[0944] • JUAN PABLO II (1978-2005) • RELACIÓN RECÍPROCA ENTRE LO “ÉTICO” Y LO “ERÓ TICO” SEGÚN EL “ETHOS” DEL SERMÓN DE LA MONTAÑA
Alocución Oggi riprendiamo, en la Audiencia General, 12 noviembre 1980
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1. Hoy reanudamos el análisis que comenzamos hace una semana sobre la relación recíproca entre lo que es “ético” y lo que es “erótico”. Nuestras reflexiones se desarrollan sobre la trama de las palabras que pronunció Cristo en el Sermón de la Montaña, con las cuales se refirió al mandamiento “No adulterarás” y, al mismo tiempo, definió la “concupiscencia” (la “mirada concupiscente”) como “adulterio cometido en el corazón”. De estas reflexiones resulta que el ethos está unido con el descubrimiento de un orden nuevo de valores. Es necesario encontrar continuamente en lo que es “erótico” el significado esponsalicio del cuerpo y la auténtica dignidad del don. Ésta es la tarea del espíritu humano, tarea de naturaleza ética. Si no se asume esta tarea, la misma atracción de los sentidos y la pasión del cuerpo pueden quedarse en la mera concupiscencia carente de valor ético, y el hombre, varón y mujer, no experimenta esa plenitud del eros, que significa el impulso del espíritu humano hacia lo que es verdadero, bueno y bello, por lo que también lo que es “erótico” se convierte en verdadero, bueno y bello. Es indispensable, pues, que el ethos venga a ser la forma constitutiva del eros.
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2. Estas reflexiones están estrechamente vinculadas con el problema de la espontaneidad. Muy frecuentemente se juzga que lo propio del ethos es sustraer la espontaneidad a lo que es erótico en la vida y en el comportamiento del hombre, y por ese motivo se exige la supresión del ethos “en ventaja” del eros. También las palabras del Sermón de la Montaña parecerían obstaculizar este “bien”. Pero esta opinión es errónea y, en todo caso, superficial. Aceptándola y defendiéndola con obstinación, nunca llegaremos a las dimensiones plenas del eros, y esto repercute inevitablemente en el ámbito de la “praxis” correspondiente, esto es, nuestro comportamiento, e incluso en la experiencia concreta de los valores. Efectivamente, quien acepta el ethos del enunciado de Mt 5, 27-28 debe saber que también está llamado a la plena y madura espontaneidad de las relaciones, que nacen de la perenne atracción de la masculinidad y de la feminidad. Precisamente esta espontaneidad es el fruto gradual del discernimiento de los impulsos del propio corazón.
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3. Las palabras de Cristo son rigurosas. Exigen al hombre que, en el ámbito en que se forman las relaciones con las personas del otro sexo, tenga plena y profunda conciencia de los propios actos y, sobre todo, de los actos interiores; que tenga conciencia de los impulsos internos de su “corazón”, de manera que sea capaz de individuarlos y calificarlos con madurez. Las palabras de Cristo exigen que en esta esfera, que parece pertenecer exclusivamente al cuerpo y a los sentidos, esto es, al hombre exterior, sepa ser verdaderamente hombre interior; sepa obedecer a la recta conciencia; sepa ser el auténtico señor de los propios impulsos íntimos, como guardián que vigila una fuente oculta, y, finalmente, sepa sacar de todos esos impulsos lo que es conveniente para la “pureza del corazón”, construyendo con conciencia y coherencia ese sentido personal del significado esponsalicio del cuerpo, que abre el espacio interior de la libertad del don.
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4. Ahora bien: si el hombre quiere responder a la llamada expresada por Mt 5, 27-28, debe aprender con perseverancia y coherencia lo que es el significado del cuerpo, el significado de la feminidad y de la masculinidad. Debe aprenderlo no sólo a través de una abstracción objetivizante (aunque también esto sea necesario), sino sobre todo en la esfera de las reacciones interiores del propio “corazón”. Ésta es una “ciencia” que de hecho no puede aprenderse sólo en los libros, porque se trata aquí en primer lugar del “conocimiento” profundo de la interioridad humana. En el ámbito de este conocimiento, el hombre aprende a discernir entre lo que, por una parte, compone la multiforme riqueza de la masculinidad y feminidad en los signos que provienen de su perenne llamada y atracción creadora, y lo que, por otra parte, lleva sólo el signo de la concupiscencia. Y aunque estas variantes y matices de los movimientos internos del “corazón”, dentro de un cierto límite, se confundan entre sí, sin embargo, se dice que el hombre interior ha sido llamado por Cristo a adquirir una valoración madura y perfecta que lo lleve a discernir y juzgar los varios motivos de su mismo corazón. Y es necesario añadir que esta tarea se puede realizar y es verdaderamente digna del hombre.
Efectivamente, el discernimiento del que estamos hablando está en una relación esencial con la espontaneidad. La estructura subjetiva del hombre demuestra, en este campo, una riqueza especifica y una diferenciación clara. Por consiguiente, una cosa es, por ejemplo, una complacencia noble, y otra, en cambio, el deseo sexual; cuando el deseo sexual se une con una complacencia noble, es diverso de un mero y simple deseo. Análogamente, por lo que se refiere a la esfera de las reacciones inmediatas del “corazón”, la excitación sensual es bien distinta de la emoción profunda con que no sólo la sensibilidad interior, sino la misma sexualidad reacciona en la expresión integral de la feminidad y de la masculinidad. No se puede desarrollar aquí más ampliamente este tema. Pero es cierto que, si afirmamos que las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28 son rigurosas, lo son también en el sentido de que contienen en sí las exigencias profundas relativas a la espontaneidad humana.
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5. No puede haber esta espontaneidad en todos los movimientos e impulsos que nacen de la mera concupiscencia carnal, carente en realidad de una opción y de una jerarquía adecuada. Precisamente a precio del dominio sobre ellos, el hombre alcanza esa espontaneidad más profunda y madura con la que su “corazón”, adueñándose de los instintos, descubre de nuevo la belleza espiritual del signo constituido por el cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. En cuanto que este descubrimiento se consolida en la conciencia como convicción y en la voluntad como orientación, tanto en las posibles opciones como de los simples deseos, el corazón humano se hace partícipe, por decirlo así, de otra espontaneidad, de la que nada, o poquísimo, sabe el “hombre carnal”. No cabe la menor duda de que, mediante las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28, estamos llamados precisamente a esta espontaneidad. Y quizá la esfera más importante de la “praxis” –relativa a los actos más “interiores”– es precisamente la que marca gradualmente el camino hacia dicha espontaneidad.
Éste es un tema amplio que nos convendrá tratar de nuevo, cuando nos dediquemos a demostrar cuál es la verdadera naturaleza de la evangélica “pureza de corazón”. Por ahora terminemos diciendo que las palabras del Sermón de la Montaña, con las que Cristo llama la atención de sus oyentes –de entonces y de hoy– sobre “la concupiscencia” (“mirada concupiscente”), señalan indirectamente el camino hacia una madura espontaneidad del “corazón” humano, que no sofoca sus nobles deseos y aspiraciones, sino que, al contrario, los libera y, en cierto sentido, los facilita.
Baste por ahora con lo que hemos dicho sobre la relación recíproca entre lo que es “ético” y lo que es “erótico” según el ethos del Sermón de la Montaña.
[Enseñanzas 7, 187-189]
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1. Oggi riprendiamo la nostra analisi, iniziata una settimana fa, sul rapporto reciproco tra ciò che è “etico” e ciò che è “erotico”. Le nostre riflessioni si svolgono sulla trama delle parole pronunziate da Cristo nel Discorso della Montagna, con le quali Egli si riallacciò al comandamento “Non commettere adulterio”, e, in pari tempo, definì la “concupiscenza” (lo “sguardo concupiscente”) come “adulterio commesso nel cuore”. Da queste riflessioni risulta che l’“ethos” è collegato con la scoperta di un nuovo ordine di valori. Occorre ritrovare continuamente in ciò che è “erotico” il significato sponsale del corpo e l’autentica dignità del dono. Questo è il compito dello spirito umano, compito di natura etica. Se non si assume tale compito, la stessa attrazione dei sensi e la passione del corpo possono fermarsi alla pura concupiscenza priva di valore etico, e l’uomo, maschio e femmina, non sperimenta quella pienezza dell’“eros”, che significa lo slancio dello spirito umano verso ciò che è vero, buono e bello per cui anche ciò che è “erotico” diventa vero, buono e bello. È indispensabile, dunque, che l’“ethos” diventi la forma costitutiva dell’“eros”.
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2. Le suddette riflessioni sono strettamente connesse col problema della spontaneità. Assai spesso si ritiene che sia proprio l’“ethos” a sottrarre spontaneità a ciò che è erotico nella vita e nel comportamento dell’uomo; e per questo motivo si esige il distacco dall’“ethos” “a vantaggio” dell’“eros”. Anche le parole del Discorso della Montagna sembrerebbero ostacolare questo “bene”. Senonchè, tale opinione è erronea e, in ogni caso, superficiale. Accettandola e sostenendola con ostinazione, non giungeremo mai alle piene dimensioni dell’“eros”, e ciò inevitabilmente si ripercuote nell’ambito della relativa “praxis”, cioè nel nostro comportamento ed anche nella concreta esperienza dei valori. Infatti, colui che accetta l’“ethos” dell’enunciato di Matteo 5, 27-28 deve sapere che è anche chiamato alla piena e matura spontaneità dei rapporti, che nascono dalla perenne attrattiva della mascolinità e della femminilità. Appunto una tale spontaneità è il graduale frutto del discernimento degli impulsi del proprio cuore.
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3. Le parole di Cristo sono rigorose. Esigono dall’uomo che egli, nell’ambito in cui si formano i rapporti con le persone dell’altro sesso, abbia piena e profonda coscienza dei propri atti e soprattutto degli atti interiori; che egli abbia coscienza degli impulsi interni del suo “cuore”, così da essere capace di individuarli e di qualificarli in modo maturo. Le parole di Cristo esigono che in questa sfera, che sembra appartenere esclusivamente al corpo e ai sensi, cioè all’uomo esteriore, egli sappia essere veramente uomo interiore; sappia obbedire alla retta coscienza; sappia essere l’autentico padrone dei propri intimi impulsi, come un custode che sorveglia una sorgente nascosta; e sappia infine trarre da tutti quegli impulsi ciò che è conveniente alla “purezza del cuore”, costruendo con coscienza e coerenza quel senso personale del significato sponsale del corpo, che apre lo spazio interiore della libertà del dono.
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4. Orbene, se l’uomo vuole rispondere alla chiamata espressa da Matteo 5, 27-28, deve con perseveranza e coerenza imparare che cosa è il significato del corpo, il significato della femminilità e della mascolinità. Deve impararlo non soltanto attraverso un’astrazione oggettivizzante (sebbene anche ciò sia necessario), ma soprattutto nella sfera delle reazioni interiori del proprio “cuore”. Questa è una “scienza”, che non può essere veramente appresa dai soli libri, perchè si tratta qui in primo luogo della profonda “conoscenza” dell’interiorità umana.
Nell’ambito di questa conoscenza, l’uomo impara a discernere tra ciò che, da una parte, compone la multiforme ricchezza della mascolinità e della femminilità nei segni che provengono dalla loro perenne chiamata e attrattiva creatrice, e ciò che, dall’altra, porta solo il segno della concupiscenza. E sebbene queste varianti e sfumature degli interni moti del “cuore” entro un certo limite si confondano tra loro, va tuttavia detto che l’uomo interiore è stato chiamato da Cristo ad acquisire una valutazione matura e compiuta, che lo porti a discernere e giudicare i vari moti del suo stesso cuore. Ed occorre aggiungere che questo compito si può realizzare ed è davvero degno dell’uomo.
Infatti, il discernimento di cui stiamo parlando è in rapporto essenziale con la spontaneità. La struttura soggettiva dell’uomo dimostra, in questo campo, una specifica ricchezza e una chiara differenziazione. Di conseguenza, una cosa è, ad esempio, un nobile compiacimento, un’altra invece il desiderio sessuale; quando il desiderio sessuale è collegato con un nobile compiacimento, è diverso da un desiderio puro e semplice. Analogamente, per quanto riguarda la sfera delle reazioni immediate del “cuore”, l’eccitazione sensuale è ben diversa dalla emozione profonda, con cui non soltanto la sensibilità interiore, ma la stessa sessualità reagisce all’integrale espressione della femminilità e della mascolinità. Non si può qui sviluppare più ampiamente questo argomento. Ma è certo che, se affermiamo che le parole di Cristo secondo Matteo 5, 27-28 sono rigorose, esse lo sono anche nel senso che contengono in sè le esigenze profonde riguardanti l’umana spontaneità.
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5. Non vi può essere una tale spontaneità in tutti i moti ed impulsi che nascono dalla pura concupiscenza carnale, priva com’è di una scelta e di una gerarchia adeguata. È proprio a prezzo del dominio su di essi che l’uomo raggiunge quella spontaneità più profonda e matura, con cui il suo “cuore”, padroneggiando gli istinti, riscopre la bellezza spirituale del segno costituito dal corpo umano nella sua mascolinità e femminilità. In quanto questa scoperta si consolida nella coscienza come convinzione e nella volontà come orientamento sia delle possibili scelte che dei semplici desideri, il cuore umano diviene partecipe, per così dire, di un’altra spontaneità, di cui nulla o pochissimo sa l’“uomo carnale”. Non vi è alcun dubbio che mediante le parole di Cristo secondo Matteo 5, 27-28, siamo chiamati appunto ad una tale spontaneità. E forse la più importante sfera della “praxis” –relativa agli atti più “interiori”– è appunto quella che traccia gradualmente la strada verso siffatta spontaneità.
Questo è un argomento vasto che ci converrà riprendere ancora una volta in avvenire, quando ci dedicheremo a dimostrare quale sia la vera natura della evangelica “purezza di cuore”. Per ora terminiamo dicendo che le parole del Discorso della Montagna, con cui Cristo richiama l’attenzione dei suoi ascoltatori –di allora e di oggi– sulla “concupiscenza” (“sguardo concupiscente”), indicano indirettamente la via verso una matura spontaneità del “cuore” umano, che non soffoca i suoi nobili desideri ed aspirazioni, anzi, al contrario, li libera e, in certo senso, li agevola.
Basti per ora quello che abbiamo detto sul reciproco rapporto tra ciò che è “etico” e ciò che è “erotico”, secondo l’“ethos” del Discorso della Montana.
[Insegnamenti GP II, 3/2, 1131-1134]