[0922] • JUAN PABLO II (1978-2005) • ANÁLISIS DE LAS PALABRAS DEL SERMÓN DE LA MONTAÑA REFERENTES AL ADULTERIO (I)
Alocución Nel Discorso della montagna, en la Audiencia General, 24 septiembre 1980
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1. En el Sermón de la Montaña, Cristo dice: “Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 27-28).
Desde hace algún tiempo tratamos de penetrar en el significado de esta enunciación, analizando cada uno de sus componentes para comprender mejor el conjunto del texto.
Cuando Cristo habla del hombre que “mira para desear” no indica sólo la dimensión de la intencionalidad de “mirar” (por tanto, del conocimiento concupiscente, la dimensión “psicológica”), sino que indica también la dimensión de la intencionalidad de la existencia misma del hombre. Es decir, demuestra quién “es”, o más bien, en quién “se convierte”, para el hombre, la mujer a la que él “mira con concupiscencia”. En este caso, la intencionalidad del conocimiento determina y define la intencionalidad misma de la existencia. En la situación descrita por Cristo esa dimensión pasa unilateralmente del hombre, que es sujeto, hacia la mujer, que se convierte en objeto (pero esto no quiere decir que esta dimensión sea solamente unilateral); por ahora no interviene la situación analizada ni la extendemos a ambas partes, a los dos sujetos. Detengámonos en la situación trazada por Cristo, subrayando que se trata de un acto “puramente interior”, escondido en el corazón y fijo en los umbrales de la mirada.
Basta constatar que, en este caso, la mujer –la cual, a causa de la subjetividad personal, existe perennemente “para el hombre”, esperando que también él, por el mismo motivo, exista “para ella”– queda privada del significado de su atracción en cuanto persona, la cual, aun siendo propia del “eterno femenino”, se convierte para el hombre, al mismo tiempo, solamente en objeto: esto es, comienza a existir intencionalmente como objeto de potencial satisfacción de la necesidad sexual inherente a su masculinidad. Aunque el acto sea totalmente interior, escondido en el corazón y expresado sólo por la “mirada”, en él se realiza ya un cambio (subjetivamente unilateral) de la intencionalidad misma de la existencia. Si no fuese así, si no se tratase de un cambio tan profundo, no tendrían sentido las palabras siguientes de la misma frase: “Ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 28).
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2. Ese cambio de la intencionalidad de la existencia, mediante el cual una determinada mujer comienza a existir para un determinado hombre, no como sujeto de llamada y atracción personal o sujeto de “comunión”, sino exclusivamente como objeto de potencial satisfacción de la necesidad sexual, se realiza en el “corazón” en cuanto que se ha realizado en la voluntad. La misma intencionalidad cognoscitiva no quiere decir todavía esclavitud del “corazón”. Sólo cuando la reducción intencional, que hemos ilustrado antes, arrastra a la voluntad a su estrecho horizonte; cuando suscita su decisión de una relación con otro ser humano (en nuestro caso, con la mujer) según la escala de valores propia de la “concupiscencia”, sólo entonces se puede decir que el “deseo” se ha enseñoreado también del “corazón”. Sólo cuando la “concupiscencia” se ha adueñado de la voluntad es posible decir que domina en la subjetividad de la persona y que está en la base de la voluntad y de la posibilidad de elegir o decidir, a través de la cual –en virtud de la autodecisión o autodeterminación– se establece el modo mismo de existir con relación a otra persona. La intencionalidad de semejante existencia adquiere entonces una plena dimensión subjetiva.
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3. Sólo entonces –esto es, desde ese momento subjetivo y en su prolongación subjetiva– es posible confirmar lo que leímos, por ejemplo, en el Sirácida (23, 17-22) acerca del hombre dominado por la concupiscencia, y que leemos con descripciones todavía más elocuentes en la literatura mundial. Entonces podemos hablar también de esa “constricción” más o menos completa, que por otra parte se llama “constricción del cuerpo” y que lleva consigo la pérdida de la “libertad del don”, connatural a la conciencia profunda del significado esponsalicio del cuerpo, del que hemos hablado también en los análisis precedentes.
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4. Cuando hablamos del “deseo” como transformación de la intencionalidad de una existencia concreta, por ejemplo, del hombre, para el cual (según Mt 5, 27-28) una mujer se convierte sólo en objeto de potencial satisfacción de la “necesidad sexual” inherente a su masculinidad, no se trata en modo alguno de poner en cuestión esa necesidad, como dimensión objetiva de la naturaleza humana con la finalidad procreadora que le es propia. Las palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña (en todo su amplio contexto) están lejos del maniqueísmo, como también lo está la auténtica tradición cristiana. En este caso, no pueden surgir, pues, objeciones sobre el particular. Se trata, en cambio, del modo de existir del hombre y de la mujer como personas, o sea, de ese existir en un recíproco “para”, el cual –incluso basándose en lo que, según la objetiva dimensión de la naturaleza humana, puede definirse como “necesidad sexual”– puede y debe servir para la construcción de la unidad “de comunión” en sus relaciones recíprocas. En efecto, éste es el significado fundamental propio de la perenne y recíproca atracción de la masculinidad y de la feminidad, contenida en la realidad misma de la constitución del hombre como persona, cuerpo y sexo al mismo tiempo.
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5. A la unión o “comunión” personal, a la que están llamados “desde el principio” el hombre y la mujer recíprocamente, no corresponde, sino más bien está en oposición, la circunstancia eventual de que una de las dos personas exista sólo como sujeto de satisfacción de la necesidad sexual y la otra se convierta exclusivamente en objeto de esta satisfacción. Además, no corresponde a esta unidad de “comunión” –más aún, se opone a ella– el caso de que ambos, el hombre y la mujer, existan mutuamente como objeto de la satisfacción de la necesidad sexual y cada una, por su parte, sea solamente sujeto de esa satisfacción. Esta “reducción” de un contenido tan rico de la recíproca y perenne atracción de las personas humanas, en su masculinidad o feminidad, no corresponde precisamente a la “naturaleza” de la atracción en cuestión. Esta “reducción”, en efecto, extingue el significado personal y “de comunión”, propio del hombre y de la mujer, a través del cual, según Gen 2, 24, “el hombre... se unirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne”. La “concupiscencia” aleja la dimensión intencional de la existencia recíproca del hombre y de la mujer de las perspectivas personales y “de comunión” propias de su perenne y recíproca atracción, reduciéndola y, por decirlo así, empujándola hacia dimensiones utilitarias, en cuyo ámbito el ser humano se sirve del otro ser humano, usándolo solamente para satisfacer las propias “necesidades”.
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6. Parece que se puede encontrar precisamente este contenido, cargado de experiencia interior humana, propia de épocas y ambientes diversos, en la concisa afirmación de Cristo en el Sermón de la Montaña. Al mismo tiempo, en algún caso no se puede perder de vista el significado que esta afirmación atribuye a la “interioridad” del hombre, a la dimensión integral del “corazón” como dimensión del hombre interior. Aquí está el núcleo mismo de la transformación del ethos, hacia el que tienden las palabras de Cristo según Mt5, 27-28, expresadas con potente fuerza y a la vez con maravillosa sencillez.
[Enseñanzas 7, 161-163]
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1. Nel Discorso della Montagna Cristo dice: “Avete inteso che fu detto: Non commettere adulterio; ma Io vi dico: chiunque guarda una donna per desiderarla, ha già commesso adulterio con lei nel suo cuore” (1). Da qualche tempo cerchiamo di penetrare nel significato di questa enunciazione, analizzandone le singole componenti per comprendere meglio l’insieme del testo.
Quando Cristo parla dell’uomo, che “guarda per desiderare”, non indica soltanto la dimensione dell’intenzionalità del “guardare”, quindi della conoscenza concupiscente, la dimensione “psicologica”, ma indica anche la dimensione della intenzionalità della esistenza stessa dell’uomo. Dimostra, cioè, chi “è” o piuttosto chi “diventa”, per l’uomo, la donna che egli “guarda con concupiscenza”. In questo caso, l’intenzionalità della conoscenza determina e definisce l’intenzionalità stessa dell’esistenza. Nella situazione descritta da Cristo quella dimensione intercorre unilateralmente dall’uomo, che è soggetto, verso la donna, che è divenuta oggetto (ciò però non vuol dire che tale dimensione sia soltanto unilaterale); per ora non capovolgiamo la situazione analizzata, né la estendiamo ad entrambe le parti, ad ambedue i soggetti. Soffermiamoci sulla situazione tracciata da Cristo, sottolineando che si tratta di un atto “puramente interiore”, nascosto nel cuore e fermo alla soglia dello sguardo.
Basta costatare che in tal caso la donna –la quale, a motivo della soggettività personale esiste perennemente “per l’uomo” attendendo che anche lui, per lo stesso motivo, esista “per lei”– resta privata del significato della sua attrazione in quanto persona, la quale, pur essendo propria dell’“eterno femminino”, nello stesso tempo per l’uomo diviene solo oggetto: comincia, cioè, ad esistere intenzionalmente come oggetto di potenziale appagamento del bisogno sessuale inerente alla sua mascolinità. Sebbene l’atto sia del tutto interiore, nascosto nel “cuore” ed espresso solo dallo “sguardo”, in lui avviene già un cambiamento (soggettivamente unilaterale) dell’esistenza. Se non fosse così, se non si trattasse di un cambiamento così profondo, non avrebbero senso le seguenti parole della stessa frase: “Ha già commesso adulterio con lei nel suo cuore” (2).
1. Matth. 5, 27-28.
2. Matth. 5, 28.
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2. Quel cambiamento della intenzionalità della esistenza, mediante cui una certa donna comincia ad esistere per un certo uomo non come soggetto di chiamata e di attrazione personale o soggetto “di comunione”, ma esclusivamente come oggetto di potenziale appagamento del bisogno sessuale, si attua nel “cuore” in quanto si è attuato nella volontà. La stessa intenzionalità conoscitiva non vuol dire ancora asservimento del “cuore”. Solo quando la riduzione intenzionale, illustrata in precedenza, trascina la volontà nel suo ristretto orizzonte, quando ne suscita la decisione di un rapporto con un altro essere umano (nel nostro caso: con la donna) secondo la scala dei valori propria della “concupiscenza” solo allora si può dire che il “desiderio” si è anche impadronito del “cuore”. Solo quando la “concupiscenza” si è impadronita della volontà, è possibile dire che essa domina sulla soggettività della persona e che sta alla base della volontà e della possibilità di scegliere e decidere, attraverso cui –in virtù dell’autodecisione o autodeterminazione– viene stabilito il modo stesso di esistere nei riguardi di un’altra persona. L’intenzionalità di siffatta esistenza acquista allora una piena dimensione soggettiva.
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3. Solo allora –cioè da quel momento soggettivo e sul suo prolungamento soggettivo– è possibile confermare ciò che abbiamo letto, per es., nel Siracide (3) circa l’uomo dominato dalla concupiscenza, e che leggiamo in descrizioni ancor più eloquenti nella letteratura mondiale. Allora possiamo anche parlare di quella “costrizione” più o meno completa, che altrove viene chiamata “costrizione del corpo” e che porta con sè la perdita della “libertà del dono”, connaturale alla profonda coscienza del significato sponsale del corpo, di cui abbiamo anche parlato nelle precedenti analisi.
3. Sir. 23, 17-22.
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4. Quando parliamo del “desiderio” come trasformazione dell’intenzionalità di una concreta esistenza, per es. dell’uomo, per il quale secondo Matteo 5, 27-28, una certa donna diviene solo oggetto di potenziale appagamento del “bisogno sessuale” inerente alla sua mascolinità, non si tratta in alcun modo di mettere in questione quel bisogno, quale dimensione oggettiva della natura umana con la finalità procreativa che le è propria. Le parole di Cristo nel Discorso della Montagna (in tutto il suo ampio contesto) sono lontane dal manicheismo, come lo è anche l’autentica tradizione cristiana. In questo caso, non possono quindi sorgere obiezioni del genere. Si tratta, invece, del modo di esistere dell’uomo e della donna come persone, ossia di quell’esistere in un reciproco “per”, il quale –anche in base a ciò che secondo l’oggettiva dimensione della natura umana è definibile come “bisogno sessuale”– può e deve servire alla costruzione dell’unità “di comunione” nei loro reciproci rapporti. Tale, infatti, è il fondamentale significato proprio della perenne e reciproca attrazione della mascolinità e della femminilità, contenuta nella realtà stessa della costituzione dell’uomo come persona, corpo e sesso insieme.
2. Rom. 12, 5.
3. Cf. Rom. 12, 6.
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5. All’unione o “comunione” personale, cui l’uomo e la donna sono reciprocamente chiamati “dal principio”, non corrisponde, anzi è in contrasto la eventuale circostanza che una delle due persone esista solo come soggetto di appagamento del bisogno sessuale, e l’altra divenga esclusivamente oggetto di tale soddisfazione. Inoltre, non corrisponde a tale unìtà di “comunione” –anzi la contrasta– il caso che entrambi, l’uomo e la donna, esistano vicendevolmente quale oggetto di appagamento del bisogno sessuale, e ciascuna da parte sua sia soltanto soggetto di quell’appagamento. Tale “riduzione” di un così ricco contenuto della reciproca e perenne attrazione delle persone umane, nella loro mascolinità o femminilità, non corrisponde appunto alla “natura” dell’attrazione in questione. Tale “riduzione”, infatti, spegne il significato personale e “di comunione”, proprio dell’uomo e della donna, attraverso cui, secondo Genesi 2, 24, “l’uomo... si unirà a sua moglie e i due saranno una sola carne”. La “concupiscenza” allontana la dimensione intenzionale della reciproca esistenza dell’uomo e della donna dalle prospettive personali e “di comunione”, proprie della loro perenne e reciproca attrazione, riducendola e, per così dire, sospingendola verso dimensioni utilitaristiche, nel cui ambito l’essere umano “si serve” dell’altro essere umano, “usandolo” soltanto per appagare i propri “bisogni”.
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6. Sembra di poter appunto ritrovare tale contenuto, carico di esperienza interiore umana propria di epoche ed ambienti diversi, nella concisa affermazione di Cristo nel Discorso della Montagna. Al tempo stesso, non si può in alcun caso perdere di vista il significato che tale affermazione attribuisce all’“interiorità” dell’uomo, all’integrale dimensione del “cuore” come dimensione dell’uomo interiore. Qui sta il nucleo stesso della trasformazione dell’ethos, verso cui tendono le parole di Cristo secondo Matteo 5, 27-28, espresse con potente forza ed insieme con mirabile semplicità.
[Insegnamenti GP II, 3/2, 717-720]