[0901] • JUAN PABLO II (1978-2005) • DIMENSIONES ESENCIALES DE LA REALIDAD FAMILIAR. LA PASTORAL FAMILIAR
De la Homilía en la Misa para las Familias en el “Aterro do Flamengo”, Rio de Janeiro (Brasil), 1 julio 1980
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2. [...] Quiero, en esta ocasión, fijarme en un aspecto no menos significativo: la Eucaristía es una reunión de familia, de la gran familia de los cristianos.
El Señor Jesús quiso instituir este gran sacramento, con ocasión de un importante encuentro familiar, la Cena pascual, en la que su familia eran los Doce, que con Él vivían desde hacía tres años. Durante mucho tiempo, en los comienzos de la Iglesia, era en casas de familia donde otras familias se reunían para la “fracción del pan”. Cada altar será siempre una mesa en torno a la cual se congrega una familia, más o menos numerosa, de hermanos. La Eucaristía, al mismo tiempo, reúne esta familia, la manifiesta a los ojos de todos, estrecha los lazos que unen sus miembros a los otros. San Agustín pensaba en todo esto cuando llamaba a la Eucaristía “sacramentum pietatis, signum unitatis, vinculum caritatis” (In Ioannis Evang. Tractatus XXVI, c. 6 n. 13: PL 35, 1613).
Al celebrar esta Eucaristía, vuelvo espiritualmente mis ojos a todos los puntos de este inmenso país, intento abarcar con una sola mirada los ciento veinte millones de brasileños y rezo por la inmensa familia constituida por todos los hijos de esta patria y por los que aquí encontraron un nuevo hogar.
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3. ¿Puedo haceros una confidencia? La primera vez que me hablaron de Brasil, cuando yo sabía muy poco de este país, no fue para cantar sus bellezas naturales, que son maravillosas; ni para exaltar las riquezas de su suelo y su subsuelo, que son inagotables; ni para resaltar los hechos de este o aquel brasileño importante. Quien me hablaba –y era un gran conocedor de Brasil– me decía solamente que ésta era una gran nación, pese a todos sus eventuales problemas, porque aquí se encuentran todas las razas, gente venida de todos los horizontes del mundo, reunidas en un solo pueblo, sin prejuicios y sin discriminaciones ni segregaciones, en una clara fusión de espíritus y corazones. “Es una familia”, decía encantado mi interlocutor.
Pido a Dios que no se debilite jamás ni desaparezca este espíritu de familia. Que prevalezca sobre cualquier germen de discordia o división, sobre cualquier amenaza de ruptura o separación. Rezo para que, habiendo cada vez menos diferencias entre los brasileños en lo que se refiere al progreso y al bienestar, a las oportunidades ante los bienes de cultura y de civilización y las posibilidades de encontrar trabajo digno, tener salud e instrucción, educar a los hijos, se haga cada vez más realidad la “gran familia” de brasileños de que me hablaba mi primer profesor de Brasil. Rezo también para que a un mundo frecuentemente dominado por las contiendas entre pueblos y razas, Brasil pueda dar –sin ostentación, antes bien con la espontaneidad y la naturalidad que caracterizan a su gente– una lección esencial, la de la verdadera integración: la de cómo pueden vivir como una sola familia, dentro de un país-continente, personas venidas de los más diversos rincones del mundo. Y rezo, en fin, por los miembros de esa “gran familia” que reposan bajo este monumento y cuyo sacrificio es una permanente llamada a la unión entre los pueblos.
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4. Esta Eucaristía, reunión de familia, me lleva a pensar ahora en las familias brasileñas.
Los informes más autorizados sobre América Latina –pienso en los Documentos de Medellín y de Puebla, pienso en las relaciones que me llegan de los obispos y de las Conferencias Episcopales de este semicontinente, pero pienso también en los estudios sociológicos de mayor seriedad– me han enseñado que para vosotros, los latinoamericanos, la familia es una realidad extraordinariamente importante. El lugar que la familia ocupó en los pueblos que se encuentran en la raíz de vuestras naciones y la influencia latinoamericana que ejerció en la formación de vuestra cultura justifican de sobra esa importancia. Brasil, lejos de constituir una excepción, es un ejemplo notable de esa realidad. No es de extrañar que aquí, con especial vigor, se manifieste el sentido de la familia y se confirmen las dimensiones esenciales de la realidad familiar: el respeto lleno de amor y ternura, la generosidad y el espíritu de solidaridad, el aprecio por una cierta intimidad familiar, compensado con un deseo de apertura. No quiero dejar de subrayar, entre otras, dos dimensiones fundamentales de la familia, especialmente destacadas entre vosotros: la familia ha sido, en el transcurso de los siglos, la gran transmisora de valores culturales, éticos, espirituales, de una generación a otra; en el aspecto religioso y cristiano, muchas veces, cuando faltaron o fueron sumamente precarios otros canales, ella fue el único o al menos el principal canal por el que se comunicó la fe de padres a hijos a través de varias generaciones.
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5. Esto supuesto, ¿cómo cerrar los ojos ante las graves situaciones en que concretamente se encuentran numerosísimas familias entre vosotros y ante las serias amenazas que pesan sobre la familia en general?
Algunas de esas amenazas son de orden social y comprenden las condiciones infrahumanas de vivienda, higiene, salud, educación en que se encuentran millones de familias, en el interior del país y en las periferias de las grandes ciudades, a causa del desempleo o de los salarios insuficientes. Otras son de orden moral y se refieren a la generalizada disgregación de la familia, por desconocimiento, desestima o falta de respeto de las normas humanas y cristianas relativas a la familia, en los diversos niveles de la población. Otras son de orden civil, ligadas a la legislación referente a la familia. En el mundo entero, tal legislación es cada vez más permisiva y, por tanto, menos alentadora para quienes se esfuerzan por seguir los principios de una ética más elevada en materia de familia. Quiera Dios que no suceda esto en vuestro país y que, coherentes con los principios cristianos que inspiran vuestra cultura, quienes tienen la responsabilidad de elaborar y promulgar las leyes lo hagan con el respeto a los valores insustituibles de una ética cristiana, entre los cuales sobresale el valor de la vida humana y el derecho indiscutible de los padres a transmitir la vida. Otras amenazas, en fin, son de orden religioso y derivan de un escaso conocimiento de las dimensiones sacramentales del matrimonio en el plan de Dios.
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6. Las consideraciones que vengo haciendo me parece que evidencian bastante la importancia y la necesidad de una inteligente, valiente y perseverante pastoral familiar. Hablando a las gentes de la ciudad de Puebla, en la homilía de la inolvidable Misa que allí celebré, recordé que numerosos obispos latinoamericanos no dudan en reconocer que la Iglesia tiene todavía mucho que hacer en este campo. Por eso mismo, al inaugurar la Conferencia de Puebla, quise recomendarles la pastoral familiar como importante prioridad en todos vuestros países. El Documento de Puebla dedicó un importante capítulo a la familia: Dios quiera que la atención a otros temas y afirmaciones, sin duda importantes, pero no exclusivos, de ese Documento, no signifique, por un error del que tendríamos motivo para arrepentirnos en el futuro, una atención menor a la pastoral de la familia.
Son muchos los campos y complejas las exigencias de esa pastoral familiar. Vuestros Pastores son conscientes de ello. Muchos laicos, comprometidos en diversos, valiosos y meritorios Movimientos familiares se muestran atentos a esos campos y a esas exigencias. No esperéis ciertamente que el Papa los aborde aquí: no es el momento para hacerlo. Sin embargo, ¿cómo no recordar, al menos para citarlos, algunos de los puntos más importantes de esa pastoral?
Pienso en todo lo que hay que hacer en el terreno de la preparación para el matrimonio, ciertamente en el período que precede a su celebración, pero también, cómo no, desde los años de la adolescencia –en la familia, en la Iglesia, en la escuela–, bajo la forma de una seria, amplia y profunda educación para el verdadero amor, que es mucho más exigente que la tan cacareada educación sexual. Pienso en el esfuerzo generoso y valiente que hay que hacer para crear en la sociedad un ambiente propicio a la realización de un ideal familiar cristiano, basado en los valores de unidad, fidelidad, indisolubilidad, fecundidad responsable. Pienso en la ayuda que debe prestarse a cónyuges que, por diversas razones y circunstancias, pasan por momentos de crisis, que podrían superar si fueran ayudados, pero tal vez naufragarán si les falta esa ayuda. Pienso en la contribución que los cristianos, especialmente los laicos, pueden ofrecer para suscitar una política social sensible a las exigencias y a los valores familiares y para evitar una legislación nociva para la estabilidad y el equilibrio de la familia. Pienso, en fin, en el inconmensurable valor de una espiritualidad familiar, que continuamente hay que perfeccionar, promover, difundir; y no puedo dejar de decir aquí, nuevamente, una palabra de estímulo y aliento para los Movimientos familiares que se dedican a esa obra especialmente importante.
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7. No faltan en la vivencia y en el Magisterio de la Iglesia elementos validísimos para una clara, comprensiva, valiente atención pastoral a las familias. Mis predecesores nos legaron valiosos documentos. Muchos Pastores y teólogos nos han ofrecido el fruto de su experiencia o de sus reflexiones. Próximamente, el Sínodo de los Obispos, estudiando “la función de la familia cristiana” en el mundo contemporáneo, dará ciertamente pistas para la orientación en esta delicada materia. En esa fuente –y no al margen o lejos de ella– deberá beber una verdadera pastoral familiar.
Numerosas familias, sobre todo cónyuges cristianos, desean y piden criterios seguros que les ayuden a vivir, aun entre dificultades no comunes y con esfuerzo a veces heroico, su ideal cristiano en materia de fidelidad, de fecundidad, de educación de los hijos. Nadie tiene derecho a traicionar esa expectativa o decepcionar esta petición, ocultando por timidez, inseguridad o falso respeto humano los verdaderos criterios u ofreciendo criterios dudosos, cuando no abiertamente desviados de la enseñanza de Jesucristo transmitida por la Iglesia.
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8. Hermanos e hijos carísimos: Al término de esta reflexión volvamos nuestra atención a los textos del Nuevo Testamento que hemos tenido la alegría de escuchar en esa liturgia.
Uno de ellos, el del Evangelio de San Juan, recoge la enseñanza de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún sobre el Pan de vida; ese pan, según asegura el Señor, es su propia carne, que, hecha alimento de sus discípulos, les da una vida que comienza aquí en la tierra y desemboca en la eternidad. La promesa hecha en Cafarnaún se realiza plenamente en la última Cena y en el misterio de la Eucaristía. Ése es el pan que se hace Cuerpo de Cristo para dar la vida a los hombres.
El deseo más íntimo y más vivo del Papa en esta hora sería el poder, por algún milagro, penetrar en cada hogar de Brasil, ser huésped de cada familia brasileña. Participar en la felicidad de las familias felices y con ellas dar gracias al Señor. Estar junto a las familias que lloran, por algún sufrimiento escondido o visible, para ofrecer un eventual consuelo. Hablar a las familias en las que nada falta para invitarlas a distribuir lo que les sobra, y que pertenece a quien no lo tiene. Sentarse a la mesa de las familias pobres, donde el pan escasea, para ayudarles no a hacerse ricas, en el sentido en que el Evangelio condena la riqueza, sino a conquistar lo que es necesario para una vida digna.
Si éste es un deseo imposible, quiero al menos, cuando dentro de unos momentos tome en mis manos el Cuerpo de Jesús y su Sangre preciosa, formular un voto y una oración: que esta Eucaristía, celebrada en este templo sin fronteras, bajo la cúpula de este cielo de Río de Janeiro, mucho más amplia y grandiosa que la de Miguel Ángel, se vuelva fuente de verdadera vida para el pueblo brasileño a fin de que sea una verdadera familia, y para cada familia brasileña a fin de que sea célula constitutiva de este pueblo.
[Enseñanzas 7, 214-218]
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2. [...] Quero, nesta ocasião, fixar-me em um aspecto não menos significativo: a Eucaristia é uma reunião de família, da grande família dos cristãos.
O Senhor Jesus quis instituir este grande sacramento por ocasião de um importante encontro familiar: a Ceia pascal, e naquela ocasião sua família foram os Doze, que com Ele viviam há três anos. Por muito tempo, nos inícios da Igreja, era em casas de família que outras famílias se reuniam para a “fração do pão”. Cada altar será sempre uma mesa, em torno da qual se congrega mais ou menos numerosa uma família de irmãos. A Eucaristia ao mesmo tempo reúne esta família, manifesta-a aos olhos de todos, estreita os laços que unem aos outros os seus membros. Santo Agostinho pensava em tudo isto quando chamava a Eucaristia: “sacramentum pietatis, signum unitatis, vinculum caritatis” (1).
Ao celebrar esta Eucaristia volto os olhos espiritualmente para todos os quadrantes deste imenso País, tento abraçar com um só olhar os 120 milhões de brasileiros e rezo pela imensa família constituída por todos os filhos desta Pátria e pelos que aqui encontraram um novo lar.
1. S. AUGUSTINI, In Ioannis Evang., Tract XXVI, cap. 6, n. 13: PL 35, 1613.
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3. Posso fazer-vos uma confidência? A primeira vez que me falaram do Brasil, quando eu sabia bem pouco deste País, não foi para cantar suas belezas naturais, que são maravilhosas, nem para exaltar as riquezas de seu solo e subsolo, que são inesgotáveis; nem para ressaltar os feitos deste ou daquele brasileiro notável. Quem me falava –e era um grande conhecedor do Brasil– me dizia apenas que esta era uma grande Naçaõ, malgrado todos os seus eventuais problemas, porque aqui se encontram todas as raças, gente vinda de todos os horizontes do mundo, reunidas num só povo, sem preconceitos e sem discriminaçao ou segregação numa clara fusão de espíritos e corações. “É uma família”, dizia, encantado, meu interlocutor.
Rezo para que não venha jamais a debilitar-se ou a perecer este espírito de família. Para que ele prevaleça sobre qualquer germe de discórdia ou divisão, sobre qualquer ameaça de ruptura ou separação. Rezo para que, havendo cada vez menos diferenças entre os brasileiros no que se refere ao progresso e ao bem-estar, às oportunidades diante dos bens da cultura e da civilização e às possibilidades de encontrar trabalho digno, ter saúde e instrução, educar os filhos, se torne sempre mais realidade a “grande família” de brasileiros de que falava aquele meu primeiro professor de Brasil. Rezo ainda para que a um mundo frequentemente dominado pelas contendas entre povos e raças, o Brasil possa dar –sem ostentação antes com a espontaneidade e a naturalidade que caracterizam a sua gente– uma lição essencial, a da verdadeira integração: de como podem viver como uma só família, dentro de um país-continente, pessoas vindas dos mais diversos recantos do mundo. E rezo, enfim, pelos membros desta “grande família”, que repousam sob este monumento e cujo sacrificio é um permanente apelo à união entre os povos.
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4. Esta Eucaristia, reunião de família, leva o meu pensamento agora às famílias brasileiras.
Os depoimentos mais autorizados sobre a América Latina –penso nos documentos de Medellín e de Puebla, penso nos relatórios que me chegam dos Bispos e Conferências Episcopais deste quase-continente, mas penso também em estudos sociológicos da maior seriedade– ensinaram-me que para vós, latino-americanos, a Família é uma realidade extraordinariamente importante. O lugar que a Família ocupou nos povos que se encontram na raiz de vossas Nações e a influência latino-americana que ela exerceu na formação de vossa cultura justificam de sobra essa importância. O Brasil, longe de se constituir uma exceção, ilustra de modo notável essa verificação: Não admira que aqui, com especial vigor, se manifeste o sentido de família e se confirmem as dimensões essenciais da realidade familiar: o respeito impregnado de amor e de ternura, a generosidade e o espírito de solidariedade, e o apreço por uma certa intimidade do lar, temperada por um desejo de abertura. Não quero furtar-me a sublinhar entre outras, duas dimensões fundamentais da família, especialmente relevantes entre vós: ela tem sido, no correr dos séculos, a grande transmissora de valores culturais, éticos, espirituais, de uma geração à outra; no plano religioso e cristão, muitas vezes, quando faltaram ou foram extremamente precários outros canais, ela foi o unico, ou ao menos o principal canal pelo qual se comunicou a fé dos pais a filhos em várias gerações.
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5. Isto posto, como fechar os olhos para as graves situações em que concretamente se encontram numerosíssimas famílias entre vós e para as sérias ameaças que pesam sobre a família em geral?
Algumas dessas ameaças são de ordem social e prendem-se às condições sub-humanas de habitação, higiene, saúde, educação em que se encontram milhões de famílias, no interior do País e em periferias das grandes cidades, por força do desemprego ou dos salários insuficientes. Outras são de ordem moral e referem-se à generalizada desagregação da Família, por desconhecimento, desestima ou desrespeito das normas humanas e cristãs relativas à família, nos vários estratos do população. Outras ainda são de ordem civil, ligadas à legislação referente à família. No mundo inteiro essa legislação é cada vez mais permissiva, portando menos encorajante para os que se esforçam por seguir os princípios de uma ética mais elevada em matéria de família. Queira Deus que assim não seja em vosso País e que, coerentes com os princípios cristãos que inspiram a vossa cultura, aqueles que têm a responsabilidade de elaborar e promulgar as leis o façam no respeito aos valores insubstituíveis de uma ética cristã, entre os quais avulta o valor da vida humana e o direito indeclinável dos pais a transmitir a vida. Outras ameaças, enfim, são de ordem religiosa e derivam de um escasso conhecimento das dimensões sacramentais do Matrimônio no plano de Deus.
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6. As considerações que venho fazendo parecem-me evidenciar bastante a importância e a necessidade de uma inteligente, corajosa, perseverante Pastoral Familiar. Falando ao povo da cidade de Puebla, na homilia da inolvidável Missa que ali celebrei, recordei que numerosos Bispos latino-americanos não hesitam em reconhecer que a Igreja tem ainda muito a fazer neste campo. Por isso mesmo, abrindo a Conferência de Puebla, eu quis recomendar a Pastoral Familiar como importante prioridade em todos os vossos Países. O Documento de Puebla consagrou um importante capítulo à Família: Deus queira que a atenção a outros temas e afirmações, sem dúvida importantes mas não exclusivos, desse documento não signifique, por um erro do qual teríamos motivo de arrepender-nos no futuro, uma atenção menor à Pastoral da Família.
São muitos os campos e complexas as exigências desta Pastoral Familiar. Vossos Pastores estão conscientes disso. Muitos leigos empenhados em diversos, valiosos e meritórios movimentos familiares, se mostram atentos a esses campos e exigências. Não esperais certamente que o Papa os aborde aqui: não é o momento para fazê-lo. Como porém não recordar ao menos para citá-los, alguns pontos entre os mais importantes dessa Pastoral?
Penso em tudo o que há a fazer no campo da preparação ao casamento, certamente no período que antecede a sua celebração mas porque não desde os anos de adolescência –na família, na Igreja, na escola– sob a forma de uma séria, ampla, profunda educação para o verdadeiro amor, algo muito mais exigente do que uma propalada educação sexual. Penso no esforço generoso e corajoso a fazer para criar na sociedade um ambiente propício à realização de um ideal familiar cristão, baseado nos valores de unidade, fidelidade, indissolubilidade, fecundidade responsável. Penso no atendimento a dar a casais que, por variadas razões e circunstâncias, passam por momentos de crise, que poderão superar se forem ajudados, mas talvez naufragarão se faltar essa ajuda. Penso na contribuição que os cristãos, especialmente os leigos, podem oferecer para suscitar uma política social sensível aos reclamos e aos valores familiares e para evitar uma legislação nociva à estabilidade e ao equilíbrio da família. Penso enfim no incomensurável valor de uma espiritualidade familiar, a aperfeiçoar constantemente, a promover, a difundir e não posso silenciar, aqui de novo, uma palavra de estímulo e encorajamento aos movimentos familiares que se dedicam a essa obra particularmente importante.
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7. Não faltam na vivência e no magistério da Igreja elementos validíssimos para uma lúcida, abrangente, intrépida atenção pastoral às famílias. Meus predecessores nos legaram valiosos documentos. Muitos pastores e teólogos nos ofereceram o fruto de sua experiência ou de suas reflexões. Proximamente o Sínodo dos Bispos, estudando “as funções da família cristã” no mundo contemporâneo, deixarão certamente pistas para a orientação, nesta matéria delicada. Nesta fonte –e não à margem ou longe dela, menos ainda em contraste com ela– deverá beber uma verdadeira Pastoral Familiar.
Inúmeras famílias, sobretudo casais cristãos, desejam e pedem critérios seguros que os ajudem a viver, mesmo entre dificultades não comuns e com esforço às vezes heróico, seu ideal cristão em matéria de fidelidade, de fecundidade, de educação dos filhos. Ninguém tem o direito de trair esta expectativa ou decepcionar este reclamo, disfarçando por timidez, insegurança ou falso respeito os verdadeiros critérios ou oferecendo critérios duvidosos quando não abertamente desviados do ensinamento de Jesus Cristo transmitido pela Igreja.
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8. Irmãos e filhos caríssimos, ao termo desta reflexão, voltemos a atenção para os textos do Novo Testamento, que tivemos a alegria de escutar nesta Liturgia.
Um deles, o do Evangelho de São João, retoma o ensinamento de Jesus na Sinagoga de Cafarnaum sobre o Pão da Vida: este pão, segundo assegura o Senhor, é sua própria carne que, feita alimento dos seus discípulos, lhes dá uma vida que começa aqui na terra e desabrocha na eternidade. A promessa feita em Cafarnaum se realiza plenamente na última Ceia e no mistério da Eucaristia. Este é o pão que se faz Corpo de Cristo para dar a vida aos homens.
O desejo mais íntimo e mais vivo do Papa nesta hora seria o de poder por algum milagre, penetrar em cada lar do Brasil, ser hóspede de cada família brasileira. Partilhar a felicidade das famílias felizes e com elas render graças ao Senhor. Estar junto das famílias que choram, por algum sofrimento escondido ou visível, para dar, se possível, algum conforto. Falar às famílias onde nada falta, para convidá-las a distribuir o que lhes sobra e que pertence a quem não tem. Sentar-se à mesa das famílias pobres, onde o pão é escasso, para ajudá-las, não a tornar-se ricas no sentido em que o Evangelho condena a riqueza, mas a conquistar aquilo que é necessário para uma vida digna.
Se este é um desejo impossível, quero ao menos, tomando em minhas mãos daqui a pouco o Corpo de Jesus e Seu Sangue precioso, fazer um voto e uma oração: que esta Eucaristia celebrada neste templo sem fronteiras sob a cúpula deste céu do Rio de Janeiro, bem mais vasta e grandiosa do que a de Miguel Ângelo, se torne fonte de verdadeira vida para a povo brasileiro para que ele seja uma verdadeira família e para cada família brasileira para que seja célula formadora deste povo.
[Insegnamenti GP II, 3/2, 12-17]