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[0933] • JUAN PABLO II (1978-2005) • DIGNIDAD DEL CUERPO Y DE LA SEXUALIDAD

Alocución Al centro, en la Audiencia General, 22 octubre 1980

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1. En el encuentro de los miércoles, desde hace ya bastante tiempo, ocupa el centro de nuestras reflexiones el siguiente enunciado de Cristo en el Sermón de la Montaña: “Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella (con respecto a ella) en su corazón” (Mt 5, 27-28). Estas palabras tienen un significado esencial para toda la teología del cuerpo contenida en la enseñanza de Cristo. Por tanto, justamente atribuimos gran importancia a su correcta comprensión e interpretación. Ya constatamos en nuestra reflexión precedente que la doctrina maniquea, en sus expresiones, tanto primitivas como posteriores, está en contraste con estas palabras.

Efectivamente, no es posible encontrar en la frase del Sermón de la Montaña, que hemos analizado, una “condena” o una acusación contra el cuerpo. Si acaso, se podría entrever allí una condena del corazón humano. Sin embargo, nuestras reflexiones hechas hasta ahora manifiestan que, si las palabras de Mt 5, 27-28 contienen una acusación, el objeto de ésta es sobre todo el hombre de la concupiscencia. Con estas palabras no se acusa al corazón, sino que se le somete a un juicio, o mejor, se le llama a un examen crítico; más aún, autocrítico: ceda o no a la concupiscencia de la carne. Penetrando en el significado profundo de la enunciación de Mt 5, 27-28, debemos constatar, sin embargo, que el juicio que allí se encierra acerca del “deseo”, como acto de concupiscencia de la carne, contiene en sí no la negación, sino más bien la afirmación del cuerpo como elemento que juntamente con el espíritu determina la subjetividad ontológica del hombre y participa en su dignidad de persona. Así pues, el juicio sobre la concupiscencia de la carne tiene un significado esencialmente diverso del que puede presuponer la ontología maniquea del cuerpo, y que necesariamente brota de ella.

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2. El cuerpo, en su masculinidad y feminidad, está llamado “desde el principio” a convertirse en la manifestación del espíritu. Se convierte también en esa manifestación mediante la unión conyugal del hombre y de la mujer cuando se unen de manera que forman “una sola carne”. En otro lugar (Cfr. Mt 19, 5-6), Cristo defiende los derechos inviolables de esta unidad, mediante la cual el cuerpo, en su masculinidad y feminidad, asume el valor del signo, signo en algún sentido sacramental; y además, poniendo en guardia contra la concupiscencia de la carne, expresa la misma verdad acerca de la dimensión ontológica del cuerpo y confirma su significado ético, coherente con el conjunto de su enseñanza. Este significado ético nada tiene en común con la condena maniquea, y, en cambio, está profundamente compenetrado del misterio de la “redención del cuerpo”, de que escribirá San Pablo en la Carta a los Romanos (Cf. Rom 8, 23). La “redención del cuerpo” no indica, sin embargo, el mal ontológico como atributo constitutivo del cuerpo humano, sino que señala solamente el estado pecaminoso del hombre, por el que, entre otras cosas, éste ha perdido el sentido límpido del significado esponsalicio del cuerpo, en el cual se expresa el dominio interior y la libertad del espíritu. Se trata aquí –como ya hemos puesto de relieve anteriormente– de una pérdida “parcial”, potencial, donde el sentido del significado esponsalicio del cuerpo se confunde, en cierto modo, con la concupiscencia y permite fácilmente ser absorbido por ella.

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3. La interpretación apropiada de las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28, como también la “praxis” en la que se realizará sucesivamente el ethos auténtico del Sermón de la Montaña, deben ser absolutamente liberadas de elementos maniqueos en el pensamiento y en la actitud. Una actitud maniquea llevaría a un “aniquilamiento”, si no real, al menos intencional del cuerpo, a una negación del valor del sexo humano, de la masculinidad y feminidad de la persona humana, o, por lo menos, sólo a la “tolerancia” en los límites de la “necesidad” delimitada por la necesidad misma de la procreación. En cambio, basándose en las palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña, el ethos cristiano se caracteriza por una transformación de la conciencia y de las actitudes de la persona humana, tanto del hombre como de la mujer, capaz de manifestar y realizar el valor del cuerpo y del sexo, según el designio originario del Creador, puestos al servicio de la “comunión de las personas”, que es el substrato más profundo de la ética y de la cultura humana. Mientras para la mentalidad maniquea el cuerpo y la sexualidad constituyen, por decirlo así, un “anti-valor”, en cambio, para el cristianismo, son siempre un “valor no bastante apreciado”, como explicaré mejor más adelante. La segunda actitud indica cuál debe ser la forma del ethos, en el que el misterio de la “redención del cuerpo” se arraiga, por decirlo así, en el suelo “histórico” del estado pecaminoso del hombre. Esto se expresa por la fórmula teológica que define el “estado” del hombre “histórico” como status naturae lapsae simul ac redemptae.

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4. Es necesario interpretar las palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28), a la luz de esta compleja verdad sobre el hombre. Si contienen cierta “acusación” al corazón humano, mucho más le dirigen una apelación. La acusación del mal moral, que el “deseo” nacido de la concupiscencia carnal intemperante oculta en sí, es, al mismo tiempo, una llamada a vencer este mal. Y si la victoria sobre el mal debe consistir en la separación de él (de aquí las severas palabras en el contexto de Mt 5, 27-28), sin embargo, se trata solamente de separarse del mal del acto (en el caso en cuestión, del acto interior de la “concupiscencia”) y en ningún modo de transferir lo negativo de este acto a su objeto. Semejante transferencia significaría cierta aceptación –quizá no plenamente aceptación– del “anti-valor” maniqueo. Eso no constituiría una verdadera y profunda victoria sobre el mal del acto, que es mal por esencia moral, por tanto, mal de naturaleza espiritual; más aún, allí se ocultaría el gran peligro de justificar el acto con perjuicio del objeto (en lo que consiste propiamente el error esencial del ethos maniqueo). Es evidente que Cristo, en Mt 5, 27-28, exige separarse del mal de la “concupiscencia” (o de la mirada de deseo desordenado); pero su enunciado no deja suponer en modo alguno que sea un mal el objeto de ese deseo, esto es, la mujer a la que se “mira para desearla”. (Esta precisión parece faltar a veces en algunos textos “sapienciales”.)

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5. Debemos precisar, pues, la diferencia entre la “acusación” y la “apelación”. Dado que la acusación dirigida al mal de la concupiscencia es, al mismo tiempo, una apelación a vencerlo, consiguientemente esta victoria debe unirse a un esfuerzo para descubrir el valor auténtico del objeto, para que en el hombre, en su conciencia y en su voluntad, no arraigue el “anti-valor” maniqueo. En efecto, el mal de la “concupiscencia”, es decir, del acto del que habla Cristo en Mt 5, 27-28, hace, sí, que el objeto al que se dirige constituya para el sujeto humano un “valor no bastante apreciado”. Si en las palabras analizadas del Sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28) el corazón humano es “acusado” de concupiscencia (o si es puesto en guardia contra esa concupiscencia), a la vez, mediante las mismas palabras, está llamado a descubrir el sentido pleno de lo que en el acto de concupiscencia constituye para él un “valor no bastante apreciado”. Como sabemos, Cristo dijo: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”. El “adulterio cometido en el corazón” se puede y se debe entender como privación intencional de esa dignidad, a la que en la persona en cuestión responde el valor integral de su feminidad. Las palabras de Mt 5, 27-28 contienen una llamada a descubrir este valor y esta dignidad y a afirmarlos de nuevo. Parece que sólo entendiendo así las citadas palabras de Mateo se respeta su alcance semántico.

Para concluir estas concisas consideraciones es necesario constatar, una vez más, que el modo maniqueo de entender y valorar el cuerpo y la sexualidad del hombre es esencialmente extraño al Evangelio, no conforme con el significado exacto de las palabras del Sermón de la Montaña pronunciadas por Cristo. La llamada a dominar la concupiscencia de la carne brota precisamente de la afirmación de la dignidad personal del cuerpo y del sexo, y sirve únicamente a esta dignidad. Cometería un error esencial aquél que quisiese sacar de estas palabras una perspectiva maniquea.

[Enseñanzas 7, 176-178]