[0906] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA DONACIÓN MUTUA DEL HOMBRE Y DE LA MUJER EN EL MATRIMONIO
Alocución Le riflessioni, en la Audiencia General, 30 julio 1980
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1. Las reflexiones que venimos haciendo en este ciclo se relacionan con las palabras que Cristo pronunció en el Discurso de la Montaña sobre el “deseo” de la mujer por parte del hombre. En el intento de proceder a un examen de fondo sobre lo que caracteriza al “hombre de la concupiscencia”, hemos vuelto nuevamente al Libro del Génesis. En él, la situación que se llegó a crear en la relación recíproca del hombre y de la mujer está delineada con gran finura. Cada una de las frases de Gén 3 es muy elocuente. Las palabras de Dios-Yahveh dirigidas a la mujer en Gén 3, 16: “Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará”, parecen revelar, analizándolas profundamente, el modo en que la relación de don recíproco, que existía entre ellos en el estado original de inocencia, se cambió, tras el pecado original, en una relación de recíproca apropiación.
Si el hombre se relaciona con la mujer hasta el punto de considerarla sólo como un objeto del que apropiarse y no como don, al mismo tiempo se condena a sí mismo a hacerse también él, para ella, solamente objeto de apropiación y no don. Parece que las palabras de Gén 3, 16 tratan de tal relación bilateral, aunque directamente sólo se diga: “él te dominará”. Por otra parte, en la apropiación unilateral (que indirectamente es bilateral) desaparece la estructura de la comunión entre las personas; ambos seres humanos se hacen casi incapaces de alcanzar la medida interior del corazón, orientada hacia la libertad del don y al significado nupcial del cuerpo, que le es intrínseco. Las palabras de Gén 3, 16 parecen sugerir que esto sucede más bien a expensas de la mujer y que, en todo caso, ella lo siente más que el hombre.
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2. Merece la pena prestar ahora atención al menos a ese detalle. Las palabras de Dios-Yahveh según Gén 3, 16: “Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará”, y las de Cristo según Mt5, 27-28: “El que mira a una mujer deseándola...”, permiten vislumbrar un cierto paralelismo. Quizá aquí no se trata del hecho de que es principalmente la mujer quien resulta objeto del “deseo” por parte del hombre, sino más bien se trata de que –como precedentemente hemos puesto de relieve– el hombre, “desde el principio”, debería haber sido custodio de la reciprocidad del don y de su auténtico equilibrio. El análisis de ese “principio” (Gén 2, 23-25) muestra precisamente la responsabilidad del hombre al acoger la feminidad como don y corresponderla con un mutuo, bilateral intercambio. Contrasta abiertamente con esto el obtener de la mujer su propio don mediante la concupiscencia. Aunque el mantenimiento del equilibrio del don parece estar confiado a ambos, corresponde sobre todo al hombre una especial responsabilidad, como si de él principalmente dependiese que el equilibrio se mantenga o se rompa, o incluso –si ya se ha roto– sea eventualmente restablecido. Ciertamente, la diversidad de funciones, según estos enunciados, a los que hacemos aquí referencia como a textos-clave, estaba también dictada por la marginación social de la mujer en las condiciones de entonces (y la Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento proporciona suficientes pruebas de ello); pero también hay en ello encerrada una verdad que tiene su peso independientemente de los condicionamientos específicos debidos a las costumbres de esa determinada situación histórica.
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3. La concupiscencia hace que el cuerpo se convierta algo así como en “terreno” de apropiación de la otra persona. Como es fácil comprender, esto lleva consigo la pérdida del significado nupcial del cuerpo. Y junto con esto adquiere otro significado también la recíproca “pertenencia” de las personas, que, uniéndose hasta ser “una sola carne” (Gén 2, 24), son a la vez llamadas a pertenecer una a la otra. La particular dimensión de la unión personal del hombre y de la mujer a través del amor se expresa en las palabras “mío... mía”. Estos pronombres, que pertenecen desde siempre al lenguaje del amor humano, aparecen frecuentemente en las estrofas del Cantar de los Cantares y también en otros textos bíblicos (1). Son pronombres que en su sig nificado “material” denotan una relación de posesión, pero en nuestro caso indican la analogía personal de tal relación. La pertenencia recíproca del hombre y de la mujer, especialmente cuando se pertenecen como cónyuges “en la unidad del cuerpo”, se forma según esta analogía personal. La analogía –como se sabe– indica a la vez la semejanza y también la carencia de identidad (es decir, una sustancial desemejanza). Podemos hablar de la pertenencia recíproca de las personas solamente si tomamos en consideración tal analogía. En efecto, en su significado originario y específico, la pertenencia supone relación del sujeto con el objeto: relación de posesión y de propiedad. Es una relación no solamente objetiva, sino sobre todo “material”; pertenencia de algo (por tanto, de un objeto) a alguien.
1. Cfr. p. ej., Cant. 1, 9. 13. 14. 15. 16; 2, 2. 3. 8. 9. 10. 13. 14. 16. 17; 3, 2. 4. 5; 4, 1. 10; 5, 1. 2. 4; 6, 2. 3. 4. 9; 7, 11; 8, 12. 14; Cfr., además, p. ej., Ez. 16, 8; Os. 2, 18; Tob. 8, 7.
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4. Los términos “mío... mía”, en el eterno lenguaje del amor humano, no tienen –ciertamente– tal significado. Indican la reciprocidad de la donación, expresan el equilibrio del don –quizá precisamente esto en primer lugar–; es decir, ese equilibrio del don en que se instaura la recíproca “communio personarum”. Y si ésta queda instaurada mediante el don recíproco de la masculinidad y la feminidad, se conserva en ella también el significado nupcial del cuerpo. Ciertamente, las palabras “mío... mía”, en el lenguaje del amor, parecen una radical negación de pertenencia en el sentido de que un objeto-cosa material pertenece al sujeto-persona. La analogía conserva su función mientras no cae en el significado antes expuesto. La triple concupiscencia y, en especial, la concupiscencia de la carne, quita a la recíproca pertenencia del hombre y de la mujer la dimensión que es propia de la analogía personal, en la que los términos “mío... mía” conservan su significado esencial. Tal significado esencial está fuera de la “ley de la propiedad”, fuera del significado del de posesión”; la concupiscencia, en cambio, está orientada hacia este último significado. Del poseer, el ulterior paso va hacia el “gozar”: el objeto que poseo adquiere para mí un cierto significado en cuanto que dispongo y me sirvo de él, lo uso. Es evidente que la analogía personal de la pertenencia se contrapone decididamente a ese significado. Y esta oposición es un signo de que lo que en la relación recíproca del hombre y de la mujer “viene del Padre” conserva su persistencia y continuidad en contraste con lo que viene “del mundo”. Sin embargo, la concupiscencia de por sí empuja al hombre hacia la posesión del otro como objeto, lo empuja hacia el “goce”, que lleva consigo la negación del significado nupcial del cuerpo. En su esencia, el don desinteresado queda excluido del “goce” egoísta. ¿No lo dicen acaso ya las palabras de Dios-Yahveh dirigidas a la mujer en Gén 3, 16?
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5. Según la primera Carta de Juan (2, 16), la concupiscencia muestra sobre todo el estado del espíritu humano. También la concupiscencia de la carne atestigua en primer lugar el estado del espíritu humano. A este problema convendrá dedicarle un ulterior análisis. Aplicando la teología de San Juan al terreno de las experiencias descritas en Gén 3, como también a las palabras pronunciadas por Cristo en el Discurso de la Montaña (Mt 5, 27-28), encontramos, por decirlo así, una dimensión concreta de esa oposición que –junto con el pecado– nació en el corazón humano entre el espíritu y el cuerpo. Sus consecuencias se dejan sentir en la relación recíproca de las personas, cuya unidad en la humanidad está determinada desde el principio por el hecho de que son hombre y mujer. Desde que en el hombre se instaló otra ley “que repugna a la ley de mi mente” (Rom 7, 23) existe como un constante peligro en tal modo de ver, de valorar, de amar, por el que el “deseo del cuerpo” se manifiesta más potente que el “deseo de la mente”. Y es precisamente esta verdad sobre el hombre, esta componente antropológica lo que debemos tener siempre presente si queremos comprender hasta el fondo el llamamiento dirigido por Cristo al corazón humano en el Discurso de la Montaña.
[Enseñanzas 7, 134-136]
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1. Le riflessioni che andiamo svolgendo nell’attuale ciclo sono inerenti alle parole, che Cristo pronunziò nel Discorso della montagna sul “desiderio” della donna da parte dell’uomo. Nel tentativo di procedere a un esame di fondo su ciò che caratterizza l’“uomo della concupiscenza”, siamo nuovamente risaliti al Libro della Genesi. Quivi, la situazione venutasi a creare nel rapporto reciproco dell’uomo e della donna è delineata con grande finezza. Le singole frasi di Genesi 3 sono molto elocuenti. Le parole di Dio-Jahvè rivolte alla donna in Genesi 3, 16: “Verso tuo marito sarà il tuo istinto, ma egli ti dominerà”, sembrano rivelare, ad un’analisi approfondita, in che modo il rapporto di reciproco dono, che esisteva tra loro nello stato di innocenza originaria, si sia mutato, dopo il peccato originale, in un rapporto di reciproca appropriazione.
Se l’uomo si rapporta alla donna così da considerarla soltanto come oggetto di cui appropriarsi e non come dono, in pari tempo condanna se stesso a diventare anch’egli, per lei, soltanto oggetto di appropriazione, e non dono. Pare che le parole di Genesi 3, 16 trattino di tale rapporto bilaterale, sebbene direttamente sia detto soltanto: “egli ti dominerà”. Inoltre, nell’appropriazione unilaterale (che indirettamente è bilaterale) scompare la struttura della comunione tra le persone; entrambi gli esseri umani divengono quasi incapaci di attingere la misura interiore del cuore, volta verso la libertà del dono e il significato sponsale del corpo, che le è intrinseco. Le parole di Genesi 3, 16 sembrano suggerire che ciò avviene piuttosto a spese della donna, e che in ogni caso essa lo sente più dell’uomo.
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2. Almeno a questo particolare vale la pena di volgere ora l’attenzione. Le parole di Dio-Jahvè secondo Genesi 3, 16: “Verso tuo marito sarà il tuo istinto, ma egli ti dominerà”, e quelle di Cristo secondo Matteo 5, 27-28: “Chiunque guarda una donna per desiderarla...”, permettono di scorgere un certo parallelismo. Forse, qui non si tratta del fatto che soprattutto la donna diviene oggetto di “desiderio” da parte dell’uomo, ma piuttosto che –come gia in precedenza abbiamo messo in rilievo– l’uomo “dal principio” avrebbe dovuto essere custode della reciprocità del dono e del suo autentico equilibrio. L’analisi di quel “principio” (1) mostra appunto la responsabilità dell’uomo nell’accogliere la femminilità quale dono e nel mutuarla in un vicendevole, bilaterale contraccambio. Con ciò è in aperto contrasto il ritrarre dalla donna il proprio dono mediante la concupiscenza. Sebbene il mantenimento dell’equilibrio del dono sembri esser stato affidato ad entrambi, spetta soprattutto all’uomo una speciale responsabilità, come se da lui maggiormente dipendesse che l’equilibrio sia mantenuto oppure infranto o perfino –se già infranto– eventualmente ristabilito. Certamente, la diversità dei ruoli secondo questi enunciati, ai quali facciamo qui riferimento come a testi-chiave, era anche dettata dall’emarginazione sociale della donna nelle condizioni di allora (e la S. Scrittura dell’Antico e del Nuovo Testamento ne fornisce sufficienti prove); nondimeno, vi è racchiusa una verità, che ha il suo peso indipendentemente da specifici condizionamenti dovuti agli usi di quella determinata situazione storica.
1. Gen. 2, 23-25.
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3. La concupiscenza fa sì che il corpo divenga quasi “terreno” di appropriazione dell’altra persona. Com’è facile intendere, ciò comporta la perdita del significato sponsale del corpo. Ed insieme a ciò acquista un altro significato anche la reciproca “appartenenza” delle persone, che unendosi così da essere “una sola carne” (2) vengono in pari tempo chiamate ad appartenere l’una all’altra. La particolare dimensione dell’unione personale dell’uomo e della donna attraverso l’amore si esprime nelle parole “mio... mia”. Questi pronomi, che da sempre appartengono al linguaggio dell’amore umano, ricorrono spesso nelle strofe del Cantico dei Cantici e anche in altri testi biblici (3). Sono pronomi che nel loro significato “materiale” denotano un rapporto di possesso, ma nel nostro caso indicano l’analogia personale di tale rapporto. L’appartenenza reciproca dell’uomo e della donna, specialmente quando si appartengono come coniugi “nell’unità del corpo”, si forma secondo questa analogia personale. L’analogia –come è noto– indica ad un tempo la somiglianza ed anche la carenza di identità (cioè una sostanziale dissomiglianza). Possiamo parlare dell’appartenenza reciproca delle persone soltanto se prendiamo in considerazione una tale analogia. Infatti, nel suo significato originario e specifico, l’appartenenza presuppone il rapporto del soggetto all’oggetto; rapporto di possesso e di proprietà. È un rapporto non soltanto oggettivo, ma soprattutto “materiale”: appartenenza di qualcosa, quindi di un oggetto a qualcuno.
2. Gen. 2, 24.
3. Cf. ex. gr. Cant. 1, 9. 13. 14. 15. 16; 2, 2. 3. 8. 9. 10. 13. 14. 16. 17; 3, 2. 4. 5; 4, 1. 10; 5, 1. 2. 4; 6, 2. 3. 4. 9; 7, 11; 8, 12. 14; cf. ex. gr. Ez. 16, 8; Os. 2, 18; Tob. 8, 7.
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4. I termini “mio... mia”, nell’eterno linguaggio dell’amore umano, non hanno –certamente– tale significato. Essi indicano la reciprocità della donazione, esprimono l’equilibrio del dono –forse proprio questo in primo luogo– cioè quell’equilibrio del dono, in cui si instaura la reciproca communio personarum. E se questa viene instaurata mediante il dono reciproco della mascolinità e della femminilità, si conserva in essa anche il significato sponsale del corpo. Invero, le parole “mio... mia” nel linguaggio d’amore sembrano una radicale negazione di appartenenza nel senso in cui un oggetto-cosa materiale appartiene al soggetto-persona. L’analogia conserva la sua funzione finchè non cade nel significato suesposto. La triplice concupiscenza, ed in particolare la concupiscenza della carne, toglie alla reciproca appartenenza dell’uomo e della donna la dimensione che è propria dell’analogia personale, in cui i termini “mio... mia” conservano il loro significato essenziale. Tale significato essenziale sta al di fuori della “legge di proprietà”, al di fuori del significato dell’“oggetto di possesso”; la concupiscenza, invece, è orientata verso quest’ultimo significato. Dal possedere, l’ulteriore passo va verso il “godimento”: l’oggetto che posseggo acquista per me un certo significato in quanto ne dispongo e me ne servo, lo uso. È evidente che l’analogia personale dell’appartenenza si contrappone decisamente a tale significato. E questa opposizione è un segno che ciò che nel rapporto reciproco dell’uomo e della donna “viene dal Padre” conserva la sua persistenza e continuità nei confronti di ciò che viene “dal mondo”. Tuttavia, la concupiscenza di per sè spinge l’uomo verso il possesso dell’altro come oggetto, lo spinge verso il “godimento”, che porta con sè la negazione del significato sponsale del corpo. Nella sua essenza, il dono disinteressato viene escluso dal “godimento” egoistico. Non ne parlano forse già le parole di Dio-Jahvè rivolte alla donna in Genesi 3, 16?
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5. Secondo la prima lettera di Giovanni 2, 16, la concupiscenza mostra soprattutto lo stato dello spirito umano. Anche la concupiscenza della carne attesta in primo luogo lo stato dello spirito umano. A questo problema converrà dedicare un’ulteriore analisi. Applicando la teologia giovannea al terreno delle esperienze descritte in Genesi 3, come pure alle parole pronunziate da Cristo nel Discorso della Montagna (4), ritroviamo, per così dire, una dimensione concreta di quella opposizione che –insieme al peccato– nacque nel cuore umano tra lo spirito e il corpo. Le sue conseguenze si fanno sentire nel rapporto reciproco delle persone, la cui unità nell’umanità è determinata fin dal principio dal fatto che sono uomo e donna. Da quando nell’uomo si è installata “un’altra legge, che muove guerra alle legge della mente” (5), esiste quasi un costante pericolo di tale modo di vedere, di valutare, di amare, così che “il desiderio del corpo” si manifesta più potente del “desiderio della mente”. Ed è proprio questa verità circa l’uomo, questa componente antropologica che dobbiamo tener sempre presente, se vogliamo comprendere sino in fondo l’appello rivolto da Cristo al cuore umano nel Discorso della Montagna.
[Insegnamenti GP II, 3/2, 311-314]
4. Matth. 5, 27-28.
5. Rom. 7, 23.