[1038] • JUAN PABLO II (1978-2005) • RELACIÓN ENTRE LA CONTINENCIA “POR EL REINO DE LOS CIELOS” Y LA FECUNDIDAD SOBRENATURAL DEL ESPÍRITU HUMANO
Alocución Continuiamo, en la Audiencia General, 24 marzo 1982
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1. Continuamos nuestras reflexiones sobre el celibato y la virginidad “por el reino de los cielos”.
La continencia por el reino de los cielos se relaciona ciertamente con la revelación del hecho de que en el reino de los cielos “no se toma ni mujer ni marido” (Mt 22, 30). Se trata de un signo carismático. El ser humano viviente, varón y mujer, que en la situación terrena, donde de ordinario “toman mujer y marido” (Lc 20, 34), elige con libre voluntad la continencia “por el reino de los cielos”, indica que en ese reino, que es el “otro mundo” de la resurrección, “no tomarán mujer ni marido” (Mc 12, 25), porque Dios será “todo en todos” (1 Cor 15, 28). Este ser humano, varón y mujer, manifiesta, pues, la “virginidad” escatológica del hombre resucitado, en el que se revelará, diría, el absoluto y eterno significado esponsalicio del cuerpo glorificado en la unión con Dios mismo, mediante la visión de Él “cara a cara”: y glorificado también mediante una perfecta intersubjetividad, que unirá a todos los “partícipes del otro mundo”, hombres y mujeres, en el misterio de la comunión de los santos. La continencia terrena “por el reino de los cielos” es, sin duda, un signo que indica esta verdad y esta realidad. Es signo de que el cuerpo, cuyo fin no es la muerte, tiende a la glorificación y por esto mismo, es ya, diría, entre los hombres un testimonio que anticipa la resurrección futura. Sin embargo, este signo carismático del “otro mundo” expresa la fuerza y la dinámica más auténtica del misterio de la “redención del cuerpo”: un misterio que ha sido grabado por Cristo en la historia terrena del hombre y arraigado por Él profundamente en esta historia. Así pues, la continencia “por el reino de los cielos” lleva sobre todo la impronta de la semejanza con Cristo, que, en la obra de la redención, hizo Él mismo esta opción “por el reino de los cielos”.
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2. Más aún, toda la vida de Cristo, desde el comienzo, fue una discreta, pero clara separación de lo que en el Antiguo Testamento determinó tan profundamente el significado del cuerpo. Cristo –casi contra las expectativas de toda la tradición veterotestamentaria– nació de María, que en el momento de la Anunciación dice claramente de Sí misma: “¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?” (Lc 1, 34), esto es, profesa su virginidad. Y aunque Él nazca de Ella como cada hombre, como un hijo de su madre, aunque esta venida suya al mundo esté acompañada también por la presencia de un hombre que es esposo de María y, ante la ley y los hombres, su marido, sin embargo, la maternidad de María es virginal: y a esta maternidad virginal de María corresponde el misterio virginal de José, que, siguiendo la voz de lo alto, no duda en “recibir a María..., pues lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 20). Por lo tanto, aunque la concepción virginal y el nacimiento en el mundo de Jesucristo estuviesen ocultos a los hombres, aunque ante los ojos de sus coterráneos de Nazaret Él fuese considerado “hijo del carpintero” (Mt 13, 55) (ut putabatur filius Joseph: Lc 3, 23), sin embargo, la misma realidad y verdad esencial de su concepción y del nacimiento se aparta en sí misma de lo que en la tradición del Antiguo Testamento estuvo exclusivamente en favor del matrimonio, y que juzgaba a la continencia incomprensible y socialmente desfavorecida. Por esto, ¿cómo podía comprenderse “la continencia por el reino de los cielos”, si el Mesías mismo debía ser “descendiente de David”, esto es, como se pensaba, debía ser hijo de la estirpe real “según la carne”? Sólo María y José, que vivieron el misterio de su concepción y de su nacimiento, se convirtieron en los primeros testigos de una fecundidad diversa de la carnal, esto es, de la fecundidad del Espíritu: “Lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 20).
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3. La historia del nacimiento de Jesús ciertamente está en línea con la revelación de esa “continencia por el reino de los cielos”, de la que hablará Cristo, un día a sus discípulos. Pero este acontecimiento permanece oculto a los hombres de entonces, e incluso a los discípulos. Sólo se desvelará gradualmente ante los ojos de la Iglesia, basándose en los testimonios y en los textos de los Evangelios de Mateo y Lucas. El matrimonio de María con José (en el que la Iglesia honra a José como esposo de María y a María como esposa de él), encierra en sí, al mismo tiempo, el misterio de la perfecta comunión de las personas, del hombre y de la mujer en el pacto conyugal, y a la vez el misterio de esa singular “continencia por el reino de los cielos”: continencia que servía, en la historia de la salvación a la más perfecta “fecundidad del Espíritu Santo”. Más aún, en cierto sentido, era la absoluta plenitud de esa fecundidad espiritual, ya que precisamente en las condiciones nazarenas del pacto de María y José en el matrimonio y en la continencia, se realizó el don de la encarnación del Verbo Eterno: el Hijo de Dios, consustancial al Padre, fue concebido y nació, como Hombre, de la Virgen María. La gracia de la unión hipostática diríamos que está vinculada precisamente con esta absoluta plenitud de la fecundidad sobrenatural, fecundidad en el Espíritu Santo, participada por una criatura humana, María, en el orden de la “continencia por el reino de los cielos”. La maternidad divina de María es también, en cierto sentido, una sobreabundante revelación de esa fecundidad en el Espíritu Santo, al cual somete el hombre su espíritu cuando elige libremente la continencia “en el cuerpo”: precisamente la continencia “por el reino de los cielos”.
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4. Esta imagen debía desvelarse gradualmente ante la conciencia de la Iglesia en las generaciones siempre nuevas de los confesores de Cristo, cuando –juntamente con el Evangelio de la infancia– se consolidaba en ellos la certeza acerca de la maternidad divina de la Virgen, la cual había concebido por obra del Espíritu Santo. Aunque de modo sólo indirecto –sin embargo, de modo esencial y fundamental– esta certeza debía ayudar a comprender por una parte la santidad del matrimonio, y por otra, el desinterés con miras al “reino de los cielos”, del que Cristo había hablado a sus discípulos. No obstante, cuando Él les habló por primera vez (como atestigua el Evangelista Mateo en el capítulo 19, 10-12), ese gran misterio de su concepción y de su nacimiento, les era completamente desconocido, les estaba oculto, lo mismo que lo estaba a todos los oyentes e interlocutores de Jesús de Nazaret. Cuando Cristo hablaba de los que “se han hecho eunucos a sí mismos por amor del reino de los cielos” (Mt 19, 12), los discípulos sólo eran capaces de entenderlo, basándose en su ejemplo personal. Una continencia así debió grabarse en su conciencia como un rasgo particular de semejanza con Cristo, que permaneció Él mismo célibe “por el reino de los cielos”. El apartarse de la tradición de la Antigua Alianza, donde el matrimonio y la fecundidad procreadora “en el cuerpo” habían sido una condición religiosamente privilegiada, debía realizarse, sobre todo, basándose en el ejemplo de Cristo mismo. Sólo, poco a poco, pudo arraigarse la conciencia de que por “el reino de los cielos” tiene un significado particular esa fecundidad espiritual y sobrenatural del hombre, que proviene del Espíritu Santo (Espíritu de Dios), y a la cual, en sentido específico y en casos determinados, sirve precisamente la continencia, y ésta es, en concreto, la continencia “por el reino de los cielos”.
Más o menos, todos esos elementos de la conciencia evangélica (esto es, conciencia propia de la Nueva Alianza en Cristo) referentes a la continencia, los encontramos en Pablo. Trataremos de demostrarlo oportunamente.
Resumiendo, podemos decir que el tema principal de la reflexión de hoy ha sido la relación entre la continencia “por el reino de los cielos”, proclamada por Cristo, y la fecundidad sobrenatural del espíritu humano, que proviene del Espíritu Santo.
[DP (1982), 96]
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1. Continuiamo le nostre riflessioni sul celibato e sulla verginità “per il regno dei cieli”.
La continenza per il regno dei cieli è certamente in rapporto con la rivelazione del fatto che nel regno dei cieli “non si prende né moglie né marito” (1). È un segno carismatico. L’essere uomo vivente, maschio e femmina, il quale nella situazione terrena, dove di solito “prendono moglie e prendono marito” (2), sceglie con libera volontà la continenza “per il regno dei cieli”, indica che in quel regno, che è l’“altro mondo” della risurrezione, “non prenderanno moglie né marito” (3), perchè Dio sarà “tutto in tutti” (4). Tale essere uomo, maschio e femmina, addita dunque la “verginità” escatologica dell’uomo risorto, in cui si rivelerà, direi, l’assoluto ed eterno significato sponsale del corpo glorificato nell’unione con Dio stesso, mediante la visione di Lui “a faccia a faccia”; e glorificato, anche, mediante l’unione di una perfetta intersoggettività, che unirà tutti i “partecipi dell’altro mondo”, uomini e donne, nel mistero della comunione dei santi. La continenza terrena “per il regno dei cieli” è indubbiamente un segno che indica questa verità e questa realtà. È segno che il corpo, il cui fine non è la morte, tende alla glorificazione ed è già per ciò stesso, direi, tra gli uomini una testimonianza che anticipa la futura risurrezione. Tuttavia, questo segno carismatico dell’“altro mondo” esprime la forza e la dinamica più autentica del mistero della “redenzione del corpo”: un mistero, che da Cristo è stato iscritto nella storia terrena dell’uomo e in questa storia da Lui profondamente radicato. Così, dunque, la continenza “per il regno dei cieli” porta soprattutto l’impronta della somiglianza a Cristo, che, nell’opera della redenzione, ha fatto egli stesso questa scelta “per il regno dei cieli”.
1. Matth. 22, 30.
2. Luc. 20, 34.
3. Marc. 12, 25.
4. 1 Cor. 15, 28.
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2. Anzi, tutta la vita di Cristo, fin dall’inizio, fu un discreto ma chiaro distacco da ciò che nell’Antico Testamento ha tanto profondamente determinato il significato del corpo. Cristo –quasi contro le attese di tutta la tradizione vetero-testamentaria– nacque da Maria, che al momento dell’annunciazione dice chiaramente di se stessa: “Come è possibile? non conosco uomo” (5), e professa, cioè, la sua verginità. E sebbene Egli nasca da lei come ogni uomo, come un figlio da sua madre, sebbene questa sua venuta nel mondo sia accompagnata anche dalla presenza di un uomo che è sposo di Maria e, davanti alla legge e agli uomini, suo marito, tuttavia la maternità di Maria è verginale; e a questa verginale maternità di Maria corrisponde il mistero verginale di Giuseppe, che, seguendo la voce dall’alto, non esita a “prendere Maria... perchè quel che è generato in lei viene dallo Spirito Santo” (6). Sebbene, dunque, il concepimento verginale e la nascita al mondo di Gesù Cristo fossero nascoste agli uomini, sebbene davanti agli occhi dei suoi conterranei di Nazaret egli fosse ritenuto “figlio del carpentiere” (7) (ut putabatur filius Joseph 8), tuttavia la stessa realtà e verità essenziale del suo concepimento e della nascita si discosta in se stessa da ciò che nella tradizione dell’Antico Testamento fu esclusivamente in favore del matrimonio, e che rendeva “la continenza incomprensibile e socialmente sfavorita. Perciò, come poteva essere compresa “la continenza per il regno dei cieli”, se il Messia atteso doveva essere “discendente di Davide”, e cioè, come si riteneva, doveva essere figlio della stirpe reale “secondo la carne”? Solo Maria e Giuseppe, che hanno vissuto il mistero del suo concepimento e della sua nascita, divennero i primi testimoni di una fecondità diversa da quella carnale, cioè della fecondità dello Spirito: “Quel che è generato in lei viene dallo Spirito Santo” (9).
5. Luc. 1, 34.
6. Matth. 1, 20.
7. Ibid. 13, 55.
8. Luc. 3, 23.
9. Matth. 1, 20.
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3. La storia della nascita di Gesù sta certamente in linea con la rivelazione di quella “continenza per il regno dei cieli”, di cui Cristo parlerà, un giorno, ai suoi discepoli. Questo evento, però, resta nascosto agli uomini di allora e anche ai discepoli. Solo gradatamente esso si svelerà davanti agli occhi della Chiesa in base alle testimonianze e ai testi dei Vangeli di Matteo e di Luca. Il matrimonio di Maria con Giuseppe (in cui la Chiesa onora Giuseppe come sposo di Maria e Maria come sposa di lui), nasconde in sè, in pari tempo, il mistero della perfetta comunione delle persone, dell’Uomo e della Donna nel patto coniugale, e insieme il mistero di quella singolare “continenza per il regno dei cieli”: continenza che serviva, nella storia della salvezza, alla più perfetta “fecondità dello Spirito Santo”. Anzi, essa era, in certo senso, l’assoluta pienezza di quella fecondità spirituale, dato che proprio nelle condizioni nazaretane del patto di Maria e Giuseppe nel Matrimonio e nella continenza, si e realizzato il dono dell’incarnazione del Verbo Eterno: il Figlio di Dio, consostanziale al Padre, venne concepito e nacque come Uomo dalla Vergine Maria. La grazia dell’unione ipostatica è connessa proprio con questa, direi, assoluta pienezza della fecondità soprannaturale, fecondità nello Spirito Santo, partecipata da una creatura umana, Maria, nell’ordine della “continenza per il regno dei cieli”. La divina maternità di Mana è anche, in certo senso, una sovrabbondante rivelazione di quella fecondità nello Spirito Santo, cui l’uomo sottopone il suo spirito, quando liberamente sceglie la continenza “nel corpo”: appunto, la continenza “per il regno dei cieli”.
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4. Tale immagine doveva gradatamente disverlarsi davanti alla coscienza della Chiesa nelle generazioni sempre nuove dei confessori di Cristo, quando –insieme al Vangelo dell’infanzia– si consolidava in loro la certezza circa la divina maternità della Vergine, la quale aveva concepito per opera dello Spirito Santo. Sebbene in modo solo indiretto –tuttavia in modo essenziale e fondamentale– tale certezza doveva aiutare a comprendere, da una parte, la santità del matrimonio e dall’altra il disinteresse in vista “del regno dei cieli”, di cui Cristo aveva parlato ai suoi discepoli. Nondimeno, quando egli ne aveva parlato loro per la prima volta (come attesta l’evangelista Matteo nel capitolo 19, 10-12), quel grande mistero del suo concepimento e della sua nascita fu loro completamente ignoto, fu nascosto loro così come lo fu a tutti gli ascoltatori e interlocutori di Gesù di Nazaret. Quando Cristo parlava di coloro che “si sono fatti eunuchi per il regno dei cieli” (10), i discepoli erano capaci di capirlo solo in base al suo esempio personale. Una tale continenza dovette imprimersi nella loro coscienza come un particolare tratto di somiglianza a Cristo, che era rimasto egli stesso celibe “per il regno dei cieli”. Il distacco dalla tradizione dell’Antica Alleanza, in cui il matrimonio e la fecondità procreativa “nel corpo” erano stati una condizione religiosamente privilegiata, doveva effettuarsi soprattutto in base all’esempio di Cristo stesso. Solo a poco a poco potè radicarsi la coscienza che per “il regno dei cieli” ha un significato particolare quella fecondità spirituale e soprannaturale dell’uomo, la quale proviene dallo Spirito Santo (Spirito di Dio), e alla quale, in senso specifico e in casi determinati, serve proprio la continenza, e che questa è appunto la continenza “per il regno dei cieli”.
Più o meno tutti questi elementi della coscienza evangelica (cioè coscienza propria della Nuova Alleanza in Cristo) riguardanti la continenza, li ritroviamo in Paolo. Cercheremo di mostrarlo a tempo opportuno.
Riassumendo, possiamo dire che il tema principale dell’odierna riflessione è stato il rapporto tra la continenza “per il regno dei cieli”, proclamata da Cristo, e la fecondità soprannaturale dello spirito umano, che proviene dallo Spirito Santo.
[Insegnamenti GP II, 5/1, 978-981]
10. Matth. 19, 12.