[0948] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL “ETHOS” DE LA REDENCIÓN DEL CUERPO
Alocución All’inizio, en la Audiencia General, 3 diciembre 1980
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1. Al comienzo de nuestras consideraciones sobre las palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28) hemos constatado que contienen un profundo significado ético y antropológico. Se trata aquí del pasaje en el que Cristo recuerda el mandamiento “No adulterarás”, y añade: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella (o con relación a ella) en su corazón”. Hablamos del significado ético y antropológico de estas palabras porque aluden a las dos dimensiones íntimamente unidas del ethos y del hombre “histórico”. En el curso de los análisis precedentes hemos intentado seguir estas dos dimensiones, recordando siempre que las palabras de Cristo se dirigen al “corazón”, esto es, al hombre interior. El hombre interior es el sujeto específico del ethos del cuerpo, y Cristo quiere impregnar de esto la conciencia y la voluntad de sus oyentes y discípulos. Se trata indudablemente de un “ethos nuevo”. Es “nuevo” en relación con el “ethos” de los hombres del Antiguo Testamento, como ya hemos tratado de demostrar en análisis más desarrollados. Es “nuevo” también respecto al estado del hombre “histórico”, posterior al pecado original, esto es, respecto al “hombre de la concupiscencia”.
Se trata, pues, de un ethos “nuevo” en un sentido y en un alcance universales. Es “nuevo” respecto a todo hombre, independientemente de cualquier longitud y latitud geográfica e histórica.
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2. Este “nuevo” ethos, que emerge de la perspectiva de las palabras de Cristo pronunciadas en el Sermón de la Montaña, lo hemos llamado ya más veces “ethos de la redención” y, más precisamente, ethos de la redención del cuerpo. Aquí hemos seguido a San Pablo, que en la Carta a los Romanos contrapone “la servidumbre de la corrupción” (Rom 8, 21) y la sumisión a “la vanidad” (ibid. 8, 20) –de la que se hace partícipe toda la creación a causa del pecado– al deseo de la “redención de nuestro cuerpo” (ibid. 8, 23). En este contexto, el Apóstol habla de los gemidos de “toda la creación” que “abriga la esperanza de que también ella será libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (ibid. 8, 20-21). De este modo, San Pablo desvela la situación de toda la creación, y en particular la del hombre después del pecado. Para esta situación es significativa la aspiración que –juntamente con la “adopción de hijos” (ibid. 8, 23)– tiende precisamente a la “redención del cuerpo”, presentada como el fin, como el fruto escatológico y maduro del misterio de la redención del hombre y del mundo realizada por Cristo.
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3. ¿En qué sentido, pues, podemos hablar del ethos de la redención y especialmente del ethos de la redención del cuerpo? Debemos reconocer que en el contexto de las palabras del Sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28), que hemos analizado, este significado no aparece todavía en toda su plenitud. Se manifestará más completamente cuando examinemos otras palabras de Cristo; esto es, aquéllas en las que se refiere a la resurrección (Cfr. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36).
Sin embargo, no hay duda alguna de que también en el Sermón de la Montaña Cristo habla en la perspectiva de la redención del hombre y del mundo (y precisamente, por tanto, de la “redención del cuerpo”). De hecho, ésta es la perspectiva de todo el Evangelio, de toda la enseñanza; más aún, de toda la misión de Cristo. Y aunque el contexto inmediato del Sermón de la Montaña señale a la Ley y a los Profetas, como el punto de referencia histórico, propio del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, sin embargo, no podemos olvidar jamás que en la enseñanza de Cristo la referencia fundamental a la cuestión del matrimonio y al problema de las relaciones entre el hombre y la mujer se remite al “principio”. Esta llamada sólo puede ser justificada por la realidad de la redención; fuera de ella, en efecto, permanecería únicamente la triple concupiscencia, o sea, esa “servidumbre de la corrupción” de la que escribe el apóstol Pablo (Rom 8, 21). Solamente la perspectiva de la redención justifica la referencia al “principio”, o sea, la perspectiva del misterio de la creación en la totalidad de la enseñanza de Cristo acerca de los problemas del matrimonio, del hombre y de la mujer y de su relación recíproca. Las palabras de Mt 5, 27-28 se sitúan, en definitiva, en la misma perspectiva teológica.
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4. En el Sermón de la Montaña, Cristo no invita al hombre a retornar al estado de la inocencia originaria, porque la humanidad la ha dejado irrevocablemente detrás de sí, sino que lo llama a encontrar –sobre el fundamento de los significados perennes y, por así decir, indestructibles de lo que es “humano”– las formas vivas del “hombre nuevo”. De este modo se establece un vínculo; más aún, una continuidad entre el “principio” y la perspectiva de la redención. En el ethos de la redención del cuerpo deberá reanudarse de nuevo el ethos originario de la creación. Cristo no cambia la ley, sino que confirma el mandamiento: “No adulterarás”; pero, al mismo tiempo, lleva el entendimiento y el corazón de los oyentes hacia esa “plenitud de la justicia”, querida por Dios creador y legislador, que encierra este mandamiento en sí. Esta plenitud se descubre: primero con una visión interior “del corazón”, y luego con un modo adecuado de ser y de actuar. La forma del hombre “nuevo” puede surgir de este modo de ser y de actuar, en la medida en que el ethos de la redención del cuerpo domina la concupiscencia de la carne y a todo el hombre de la concupiscencia. Cristo indica con claridad que el camino para alcanzarlo debe ser camino de templanza y de dominio de los deseos, y esto es la raíz misma, ya en la esfera puramente interior (“todo el que mira para desear...”). El ethos de la redención contiene en todo ámbito –y directamente en la esfera de la concupiscencia de la carne– el imperativo del dominio de sí, la necesidad de una inmediata continencia y de una templanza habitual.
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5. Sin embargo, la templanza y la continencia no significan –si es posible expresarse así– una suspensión en el vacío: ni en el vacío de los valores ni en el vacío del sujeto. El ethos de la redención se realiza en el dominio de sí mediante la templanza, esto es, la continencia de los deseos. En este comportamiento, el corazón humano permanece vinculado al valor, del cual, a través del deseo, se hubiera alejado de otra manera, orientándose hacia la mera concupiscencia carente de valor ético (como hemos dicho en el análisis precedente). En el terreno del ethos de la redención, la unión con ese valor mediante un acto de dominio se confirma, o bien se restablece, con una fuerza y una firmeza todavía más profundas. Y se trata aquí del valor del significado esponsalicio del cuerpo, del valor de un signo transparente, mediante el cual el Creador –junto con el perenne atractivo recíproco del hombre y de la mujer a través de la masculinidad y feminidad– ha escrito en el corazón de ambos el don de la comunión, es decir, la misteriosa realidad de su imagen y semejanza. De este valor se trata en el acto del dominio de sí y de la templanza, a los que llama Cristo en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28).
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6. Este acto puede dar la impresión de la suspensión “en el vacío del sujeto”. Puede dar esta impresión particularmente cuando es necesario decidirse a realizarlo por primera vez, o también, más todavía, cuando se ha creado el hábito contrario, cuando el hombre se ha habituado a ceder a la concupiscencia de la carne. Sin embargo, incluso ya la primera vez, y mucho más si se adquiere después el hábito, el hombre realiza la gradual experiencia de la propia dignidad y, mediante la templanza, atestigua el propio autodominio y demuestra que realiza lo que en él es esencialmente personal. Y, además, experimenta gradualmente la libertad del don, que por un lado es la condición y por otro es la respuesta del sujeto al valor esponsalicio del cuerpo humano, en su feminidad y masculinidad. Así, pues, el ethos de la redención del cuerpo se realiza a través del dominio de sí, a través de la templanza de los “deseos”, cuando el corazón humano estrecha la alianza con este ethos o, más bien, la confianza mediante la propia subjetividad integral: cuando se manifiestan las posibilidades y las disposiciones más profundas y, no obstante, más reales de la persona, cuando adquieren voz los estratos más profundos de su potencialidad, a los cuales la concupiscencia de la carne, por decirlo así, no permitiría manifestarse. Estos estratos no pueden emerger tampoco cuando el corazón humano está anclado en una sospecha permanente, como resulta de la hermenéutica freudiana. No pueden manifestarse siquiera cuando en la conciencia domina el “antivalor” maniqueo. En cambio, el ethos de la redención se basa en la estrecha alianza con esos estratos.
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7. Ulteriores reflexiones nos darán prueba de ello. Al terminar nuestros análisis sobre el enunciado tan significativo de Cristo según Mt 5, 27-28, vemos que en él el “corazón” humano es sobre todo objeto de una llamada y no de una acusación. Al mismo tiempo, debemos admitir que la conciencia del estado pecaminoso en el hombre histórico no es sólo un necesario punto de partida, sino también una condición indispensable de su aspiración a la virtud, a la “pureza de corazón”, a la perfección. El ethos de la redención del cuerpo permanece profundamente arraigado en el realismo antropológico y axiológico de la Revelación. Al referirse en este caso al “corazón”, Cristo formula sus palabras del modo más concreto: efectivamente, el hombre es único e irrepetible, sobre todo a causa de su “corazón”, que decide de él “desde dentro”. La categoría del “corazón” es, en cierto sentido, lo equivalente de la subjetividad personal. El camino de la llamada a la pureza del corazón, tal como fue expresada en el Sermón de la Montaña, es, en todo caso, reminiscencia de la soledad originaria, de la que fue liberado el hombre-varón mediante la apertura al otro ser humano, a la mujer. La pureza de corazón se explica a fin de cuentas, con la relación hacia el otro sujeto, que es originaria y perennemente “conllamado”.
La pureza es exigencia del amor. Es la dimensión de su verdad interior en el “corazón” del hombre.
[Enseñanzas 7, 194-197]
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1. All’inizio delle nostre considerazioni sulle parole di Cristo nel Discorso della Montagna (1), abbiamo costatato che esse contengono un profondo significato etico ed antropologico. Si tratta qui del passo in cui Cristo ricorda il comandamento: “Non commettere adulterio”, e aggiunge: “Chiunque guarda una donna per desiderarla, ha già commesso adulterio con lei (o verso di lei) nel suo cuore”. Parliamo di significato etico ed antropologico di tali parole, perchè esse alludono alle due dimensioni strettamente connesse dell’ethos e dell’uomo “storico”. Abbiamo cercato, nel corso delle precedenti analisi, di seguire queste due dimensioni, avendo sempre in mente che le parole di Cristo sono rivolte al “cuore”, cioè all’uomo interiore. L’uomo interiore è il soggetto specifico dell’ethos del corpo, e di questo il Cristo vuole impregnare la coscienza e la volontà dei suoi ascoltatori e discepoli. È indubbiamente un ethos “nuovo”. È “nuovo”, in confronto all’ethos degli uomini dell’Antico Testamento, come abbiamo già cercato di mostrare in analisi più particolareggiate. Esso è “nuovo” anche rispetto allo stato dell’uomo “storico”, posteriore al peccato originale, cioè rispetto all’“uomo della concupiscenza”
È quindi un ethos “nuovo” in un senso e in una portata universali. È “nuovo” rispetto ad ogni uomo, indipendentemente da qualsiasi longitudine e latitudine geografica e storica.
1. Matth. 5, 27-28.
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2. Questo “nuovo” ethos, che emerge dalla prospettiva delle parole di Cristo pronunziate nel Discorso della Montagna, lo abbiamo già più volte chiamato “ethos della redenzione” e, più precisamente, ethos della redenzione del corpo. Abbiamo qui seguito S. Paolo, che nella lettera ai Romani contrappone “la schiavitù della corruzione” (2) e la sottomissione “alla caducità” (3) –di cui è divenuta partecipe tutta la creazione a causa del peccato– al desiderio della “redenzione del nostro corpo” (4). In questo contesto, l’Apostolo parla dei gemiti di “tutta la creazione”, che “nutre la speranza di essere lei pure liberata dalla schiavitù della corruzione, per entrare nella libertà della gloria dei figli di Dio” (5). In tal modo S. Paolo svela la situazione di tutto il creato, e in particolare quella dell’uomo dopo il peccato. Significativa per questa situazione è l’aspirazione che –insieme con la nuova “adozione a figli” (6) – tende proprio alla “redenzione del corpo”, presentata come il fine, come il frutto escatologico e maturo del mistero della redenzione dell’uomo e del mondo, compiuta da Cristo.
2. Rom. 8, 21.
3. Ibid. 8, 20.
4. Ibid. 8, 23.
5. Rom. 8, 20-21.
6. Ibid. 8, 23.
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3. In che senso, dunque, possiamo parlare dell’ethos della redenzione e specialmente dell’ethos della redenzione del corpo? Dobbiamo riconoscere che nel contesto della parole del Discorso della Montagna (7), da noi analizzate, questo significato non appare ancora in tutta la sua pienezza. Esso si manifesterà più completamente quando esamineremo altre parole di Cristo, quelle cioè in cui Egli fa riferimento alla risurrezione (8).
Tuttavia non vi è dubbio alcuno che anche nel Discorso della Montagna Cristo parla nella prospettiva della redenzione dell’uomo e del mondo (e quindi appunto della “redenzione del corpo”). È questa, di fatto, la prospettiva dell’intero Vangelo, di tutto l’insegnamento, anzi di tutta la missione di Cristo. E sebbene il contesto immediato del Discorso della Montagna indichi la Legge e i Profeti come il punto di riferimento storico, proprio del popolo di Dio dell’Antica Alleanza, tuttavia non possiamo mai dimenticare che nell’insegnamento di Cristo, il fondamentale riferimento alla questione del matrimonio e al problema delle relazioni tra l’uomo e la donna, si richiama al “principio”. Un tale richiamo può essere giustificato soltanto dalla realtà della Redenzione; al di fuori di essa, infatti, rimarrebbe unicamente la triplice concupiscenza oppure quella “schiavitù della corruzione”, di cui scrive l’Apostolo Paolo (9). Soltando la prospettiva della Redenzione giustifica il richiamo al “principio”, ossia la prospettiva del mistero della creazione nella totalità dell’insegnamento di Cristo, circa i problemi del matrimonio, dell’uomo e della donna e del loro rapporto reciproco. Le parole di Matteo 5, 27-28 si pongono, in definitiva, nella stessa prospettiva teologica.
7. Matth. 5, 27-28.
8. Cf. ibid. 22, 30; Marc. 12, 25; Luc. 20, 35-36.
9. Rom. 8, 21.
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4. Nel Discorso della Montagna Cristo non invita l’uomo a ritornare allo stato dell’innocenza originaria, perchè l’umanità l’ha irrevocabilmente lasciato dietro di sè, ma lo chiama a ritrovare –sul fondamento dei significati perenni e, per così dire, indistruttibili di ciò che è “umano”– le forme vive dell’“uomo nuovo”. In tal modo si allaccia un legame, anzi, una continuità fra il “principio” e la prospettiva della Redenzione. Nell’ethos della redenzione del corpo dovrà esser nuovamente ripreso l’originario ethos della creazione. Cristo non cambia la Legge, ma conferma il comandamento: “Non commettere adulterio”; però, al tempo stesso, conduce l’intelletto e il cuore degli ascoltatori verso quella “pienezza della giustizia” voluta da Dio creatore e legislatore, che questo comandamento racchiude in sè. Tale pienezza va scoperta: prima con una interiore visione “del cuore”, e poi con un adeguato modo di essere e di agire. La forma dell’“uomo nuovo” può emergere da questo modo di essere e di agire, nella misura in cui l’ethos della redenzione del corpo domina la concupiscenza della carne e tutto l’uomo della concupiscenza. Cristo indica con chiarezza che la via per giungervi deve essere via di temperanza e di padronanza dei desideri, e ciò alla radice stessa, già nella sfera puramente interiore (“chiunque guarda per desiderare...”). L’ethos della redenzione contiene in ogni ambito –e direttamente nella sfera della concupiscenza della carne– l’imperativo del dominio di sè, la necessità di un’immediata continenza e di un’abituale temperanza.
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5. Tuttavia, la temperanza e la continenza non significano –se così è possibile esprimersi– una sospensione nel vuoto: né nel vuoto dei valori né nel vuoto del soggetto. L’ethos della redenzione si realizza nella padronanza di sè, mediante la temperanza, cioè la continenza dei desideri. In questo comportamento il cuore umano resta vincolato al valore dal quale, attraverso il desiderio, si sarebbe altrimenti allontanato, orientandosi verso la pura concupiscenza priva di valore etico (come abbiamo detto nella precedente analisi). Sul terreno dell’ethos della redenzione l’unione con quel valore, mediante un atto di dominio, viene confermata oppure ristabilita con una forza ed una fermezza ancor più profonde. E si tratta qui del valore del significato sponsale del corpo, del valore di un segno trasparente, mediante il quale il Creatore –insieme con la perenne attrattiva reciproca dell’uomo e della donna attraverso la mascolinità e la femminilità– ha scritto nel cuore di entrambi il dono della comunione, cioè la misteriosa realtà della sua immagine e somiglianza. Di tale valore si tratta nell’atto del dominio di sè e della temperanza, a cui richiama Cristo nel Discorso della Montagna (10).
10. Matth. 5, 27-28.
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6. Questo atto può dare l’impressione della sospensione “nel vuoto del soggetto”. Esso può dare tale impressione particolarmente quando è necessario decidersi a compierlo per la prima volta, oppure, ancor più, quando si è creata l’abitudine contraria, quando l’uomo si è abituato a cedere alla concupiscenza della carne. Tuttavia, perfino già la prima volta, e tanto più se ne acquista poi la capacità, l’uomo fa la graduale esperienza della propria dignità e, mediante la temperanza, attesta il proprio autodominio e dimostra di compiere ciò che in lui è essenzialmente personale. E, inoltre, sperimenta gradualmente la libertà del dono, che per un verso è la condizione, e per altro verso è la risposta del soggetto al valore sponsale del corpo umano, nella sua femminilità e nella sua mascolinità. Così, dunque, l’ethos della redenzione del corpo si realizza attraverso il dominio di sè, attraverso la temperanza dei “desideri”, quando il cuore umano stringe alleanza con tale ethos, o piuttosto la conferma mediante la propria soggettività integrale: cuando si manifestano le possibilità e le disposizioni più profonde e nondimeno più reali della persona, quando acquistano voce gli strati più profondi della sua potenzialità, ai quali la concupiscenza della carne, per così dire, non consentirebbe di manifestarsi. Questi strati non possono emergere nemmeno quando il cuore umano è fermo in un permanente sospetto, come risulta dall’ermeneutica freudiana. Non possono manifestarsi neppure quando nella coscienza domina l’“antivalore” manicheo. Invece l’ethos della redenzione si basa sulla stretta alleanza con quegli strati.
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7. Ulteriori riflessioni ce ne daranno altre prove. Terminando le nostre analisi sull’enunciazione così significativa di Cristo secondo Matteo 5, 27-28, vediamo che in essa il “cuore” umano è soprattutto oggetto di una chiamata e non di un’accusa. In pari tempo, dobbiamo ammettere che la coscienza della peccaminosità è nell’uomo “storico” non soltanto un necessario punto di partenza, ma anche una indispensabile condizione della sua aspirazione alla virtù, alla “purezza di cuore”, alla perfezione. L’ethos della redenzione del corpo rimane profondamente radicato nel realismo antropologico ed assiologico della rivelazione. Richiamandosi, in questo caso, al “cuore”, Cristo formula le sue parole nel più concreto dei modi: l’uomo, infatti, è unico ed irripetibile soprattutto a motivo del suo “cuore”, che decide di lui “dall’interno”. La categoria del “cuore” è, in certo senso, l’equivalente della soggettività personale. La via del richiamo alla purezza del cuore, così come è stato espresso nel Discorso della Montagna, è in ogni caso reminiscenza della solitudine originaria, da cui l’uomo-maschio fu liberato mediante l’apertura all’altro essere umano, alla donna. La purezza di cuore si spiega, in fin dei conti, con il riguardo verso l’altro soggetto, che è originariamente e perennemente “con-chiamato”.
La purezza è esigenza dell’amore. È la dimensione della sua verità interiore nel “cuore” dell’uomo.
[Insegnamenti GP II, 3/2, 1575-1579]