[0970] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA AUTÉNTICA TEOLOGÍA DEL CUERPO
Alocución Prima di concludere, en la Audiencia General, 1 abril 1981
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1. Antes de concluir el ciclo de consideraciones concernientes a las palabras pronunciadas por Jesucristo en el Sermón de la Montaña es necesario recordar, una vez más, estas palabras y volver a tomar sumariamente el hilo de las ideas, del cual constituyen la base. Así, dice Jesús: “Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón (Mt 5, 27-28). Se trata de palabras sintéticas que exigen una reflexión profunda, análogamente a las palabras con que Cristo se remitió al “principio”. A los fariseos, los cuales –apelando a la ley de Moisés, que admitía el llamado libelo de repudio– le habían preguntado: “¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier causa?”, Él respondió: “¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer?... Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne... Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mt 19, 3-6). También estas palabras han requerido una reflexión profunda para sacar toda la riqueza que encierran. Una reflexión de este género nos ha permitido delinear la auténtica teología del cuerpo.
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2. Siguiendo la referencia al “principio”, hecha por Cristo, hemos dedicado una serie de reflexiones a los textos relativos del Libro del Génesis que tratan precisamente de ese “principio”. De los análisis hechos ha surgido no sólo una imagen de la situación del hombre –varón y mujer– en el estado de inocencia originaria, sino también la base teológica de la verdad del hombre y de su particular vocación que brota del misterio eterno de la persona: imagen de Dios, encarnada en el hecho visible y corpóreo de la masculinidad o feminidad de la persona humana. Esta verdad está en la base de la respuesta dada por Cristo en relación al carácter del matrimonio, y en particular a su indisolubilidad. Es la verdad sobre el hombre, verdad que hunde sus raíces, en el estado de inocencia originaria, verdad que es necesario entender, por tanto, en el contexto de la situación anterior al pecado, tal como hemos tratado de hacer en el ciclo precedente de nuestras reflexiones.
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3. Sin embargo, al mismo tiempo, es necesario considerar, entender e interpretar la misma verdad fundamental sobre el hombre, su ser varón y mujer, bajo el prisma de otra situación; esto es, de la que se formó mediante la ruptura de la primera alianza con el Creador, o sea, mediante el pecado original. Conviene ver esta verdad sobre el hombre –varón y mujer– en el contexto de su estado de pecado hereditario. Y precisamente aquí nos encontramos con el enunciado de Cristo en el Sermón de la Montaña. Es obvio que en la Sagrada Escritura de la Antigua y de la Nueva Alianza hay muchas narraciones, frases y palabras que confirman la misma verdad, es decir, que el hombre “histórico” lleva consigo la heredad del pecado original; no obstante, las palabras de Cristo pronunciadas en el Sermón de la Montaña parecen tener –dentro de su concisa enunciación– una elocuencia particularmente densa. Lo demuestran los análisis hechos anteriormente, que han desvelado gradualmente lo que se encierra en estas palabras. Para esclarecer las afirmaciones concernientes a la concupiscencia es necesario captar el significado bíblico de la concupiscencia misma –de la triple concupiscencia–, y principalmente de la concupiscencia de la carne. Entonces, poco a poco, se llega a entender por qué Jesús define esa con cupiscencia (precisamente el “mirar para desear”) como “adulterio cometido en el corazón”. Al hacer los análisis relativos hemos tratado, al mismo tiempo, de comprender el significado que tenían las palabras de Cristo para sus oyentes inmediatos, educados en la tradición del Antiguo Testamento, es decir, en la tradición de los textos legislativos, como también proféticos y “sapienciales”; y, además, el significado que pueden tener las palabras de Cristo para el hombre de toda otra época, y en particular para el hombre contemporáneo, considerando sus diversos condicionamientos culturales. Efectivamente, estamos persuadidos de que estas palabras, en su contenido esencial, se refieren al hombre de todos los lugares y de todos los tiempos. En esto consiste también su valor sintético: anuncian a cada uno la verdad que es válida y sustancial para él.
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4. ¿Cuál es esta verdad? Indudablemente es una verdad de carácter ético, y en definitiva, pues, una verdad de carácter normativo, lo mismo que es normativa la verdad contenida en el mandamiento “No adulterarás”. La interpretación de este mandamiento, hecha por Cristo, indica el mal que es necesario evitar y vencer –precisamente el mal de la concupiscencia de la carne– y, al mismo tiempo, señala el bien al que abre el camino la superación de los deseos. Este bien es la “pureza de corazón”, de la que habla Cristo en el mismo contexto del Sermón de la Montaña. Desde el punto de vista bíblico, la “pureza del corazón” significa la libertad de todo género de pecado o de culpa y no sólo de los pecados que se refieren a la “concupiscencia de la carne”. Sin embargo, aquí nos ocupamos de modo particular de uno de los aspectos de esa “pureza”, que constituye lo contrario del adulterio “cometido en el corazón”. Si esa “pureza de corazón” de la que tratamos se entiende, según el pensamiento de San Pablo, como “vida según el Espíritu”, entonces el contexto paulino nos ofrece una imagen completa del contenido encerrado en las palabras pronunciadas por Cristo en el Sermón de la Montaña. Contienen una verdad de naturaleza ética, ponen en guardia contra el mal e indican el bien moral de la conducta humana; más aún, orientan a los oyentes a evitar el mal de la concupiscencia y a adquirir la pureza de corazón. Estas palabras tienen, pues, un significado normativo y, al mismo tiempo, indicativo. Al orientar hacia el bien de la “pureza de corazón”, indican, a la vez, los valores a los que el corazón humano puede y debe aspirar.
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5. De aquí la pregunta: ¿Qué verdad, válida para todo hombre, se contiene en las palabras de Cristo? Debemos responder que en ellas se encierra no sólo una verdad ética, sino también la verdad esencial sobre el hombre, la verdad antropológica. Precisamente por esto, nos remontamos a estas palabras al formular aquí la teología del cuerpo, en íntima relación y, por decirlo así, en la perspectiva de las palabras precedentes, en las que Cristo se había referido al “principio”. Se puede afirmar que, con su expresiva elocuencia evangélica, se llama la atención, en cierto sentido, a la conciencia, presentándole el hombre de la inocencia originaria. Pero las palabras de Cristo son realistas. No tratan de hacer volver el corazón humano al estado de inocencia originaria, que el hombre dejó ya detrás de sí en el momento en que cometió el pecado original: le señalan, en cambio, el camino hacia una pureza de corazón, que le es posible y accesible también en la situación de estado hereditario de pecado. Ésta es la pureza del “hombre de la concupiscencia” que, sin embargo, está inspirado por la palabra del Evangelio y abierto a la “vida según el Espíritu” (en conformidad con las palabras de San Pablo), esto es, la pureza del hombre de la concupiscencia que está envuelto totalmente por la “redención del cuerpo” realizada por Cristo. Precisamente por esto, en las palabras del Sermón de la Montaña encontramos la llamada al “corazón”, es decir, al hombre interior. El hombre interior debe abrirse a la vida según el Espíritu, para que participe de la pureza de corazón evangélica; para que vuelva a encontrar y realice el valor del cuerpo, liberado de los vínculos de la concupiscencia mediante la redención.
El significado normativo de las palabras de Cristo está profundamente arraigado en su significado antropológico, en la dimensión de la interioridad humana.
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6. Según la doctrina evangélica, desarrollada de modo tan estupendo en las Cartas paulinas, la pureza no es sólo abstenerse de la impureza (cf. 1 Tes 4, 3), o sea, la templanza, sino que, al mismo tiempo, abre también camino a un descubrimiento cada vez más perfecto de la dignidad del cuerpo humano, la cual está orgánicamente relacionada con la libertad del don de la persona en la autenticidad integral de su objetividad personal, masculina o femenina. De este modo, la pureza, en el sentido de la templanza, madura en el corazón del hombre que la cultiva y tiende a descubrir y a afirmar el sentido esponsalicio del cuerpo en su verdad integral. Precisamente esta verdad debe ser conocida interiormente; en cierto sentido, debe ser “sentida con el corazón”, para que las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer –e incluso la simple mirada– vuelvan a adquirir ese contenido de sus significados. Y precisamente este contenido se indica en el Evangelio por la “pureza de corazón”.
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7. Si en la experiencia interior del hombre (esto es, del hombre de la concupiscencia) la “templanza” se delinea, por decirlo así, como función negativa, el análisis de las palabras de Cristo, pronunciadas en el Sermón de la Montaña y unidas con los textos de San Pablo nos permite trasladar este significado hacia la función positiva de la pureza del corazón. En la pureza plena el hombre goza de los frutos de la victoria obtenida sobre la concupiscencia, victoria de la que escribe San Pablo, exhortando a “mantener el propio cuerpo en santidad y respeto” (1 Tes 4, 4). Más aún, precisamente en una pureza tan madura se manifiesta en parte la eficacia del don del Espíritu Santo, de quien el cuerpo humano es “templo” (cf. 1 Cor 6, 19). Este don es sobre todo el de la piedad (donum pietatis), que restituye a la experiencia del cuerpo –especialmente cuando se trata de la esfera de las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer– toda su sencillez, su limpidez e incluso su alegría interior. Éste es, como puede verse, un clima espiritual, muy diverso de la “pasión y libídine” de las que escribe San Pablo [y que, por otra parte, conocemos por los análisis precedentes; basta recordar al Sirácida (26, 13. 15-18)]. Efectivamente, una cosa es la satisfacción de las pasiones y otra la alegría que el hombre encuentra en poseerse más plenamente a sí mismo, pudiendo convertirse de este modo también más plenamente en un verdadero don para otra persona.
Las palabras pronunciadas por Cristo en el Sermón de la Montaña orientan al corazón humano precisamente hacia esta alegría. Es necesario que a esas palabras nos confiemos nosotros mismos, los propios pensamientos y las propias acciones, para encontrar la alegría y para donarla a los demás.
[Enseñanzas 9, 99-102]
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1. Prima di concludere il ciclo di considerazioni concernenti le parole pronunziate da Gesù Cristo nel Discorso della Montagna, occorre ricordare queste parole ancora una volta e riprendere sommariamente il filo delle idee, del quale esse costituirono la base. Ecco il tenore delle parole di Gesù: “Avete intenso che fu detto: Non commettere adulterio; ma io vi dico: chiunque guarda una donna per desiderarla, ha già commesso adulterio con lei nel suo cuore” (1). Sono parole sintetiche, che esigono una approfondita riflessione, analogamente alle parole, in cui Cristo si richiamò al “principio”. Ai Farisei, i quali –rifacendosi alla legge di Mosè che ammetteva il cosiddetto atto di ripudio– gli avevano chiesto: “È lecito ad un uomo ripudiare la propria moglie per qualsiasi motivo?”, egli rispose: “Non avete letto che il Creatore da principio li creò maschio e femmina?... Per questo l’uomo lascerà suo padre e sua madre e si unirà a sua moglie e i due saranno una carne sola... Quello dunque che Dio ha congiunto, l’uomo non lo separi” (2). Anche queste parole hanno richiesto una riflessione approfondita, per trarne tutta la richezza in esse racchiusa. Una riflessione di questo genere ci ha consentito di delineare l’autentica teologia del corpo.
1. Matth. 5, 27-28.
2. Matth. 19, 3-6.
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2. Seguendo il richiamo fatto da Cristo al “principio”, abbiamo dedicato una serie di riflessioni ai relativi testi del Libro della Genesi, che trattano appunto di quel “principio”. Dalle analisi fatte è emersa non soltanto una immagine della situazione dell’uomo –maschio e femmina– nello stato di innocenza originaria, ma anche la base teologica della verità dell’uomo e sulla sua particolare vocazione che scaturisce dall’etemo mistero della persona: immagine di Dio, incarnata nel fatto visibile e corporeo della mascolinità o femminilità della persona umana. Questa verità sta alla base della risposta data da Cristo in rapporto al carattere del matrimonio, e in particolare alla sua indissolubilità. È verità sull’uomo, verità che affonda le radici nello stato di innocenza originaria, verità che bisogna quindi intendere nel contesto di quella situazione anteriore al peccato, così come abbiamo cercato di fare nel ciclo precedente delle nostre riflessioni.
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3. Contemporaneamente, tuttavia, occorre considerare, intendere ed interpretare la medesima verità fondamentale sull’uomo, il suo esser maschio e femmina, nel prisma di un’altra situazione: cioè, di quella che si è formata mediante la rottura della prima alleanza col Creatore, ossia mediante il peccato originale. Conviene vedere tale verità sull’uomo –maschio e femmina– nel contesto della sua peccaminosità ereditaria. Ed è proprio qui che c’incontriamo con l’enunciato di Cristo nel Discorso della Montagna. È ovvio che nella Sacra Scrittura dell’Antica e della Nuova Alleanza vi sono molte narrazioni, frasi e parole che confermano la stessa verità, cioè che l’uomo “storico” porta in sè l’eredità del peccato originale; nondimeno, le parole di Cristo, pronunziate nel Discorso della Montagna, sembrano avere –con tutta la loro concisa enunciazione– un’eloquenza particolarmente densa. Lo dimostrano le analisi fatte in precedenza che hanno svelato gradualmente ciò che si racchiude in quelle parole. Per chiarire le affermazioni concernenti la concupiscenza, occorre cogliere il significato biblico della concupiscenza stessa –della triplice concupiscenza– e principalmente di quella della carne. Allora, poco a poco, si giunge a capire perchè Gesù definisce quella concupiscenza (precisamente: il “guardare per desiderare”) come “adulterio commesso nel cuore”. Compiendo le relative analisi abbiamo cercato, al tempo stesso, di comprendere quale significato avevano le parole di Cristo per i suoi immediati ascoltatori, educati nella tradizione dell’Antico Testamento, cioè nella tradizione dei testi legislativi, come pure profetici e “sapienziali”; e inoltre, quale significato possono avere le parole di Cristo per l’uomo di ogni altra epoca, e in particolare per l’uomo contemporaneo, considerando i suoi vari condizionamenti culturali. Siamo persuasi, infatti, che queste parole, nel loro contenuto essenziale, si riferiscono all’uomo di ogni luogo e di ogni tempo. In ciò consiste anche il loro valore sintetico: a ciascuno annunziano la verità che è per lui valida e sostanziale.
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4. Qual è questa verità? Indubbiamente, è una verità di carattere etico e quindi, in definitiva, una verità di carattere normativo, così come normativa è la verità contenuta nel comandamento: “Non commettere adulterio”. L’interpretazione di questo comandamento, fatto da Cristo, indica il male che bisogna evitare e vincere –appunto il male della concupiscenza della carne– e in pari tempo addita il bene al quale il superamento dei desideri apre la strada. Questo bene è la “purezza di cuore”, di cui parla Cristo nello stesso contesto del Discorso della Montagna. Dal punto di vista biblico, la “purezza del cuore” significa la libertà da ogni genere di peccato o di colpa e non soltanto dai peccati che riguardano la “concupiscenza della carne”. Tuttavia, qui ci occupiamo in modo particolare di uno degli aspetti di quella “purezza”, il quale costituisce il contrario dell’adulterio “commesso nel cuore”. Se quella “purezza di cuore”, di cui trattiamo, va intesa secondo il pensiero di san Paolo come “vita secondo lo Spirito”, allora il contesto paolino ci offre una completa immagine del contenuto racchiuso nelle parole pronunziate da Cristo nel Discorso della Montagna. Esse contengono una verità di natura etica, mettono in guardia contro il male ed indicano il bene morale della condotta umana, anzi, indirizzano gli ascoltatori ad evitare il male della concupiscenza e ad acquisire la purezza di cuore. Queste parole hanno quindi un significato normativo ed insieme indicatore. Indirizzando verso il bene della “purezza di cuore”esse indicano, al tempo stesso, i valori a cui il cuore umano può e deve aspirare.
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5. Di qui la domanda: quale verità, valida per ogni uomo, è contenuta nelle parole di Cristo? Dobbiamo rispondere che vi è racchiusa non soltanto una verità etica, ma anche la verità essenziale sull’uomo, la verità antropologica. Perciò, appunto, risaliamo a queste parole nel formulare qui la teologia del corpo, in stretto rapporto e, per così dire, nella prospettiva delle parole precedenti, in cui Cristo si era riferito al “principio”. Si può affermare che, con la loro espressiva eloquenza evangelica, alla coscienza dell’uomo della concupiscenza viene in un certo senso richiamato l’uomo della innocenza originaria. Ma le parole di Cristo sono realistiche. Non cercano di far tornare il cuore umano allo stato di innocenza originaria, che l’uomo ha ormai lasciato dietro di sè nel momento in cui ha commesso il peccato originale; invece, esse gli indicano la strada verso una purezza di cuore, che gli è possibile ed accessibile anche nello stato della peccaminosità ereditaria. È, questa, purezza dell’“uomo della concupiscenza”, che tuttavia è ispirato dalla parola del Vangelo ed aperto alla “vita secondo lo Spirito” (in conformità alle parole di san Paolo), cioè la purezza dell’uomo della concupiscenza che è avvolto interamente dalla “redenzione del corpo” compiuta da Cristo. Proprio per questo nelle parole del Discorso della Montagna troviamo il richiamo al “cuore”, cioè all’uomo interiore. L’uomo interiore deve aprirsi alla vita secondo lo Spirito, affinchè la purezza di cuore evangelica venga da lui partecipata: affinchè egli ritrovi e realizzi il valore del corpo, liberato mediante la redenzione dai vincoli della concupiscenza.
Il significato normativo delle parole di Cristo è profondamente radicato nel loro significato antropologico, nella dimensione della interiorità umana.
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6. Secondo la dottrina evangelica, sviluppata in modo così stupendo nelle Lettere paoline, la purezza non è soltanto l’astenersi dalla impudicizia (3), ossia la temperanza, ma essa, al tempo stesso, apre anche la strada ad una scoperta sempre più perfetta della dignità del corpo umano; il che è organicamente connesso con la libertà del dono della persona nell’autenticità integrale della sua soggettività personale, maschile o femminile. In tal modo la purezza, nel senso della temperanza, matura nel cuore dell’uomo che la coltiva e tende a scoprire e ad affermare il senso sponsale del corpo nella sua verità integrale. Proprio questa verità deve essere conosciuta interiormente; essa deve, in certo senso, essere “sentita col cuore”, affinchè i rapporti reciproci dell’uomo e della donna –e perfino il semplice sguardo– riacquistino quel contenuto autenticamente sponsale dei loro significati. Ed è proprio questo contenuto che nel Vangelo viene indicato dalla “purezza di cuore”.
3. Cfr. 1 Thess. 4, 3.
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7. Se nell’esperienza interiore dell’uomo (cioè dell’uomo della concupiscenza) la “temperanza” si delinea, per così dire, come funzione negativa, l’analisi delle parole di Cristo pronunziate nel Discorso della Montagna e collegate con i testi di san Paolo ci consente di spostare tale significato verso la funzione positiva della purezza di cuore. Nella purezza matura l’uomo gode dei frutti della vittoria riportata sulla concupiscenza, vittoria di cui scrive san Paolo, esortando a “mantenere il proprio corpo con santità e rispetto” (4). Anzi, proprio in una purezza così matura si manifesta in parte l’efficacia del dono dello Spirito Santo, di cui il corpo umano “è tempio” (5). Questo dono è soprattutto quello della pietà (donum pietatis), che restituisce all’esperienza del corpo –specialmente quando si tratta della sfera dei reciproci rapporti dell’uomo e della donna– tutta la sua semplicità, la sua limpidezza e anche la sua gioia interiore. Questo è, come si vede, un clima spirituale, assai diverso dalla “passione e libidine”, di cui scrive Paolo (e che d’altronde conosciamo dalle precedenti analisi; basti ricordare il Siracide (6)). Una cosa è, infatti, l’appagamento delle passioni, altra la gioia che l’uomo trova nel possedere più pienamente se stesso potendo in questo modo diventare anche più pienamente un vero dono per un’altra persona.
Le parole pronunziate da Cristo nel Discorso della Montagna dirigono il cuore umano appunto verso una tale gioia. Ad esse occorre affidare se stessi, i propri pensieri e le proprie azioni, per trovare la gioia e per donarla agli altri.
[Insegnamenti GP, 4/1, 845-850]
4. 1 Thess. 4, 4.
5. Cfr. 1 Cor. 6, 19.
6. Sir. 26, 13. 15-18.