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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[0989] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA APORTACIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA EN EL ANUNCIO DEL EVANGELIO

Del Discurso Nel rivolgere, a la Asamblea de la Sagrada Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 16 octubre 1981

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Problemas de orden teológico y pastoral

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3. Vayamos ahora al tema en cuestión: “Función de la familia en el contexto misionero”. He aludido ya a su conexión con el tema sinodal del año pasado, y decir que es muy importante podría parecer superfluo. No voy a adentrarme en el contenido esencial del argumento, porque lo habéis tratado en las relaciones generales y en los circuli minores.

Os quiero proponer sencillamente algunas consideraciones sobre la notable variedad que el instituto familiar, con sus ritos y tradiciones, presenta en el mundo misionero. A los ambientes geoculturales, extremadamente diferenciados y distantes entre sí, corresponde una tipología compleja y muy heterogénea de la sociedad familiar. Ahora bien, nosotros como cristianos, como responsables de la evangelización, somos portadores y responsables de un tipo de familia “nuestro”, que es y se llama la “familia cristiana”. ¡Éste es el canon de referencia, éste es el modelo que hay que reproducir!

¿Se trata, acaso, sólo de un ideal, es decir, de algo abstracto, que, aunque bello y sugestivo, no puede ser traducido en la vida práctica? Ciertamente, no; y precisamente por esto, por la urgencia de ponerlo en práctica, es por lo que surgen delicados problemas de orden teológico y pastoral.

Se advierte inmediatamente el nudo de las dificultades. Por una parte, hay que estudiar la familia tal como la quiso Jesucristo, hay que considerar su fundamento, que es el matrimonio uno e indisoluble, así como las prerrogativas irrenunciables de la fidelidad y de la fecundidad del amor; por otra parte, hay que tener muy presente la forma concreta de la familia, tal como existe en un preciso ambiente humano y en un determinado territorio de misión. El problema es, en cierto sentido, el de la aculturación, como inserción en un sector particular, pero también importante y vital, del fermento evangélico.

A veces, la confrontación entre ideal y realidad podrá conducir a un fácil ensamblaje cuando los elementos étnicos y éticos de la cultura nativa puedan concordarse con los valores cristianos trascendentes; otras veces, la confrontación hará patente una objetiva contraposición donde persistan tradiciones claramente paganas o se practiquen la poligamia, el repudio del cónyuge, la eliminación de la vida naciente. Otras veces, en fin, la relación prevista como posible entre los graves postulados de la ética matrimonial y familiar cristiana y los elementos de la cultura local requerirá atento discernimiento y constante prudencia. En este caso, más frecuente quizá que los otros, la acción pastoral que se pide a los obispos y misioneros resultará todavía más delicada y ardua. Tal acción pastoral deberá ser un arte de iluminada sabiduría que, sin olvidar ni sacrificar ninguna exigencia, aun severa, de la doctrina y de la fe de Cristo, no conculque ni disipe tampoco las riquezas típicas y más genuinas de una población.

Tenemos aquí, como he dicho, una aplicación del concepto de aculturación. El cristianismo –bien lo sabemos, por haberlo repetido autorizadamente el Concilio Vaticano II (cf. cons. past. Gaudium et spes, 42, 58; dec. Ad gentes, 22)– no destruye lo que de verdadero, justo y noble ha sabido construir una sociedad en su iter histórico según los recursos peculiares con que la dotó el Creador, sino que, sobre ese fundamento, el cristianismo implanta los valores superiores que le ha confiado su Fundador. A la familia y al matrimonio en la variedad de los elementos positivos “naturales” que caracterizan tanto a la una como al otro en cada pueblo, el cristianismo anuncia y ofrece el don de la ya realizada elevación al plano sobrenatural y sacramental. Jamás, pues, el misionero cesará de enseñar que el matrimonio es un evento de gracia y que la familia, en la dimensión conyugal y luego en la parental, es representación “en miniatura” de la Iglesia y de la misteriosa relación que la Iglesia misma tiene con Cristo.

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Aportación de la familia cristiana al anuncio del Evangelio

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4. Sé que las discusiones de vuestra asamblea han dado amplio espacio a la familia como objeto y como sujeto de evangeli zación. Son, manifiestamente, aspectos complementarios, que indican el doble ritmo y casi el aliento de una familia religiosamente viva: a ella llega el Evangelio y de ella parte el Evangelio. ¡Recibir y dar; recibir para dar!

¡Cuán significativas resuenan las palabras del evangelista Juan después de la curación milagrosa del hijo del funcionario regio de Cafarnaún! Éste había implorado la ayuda de Jesús y había ya creído en Él cuando le dijo que se fuera, porque su hijo vivía (Jn 4, 50); pero cuando tuvo la confirmación definitiva del milagro por boca de sus servidores, entonces “creyó con toda su familia” (ibid. 53). Sí, la familia que ha recibido la fe, la familia verdaderamente cristiana, se proyecta, por así decirlo, para llevar a los otros y a las otras familias la fe que posee por gracia de Dios. La familia cristiana se pone en actitud de evangelizar, es por sí misma misionera.

Pienso, queridos hermanos e hijos, en la aportación que las familias cristianas, bien formadas y de vida moral ejemplar, pueden dar al anuncio del Evangelio. Por eso, eduquémoslas bien; ofrezcámosles la ayuda indispensable para defenderlas de las asechanzas y peligros que les acechan por doquier en la edad moderna; reforcémoslas y confirmémoslas en el precioso testimonio pro Christo et Ecclesia que dan a la sociedad circundante. Aun en donde las familias cristianas son sólo una pequeña minoría en un ambiente de mayoría no-cristiana, es también indispensable e importantísimo el testimonio que dan a las otras familias. Si sienten y viven en profundidad el anuncio del Evangelio, tendrán la misma eficacia que aquella levadura que, escondida en tres medidas de harina, hace fermentar toda la masa (cf. Mt 13, 33; Lc 13, 20-21).

[Enseñanzas 10, 361-363]

 

© Javier Escrivá-Ivars y Augusto Sarmiento. Universidad de Navarra