del cuerpo”.

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2. Gén 2, 24 habla con discreción, pero también con claridad, de la “unión de los cuerpos” en el sentido de la auténtica unión de las personas: “El hombre... se unirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne”; y del contexto resulta que esta unión proviene de una opción, dado que el hombre “abandona” al padre y a la madre para unirse a su mujer. Semejante unión de las personas comporta que vengan a ser “una sola carne”. Partiendo de esta expresión “sacramental” que corresponde a la comunión de las personas –del hombre y de la mujer– en su originaria llamada a la unión conyugal, podemos comprender mejor el mensaje propio de Gén 3, 16; esto es, podemos establecer y como reconstruir en qué consiste el desequilibrio, más aún, la peculiar deformación de la relación originaria interpersonal de comunión, a la que aluden las palabras “sacramentales” de Gén 2, 24.

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3. Se puede decir, pues –profundizando en Gén 3, 16–, que mientras por una parte el “cuerpo”, constituido en la unidad del sujeto personal, no cesa de estimular los deseos de la unión personal, precisamente a causa de la masculinidad y feminidad (“buscarás con ardor a tu marido”), por otra parte, y al mismo tiempo, la concupiscencia dirige a su modo estos deseos; esto lo confirma la expresión “Él te dominará”. Pero la concupiscencia de la carne dirige estos deseos hacia la satisfacción del cuerpo, frecuentemente al precio de una auténtica y plena comunión de las personas. En este sentido, se debería prestar atención a la manera en que se distribuyen las acentuaciones semánticas en los versículos de Gén 3; efectivamente, aun estando esparcidos, revelan coherencia interna. El hombre es aquél que parece sentir vergüenza del propio cuerpo con intensidad particular: “Temeroso porque estaba desnudo, me escondí” (Gén 3, 10); estas palabras ponen de relieve el carácter realmente metafísico de la vergüenza. Al mismo tiempo, el hombre es aquél para quien la vergüenza, unida a la concupiscencia, se convertirá en impulso para “dominar” a la mujer (“él te dominará”). A continuación, la experiencia de este dominio se manifiesta más directamente en la mujer como el deseo insaciable de una unión diversa. Desde el momento en que el hombre la “domina”, a la comunión de las personas –hecha de plena unidad espiritual de los dos sujetos que se donan recíprocamente– sucede una diversa relación mutua, esto es, una relación de posesión del otro a modo de objeto del propio deseo. Si este impulso prevalece por parte del hombre, los instintos que la mujer dirige hacia él, según la expresión de Gén 3, 16, pueden asumir –y asumen– un carácter análogo. Y acaso a veces previenen al “deseo” del hombre o tienden incluso a suscitarlo y darle impulso.

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4. El texto de Gén 3, 16 parece indicar, sobre todo al hombre, como aquél que “desea”, análogamente al texto de Mt 5, 27-28, que constituye el punto de partida para las meditaciones presentes; no obstante, tanto el hombre como la mujer se han convertido en un “ser humano” sujeto a la concupiscencia. Y por esto ambos sienten la vergüenza, que con su resonancia profunda toca lo íntimo tanto de la personalidad masculina como de la femenina, aun cuando de modo diverso. Lo que sabemos por Gén 3 nos permite delinear apenas esta duplicidad, pero incluso los solos indicios son ya muy significativos. Añadamos que, tratándose de un texto tan arcaico, es sorprendentemente elocuente y agudo.

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5. Un análisis adecuado de Gén 3 lleva, pues, a la conclusión según la cual la triple concupiscencia, incluida la del cuerpo, comporta una limitación del significado esponsalicio del cuerpo mismo, del que participaban el hombre y la mujer en el estado de la inocencia originaria. Cuando hablamos del significado del cuerpo, ante todo hacemos referencia a la plena conciencia del ser humano, pero incluimos también toda experiencia efectiva del cuerpo en su masculinidad y feminidad, y, en todo caso, la predisposición constante a esta experiencia. El “significado” del cuerpo no es sólo algo conceptual. Sobre esto ya hemos llamado suficientemente la atención en los análisis precedentes. El “significado del cuerpo” es a un tiempo lo que determina la actitud: es el modo de vivir el cuerpo. Es la medida que el hombre interior, es decir, ese “corazón” al que se refiere Cristo en el Sermón de la Montaña, aplica al cuerpo humano con relación a su masculinidad-feminidad (por tanto, con relación a su sexualidad).

Ese “significado” no modifica la realidad en sí misma, lo que el cuerpo humano es y no cesa de ser en la sexualidad que le es propia, independientemente de los estados de nuestra conciencia y de nuestras experiencias. Sin embargo, este significado puramente objetivo del cuerpo y del sexo, fuera del sistema de las reales y concretas relaciones interpersonales entre el hombre y la mujer, es, en cierto sentido, “ahistórico”. En cambio, nosotros, en el presente análisis –de acuerdo con las fuentes bíblicas–, tenemos siempre en cuenta la historicidad del hombre (también por el hecho de que partimos de su prehistoria teológica). Se trata aquí obviamente de una dimensión interior, que escapa a los criterios externos de la historicidad, pero que, sin embargo, puede ser considerada “histórica”. Más aún, está precisamente en la base de todos los hechos, que constituyen la historia del hombre –también la historia del pecado y de la salvación– y así revelan la profundidad y la raíz misma de su historicidad.

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6. Cuando, en este amplio contexto, hablamos de la concupiscencia como de limitación, infracción o incluso deformación del significado esponsalicio del cuerpo, nos remitimos sobre todo a los análisis precedentes, que se referían al estado de la inocencia originaria, es decir, a la prehistoria teológica del hombre. Al mismo tiempo, tenemos presente la medida que el hombre “histórico”, con su “corazón”, aplica al propio cuerpo respecto a la sexualidad masculina-femenina. Esta medida no es algo exclusivamente conceptual: es lo que determina las actitudes y decide en general el modo de vivir el cuerpo.

Ciertamente, a esto se refiere Cristo en el Sermón de la Montaña. Nosotros tratamos de acercar las palabras tomadas de Mt 5, 27-28 a los umbrales mismos de la historia teológica del hombre, tomándolas, por tanto, en consideración ya en el contexto de Gén 3. La concupiscencia como limitación, infracción o incluso deformación del significado esponsalicio del cuerpo puede verificarse de manera particularmente clara (a pesar de la concisión del relato bíblico) en los dos progenitores, Adán y Eva; gracias a ellos hemos podido encontrar el significado esponsalicio del cuerpo y descubrir en qué consiste como medida del “corazón” humano, capaz de plasmar la forma originaria de la comunión de las personas. Si en su experiencia personal (que el texto bíblico nos permite seguir) esa forma originaria sufrió desequilibrio y deformación –como hemos tratado de demostrar a través del análisis de la vergüenzadebía sufrir una deformación también el significado esponsalicio del cuerpo, que en la situación de la inocencia originaria constituía la medida del corazón de ambos, del hombre y de la mujer. Si llegamos a reconstruir en qué consiste esta deformación, tendremos también la respuesta a nuestra pregunta: esto es, en qué consiste la concupiscencia de la carne y qué es lo que constituye su nota específica teológica y a la vez antropológica. Parece que una respuesta teológica y antropológicamente adecuada, importante para lo que concierne al significado de las palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña (Mt5, 27-28), puede sacarse ya del contexto de Gén 3 y de todo el relato yahvista, que anteriormente nos ha permitido aclarar el significado esponsalicio del cuerpo humano.

[Enseñanzas 5, 201-204]