[0963] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA DOCTRINA DE LA IGLESIA SOBRE EL MATRIMONIO
De la Homilía en la Misa para las Familias en el aeropuerto de Lhung, Cebú (Filipinas), 19 febrero 1981
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3. Queridos hermanos y hermanas en Cristo: La centenaria veneración del Santo Niño aquí en Cebú me impulsa a hablaros hoy de la familia. El mismo Niño Jesús nació de la Virgen María y vivió en una familia, y fue en la familia de Nazaret donde comenzó la misión que el Padre le había confiado. “Porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo” (Is 9, 6). Con Él amaneció una nueva era, en Él el mundo fue recreado, en Él fue ofrecida una nueva vida a la humanidad, una vida redimida por y en Cristo.
A causa de los designios del Creador, que quiere que la vida tenga su origen en el amor de un hombre y una mujer unidos en alianza matrimonial, y por el hecho de haber elevado Cristo esta unión de los esposos a la dignidad de sacramento, hemos de ver la familia y su naturaleza y misión a la luz esplendorosa de nuestra fe cristiana. Se puede afirmar con legítimo orgullo que cuanto la Iglesia enseña hoy sobre el matrimonio y la familia ha sido su enseñanza constante en fidelidad a Cristo. La Iglesia católica ha enseñado de modo consistente –y lo repito aquí con la convicción que procede de mi tarea como Pastor y Maestro supremo– que el matrimonio fue establecido por Dios; que el matrimonio es una alianza de amor entre un hombre y una mujer, que el lazo que une a marido y mujer es indisoluble por voluntad divina; que el matrimonio entre cristianos es un sacramento que simboliza la unión de Cristo y su Iglesia; y que el matrimonio ha de estar abierto a la transmisión de la vida humana.
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4. Cuando Jesús llevaba a cabo su actividad, curando y enseñando, se vio abordado por algunos fariseos que querían conocer su postura acerca del matrimonio. Jesús respondió clara y firmemente, reafirmando lo que había dicho la Escritura: “al principio de la creación los hizo Dios varón y hembra; por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De manera que no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mc 10, 6-9). Haciéndolos hombre y mujer estableció Dios la complementariedad de los sexos, y por eso un hombre deja a su padre y a su madre para unirse a su mujer en esta unión de amor que impregna todos los niveles de la existencia humana. Esta unión de amor permite al hombre y a la mujer crecer juntos y cuidar adecuadamente de sus hijos. La unión que hace de los dos uno no puede ser rota por ninguna autoridad humana; se halla permanentemente al servicio de los hijos y de los mismos esposos. Por eso el amor entre un hombre y una mujer en el matrimonio es un amor que es a la vez fiel y fecundo. Es un amor sagrado, que simboliza sacramentalmente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, como San Pablo escribió a los Efesios: “Gran misterio es éste, pero yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 32).
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5. Por estas razones, la Iglesia no podrá nunca diluir o cambiar su enseñanza sobre el matrimonio y la familia. Por estas razones, la Iglesia condena toda clase de atentado para destruir la unidad del matrimonio a través de la práctica de la poligamia y todo atentado para destruir el vínculo matrimonial por medio del divorcio. Por estas razones también, la Iglesia afirma claramente que el matrimonio ha de estar abierto a la transmisión de la vida humana. Dios quiso que la unión amorosa de marido y mujer fuera la fuente de la nueva vida. Quiso compartir, por así decirlo, su poder creador con los maridos y las mujeres, dotándoles del poder de la procreación. Dios quiere que este poder estupendo de procrear una nueva vida humana sea voluntaria y amorosamente aceptado por la pareja cuando ellos eligen libremente el matrimonio. La paternidad posee una dignidad en sí misma, garantizada por el mismo Dios. Yo, por mi parte, siento como un deber de mi tarea apostólica el reafirmar tan clara y vigorosamente como sea posible lo que la Iglesia de Cristo enseña a este respecto y reiterar enérgicamente su condena de la contracepción artificial y del aborto.
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6. Sí; desde el momento de la concepción, y a lo largo de los siguientes estadios, toda vida humana es sagrada, pues ha sido creada a imagen y semejanza de Dios. La vida humana es preciosa porque es un don de Dios, cuyo amor no conoce límites, y cuando Dios da la vida, es para siempre. Todo aquel que intente destruir la vida humana en el seno materno no sólo viola la sacralidad de un ser humano que vive, crece y se desarrolla, oponiéndose así a Dios, sino que también ataca a toda la sociedad minando el respeto por toda vida humana. Quiero repetir aquí lo que afirmé en la visita a mi tierra natal: “Si se rompe el derecho del hombre a la vida en el momento en que comienza a ser concebido dentro del seno materno se ataca indirectamente todo el orden moral que sirve para asegurar los bienes inviolables del hombre. La vida ocupa entre éstos el primer puesto. La Iglesia defiende el derecho a la vida, no sólo en consideración a la majestad del Creador, que es el primer Dador de esta vida, sino también por respeto al bien esencial del hombre” (Homilía de Juan Pablo II a los trabajadores en la explanada del aeropuerto polaco de Nowy Targ, 8 de junio de 1979; Enseñanzas al Pueblo de Dios 1979, v. 3 p. 249; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de junio de 1979, p. 14)[1].
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7. La Iglesia, al presentar ante vosotros los ideales del matrimonio cristiano y de la familia cristiana, y al insistir en que el amor del marido y de la mujer y el amor paterno han de estar marcados por la generosidad, no ignora que existen hoy numerosos factores que amenazan la vida familiar y ponen a prueba el corazón humano. La búsqueda egoísta del placer, la permisividad sexual y el miedo a un compromiso permanente son fuerzas destructivas. La Iglesia, como buena madre, está cercana a sus hijos en los momentos difíciles, está cercana a las parejas que experimentan dificultades al seguir sus enseñanzas. Con amor y comprensión hacia la debilidad humana, pero también siendo consciente del poder de la gracia de Cristo en los corazones de cada uno de los hombres, la Iglesia exhorta constantemente a sus hijos. Les exhorta a ser conscientes de la dignidad de su bautismo y del don de la gracia sacramental que les ha sido dada precisamente con el fin de hacerles capaces de reflejar el amor sacrifical de Cristo en sus vidas, de desarrollar su propio amor en una unión fiel e indisoluble, y de responder con generosidad al don de la paternidad. Como ha declarado el Concilio Vati cano II: “El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad” (Gaudium et spes, 48). A todos vosotros, parejas cristianas –esposos y padres–, os ofrezco esta invitación: ¡Caminad con Cristo! Él es quien os descubre la dignidad del compromiso que habéis contraído, Él es quien confiere un valor inmenso a vuestro amor conyugal; es Él, Jesucristo, quien puede llevar a cabo en vosotros mucho más de lo que vosotros podéis pedir o imaginar (cf. Ef 3, 21).
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8. En la comunidad cristiana todos tienen una responsabilidad hacia las familias. Los programas en favor de la familia y la dignidad del matrimonio son de gran importancia: programas para preparar a aquellos que se acercan al matrimonio y programas para aquellos que están casados ya. Los padres tienen una misión irreemplazable respecto de sus hijos, no sólo como los primeros educadores de la fe y como modelos de virtud, sino también como ejemplos de un amor conyugal fiel. En la comunidad de amor y confianza que debe ser cada familia, los padres y los hijos pueden ser a la vez evangelizados e instrumentos de evangelización. El respeto sincero a la vida y a la dignidad humana, la caridad desprendida y el sentido del deber y de la justicia, firmemente enraizados en el Evangelio, proceden de una familia en la que reinan unas sanas relaciones entre los hijos y los padres y en la que cada miembro de la familia trata de ser un servidor para el otro. Una familia en la que la oración, la ayuda amorosa y la formación en la fe son objeto de una constante preocupación, aportará innumerables beneficios no sólo para los mismos miembros de la familia, sino también para la Iglesia y la sociedad.
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9. Me alegra enormemente saber que el Apostolado familiar ha recibido un respaldo y una ayuda entusiasta en toda Filipinas. Alabo la determinación de la Conferencia Episcopal Católica de Filipinas de haber declarado la presente década, de 1981 a 1990, “la década de la familia” y de haber preparado un programa pastoral conjunto con esta finalidad. Recomiendo de todo corazón a las diferentes Organizaciones y Movimientos que, en estrecha colaboración con la jerarquía, dediquen sus celosos esfuerzos a la familia. Animo a todos los educadores católicos, y muy especialmente a los mismos padres, a dedicar gran atención a una adecuada formación de los jóvenes en lo referente a la sexualidad humana, colocando en la perspectiva justa el designio del Creador desde el principio, el poder redentor de Cristo y la influencia de una auténtica vida sacramental. La delicada responsabilidad de la educación sexual corresponde principalmente a las familias en cuya atmósfera de respeto amoroso se llegará a una plena comprensión humana y cristiana del significado del amor y de la vida.
[Enseñanzas 9, 205-208]