[0914] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL PECADO DE ADULTERIO
Alocución Nel discorso, en la Audiencia General, 3 septiembre 1980
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1. En el Sermón de la Montaña, Cristo se limita a recordar el mandamiento: “No adulterarás”, sin valorar el relativo comportamiento de sus oyentes. Lo que hemos dicho anteriormente respecto a este tema proviene de otras fuentes (sobre todo, de la conversación de Cristo con los fariseos, en la que Él se remitía al “principio”: Mt19, 8; Mc 10, 6). En el Sermón de la Montaña, Cristo omite esta valoración o, más bien, la presupone. Lo que dirá en la segunda parte del enunciado, que comienza con las palabras “Pero Yo os digo...”, será algo más que la polémica con los “doctores de la ley”, o sea, con los moralistas de la Torá. Y será también algo más respecto a la valoración del “ethos” vetero-testamentario. Se trata de un paso directo al nuevo ethos. Cristo parece dejar aparte todas las disputas acerca del significado ético del adulterio en el plano de la legislación y de la casuística, en las que la esencial relación interpersonal del marido y de la mujer había sido notablemente ofuscada por la relación objetiva de propiedad, y adquiere otras dimensiones. Cristo dice: “Pero Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt5, 28); ante este pasaje siempre viene a la mente la traducción antigua: “ya la ha hecho adúltera en su corazón”, versión que, quizá mejor que el texto actual, expresa el hecho de que se trata de un mero acto interior y unilateral. Así pues, “el adulterio cometido con el corazón” se contrapone en cierto sentido al “adulterio cometido con el cuerpo”.
Debemos preguntarnos sobre las razones que cambian el punto de gravedad del pecado, y preguntarnos además cuál es el significado auténtico de la analogía: si, efectivamente, el “adulterio”, según su significado fundamental, puede ser solamente un “pecado cometido con el cuerpo”, ¿en qué sentido merece ser llamado también adulterio lo que el hombre comete con el corazón? Las palabras con las que Cristo pone el fundamento del nuevo ethos exigen por su parte un profundo arraigamiento en la antropología. Antes de responder a estas cuestiones detengámonos un poco en la expresión que, según Mt 5, 27-28, realiza en cierto modo la transferencia, o sea, el cambio del significado del adulterio del “cuerpo” al “corazón”. Son palabras que se refieren al deseo.
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2. Cristo habla de la concupiscencia: “Todo el que mira para desear”. Precisamente esta expresión exige un análisis particular para comprender el enunciado en su integridad. Es necesario aquí volver al análisis anterior, que miraba, diría, a reconstruir la imagen “del hombre de la concupiscencia” ya en los comienzos de la historia (Cfr. Gén 3). Este hombre del que habla Cristo en el Sermón de la Montaña –el hombre que mira “para desear”– es indudablemente hombre de concupiscencia. Precisamente por este motivo, porque participa de la concupiscencia del cuerpo, “desea” y “mira para desear”. La imagen del hombre de concupiscencia, reconstruida en la fase precedente, nos ayudará ahora a interpretar el “deseo” del que habla Cristo, según Mt 5, 27-28. Se trata aquí no sólo de una interpretación psicológica, sino, al mismo tiempo, de una interpretación teológica. Cristo habla en el contexto de la experiencia humana y a la vez en el contexto de la obra de la salvación. Estos dos contextos, en cierto modo, se sobreponen y se compenetran mutuamente, y esto tiene un significado esencial y constitutivo para todo el ethos del Evangelio, y en particular para el contenido del verbo “desear” o “mirar para desear”.
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3. Al servirse de estas expresiones, el Maestro se remite en primer lugar a la experiencia de quienes le estaban oyendo directamente; se remite, pues, también a la experiencia y a la conciencia del hombre de todo tiempo y lugar. De hecho, aunque el lenguaje evangélico tenga una facilidad comunicativa universal, sin embargo, para un oyente directo, cuya conciencia se había formado en la Biblia, el “deseo” debía unirse a numerosos preceptos y advertencias, presentes ante todo en los libros de carácter “sapiencial”, en los que aparecían repetidos avisos sobre la concupiscencia del cuerpo e incluso consejos dados a fin de preservarse de ella.
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4. Como es sabido, la tradición sapiencial tenía un interés particular por la ética y la buena conducta de la sociedad israelita. Lo que en estas advertencias o consejos, presentes, por ejemplo, en el Libro de los Proverbios (1), o del Sirácida (2) o incluso de Qohélet (3), nos impresiona de modo inmediato es su carácter en cierto modo unilateral, en cuanto que las advertencias se dirigen sobre todo a los hombres. Esto puede significar que son especialmente necesarias para ellos. En cuanto a la mujer, es verdad que en estas advertencias y consejos aparece más frecuentemente como ocasión de pecado o incluso como seductora de la que hay que precaverse. Sin embargo, es necesario reconocer que tanto el Libro de los Proverbios como el Libro del Sirácida, además de la advertencia de precaverse de la mujer y de no dejarse seducir por su fascinación que arrastra al hombre a pecar (Cfr. Prov 5, 1-6; 6, 24-29; Sir 26, 9-12), hacen también el elogio de la mujer que es “perfecta” compañera de vida para el propio marido (Cfr. Prov 31, 10 ss). Y además elogian la belleza y la gracia de una mujer buena, que sabe hacer feliz al marido.
“Gracia sobre gracia es la mujer honesta. Y no tiene precio la mujer casta. Como resplandece el sol en los cielos, así la belleza de la mujer buena en su casa. Como lámpara sobre el candelero santo es el rostro atrayente en un cuerpo robusto. Columnas de oro sobre basas de plata son las piernas sobre firmes talones en la mujer bella... La gracia de la mujer es el gozo de su marido. Su saber le vigoriza los huesos” (Sir26, 19-23. 16-17).
1. Cfr., p. ej., Prov. 5, 3-6. 15-20; 6, 24-7, 27; 21, 9. 19; 22, 14; 30, 20.
2. Cfr., p. ej., Sir. 7, 19. 24-26; 9, 1-9; 23, 22-27; 25, 13-26. 28; 36, 21-25; 42, 6. 9-14.
3. Cfr., p. ej., Qoh. 7, 26-28; 9, 9.
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5. En la tradición sapiencial contrasta una advertencia frecuente con el referido elogio de la mujer-esposa, y es el que se refiere a la belleza y a la gracia de la mujer, que no es la mujer propia, y resulta pábulo de tentación y ocasión de adulterio: “No codicies su hermosura en tu corazón...” (Prov6, 25). En el Sirácida (Cfr. 9, 1-9) se expresa la misma advertencia de manera más perentoria:
“Aparta tus ojos de mujer muy compuesta y no fijes la vista en la hermosura ajena. Por la hermosura de la mujer muchos se extraviaron, y con eso se enciende como fuego la pasión” (Sir9, 8-9).
El sentido de los textos sapienciales tiene un significado prevalentemente pedagógico. Enseñan la virtud y tratan de proteger el orden moral, refiriéndose a la ley de Dios y a la experiencia en sentido amplio. Además, se distinguen por el conocimiento particular del “corazón” humano. Diríamos que desarrollan una específica psicología moral, aunque sin caer en el psicologismo. En cierto sentido, están cercanos a esa apelación de Cristo al “corazón” que nos ha transmitido Mateo (Cfr. 5, 27-28), aun cuando no pueda afirmarse que revelen tendencia a transformar el ethos de modo fundamental. Los autores de estos Libros utilizan el conocimiento de la interioridad humana para enseñar la moral más bien en el ámbito del ethos históricamente vigente y sustancialmente confirmado por ellos. Alguno a veces, como por ejemplo Qohélet, sintetiza esta confirmación con la “filosofía” propia de la existencia humana, pero si influye en el método con que formula advertencias y consejos, no cambia la estructura fundamental que toma de la valoración ética.
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6. Para esta transformación del ethos será necesario esperar hasta el Sermón de la Montaña. No obstante, ese conocimiento tan perspicaz de la psicología humana que se halla presente en la tradición “sapiencial” no está ciertamente privado de significado para el círculo de aquéllos que escuchaban personal y directamente este discurso. Si, en virtud de la tradición profética, estos oyentes estaban, en cierto sentido, preparados a comprender de manera adecuada el concepto de “adulterio”, estaban preparados además, en virtud de la tradición “sapiencial”, a comprender las palabras que se refieren a la “mirada concupiscente”, o sea, al “adulterio cometido con el corazón”.
Nos convendrá volver ulteriormente al análisis de la concupiscencia en el Sermón de la Montaña.
[Enseñanzas 7, 151-153]
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1. Nel Discorso della Montagna Cristo si limita a rievocare il comandamento: “Non commettere adulterio”, senza valutare il relativo comportamento dei suoi ascoltatori. Ciò che abbiamo detto in precedenza riguardo a questo tema proviene da altre fonti (soprattutto dal discorso di Cristo con i farisei, in cui Egli si richiamava al “principio” (1)). Nel Discorso della Montagna Cristo omette tale valutazione o, piuttosto, la presuppone. Ciò che dirà nella seconda parte dell’enunciato, che inizia con le parole: “Ma Io vi dico...”, sarà qualcosa di più della polemica con i “dottori della Legge”, ossia con i moralisti della Torà. E sarà anche qualcosa di più rispetto alla valutazione dell’ethos anticotestamentario. Sarà un diretto passaggio all’ethos nuovo. Cristo sembra lasciare da parte tutte le dispute circa il significato etico dell’adulterio sul piano della legislazione e della casistica, in cui l’essenziale rapporto interpersonale del marito e della moglie era stato notevolmente offuscato dal rapporto oggettivo di proprietà, ed acquista altra dimensione. Cristo dice: “Ma Io vi dico: chiunque guarda una donna per desiderarla, ha già commesso adulterio con lei nel suo cuore” (2) (dinanzi a questo passo viene sempre in mente l’antica traduzione: “l’ha già resa adultera nel cuore suo”, versione che, forse meglio del testo attuale, esprime il fatto che qui si tratta di un puro atto interiore ed unilaterale). Così, dunque, l’adulterio commesso nel cuore” viene in certo senso contrapposto all’“adulterio commesso nel corpo”.
Dobbiamo interrogarci sulle ragioni per cui viene spostato il punto di gravità del peccato, e chiederci inoltre quale sia l’autentico significato dell’analogia: se infatti l’“adulterio”, secondo il suo fondamentale significato, può essere solamente un “peccato commesso nel corpo”, in qual senso ciò che l’uomo commette nel cuore merita anche di esser denominato adulterio? Le parole, con le quali Cristo pone il fondamento del nuovo ethos, esigono dal canto loro un profondo radicarsi nell’antropologia. Prima di soddisfare questi quesiti, soffermiamoci alquanto sull’espressione che, secondo Matteo 5, 27-28, effettua in certo modo il trasferimento ovvero lo spostamento del significato dell’adulterio dal “corpo” al “cuore”. Sono parole che riguardano il desiderio.
1. Cf. Matth. 19, 8; Marc. 10, 6.
2. Matth. 5, 28.
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2. Cristo parla della concupiscenza: “Chiunque guarda per desiderare”. Appunto questa espressione richiede un’analisi particolare per comprendere l’enunciato nella sua interezza. Occorre qui riportarsi alla precedente analisi, che mirava, direi, a ricostruire l’immagine “dell’uomo della concupiscenza” già agli inizi della storia (3). Quell’uomo di cui Cristo parla nel Discorso della Montagna –l’uomo che guarda “per desiderare”– è indubbiamente uomo di concupiscenza. Proprio per questo motivo, perchè partecipa della concupiscenza del corpo, egli “desidera” e “guarda per desiderare”. L’immagine dell’uomo di concupiscenza, ricostruita nella fase precedente, ci aiuterà ora ad interpretare il “desiderio”, di cui Cristo parla secondo Matteo 5, 27-28. Si tratta qui non soltanto di una interpretazione psicologica, ma, in pari tempo, di un’interpretazione teologica. Cristo parla nel contesto dell’esperienza umana e contemporaneamente nel contesto dell’opera della salvezza. Questi due contesti in certo modo si sovrappongono e si compenetrano vicendevolmente: e ciò ha un significato essenziale e costitutivo per tutto l’ethos del Vangelo ed in particolare per il contenuto del verbo “desiderare” o “guardare per desiderare”.
3. Cfr. Gen. 3.
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3. Servendosi di tali espressioni, il Maestro prima si richiama all’esperienza di quelli che lo stavano ad ascoltare direttamente, quindi si richiama anche all’esperienza e alla coscienza dell’uomo di ogni tempo e luogo. Difatti, sebbene il linguaggio evangelico abbia una comunicativa universale, tuttavia per un ascoltatore diretto, la cui coscienza era stata formata sulla Bibbia, il “desiderio” doveva collegarsi a numerosi precetti e moniti, presenti anzitutto nei Libri di carattere “sapienziale”, nei quali apparivano ripetuti avvertimenti sulla concupiscenza del corpo e anche consigli dati al fine di preservarsene.
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4. Com’è noto, la tradizione sapienziale aveva un particolare interesse per l’etica e il buon costume della società israelitica. Ciò che in questi avvertimenti e consigli, presenti ad esempio nel Libro dei Proverbi (4) o del Siracide (5) o perfino di Qoèlet (6), ci colpisce in modo immediato è una certa loro unilateralità, in quanto gli ammonimenti sono soprattutto indirizzati agli uomini. Questo può significare che siano ad essi particolarmente necessari. Quanto alla donna, è vero che in questi avvertimenti e consigli essa appare più frequentemente come occasione di peccato o addirittura come seduttrice da cui guardarsi. Occorre, tuttavia, riconoscere che tanto il Libro dei Proverbi quanto il Libro del Siracide, oltre all’avvertimento di guardarsi dalla donna e dalla seduzione del suo fascino che trascinano l’uomo a peccare (7), fanno anche l’elogio della donna che è “perfetta” compagna di vita del proprio marito (8), ed altresì elogiano la bellezza e la grazia di una buona moglie, che sa render felice il marito.
“Grazia su grazia è una donna pudica, non si può valutare il pregio di un’anima modesta. Il sole risplende sulle montagne del Signore, la bellezza di una donna virtuosa adorna la sua casa. Lampada che arde sul candelabro santo, così la bellezza del volto su giusta statura. Colonne d’oro su base d’argento, tali sono gambe graziose su solidi piedi... La grazia di una donna allieta il marito, la sua scienza gli rinvigorisce le ossa” (9).
4. Cf., ex. gr., Prov. 5, 3-6. 15-20; 6, 24-7, 27; 21, 9. 19; 22, 14; 30, 20.
5. Cf., ex. gr., Sir. 7, 19. 24-26; 9, 1-9; 23, 22-27; 25, 13-26. 28; 36, 21-25; 42, 6. 9-14.
6. Cf., ex. gr., Qoh. 7, 26-28; 9, 9.
7. Cf. Prov. 5, 1-6; 6, 24-29; Sir. 26, 9-12.
18. Cf. Prov. 31, 10 ss.
9. Sir. 26, 19-23. 16-17.
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5. Nella tradizione sapienziale un frequente monito contrasta col suddetto elogio della donna-moglie, ed è quello che si riferisce alla bellezza ed alla grazia della donna, che non è la propria moglie, ed è fomite di tentazione ed occasione di adulterio: “Non desiderare in cuor tuo la sua bellezza...” (10). Nel Siracide (11) il medesimo avvertimento viene espresso in modo più perentorio:
“Distogli l’occhio da una donna bella, non fissare una bellezza che non ti appartiene. Per la bellezza di una donna molti sono periti; per essa l’amore brucia come fuoco” (12).
Il senso dei testi sapienziali ha prevalente significato pedagogico. Essi insegnano la virtù e cercano di proteggere l’ordine morale, riportandosi alla legge di Dio e all’esperienza largamente intesa. Inoltre, si distinguono per la particolare conoscenza del “cuore” umano. Diremmo che sviluppano una specifica psicologia morale, pur senza cadere nello psicologismo. In certo senso, sono vicini a quel richiamo di Cristo al “cuore” che Matteo ci ha tramandato (13), sebbene non si possa affermare che rivelino tendenza a trasformare l’ethos in modo fondamentale. Gli autori di questi Libri utilizzano la conoscenza dell’interiorità umana per insegnare la morale piuttosto nell’ambito dell’ethos storicamente in atto e da loro sostanzialmente confermato. Talvolta qualcuno di essi, come per esempio Qoèlet, sintetizza tale conferma con la propria “filosofia” dell’esistenza umana, il che però, se influisce sul metodo con cui formula avvertimenti e consigli, non cambia la fondamentale struttura portante della valutazione etica.
10. Prov. 6, 25.
11. Cf. Sir. 9, 1-9.
12. Ibid. 9, 8-9.
13. Cf. Matth. 5, 27-28.
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6. Per tale trasformazione dell’ethos occorrerà attendere fino al Discorso della Montagna. Nondimeno, quella conoscenza molto perspicace della psicologia umana presente nella tradizione “sapienziale” non era certamente priva di significato per la cerchia di coloro, i quali ascoltavano di persona ed immediatamente questo discorso. Se, in virtù della tradizione profetica, questi ascoltatori erano in certo senso preparati a comprendere in modo adeguato il concetto di “adulterio”, altresì in virtù della tradizione “sapienziale” erano preparati a comprendere le parole che si riferiscono allo “sguardo concupiscente” ovvero all’“adulterio commesso nel cuore”.
All’analisi della concupiscenza, nel Discorso della Montagna, ci converrà tornare ulteriormente.
[Insegnamenti GP II, 3/2, 518-522]