[0930] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL “ETHOS” DEL EVANGELIO Y LA “PRAXIS” HUMANA
Alocución Durante i nostri, en la Audiencia General, 15 octubre 1980
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1. Durante nuestros numerosos encuentros de los miércoles hemos hecho un análisis detallado de las palabras del Sermón de la Montaña en las que Cristo hace referencia al “corazón” humano. Como ya sabemos, sus palabras son exigentes. Cristo dice: “Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 27-28). Esta llamada al corazón pone en claro la dimensión de la interioridad humana, la dimensión del hombre interior, propia de la ética y más aún de la teología del cuerpo. El deseo, que surge en el ámbito de la concupiscencia de la carne, es al mismo tiempo una realidad interior y teológica que, en cierto modo, experimenta todo hombre “histórico”. Y precisamente este hombre –aun cuando no conozca las Palabras de Cristo– debe plantearse continuamente la pregunta acerca del propio “corazón”. Las palabras de Cristo hacen particularmente explícita esta pregunta: ¿Se acusa al corazón o se le llama al bien? Y ahora intentamos considerar esta pregunta al final de nuestras reflexiones y análisis, unidos con la frase tan concisa y a la vez categórica del Evangelio, tan cargada de contenido teológico, antropológico y ético.
Al mismo tiempo se presenta una segunda pregunta más “práctica”: ¿cómo “puede” y “debe” actuar el hombre que acoge las palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña, el hombre que acepta el ethos del Evangelio y, en particular, lo acepta en este campo?
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2. Este hombre encuentra en las consideraciones hechas hasta ahora la respuesta, al menos indirecta, a las dos preguntas: ¿cómo “puede” actuar, esto es, con qué puede contar en su “intimidad”, en la fuente de sus actos “interiores” o “exteriores”? Y además: ¿cómo “debería” actuar, es decir, de qué modo los valores conocidos según la “escala” revelada en el Sermón de la Montaña constituyen un deber de su voluntad y de su “corazón”, de sus deseos y de sus opciones? ¿De qué modo le “obligan” en la acción, en el comportamiento, si, acogidas mediante el conocimiento, le “comprometen” ya en el pensar y de alguna manera en el “sentir”? Estas preguntas son significativas para la praxis humana, e indican un vínculo orgánico de la praxis misma con el ethos. La moral viva es siempre ethos de la praxis humana.
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3. Se puede responder de diverso modo a dichas preguntas. Efectivamente, tanto en el pasado como hoy se dan diversas respuestas. Esto lo confirma una literatura amplia. Más allá de las respuestas que en ella encontramos, es necesario tener en consideración el número infinito de respuestas que el hombre concreto da a estas preguntas por sí mismo, las que, en la vida de cada uno, da repetidamente su conciencia, su conocimiento y sensibilidad moral. Precisamente en este ámbito se realiza continuamente una compenetración del “ethos” y de la “praxis”. Aquí viven la propia vida (no exclusivamente “teórica”) cada uno de los principios, es decir, las normas de la moral con sus motivaciones elaboradas y divulgadas por moralistas, pero también las que elaboran –ciertamente no sin una conexión con el trabajo de los moralistas y de los científicos– cada uno de los hombres, como autores y sujetos directos de la moral real, como coautores de su historia, de los cuales depende también el nivel de la moral misma, su progreso o su decadencia. En todo esto se confirma de nuevo en todas partes y siempre ese “hombre histórico” al que habló una vez Cristo, anunciando la Buena Nueva evangélica con el Sermón de la Montaña, donde entre otras cosas dijo la frase que leemos en Mt 5, 27-28: “Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”.
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4. El enunciado de Mateo se presenta estupendamente conciso con relación a todo lo que sobre este tema se ha escrito en la literatura mundial. Y quizá precisamente en esto consiste su fuerza en la historia del ethos. Es preciso, al mismo tiempo, darse cuenta del hecho de que la historia del ethos discurre por un cauce multiforme, en el que cada una de las corrientes se acerca o se aleja mutuamente. El hombre “histórico” valora siempre, a su modo, el propio “corazón”, lo mismo que juzga también el propio “cuerpo”; y así pasa del polo del pesimismo al polo del optimismo, de la severidad puritana al permisivismo contemporáneo. Es necesario darse cuenta de ello para que el ethos del Sermón de la Montaña pueda tener siempre una debida transparencia en relación a las acciones y a los comportamientos del hombre. Con este fin es necesario hacer todavía algunos análisis.
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5. Nuestras reflexiones sobre el significado de las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28 no quedarían completas si no nos detuviéramos –al menos brevemente– sobre lo que se puede llamar el eco de estas palabras en la historia del pensamiento humano y de la valoración del ethos. El eco es siempre una transformación de la voz y de las palabras que la voz expresa. Sabemos por experiencia que esta transformación a veces está llena de misteriosa fascinación. En el caso en cuestión, ha ocurrido más bien lo contrario. Efectivamente, a las palabras de Cristo se les ha quitado más bien su sencillez y profundidad y se les ha conferido un significado lejano del que en ellas se expresa; a fin de cuentas, un significado incluso que contrasta con ellas. Pensamos ahora en todo lo que apareció, al margen del cristianismo, bajo el nombre de maniqueísmo1 y que ha intentado también entrar en el terreno del cristianismo por lo que respecta precisamente a la teología y el ethos del cuerpo. Es sabido que, en su forma originaria, el maniqueísmo, surgido en Oriente fuera del ambiente bíblico y originado por el dualismo mazdeísta, individuaba la fuente del mal en la materia, en el cuerpo, y proclamaba, por tanto, la condena de todo lo que en el hombre es corpóreo. Y puesto que en el hombre la corporeidad se manifiesta sobre todo a través del sexo, entonces se extendía la condena al matrimonio y a la convivencia conyugal, además de a las esferas del ser y del actuar, en las que se expresa la corporeidad.
1. El maniqueísmo contiene y lleva a maduración los elementos característicos de toda “gnosis”, esto es, el dualismo de los principios coeternos y radicalmente opuestos y el concepto de una salvación que se realiza sólo a través del conocimiento (gnosis) o la autocomprensión de sí mismos. En todo el mito maniqueo hay un solo héroe y una sola situación que se repite siempre: el alma caída está aprisionada en la materia y es liberada por el conocimiento.
La actual situación histórica es negativa para el hombre, porque es una mezcla provisoria y anormal de espíritu y de materia, de bien y de mal, que supone un estado antecedente, original, en el cual las dos sustancias estaban separadas e independientes. Por eso hay tres “tiempos”: el initium, o sea, la separación primordial; el medium, es decir, la mezcla actual; y el finis, que consiste en el retorno a la división original, en la salvación, que implica una ruptura total entre espíritu y materia.
La materia es, en el fondo, concupiscencia, apetito perverso del placer, instinto de muerte, comparable, si no idéntico, al deseo actual, a la “libido”. Es una fuerza que trata de asaltar a la luz; es movimiento desordenado, deseo bestial, brutal, semi-inconsciente.
Adán y Eva fueron engendrados por dos demonios; nuestra especie nació de una sucesión de actos repugnantes de canibalismo y de sexualidad y conserva los signos de este origen diabólico, que son el cuerpo, el cual es la forma de animal de los “Arcontes del infierno”, y la “libido”, que impulsa al hombre a unirse y a reproducirse, esto es, a mantener al alma luminosa siempre en prisión.
El hombre, si quiere ser salvado, debe tratar de liberar su “yo viviente” (noûs) de la carne y del cuerpo. Puesto que la materia tiene en la concupiscencia su expresión suprema, el pecado capital está en la unión sexual (fornicación), que es brutalidad y bestialidad y que hace de los hombres los instrumentos y los cómplices del mal por la procreación.
Los elegidos constituyen el grupo de los perfectos, cuya virtud tiene una cracterística ascética, realizando la abstinencia marcada por los tres “sellos”: el “sello de la boca” prohíbe toda blasfemia y manda la abstención de la carne, de la sangre, del vino, de toda bebida alcohólica, y también el ayuno; el “sello de las manos” manda el respeto de la vida (de la “luz”) encerrada en los cuerpos, en las semillas, en los árboles y prohíbe recoger los frutos, arrancar las plantas, quitar la vida a los hombres y a los animales; el “sello del seno” prescribe una continencia total [Cfr. H. CH. PUECH, Le Manichéisme: son fondateur-sa doctrine, t. LVI (París, Musée Guimet, 1949), p. 73-88; H. CH. PUECH, Le Manichéisme, en Histoire des Religions (Encyclopédie de la Pléiade, II), Gallimard, 1972, p. 522-645; J. RIES, Manichéisme, en Catholicisme hier, aujourd’hui, demain, 34 (Lila, Letouzey-Ané 1977), p. 314-320].
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6. A un oído no habituado, la evidente severidad de ese sistema podía parecerle en sintonía con las severas palabras de Mt 5, 29-30, en las que Cristo habla de “sacar el ojo” o de “cortar la mano” si estos miembros fuesen la causa del escándalo. A través de la interpretación puramente “material” de estas locuciones, era posible también obtener una óptica maniquea del enunciado de Cristo, en el que se habla del hombre que ha “cometido adulterio en el corazón..., mirando a una mujer para desearla”. También en este caso, la interpretación maniquea tiende a la condena del cuerpo, como fuente real del mal, dado que en él, según el maniqueísmo, se oculta y al mismo tiempo se manifiesta el principio “ontológico” del mal. Se trataba, pues, de entrever y a veces se percibía esta condena en el Evangelio, encontrándola donde, en cambio, se ha expresado exclusivamente una exigencia particular dirigida al espíritu humano.
Nótese que la condena podía –y puede ser siempre– una escapatoria para sustraerse a las exigencias propuestas en el Evangelio por Aquél que “conocía lo que en el hombre había” (Jn 2, 25). No faltan pruebas de ello en la historia. Hemos tenido ya la ocasión en parte (y ciertamente la tendremos todavía) de demostrar en qué medida esta exigencia puede surgir únicamente de una afirmación –y no de una negación o de una condena– si debe llevar a una afirmación aún más madura y profunda, objetiva y subjetivamente. Y a esta afirmación de la feminidad y masculinidad del ser humano, como dimensión personal del “ser cuerpo”, deben conducir las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28. Éste es el justo significado ético de estas palabras. Ellas imprimen en las páginas del Evangelio una dimensión peculiar del ethos para imprimirla después en la vida humana.
Trataremos de reanudar este tema en nuestras reflexiones sucesivas.
[Enseñanzas 7, 172-175]
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1. Durante i nostri numerosi incontri del mercoledì abbiamo fatto una particolareggiata analisi delle parole del Discorso della Montagna, in cui Cristo fa riferimento al “cuore” umano. Come ormai sappiamo, le sue parole sono impegnative. Cristo dice: “Avete inteso che fu detto: non commettere adulterio; ma io vi dico: chiunque guarda una donna per desiderarla ha già commesso adulterio, con lei nel suo cuore” (1). Tale richiamo al cuore mette in luce la dimensione dell’interiorità umana, la dimensione dell’uomo interiore, propria dell’etica, e ancor più della teologia del corpo. Il desiderio, che sorge nell’ambito della concupiscenza della carne, è al tempo stesso una realtà interiore e teologica, la quale, in certo modo, viene sperimentata da ogni uomo “storico”. Ed è appunto questo uomo –anche se non conosce le parole di Cristo– a porsi di continuo la domanda circa il proprio “cuore”. Le parole di Cristo rendono tale domanda particolarmente esplicita: il cuore è accusato oppure chiamato al bene? E questa domanda intendiamo ora prendere in considerazione, verso la fine delle nostre riflessioni ed analisi, collegate con la frase così concisa ed insieme categorica del Vangelo, così carica di contenuto teologico, antropologico ed etico.
Di pari passo va una seconda domanda, più “pratica”: come “può” e “deve” agire l’uomo, che accoglie le parole di Cristo nel Discorso della Montagna, l’uomo che accetta l’ethos del Vangelo, e, in particolare, lo accetta in questo campo?
1. Matth. 5, 27-28.
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2. Quest’uomo trova nelle considerazioni finora fatte la risposta, almeno indiretta, alle due domande: come “può” agire, cioè su che cosa può contare nel suo “intimo”, alla sorgente dei suoi atti “interiori” o “esteriori”? E inoltre: come “dovrebbe” agire, cioè in che modo i valori conosciuti secondo la “scala” rivelata nel Discorso della Montagna costituiscono un dovere della sua volontà e del suo “cuore”, dei suoi desideri e delle sue scelte? In che modo lo “obbligano” nell’azione, nel comportamento, se, accolte mediante la conoscenza, lo “impegnano” già nel pensare e, in certa qual maniera, nel “sentire”? Queste domande sono significative per la “praxis” umana, ed indicano un legame organico della “praxis” stessa con l’ethos. La morale viva è sempre ethos della prassi umana.
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3. Alle suddette domande si può rispondere in vario modo. Infatti, sia nel passato, sia oggi vengono date risposte diverse. Ciò è confermato da un’ampia letteratura. Oltre alle risposte che troviamo in essa, occorre prendere in considerazione l’infinito numero di risposte, che l’uomo concreto dà a queste domande da se stesso, quelle che, nella vita di ciascuno, dà ripetutamente la sua coscienza, la sua consapevolezza e sensibilità morale. Proprio in questo ambito si attua continuamente una compenetrazione dell’“ethos” e della “praxis”. Qui vivono la propria vita (non esclusivamente “teorica”) i singoli principii, cioè le norme della morale con le loro motivazioni, elaborate e divulgate da moralisti, ma anche quelle che elaborano –sicuramente non senza un legame col lavoro dei moralisti e degli scienziati– i singoli uomini, come autori e soggetti diretti della morale reale, come co-autori della sua storia, dai quali dipende anche il livello della morale stessa, il suo progresso o la sua decadenza. In tutto ciò si riconferma dappertutto e sempre, quell’-“uomo storico”, al quale una volta Cristo ha parlato, annunziando la buona novella evangelica con il Discorso della Montagna, ove tra l’altro ha detto la frase che leggiamo in Matteo 5, 27-28: “Avete inteso che fu detto: Non commettere adulterio; ma io vi dico: chiunque guarda una donna per desiderarla, ha già commesso adulterio con lei nel suo cuore”.
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4. L’enunciato di Matteo si presenta stupendamente conciso riguardo a tutto ciò che su questo tema è stato scritto nella letteratura mondiale. E forse appunto in questo consiste la sua forza nella storia dell’ethos. Occorre nello stesso tempo rendersi conto del fatto che la storia dell’ethos scorre in un alveo multiforme, in cui le singole correnti si avvicinano o allontanano vicendevolmente. L’uomo “storico” valuta sempre, a modo suo, il proprio “cuore”, così come giudica anche il proprio “corpo”: e così trapassa dal polo del pessimismo al polo dell’ottimismo, dalla severità puritana al permissivismo contemporaneo. È necessario rendersene conto, affinchè l’ethos dei Discorso della Montagna possa sempre avere una debita trasparenza nei confronti delle azioni e dei comportamenti dell’uomo. A tale fine occorre fare ancora alcune analisi.
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5. Le nostre riflessioni sul significato delle parole di Cristo secondo Matteo 5, 27-28 non sarebbero complete, se non ci soffermassimo –almeno brevemente– su ciò che si può chiamare la risonanza di queste parole nella storia del pensiero umano e della valutazione dell’ethos. La risonanza è sempre una trasformazione della voce e delle parole che la voce esprime. Sappiamo dall’esperienza che tale trasformazione è talvolta piena di misterioso fascino. Nel caso in questione, è accaduto piuttosto qualcosa di contrario. Infatti, alle parole di Cristo è stata piuttosto tolta la loro semplicità e profondità ed è stato conferito un significato lontano da quello in esse espresso, un significato in fin dei conti persino contrastante con esse. Abbiamo qui in mente tutto ciò che è apparso al margine del cristianesimo sotto il nome di manicheismo2 e che ha anche cercato di entrare nel terreno del cristianesimo per quanto riguarda appunto la teologia e l’ethos del corpo. È noto che, nella forma originaria, il manicheismo, sorto nell’Oriente al di fuori dell’ambiente biblico e scaturito dal dualismo mazdeista, individuava la sorgente del male nella materia, nel corpo e proclamava quindi la condanna di tutto ciò che nell’uomo è corporeo. E poichè nell’uomo la corporeità si manifesta soprattutto attraverso il sesso, allora la condanna veniva estesa al matrimonio e alla convivenza coniugale, oltre che alle altre sfere dell’essere e dell’agire, in cui si esprime la corporeità.
2. Il Manicheismo contiene e porta a maturazione gli elementi caratteristici di ogni “gnosi”, e cioè il dualismo di due principii coeterni e radicalmente opposti e il concetto di una salvezza che si realizza solo attraverso la conoscenza (gnosi) o la autocomprensione di se stessi. In tutto il mito manicheo c’è un solo eroe e una sola situazione che sempre si ripete: l’anima decaduta è imprigionata nella materia ed è liberata dalla conoscenza.
L’attuale situazione storica è negativa per l’uomo, perchè è una mescolanza provvisoria e anormale di spirito e di materia, di bene e di male, che suppone uno stato antecedente, originale, in cui le due sostanze erano separate e indipendenti. Vi sono perciò tre “Tempi”: l’“initium”, ossia la separazione primordiale; il “medium”, e cioè l’attuale mescolanza; e il “finis” che consiste nel ritorno alla divisione originale, nella salvezza, implicante una totale rottura tra Spirito e Materia.
La Materia è, in fondo, concupiscenza, malvagio appetito del piacere, istinto di morte, paragonabile, se non identico, al desiderio sessuale, alla “libido”. Essa è una forza che tenta di assalire la Luce; è movimento disordinato, desiderio bestiale, brutale, semicosciente.
Adamo ed Eva sono stati generati da due demoni; la nostra specie nacque da un seguito di atti ripugnanti di cannibalismo e di sessualità e conserva i segni di questa origine diabolica, che sono il corpo, il quale è la forma animale degli “Arconti dell’inferno”, e la “libido”, che spinge l’uomo ad accoppiarsi e a riprodursi, e cioè a mantenere l’anima luminosa sempre in prigionia.
Se vuole essere salvato, l’uomo deve cercare di liberare il suo “io vivente” (noûs) dalla carne e dal corpo. Poichè la Materia ha nella concupiscenza la sua suprema espressione, il peccato capitale sta nella unione sessuale (fornicazione), che è brutalità e bestialità e che fa degli uomini gli strumenti e i complici del Male per la procreazione.
Gli eletti costituiscono il gruppo dei perfetti, la cui virtù ha una caratteristica ascetica, realizzando l’astinenza comandata dai tre “sigilli”: il “sigillo della bocca” proibisce ogni bestemmia e comanda l’astensione dalla carne, dal sangue, dal vino, da ogni bevanda alcoolica, ed anche il digiuno; il “sigillo delle mani” comanda il rispetto della vita (della “Luce”) racchiusa nei corpi, nei semi, negli alberi e proibisce di raccogliere i frutti, di strappare le piante, di togliere la vita agli uomini e agli animali; il “sigillo del grembo” prescrive una totale continenza (cf. H. CH. PUECH, Le Manichéisme: son fondateur-sa doctrine, Paris 1949 [Musée Guimet, t. LVI], pp. 73-88; IDEM, Le Manichéisme, in “Histoire des Religions” [Encyclopédie de la Pléiade], II [Gallimard], 1972, pp. 522-645; J. RIES, Manichéisme, in “Catholicisme hier, aujourd’hui, demain”, 34, Lille 1977 [Letouzey-Ané], pp. 314-320).
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6. Ad un orecchio non adusato, l’evidente severità di quel sistema poteva sembrare in sintonia con le severe parole di Matteo 5, 29-30, in cui Cristo parla del “cavare l’occhio” o del “tagliare la mano”, se queste membra fossero la causa dello scandalo. Attaverso l’interpretazione puramente “materiale” di queste locuzioni, era anche possibile ottenere un’ottica manichea dell’enunciato di Cristo, in cui si parla dell’uomo che ha “commesso adulterio nel cuore... guardando la donna per desiderarla”. Anche in questo caso, l’interpretazione manichea tende alla condanna del corpo, come reale sorgente del male, dato che in esso, secondo il manicheismo, si cela e insieme si manifesta il principio “ontologico” del male. Si cercava dunque di scorgere e talvolta si percepiva tale condanna nel Vangelo, trovandola ove è invece stata espressa esclusivamente una esigenza particolare indirizzata allo spirito umano.
Si noti che la condanna poteva –e può sempre essere– una scappatoia per sottrarsi alle esigenze poste nel Vangelo da Colui che “sapeva quello che c’è in ogni uomo” (3). Non ne mancano prove nella storia. Abbiamo già avuto in parte l’occasione (e certamente l’avremo ancora) per dimostrare in quale misura tale esigenza possa sorgere unicamente da una affermazione –e non da una negazione o da una condanna– se deve portare ad un’affermazione ancor più matura ed approfondita oggettivamente e soggettivamente. E a una tale affermazione della femminilità e mascolinità dell’essere umano, come dimensione personale dell’“essere corpo”, debbono condurre le parole di Cristo secondo Matteo 5, 27-28. Tale è il giusto significato etico di queste parole. Esse imprimono, sulle pagine del Vangelo, una peculiare dimensione dell’ethos al fine di imprimerla successivamente nella vita umana.
Cercheremo di riprendere questo tema nelle nostre ulteriori riflessioni.
[Insegnamenti GP II, 3/2, 878-882]
3. Jn. 2, 25.