[0925] • JUAN PABLO II (1978-2005) • ANÁLISIS DE LAS PALABRAS DEL SERMÓN DE LA MONTAÑA REFERENTES AL ADULTERIO (Y III)
Alocución Desidero oggi, en la Audiencia General, 8 octubre 1980
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1. Quiero concluir hoy el análisis de las palabras que pronunció Cristo en el Sermón de la Montaña sobre el “adulterio” y sobre la “concupiscencia”, y en particular de la última frase del enunciado, en la que se define específicamente a la “concupiscencia de la mirada” como “adulterio cometido en el corazón”.
Ya hemos constatado anteriormente que dichas palabras se entienden ordinariamente como deseo de la mujer del otro (es decir, según el espíritu del noveno mandamiento del Decálogo). Pero parece que esta interpretación –más restrictiva– puede y debe ser ampliada a la luz del contexto global. Parece que la valoración moral de la concupiscencia (del “mirar para desear”), a la que Cristo llama “adulterio cometido en el corazón”, depende, sobre todo, de la misma dignidad personal del hombre y de la mujer; lo que vale tanto para aquéllos que no están unidos en matrimonio como –y quizá más aún– para los que son marido y mujer.
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2. El análisis que hasta ahora hemos hecho del enunciado de Mt5, 27-28: “Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”, indica la necesidad de ampliar y, sobre todo, de profundizar la interpretación presentada anteriormente respecto al sentido ético que contiene este enunciado. Nos detenemos en la situación descrita por el Maestro, situación en la que aquél que “comete adulterio en el corazón”, mediante un acto interior de concupiscencia (expresado por la mirada), es el hombre. Resulta significativo que Cristo, al hablar del objeto de este acto, no subraya que es “la mujer del otro” o la mujer que no es la propia esposa, sino que dice genéricamente la mujer. El adulterio cometido “en el corazón” no se circunscribe a los límites de la relación interpersonal, que permiten individuar el adulterio cometido “en el cuerpo”. No son estos límites los que deciden exclusiva y esencialmente el adulterio cometido “en el corazón”, sino la naturaleza misma de la concupiscencia, expresada en este caso a través de la mirada, esto es, por el hecho de que el hombre –del que, a modo de ejemplo, habla Cristo– “mira para desear”. El adulterio “en el corazón” se comete no sólo porque el hombre “mira” de ese modo a la mujer que no es su esposa, sino precisamente porque mira así a una mujer. Incluso si mirase de este modo a la mujer que es su esposa cometería el mismo adulterio “en el corazón”.
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3. Esta interpretación parece considerar, de modo más amplio, lo que en el conjunto de los presentes análisis se ha dicho sobre la concupiscencia, y en primer lugar sobre la concupiscencia de la carne, como elemento permanente del estado pecaminoso del hombre (status naturae lapsae). La concupiscencia, que, como acto interior, nace de esta base (como hemos tratado de indicar en el análisis precedente), cambia la intencionalidad misma del existir de la mujer “para” el hombre, reduciendo la riqueza de la perenne llamada a la comunión de las personas, la riqueza del profundo atractivo de la masculinidad y de la feminidad, a la mera satisfacción de la “necesidad” sexual del cuerpo (a la que parece unirse más de cerca el concepto de “instinto”). Una reducción tal hace, sí, que la persona (en este caso, la mujer) se convierta para la otra persona (para el hombre) sobre todo en objeto de la satisfacción potencial de la propia “necesidad” sexual. Así se deforma ese recíproco “para”, que pierde su carácter de comunión de las personas en favor de la función utilitaria. El hombre que “mira” de este modo, como escribe Mt 5, 27-28, “se sirve” de la mujer; de su feminidad, para saciar el propio “instinto”. Aunque no lo haga con un acto exterior, ya en su interior ha asumido esta actitud, decidiendo así interiormente respecto a una determinada mujer. En esto precisamente consiste el adulterio “cometido en el corazón”. Este adulterio “en el corazón” puede cometerlo también el hombre con relación a su propia mujer si la trata solamente como objeto de satisfacción del instinto.
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4. No es posible llegar a la segunda interpretación de las palabras de Mt5, 27-28 si nos limitamos a la interpretación puramente psicológica de la concupiscencia, sin tener en cuenta lo que constituye su específico carácter teológico, es decir, la relación orgánica entre la concupiscencia (como acto) y la concupiscencia de la carne como, por decirlo así, disposición permanente que deriva del estado pecaminoso del hombre. Parece que la interpretación puramente psicológica (o sea, “sexológica”) de la “concupiscencia” no constituye una base suficiente para comprender el relativo texto del Sermón de la Montaña. En cambio, si nos referimos a la interpretación teológica –sin infravalorar lo que en la primera interpretación (la psicológica) permanece inmutable–, ella, esto es, la segunda interpretación (la teológica), se nos presenta como más completa. En efecto, gracias a ella resulta más claro también el significado ético del enunciado-clave del Sermón de la Montaña, el que nos da la adecuada dimensión del ethos del Evangelio.
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5. Al delinear esta dimensión, Cristo permanece fiel a la ley: “No penséis que he venido a abrogar la ley y los profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla” (Mt 5, 17). En consecuencia, demuestra cuánta necesidad tenemos de descender en profundidad, cuánto necesitamos descubrir a fondo las interioridades del corazón humano, a fin de que este corazón pueda llegar a ser un lugar de “cumplimiento” de la ley. El enunciado de Mt5, 27-28, que hace manifiesta la perspectiva interior del adulterio cometido “en el corazón” –y en esta perspectiva señala los caminos justos para cumplir el mandamiento: “no adulterarás”– es un argumento singular de ello. Este enunciado (Mt5, 27-28), efectivamente, se refiere a la esfera en la que se trata de modo particular de la “pureza del corazón” (Cfr. Mt5, 8) (expresión que en la Biblia –como es sabido– tiene un significado amplio). También en otro lugar tendremos ocasión de considerar cómo el mandamiento “no adulterarás” –el cual, en cuanto al modo en que se expresa y en cuanto al contenido, es una prohibición unívoca y severa (como el mandamiento “no desearás la mujer de tu prójimo”: Éx20, 17)– se cumple precisamente mediante la “pureza de corazón”. Dan testimonio indirectamente de la severidad y fuerza de la prohibición las palabras siguientes del texto del Sermón de la Montaña, en las que Cristo habla figurativamente de “sacar el ojo” y de “cortar la mano” cuando estos miembros fuesen causa de pecado (Cfr. Mt5, 29-30). Hemos constatado anteriormente que la legislación del Antiguo Testamento, aun cuando abundaba en castigos marcados por la severidad, sin embargo, no contribuía “a dar cumplimiento a la ley”, porque su casuística estaba contramarcada por múltiples compromisos con la concupiscencia de la carne. En cambio, Cristo enseña que el mandamiento se cumple a través de la “pureza de corazón”, de la cual no participa el hombre sino a precio de firmeza en relación con todo lo que tiene su origen en la concupiscencia de la carne: Adquiere la “pureza de corazón” quien sabe exigir coherentemente a su “corazón”: a su “corazón” y a su “cuerpo”.
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6. El mandamiento “no adulterarás” encuentra su justa motivación en la indisolubilidad del matrimonio, en el que el hombre y la mujer, en virtud del originario designio del Creador, se unen de modo que “los dos se convierten en una sola carne” (Cfr. Gén 2, 24). El adulterio contrasta, por su esencia, con esta unidad, en el sentido de que esta unidad corresponde a la dignidad de las personas. Cristo no sólo confirma este significado esencial ético del mandamiento, sino que tiende a consolidarlo en la misma profundidad de la persona humana. La nueva dimensión del ethos está unida siempre con la revelación de esa profundidad que se llama “corazón” y con su liberación de la “concupiscencia”, de modo que en ese corazón pueda resplandecer más plenamente el hombre: varón y mujer, en toda la verdad del recíproco “para”. Liberado de la constricción y de la disminución del espíritu que lleva consigo la concupiscencia de la carne, el ser humano: varón y mujer, se encuentra recíprocamente en la libertad del recíproco donarse, puesto que ambos, marido y mujer, deben formar la unidad sacramental querida por el mismo Creador, como dice Gén 2, (24).
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7. Como es evidente, la exigencia que en el Sermón de la Montaña propone Cristo a todos sus oyentes, actuales y potenciales, pertenece al espacio interior en que el hombre –precisamente el que le escucha– debe descubrir de nuevo la plenitud perdida de su humanidad y quererla recuperar. Esa plenitud en la relación recíproca de las personas: del hombre y de la mujer, el Maestro la reivindica en Mt5, 27-28, pensando sobre todo en la indisolubilidad del matrimonio, pero también en toda otra forma de convivencia de los hombres y de las mujeres, de esa convivencia que constituye la pura y sencilla trama de la existencia. La vida humana, por su naturaleza, es “coeducativa”, y su dignidad y su equilibrio dependen, en cada momento de la historia y en cada punto de longitud y latitud geográfica, de “quién” será ella para él y él para ella.
Las palabras que Cristo pronunció en el Sermón de la Montaña tienen indudablemente este alcance universal y a la vez profundo. Sólo así pueden ser entendidas en la boca de Aquél que hasta el fondo “conocía lo que en el hombre había” (Jn 2, 25), y que, al mismo tiempo, llevaba en sí el misterio de la “redención del cuerpo”, como dirá San Pablo. ¿Debemos temer la severidad de estas palabras o más bien tener confianza en su contenido salvífico, en su potencia?
En todo caso, el análisis realizado de las palabras pronunciadas por Cristo en el Sermón de la Montaña abre el camino a ulteriores reflexiones indispensables para tener plena conciencia del hombre “histórico”, y sobre todo del hombre contemporáneo: de su conciencia y de su “corazón”.
[Enseñanzas 7, 168-171]
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1. Desidero oggi portare a termine l’analisi delle parole pronunziate da Cristo, nel Discorso della Montagna, sull’“adulterio” e sulla “concupiscenza”, e in particolare dell’ultima componente dell’enunciato, in cui si definisce specificamente la “concupiscenza dello sguardo”, come “adulterio commesso nel cuore”.
Già in precedenza abbiamo constatato che le suddette parole vengono di solito intese come desiderio della moglie altrui (cioè secondo lo spirito del IX comandamento del Decalogo). Sembra però che questa interpretazione –più restrittiva– possa e debba, essere allargata alla luce del contesto globale. Sembra che la valutazione morale della concupiscenza (del “guardare per desiderare”) che Cristo chiama “adulterio commesso nel cuore”, dipenda soprattutto dalla stessa dignità personale dell’uomo e della donna; ciò vale sia per coloro che non sono congiunti in matrimonio, sia –e forse ancor più– per quelli che sono marito e moglie.
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2. L’analisi, che finora abbiamo fatto dell’enunciato di Matteo 5, 27-28. “Avete intesso che fu detto: Non commettere adulterio; ma Io vi dico: chiunque guarda una donna per desiderarla, ha già commesso adulterio con lei nel suo cuore”, indica la necessità di ampliare e soprattutto di approfondire l’interpretazione anteriormente presentata, riguardo al senso etico che tale enunciato contiene. Ci soffermiamo sulla situazione descritta dal Maestro, situazione nella quale colui che “commette adulterio nel cuore”, mediante un atto interiore di concupiscenza (espresso dallo sguardo), è l’uomo. È significativo che Cristo, parlando dell’oggetto di tale atto, non sottolinea che è “la moglie altrui”, o la donna che non è la propria moglie, ma dice genericamente: la donna. L’adulterio commesso “nel cuore” no è circoscritto nei limiti del rapporto interpersonale, i quali consentono di individuare l’adulterio commesso “nel corpo”. Non sono tali limiti a decidere esclusivamente ed essenzialmente dell’adulterio commesso “nel cuore”, ma la natura stessa della concupiscenza, espressa in questo caso attraverso lo sguardo, cioè per il fatto che quell’uomo –di cui, a titolo di esempio, parla Cristo– “guarda per desiderare”. L’adulterio “nel cuore” viene commesso non soltanto perchè l’uomo “guarda” in tal modo la donna che non è sua moglie, ma appunto perchè guarda così una donna. Anche se guardasse in questo modo la donna che è sua moglie commetterebbe lo stesso adulterio “nel cuore”.
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3. Questa interpretazione sembra prendere in considerazione, in modo più ampio, cio che nell’insieme delle presenti analisi è stato detto sulla concupiscenza, e in primo luogo sulla concupiscenza della carne, quale elemento permanente della peccaminosità dell’uomo (status naturae lapsae). La concupiscenza che, come atto interiore, nasce da questa base (come abbiamo cercato di indicare nella precedente analisi), muta l’intenzionalità stessa dell’esistere della donna “per” l’uomo, riducendo la ricchezza della perenne chiamata alla comunione delle persone, la ricchezza della profonda attrattiva della mascolinità e della femminilità, al solo appagamento dei “bisogno” sessuale del corpo (a cui sembra collegarsi più da vicino il concetto di “istinto”). Una tale riduzione fa sì che la persona (in questo caso, la donna) diventa per l’altra persona (per l’uomo) sopratutto l’oggetto dell’appagamento potenziale del proprio “bisogno” sessuale. Si deforma così quel reciproco “per”, che perde il suo carattere di comunione delle persone a favore della funzione utilitaristica. L’uomo che “guarda” in tal modo, come scrive Matteo 5, 27-28, “si serve” della donna, della sua femminilità, per appagare il proprio “istinto”. Sebbene non lo faccia con un atto esteriore, già nel suo intimo ha assunto tale atteggiamento, interiormente così decidendo rispetto ad una determinata donna. In ciò consiste appunto l’adulterio “commesso nel cuore”. Tale adulterio “nel cuore” può commettere l’uomo anche nei riguardi della propria moglie, se la tratta soltanto come oggetto di appagamento dell’istinto.
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4. Non è possibile giungere alla seconda interpretazione delle parole di Matteo 5, 27-28, se ci limitiamo all’interpretazione puramente psicologica della concupiscenza, senza tener conto di ciò che costituisce il suo specifico carattere teologico, cioè il rapporto organico tra la concupiscenza (come atto) e la concupiscenza della carne, come, per così dire, disposizione permanente che deriva dalla peccaminosità dell’uomo. Sembra che l’interpretazione puramente psicologica (ovvero “sessuologica”) della “concupiscenza” non costituisca una base sufficiente per comprendere il relativo testo del Discorso della Montagna. Se invece ci riferiamo all’interpretazione teologica, –senza sottovalutare ciò che nella prima interpretazione (quella psicologica) resta immutabile– essa, cioè la seconda interpretazione (quella teologica) ci appare come più completa. Grazie ad essa, infatti, diviene più chiaro anche il significato etico dell’enunciato-chiave del Discorso della Montagna a cui dobbiamo l’adeguata dimensione dell’ethos del Vangelo.
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5. Nel delineare questa dimensione, Cristo resta fedele alla Legge: “Non pensate che io sia venuto ad abolire la Legge o i Profeti; non sono venuto per abolire, ma per dare compimento” (1). Di conseguenza dimostra quanto ci sia bisogno di scendere in profondità, quanto ci sia bisogno di svelare a fondo le latebre del cuore umano, affinchè questo cuore possa diventare un luogo di “adempimento” alla Legge. L’enunciato di Matteo 5, 27-28, che rende manifesta la prospettiva interiore dell’adulterio commesso “nel cuore” –e in questa prospettiva addita le giuste vie per adempiere il comandamento: “Non commettere adulterio”– ne è un singolare argomento. Questo enunciato (2) si riferisce infatti, alla sfera in cui si tratta in modo particolare della “purezza del cuore” (3) (espressione che nella Bibbia –come è noto– ha un significato ampio). Anche altrove avremo occasione di considerare in che modo il comandamento “Non commettere adulterio” –il quale, quanto al modo in cui viene espresso ed al contenuto, è un divieto univoco e severo (come il comandamento “Non desiderare la moglie del tuo prossimo” (4))– si compie appunto mediante la “purezza di cuore”. Della severità e forza della proibizione testimoniano indirettamente le successive parole del testo del Discorso della Montagna, in cui Cristo parla figuratamente del “cavare l’occhio” e del “tagliare la mano”, allorchè queste membra fossero causa di peccato (5). Abbiamo constatato in precedenza che la legislazione dell’Antico Testamento, pur abbondando di punizioni improntate a severità tuttavia essa non contribuiva “a dare compimento alla Legge”, perchè la sua casistica era contrassegnata da molteplici compromessi con la concupiscenza della carne. Cristo invece insegna che il comandamento si adempie attraverso la “purezza di cuore”, la quale non viene partecipata all’uomo se non a prezzo di fermezza nei confronti di tutto ciò che ha origine dalla concupiscenza della carne. Acquista la “purezza di cuore” chi sa esigere coerentemente dal suo “cuore”: dal suo “cuore” e dal suo “corpo”.
1. Matth. 5, 17.
2. Matth. 5, 27-28.
3. Cf. ibid. 5, 8.
4. Ex. 20, 17.
5. Cf. Matth. 5, 29-30.
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6. Il comandamento “Non commettere adulterio” trova la sua giusta motivazione nell’indissolubilità del matrimonio, in cui l’uomo e la donna, in virtù dell’originario disegno del Creatore, si uniscono in modo che “i due diventano una sola carne” (6). L’adulterio, per sua essenza, contrasta con tale unità, nel senso in cui questa unità corrisponde alla dignità delle persone. Cristo non soltanto conferma questo essenziale significato etico del comandamento, ma tende a consolidarlo nella stessa profondità della persona umana. La nuova dimensione dell’ethos è collegata sempre con la rivelazione di quel profondo, che viene chiamato “cuore” e con la liberazione di esso dalla “concupiscenza”, in modo che in quel cuore possa risplendere più pienamente l’uomo: maschio e femmina in tutta la verità interiore del reciproco “per”. Liberato dalla costrizione e dalla menomazione dello spirito che porta con sè la concupiscenza della carne, l’essere umano: maschio e femmina, si ritrova reciprocamente nella libertà del dono che è la condizione di ogni convivenza nella verità, ed, in particolare, nella libertà del reciproco donarsi, poichè entrambi, come marito e moglie, debbono formare l’unità sacramentale voluta, come dice Genesi 2, 24, dallo stesso Creatore.
6. Cf. Gen. 2, 24.
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7. Come è evidente, l’esigenza, che nel Discorso della Montagna Cristo pone a tutti i suoi ascoltatori attuali e potenziali, appartiene allo spazio interiore in cui l’uomo –proprio colui che lo ascolta– deve scorgere di nuovo la pienezza perduta della sua umanità, e volerla riacquistare. Quella pienezza nel rapporto reciproco delle persone: dell’uomo e della donna, il Maestro la rivendica in Matteo 5, 27-28, avendo in mente soprattutto l’indissolubilità del matrimonio, ma anche ogni altra forma di convivenza degli uomini e delle donne, di quella convivenza che costituisce la pura e semplice trama dell’esistenza. La vita umana, per sua natura, è “coeducativa”, e la sua dignità, il suo equilibrio dipendono, in ogni momento della storia e in ogni punto di longitudine e latitudine geografica, da “chi” sarà lei per lui, e lui per lei.
Le parole pronunziate da Cristo nel Discorso della Montagna hanno indubbiamente tale portata universale e insieme profonda. Solo così possono essere intese nella bocca di Colui, che sino in fondo “sapeva quello che cè in ogni uomo” (7), e che, nello stesso tempo, portava in sè il mistero della “redenzione del corpo”, come si esprimerà S. Paolo. Dobbiamo temere la severità di queste parole, o piuttosto aver fiducia nel loro contenuto salvifico, nella loro potenza?
In ogni caso, l’analisi compiuta delle parole pronunziate da Cristo nel Discorso della Montagna apre la strada ad ulteriori riflessioni indispensabili per avere piena consapevolezza dell’uomo “storico”, e soprattutto dell’uomo contemporaneo: della sua coscienza e del suo “cuore”.
[Insegnamenti GP II, 3/2, 807-811]
7. Io. 2, 25.