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[1005] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA COMUNIÓN ESCATOLÓGICA DEL HOMBRE CON DIOS

Alocución Alla risurrezione, en la Audiencia General, 16 diciembre 1981

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1. “En la resurrección... ni se casarán ni se darán en casamiento sino que serán como ángeles en el cielo” (Mt 22, (30); análogamente Mc 12, 25); “...son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección” (Lc 20, 36).

La comunión (communio) escatológica del hombre con Dios, constituida gracias al amor de una perfecta unión, estará alimentada por la visión “cara a cara”: la contemplación de esa comunión más perfecta, puramente divina, que es la comunión trinitaria de las personas divinas en la unidad de la misma divinidad.

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2. Las palabras de Cristo referidas por los evangelios sinópticos nos permiten deducir que los que participen del “otro mundo” conservarán –en esta unión con el Dios vivo que brota de la visión beatífica de su unidad y comunión trinitaria– no sólo su auténtica subjetividad, sino que la adquirirán en medida mucho más perfecta que en la vida terrena. Así quedará confirmada, además, la ley del orden integral de la persona, según el cual la perfección de la comunión no sólo está condicionada por la perfección o madurez espiritual del sujeto, sino también, a su vez, la determina. Los que participarán en el “mundo futuro”, esto es, en la perfecta comunión con el Dios vivo, gozarán de una subjetividad perfectamente madura. Si en esta perfecta subjetividad, aun conservando en su cuerpo resucitado, es decir, glorioso, la masculinidad y la femineidad, “no tomarán mujer ni marido”, esto se explica no sólo porque ha terminado la historia, sino también –y sobre todo– por la “autenticidad escatológica” de la respuesta a esa “comunicación” del sujeto divino, que constituirá la experiencia beatificante del don de sí mismo por parte de Dios, absolutamente superior a toda experiencia propia de la vida terrena.

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3. El recíproco don de sí mismo a Dios –don en el que el hombre concentrará y expresará todas las energías de la propia subjetividad personal y, a la vez, psicosomática– será la respuesta al don de sí mismo por parte de Dios al hombre (1). En este recíproco don de sí mismo por parte del hombre, don que se convertirá, hasta el fondo y definitivamente, en beatificante, como respuesta digna de un sujeto personal al don de sí por parte de Dios, la “virginidad”, o mejor, el estado virginal del cuerpo, se manifestará plenamente como cumplimiento escatológico del significado “esponsalicio” del cuerpo, como el signo específico y la expresión auténtica de toda la subjetividad personal. Así, pues, esa situación escatológica en la que “no tomarán mujer ni marido”, tiene su fundamento sólido en el estado futuro del sujeto personal, cuando después de la visión de Dios “cara a cara” nacerá en él un amor de tal profundidad y fuerza de concentración en Dios mismo, que absorberá completamente toda su subjetividad psicosomática.

1. “En la concepción bíblica, se trata de una inmortalidad ‘dialogística’ (resurrección); es decir, la inmortalidad no resulta simplemente del no poder morir de lo indivisible, sino de la acción salvadora del amante que tiene poder para hacer inmortal. El hombre no puede, por tanto, perecer totalmente, porque es conocido y amado por Dios. Si todo amor quiere eternidad, el amor de Dios no sólo quiere, sino que opera y es inmortalidad... Puesto que la inmortalidad, en el pensamiento bíblico, no procede del propio poder de lo indestructible en sí mismo, sino del hecho de haber entrado en diálogo con el Creador, debe llamarse resurrección (en sentido pasivo)...” (J. RATZINGER, Resurrección de la carne: aspecto teológico, en Sacramentum Mundi, vol. 6 [Barcelona 1976, edit. Herder] pp. 74-75).

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4. Esta concentración del conocimiento (“visión”) y del amor en Dios mismo –concentración que no puede ser sino la plena participación en la vida íntima de Dios, esto es, en la misma realidad trinitaria– será, al mismo tiempo, el descubrimiento en Dios de todo el “mundo” de las relaciones constitutivas de su orden perenne (“cosmos”). Esta concentración será, sobre todo, el descubrimiento de sí por parte del hombre, no sólo en la profundidad de la propia persona, sino también en la unión que es propia del mundo de las personas en su constitución psicosomática. Ciertamente, ésta es una unión de comunión. La concentración del conocimiento y del amor sobre Dios mismo en la comunión trinitaria de las Personas puede encontrar una respuesta beatificante en los que llegarán a ser partícipes del “otro mundo” únicamente a través de la realización de la comunión recíproca proporcionada a personas creadas. Y por esto profesamos la fe en la “comunión de los santos” (communio sanctorum), y la profesamos en conexión orgánica con la fe en la “resurrección de los muertos”. Las palabras con las que Cristo afirma que en el “otro mundo... no tomarán mujer ni marido”, constituyen la base de estos contenidos de nuestra fe y al mismo tiempo requieren una adecuada interpretación precisamente a la luz de la fe. Debemos pensar en la realidad del “otro mundo” con las categorías del descubrimiento de una nueva, perfecta subjetividad de cada uno y, a la vez, del descubrimiento de una nueva, perfecta intersubjetividad de todos. Así, esta realidad significa el verdadero y definitivo cumplimiento de la subjetividad humana, y, sobre esta base, la definitiva realización del significado “esponsalicio” del cuerpo. La total concentración de la subjetividad creada, redimida y glorificada en Dios mismo no apartará al hombre de esta realización, sino que, por el contrario, lo introducirá y lo consolidará en ella. Finalmente, se puede decir que así la realidad escatológica se convertirá en fuente de la perfecta realización del “orden trinitario” en el mundo creado de las personas.

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5. Las palabras con las que Cristo se remite a la resurrección futura –palabras confirmadas de modo singular por su resurrección– completan lo que en las reflexiones precedentes solíamos llamar “revelación del cuerpo”. Esta revelación penetra de algún modo en el corazón mismo de la realidad que experimentamos, y esta realidad es, sobre todo, el hombre, su cuerpo, el cuerpo del hombre “histórico”. A la vez, esta revelación nos permite sobrepasar la esfera de esta experiencia en dos direcciones. Ante todo, en la dirección de ese “principio” al que Cristo hace referencia en su conversación con los fariseos respecto a la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19, 3-9); en segundo lugar, en la dirección del “otro mundo”, sobre el que el Maestro llama la atención de sus oyentes en presencia de los saduceos, que “niegan la resurrección” (Mt 22, 23). Estas dos “aplicaciones” de la esfera de la experiencia del cuerpo (si así se puede decir) no son completamente inaccesibles a nuestra comprensión (obviamente teológica) del cuerpo. Lo que es el cuerpo humano en el ámbito de la experiencia histórica del hombre, no queda totalmente anulado por esas dos dimensiones de su existencia reveladas mediante la palabra de Cristo.

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6. Es claro que aquí se trata no tanto del “cuerpo” en abstracto, sino del hombre, que es, a la vez, espiritual y corpóreo. Prosiguiendo en las dos direcciones indicadas por la palabra de Cristo y volviendo a la consideración de la experiencia del cuerpo en la dimensión de nuestra existencia terrena (por lo tanto, en la dimensión histórica), podemos hacer una cierta reconstrucción teológica de lo que habría podido ser la experiencia del cuerpo según el “principio” revelado del hombre, y también de lo que él será en la dimensión del “otro mundo”. La posibilidad de esta reconstrucción, que amplía nuestra experiencia del hombre-cuerpo, indica, al menos indirectamente, la coherencia de la imagen teológica del hombre en estas tres dimensiones, que concurren juntamente a la constitución de la teología del cuerpo.

Al interrumpir por hoy las reflexiones sobre este tema, os invito a dirigir vuestros pensamientos a los días santos del Adviento que estamos viviendo.

[Enseñanzas 10, 224-226]