[1090] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL MATRIMONIO SACRAMENTAL EN LA PERSPECTIVA DE LA ESPERANZA ESCATOLÓGICA
Alocución Abbiamo fatto l’analisi, en la Audiencia General, 1 diciembre 1982
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1. Hemos analizado la Carta a los Efesios, y sobre todo el pasaje del capítulo 5, 22-33, en la perspectiva de la sacramentalidad del matrimonio. Ahora trataremos de considerar, una vez más, el mismo texto a la luz de las palabras del Evangelio y de las Cartas paulinas a los Corintios y a los Romanos.
El matrimonio –como sacramento que nace del misterio de la redención y que renace, en cierto sentido, del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia– es una expresión eficaz de la potencia salvífica de Dios, que realiza su designio eterno incluso después del pecado y a pesar de la triple concupiscencia, oculta en el corazón de cada hombre, varón y mujer. Como expresión sacramental de esa potencia salvífica, el matrimonio es también una exhortación a dominar la concupiscencia (tal como de ella habla Cristo en el Sermón de la Montaña). Fruto de este dominio es la unidad e indisolubilidad del matrimonio, y además el profundo sentido de la dignidad de la mujer en el corazón del hombre (como también de la dignidad del hombre en el corazón de la mujer), tanto en la convivencia conyugal, como en cualquier otro ámbito de las relaciones recíprocas.
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2. La verdad, según la cual, el matrimonio, como sacramento de la redención, es concedido “al hombre de la concupiscencia”, como gracia y a la vez como ethos, encuentra particular expresión también en la enseñanza de San Pablo, especialmente en el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios. El Apóstol, comparando el matrimonio con la virginidad (o sea, con la “continencia por el reino de los cielos”) y declarándose por la “superioridad” de la virginidad, constata igualmente que “cada uno tiene de Dios su propio don: éste, uno, aquél, otro” (1 Cor 7, 7). En virtud del misterio de la redención, corresponde, pues, al matrimonio un “don” particular, o sea, la gracia. En el mismo contexto el Apóstol, al dar consejos a sus destinatarios, recomienda el matrimonio “por el peligro de la incontinencia” (ibid. 7, 2), y, luego, recomienda a los esposos que “el marido otorgue lo que es debido a la mujer, e igualmente la mujer al marido” (ibid. 7, 3). Y continúa así: “Mejor es casarse que abrasarse” (ibid. 7, 9).
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3. Basándose en estas fórmulas paulinas, se ha formado la opinión de que el matrimonio constituye un específico remedium concupiscentiae. Sin embargo, San Pablo, que, como hemos podido constatar, enseña explícitamente que al matrimonio corresponde un “don” particular y que en el misterio de la redención el matrimonio es concedido al hombre y a la mujer como gracia, expresa en sus palabras, sugestivas y a la vez paradójicas, sencillamente el pensamiento de que el matrimonio es asignado a los esposos como ethos. En las palabras paulinas “Mejor es casarse que abrasarse” el verbo “abrasarse” significa el desorden de las pasiones, proveniente de la misma concupiscencia de la carne (de manera análoga presenta la concupiscencia el Sirácida en el Antiguo Testamento; cf. Sir 23, 17). En cambio, el “matrimonio” significa el orden ético, introducido conscientemente en este ámbito. Se puede decir que el matrimonio es lugar de encuentro del eros con el ethos y de su recíproca compenetración en el “corazón” del hombre y de la mujer, como también en todas sus relaciones recíprocas.
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4. Esta verdad –es decir, que el matrimonio, como sacramento, que brota del misterio de la redención, es concedido al hombre “histórico” como gracia y a la vez como ethos– determina además el carácter del matrimonio como uno de los sacramentos de la Iglesia. Como sacramento de la Iglesia, el matrimonio tiene índole de indisolubilidad. Como Sacramento de la Iglesia, es también palabra del Espíritu, que exhorta al hombre y a la mujer a modelar toda su convivencia sacando fuerza del misterio de la “redención del cuerpo”. De este modo, ellos están llamados a la castidad como al estado de vida “según el espíritu” que les es propio (cf. Rom 8, 4-5; Gál 5, 25). La redención del cuerpo significa, en este caso, también esa “esperanza” que, en la dimensión del matrimonio, puede ser definida esperanza de cada día, esperanza de la temporalidad. En virtud de esta esperanza es dominada la concupiscencia de la carne como fuente de la tendencia a una satisfacción egoísta y la misma “carne”, en la alianza sacramental de la masculinidad y feminidad, se convierte en el “sustrato” específico de una comunión duradera e indisoluble de las personas (communio personarum) de manera digna de las personas.
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5. Los que, como esposos, según el eterno designio divino se unen de manera que, en cierto sentido, se hacen “una sola carne”, están llamados también, a su vez, mediante el sacramento, a una vida “según el Espíritu”, capaz de corresponder al “don” recibido en el sacramento. En virtud de ese “don”, llevando como esposos una vida “según el Espíritu”, son capaces de volver a descubrir la gratificación particular de la que han sido hechos partícipes. En la medida en que la “concupiscencia” ofusca el horizonte de la visual interior, quita a los corazones la limpidez de deseos y aspiraciones, del mismo modo la vida “según el Espíritu” (o sea, la gracia del sacramento del matrimonio) permite al hombre y a la mujer volver a encontrar la verdadera libertad del don, unida a la conciencia del sentido nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad.
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6. La vida “según el Espíritu” se manifiesta, pues, también en la “unión” recíproca (cf. Gén 4, 1), por medio de la cual los esposos, al convertirse en “una sola carne”, someten su feminidad y masculinidad a la bendición de la procreación: “Conoció Adán a su mujer, que concibió y parió..., diciendo: He alcanzado de Yahvé un varón” (Gén 4, 1).
La vida “según el Espíritu” se manifiesta también en la conciencia de la gratificación, a la que corresponde la dignidad de los mismos esposos en calidad de padres, esto es, se manifiesta en la conciencia profunda de la santidad de la vida (sacrum), a la que los dos han dado origen, participando –como padres–, en las fuerzas del misterio de la creación. A la luz de esa esperanza, que está vinculada con el misterio de la redención del cuerpo (cf. Rom 8, 19-23), esta nueva vida humana, el hombre nuevo concebido y nacido de la unión conyugal de su padre y de su madre, se abre a las “primicias del Espíritu” (ibid. 8, 23) “para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (ibid. 8, 21). Y si “la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto” (ibid. 8, 22), una esperanza especial acompaña a los dolores de la madre que va a dar a luz, esto es, la esperanza de la “manifestación de los hijos de Dios” (ibid. 8, 19), la esperanza de la que todo recién nacido que viene al mundo trae consigo un destello.
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7. Esta esperanza que está “en el mundo”, impregnando –como enseña San Pablo– toda la creación, al mismo tiempo, no es “del mundo”. Más aún: debe combatir en el corazón humano con lo que es “del mundo”, con lo que hay “en el mundo”. Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo” (1 Jn 2, 16). El matrimonio, como sacramento primordial y a la vez como sacramento que brota en el misterio de la redención del cuerpo del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, “viene del Padre”. No procede “del mundo”, sino “del Padre”. En consecuencia, también el matrimonio, como sacramento, constituye la base de la esperanza para la persona, esto es, para el hombre y para la mujer, para los padres y para los hijos, para las generaciones humanas. Efectivamente, por una parte, “pasa el mundo y también sus concupiscencias”, por otra parte, “el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (ibid. 2, 17). Con el matrimonio, como sacramento, está vinculado el origen del hombre en el mundo, y en él está también grabado su porvenir, y esto no sólo en las dimensiones históricas, sino también en las escatológicas.
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8. A esto se refieren las palabras en las que Cristo se remite a la resurrección de los cuerpos, palabras que traen los tres sinópticos (cf. Mt 22, 23-32; Mc 12, 18-27; Lc 20, 24-39). “Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo”; así dice Mateo y de modo parecido Marcos; y Lucas: “Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos, porque ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, hijos de la resurrección” (Lc 20, 34-36). Estos textos ya han sido sometidos anteriormente a un análisis detallado.
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9. Cristo afirma que el matrimonio –sacramento del origen del hombre en el mundo visible temporal– no pertenece a la realidad escatológica del “mundo futuro”. Sin embargo, el hombre, llamado a participar de este futuro escatológico mediante la resurrección del cuerpo, es el mismo hombre, varón y mujer, cuyo origen en el mundo visible temporal está unido al matrimonio como sacramento primordial del misterio mismo de la creación. Más aún, cada hombre, llamado a participar de la realidad de la resurrección futura, trae al mundo esta vocación por el hecho de que en el mundo visible temporal tiene su origen por obra del matrimonio de sus padres. Así, pues, las palabras de Cristo, que excluyen el matrimonio de la realidad del “mundo futuro”, al mismo tiempo desvelan indirectamente el significado de este sacramento para la participación de los hombres, hijos e hijas, en la resurrección futura.
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10. El matrimonio, que es sacramento primordial –renacido, en cierto sentido, del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia– no pertenece a la “redención del cuerpo” en la dimensión de la esperanza escatológica (cf. Rom 8, 23). El mismo matrimonio, concedido al hombre como gracia, como “don” destinado por Dios precisamente a los esposos, y a la vez asignado a ellos, con las palabras de Cristo, como ethos, ese matrimonio sacramental se cumple y se realiza en la perspectiva de la esperanza escatológica. Tiene un significado esencial para la “redención del cuerpo” en la dimensión de esta esperanza. De hecho, proviene del Padre y a Él debe su origen en el mundo. Y si este “mundo pasa”, y si con él pasan también la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida, que proceden “del mundo”, el matrimonio como sacramento sirve inmutablemente para que el hombre, varón y mujer, dominando la concupiscencia, cumplan la voluntad del Padre. Y “el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre” (1 Jn 2, 17).
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11. En este sentido, el matrimonio, como sacramento, lleva consigo también el germen del futuro escatológico del hombre, esto es, la perspectiva de la “redención del cuerpo” en la dimensión de la esperanza escatológica, a la que corresponden las palabras de Cristo acerca de la resurrección: “En la resurrección... ni se casarán ni se darán en casamiento” (Mt 22, 30); sin embargo, también los que, “siendo hijos de la resurrección... son semejantes a los ángeles y... son hijos de Dios” (Lc 20, 36), deben su propio origen en el mundo visible temporal al matrimonio y a la procreación del hombre y de la mujer. El matrimonio, como sacramento del “principio” humano, como sacramento de la temporalidad del hombre histórico, realiza de este modo un servicio insustituible respecto a su futuro extra-temporal, respecto al misterio de la “redención del cuerpo” en la dimensión de la esperanza escatológica.
[DP (1982), 361]
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1. Abbiamo fatto l’analisi della Lettera agli Efesini, e soprattutto del passo del capitolo 5, 22-33, nella prospettiva della sacramentalità del Matrimonio. Ora cercheremo ancora una volta di considerare il medesimo testo alla luce delle parole del Vangelo e delle Lettere paoline ai Corinzi e ai Romani.
Il matrimonio –come sacramento nato dal mistero della Redenzione e rinato, in certo senso, nell’amore sponsale di Cristo e della Chiesa– è una efficace espressione della potenza salvifica di Dio, che realizza il suo eterno disegno anche dopo il peccato e malgrado la triplice concupiscenza, nascosta nel cuore di ogni uomo, maschio e femmina. Come espressione sacramentale di quella potenza salvifica, il matrimonio è anche un’esortazione a dominare la concupiscenza (come ne parla Cristo nel Discorso della Montagna). Frutto di tale dominio è l’unità e indissolubilità del matrimonio, e inoltre, l’approfondito senso della dignità della donna nel cuore dell’uomo (come anche della dignità dell’uomo nel cuore della donna), sia nella convivenza coniugale, sia in ogni altro ambito dei rapporti reciproci.
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2. La verità, secondo cui il matrimonio, quale sacramento della redenzione, è dato “all’uomo della concupiscenza”, come grazia e in pari tempo come ethos, ha trovato particolare espressione anche nell’insegnamento di San Paolo, specialmente nel 7 capitolo della prima Lettera ai Corinzi. L’Apostolo, confrontando il matrimonio con la verginità (ossia con la “continenza per il regno dei cieli”) e dichiarandosi per la “superiorità” della verginità, costata ugualmente che “ciascuno ha il proprio dono da Dio, chi in un modo, chi in un altro” (1). In base al mistero della Redenzione, al matrimonio corrisponde dunque un “dono” particolare, ossia la grazia. Nello stesso contesto l’Apostolo dando consigli ai suoi destinatari, raccomanda il matrimonio “per il pericolo dell’incontinenza” (2), e in seguito raccomanda ai coniugi che “il marito compia il suo dovere verso la moglie; ugualmente anche la moglie verso il marito” (3). E continua così: “È meglio sposarsi che ardere” (4).
1. 1 Cor. 7, 7.
2. Ibid. 7, 2.
3. 1 Cor. 7, 3.
4. Ibid. 7, 9.
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3. Su questi enunciati paolini si è formata l’opinione che il matrimonio costituisca uno specifico remedium concupiscentiae. Tuttavia San Paolo, il quale, come abbiamo potuto costatare, insegna esplicitamente che al matrimonio corrisponde un “dono” particolare e che nel mistero della Redenzione il matrimonio è dato all’uomo e alla donna come grazia, esprime nelle sue parole, suggestive ed insieme paradossali, semplicemente il pensiero che il matrimonio è assegnato ai coniugi come ethos. Nelle parole paoline “È meglio sposarsi che ardere” il verbo “ardere” significa il disordine delle passioni, proveniente dalla stessa concupiscenza della carne (analogamente viene presentata la concupiscenza nell’Antico Testamento dal Siracide (5)). Il “matrimonio”, invece, significa l’ordine etico, introdotto consapevolmente in questo ambito. Si può dire che il matrimonio è luogo d’incontro dell’eros con l’ethos e del reciproco compenetrarsi di essi nel “cuore” dell’uomo e della donna, come pure in tutti i loro rapporti reciproci.
5. Cfr. Sir. 23, 17.
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4. Questa verità –che cioè il matrimonio, quale sacramento sca turito dal mistero della Redenzione, è dato all’uomo “storico” come grazia ed insieme come ethos– determina inoltre il carattere del matrimonio quale uno dei sacramenti della Chiesa. Come sacramento della Chiesa, il matrimonio ha indole di indissolubilità. Come sacramento della Chiesa, esso è anche parola dello Spirito, che esorta l’uomo e la donna a modellare tutta la loro convivenza attingendo forza dal mistero della “redenzione del corpo”. In tal modo, essi sono chiamati alla castità come allo stato di vita “secondo lo Spirito” che è loro proprio (6). La redenzione del corpo significa, in questo caso, anche quella “speranza” che, nella dimensione del matrimonio, può essere definita speranza del giorno quotidiano, speranza della temporalità. Sulla base di una tale speranza viene dominata la concupiscenza della carne come fonte della tendenza ad un egoistico appagamento, e la stessa “carne”, nell’alleanza sacramentale della mascolinità e femminilità, diventa lo specifico “sostrato” di una comunione duratura ed indissolubile delle persone (communio personarum) al modo degno delle persone.
6. Cfr. Rom. 8, 4-5; Gal. 5, 25.
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5. Coloro che, come coniugi, secondo l’eterno disegno divino si uniscono così da divenire, in certo senso, “una sola carne”, sono anche a loro volta chiamati, mediante il sacramento, ad una vita “secondo lo Spirito”, tale che corrisponda al “dono” ricevuto nel sacramento. In virtù di quel “dono”, conducendo come coniugi una vita “secondo lo Spirito”, sono capaci di riscoprire la particolare gratificazione, di cui sono divenuti partecipi. Quanto la “concupiscenza” offusca l’orizzonte della visuale interiore, toglie ai cuori la limpidezza dei desideri e delle aspirazioni, altrettanto la vita “secondo lo Spirito” (ossia la grazia del sacramento del matrimonio) consente all’uomo e alla donna di ritrovare la vera libertà del dono, unita alla consapevolezza del senso sponsale del corpo nella sua mascolinità e femminilità.
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6. La vita “secondo lo Spirito” si esprime dunque anche nel reciproco “unirsi” (7), con cui i coniugi, divenendo “una sola carne”, sottopongono la loro femminilità e mascolinità alla benedizione della procreazione: “Adamo si unì a Eva, sua moglie, la quale concepì e partorì... e disse: Ho acquistato un uomo dal Signore” (8).
La vita “secondo lo Spirito” si esprime anche qui nella consapevolezza della gratificazione, a cui corrisponde la dignità degli stessi coniugi in qualità di genitori, cioè si esprime nella profonda consapevolezza della santità della vita (sacrum), a cui ambedue danno origine, partecipando –come i progenitori– alle forze del mistero della creazione. Alla luce di quella speranza, che è connessa col mistero della redenzione del corpo (9), questa nuova vita umana, l’uomo nuovo concepito e nato dall’unione coniugale di suo padre e di sua madre, si apre alle “primizie dello Spirito” (10) “per entrare nella libertà della gloria dei figli di Dio” (11). E se “tutta la creazione geme e soffre fino ad oggi nelle doglie del parto” (12), una particolare speranza accompagna le doglie della madre partoriente, cioè la speranza della “rivelazione dei figli di Dio” (13), speranza di cui ogni neonato che viene al mondo porta con sè una scintilla.
7. Cfr. Gen. 4, 1.
8. Ibid.
9. Cfr. Rom. 19, 23.
10. Ibid. 8, 23.
11. Ibid. 8, 21.
12. Ibid. 8, 22.
13. Ibid. 8, 19.
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7. Questa speranza che è “nel mondo”, compenetrando –come insegna San Paolo– tutta la creazione, non è, al tempo stesso, “dal mondo”. Ancor più: essa deve combattere nel cuore umano con ciò che è “dal mondo”, con ciò che è “nel mondo”. “Perchè tutto quello che è nel mondo, la concupiscenza della carne, la concupiscenza degli occhi e la superbia della vita, non viene dal Padre, ma dal mondo” (14). Il matrimonio, come sacramento primordiale ed insieme come sacramento nato nel mistero della redenzione del corpo dall’amore sponsale di Cristo e della Chiesa, “viene dal Padre”. Non è “dal mondo”, ma “dal Padre”. Di conseguenza, anche il matrimonio, come sacramento, costituisce la base della speranza per la persona, cioè per l’uomo e per la donna, per i genitori e per i figli, per le generazioni umane. Da una parte, infatti, “passa il mondo con la sua concupiscenza”, dall’altra “chi fa la volontà di Dio rimane in eterno” (15). Con il matrimonio, quale sacramento, è unita l’origine dell’uomo nel mondo, e in esso è anche iscritto il suo avvenire, e ciò non soltanto nelle dimensioni storiche, ma anche in quelle escatologiche.
14. 1 Io. 2, 16.
15. Ibid. 2, 17.
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8. A ciò si riferiscono le parole, in cui Cristo si richiama alla risurrezione dei corpi –parole riportate dai tre sinottici (16). “Alla risurrezione infatti non si prende né moglie né marito, ma si è come angeli nel cielo”: così Matteo e in modo simile Marco; ed ecco Luca: “I figli di questo mondo prendono moglie e prendono marito; ma quelli che sono giudicati degni dell’altro mondo e della risurrezione dei morti, non prendono moglie né marito; e nemmeno possono più morire, perchè sono uguali agli angeli e, essendo figli della risurrezione, sono figli di Dio” (17). Questi testi sono stati sottoposti in precedenza ad una analisi particolareggiata.
16. Cfr. Matth. 22, 23-32; Marc. 12, 18-27; Luc. 20, 34-39.
17. Luc. 20, 34-36.
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9. Cristo afferma che il matrimonio –sacramento dell’origine dell’uomo nel mondo visibile temporaneo– non appartiene alla realtà escatologica del “mondo futuro”. Tuttavia l’uomo, chiamato a partecipare a questo avvenire escatologico mediante la risurrezione del corpo, è il medesimo uomo, maschio e femmina, la cui origine nel mondo visibile temporaneo è collegata col matrimonio quale sacramento primordiale del mistero stesso della creazione. Anzi, ogni uomo, chiamato a partecipare alla realtà della futura risurrezione, porta nel mondo questa vocazione, per il fatto che nel mondo visibile temporaneo ha la sua origine per opera del matrimonio dei suoi genitori. Così, dunque, le parole di Cristo, che escludono il matrimonio dalla realtà del “mondo futuro”, al tempo stesso svelano indirettamente il significato di questo sacramento per la partecipazione degli uomini, figli e figlie, alla futura risurrezione.
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10. Il matrimonio, che è sacramento primordiale –rinato, in un certo senso, nell’amore sponsale di Cristo e della Chiesa– non appartiene alla “redenzione del corpo” nella dimensione della speranza escatologica (18). Lo stesso matrimonio dato all’uomo come grazia, come “dono” destinato da Dio appunto ai coniugi, e al tempo stessso assegnato loro, con le parole di Cristo, come ethos –quel matrimonio sacramentale si compie e si realizza nella prospettiva della speranza escatologica. Esso ha un significato essenziale per la “redenzione del corpo” nella dimensione di questa speranza. Proviene, difatti, dal Padre ed a Lui deve la sua origine nel mondo. E se questo “mondo passa”, e se con esso passano anche la concupiscenza della carne, la concupiscenza degli occhi e la superbia della vita, che vengono “dal mondo”, il matrimonio come sacramento serve immutabilmente affinchè l’uomo, maschio e femmina, dominando la concupiscenza, faccia la volontà del Padre. E chi “fa la volontà di Dio rimane in eterno” (19).
18. Cfr. Rom. 8, 23.
19. 1 Io. 2, 17.
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11. In tale senso il matrimonio, come sacramento, porta in sè anche il germe dell’avvenire escatologico dell’uomo, cioè la prospettiva della “redenzione del corpo” nella dimensione della speranza escatologica, a cui corrispondono le parole di Cristo circa la risurrezione: “Alla risurrezione... non si prende né moglie né marito” (20); tuttavia, anche coloro che, “essendo figli della risurrezione... sono uguali agli angeli e... sono figli di Dio” (21), debbono la propria origine nel mondo visibile temporaneo al matrimonio e alla procreazione dell’uomo e della donna. Il matrimonio, come sacramento del “principio” umano, come sacramento della temporalità dell’uomo storico, compie in tal modo un insostituibile servizio riguardo al suo avvenire extra-temporale, riguardo al mistero della “redenzione del corpo” nella dimensione della speranza escatologica.
[Insegnamenti GP II, 5/3, 1485-1490]
20. Matth. 22, 30.
21. Luc. 20, 36.