[1105] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL AMOR NUPCIAL Y PROCREADOR DE LOS ESPOSOS, TESTIMONIO DIGNO DE LOS “VERDADEROS PROFETAS”
Alocución Il segno del matrimonio, en la Audiencia General, 26 enero 1983
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1. El signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia se constituye cada vez según esa dimensión que le es propia desde el “principio” y al mismo tiempo se constituye sobre el fundamento del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, como la expresión única e irrepetible de la alianza entre “este” hombre y “esta” mujer, que son ministros del matrimonio como sacramento de su vocación y de su vida. Al decir que el signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia se constituye sobre la base del “lenguaje del cuerpo”, nos servimos de la analogía (analogia attributionis), que hemos tratado de esclarecer ya anteriormente. Es obvio que el cuerpo, como tal, no “habla”, sino que habla el hombre, releyendo lo que exige ser expresado precisamente, basándose en el “cuerpo”, en la masculinidad o feminidad del sujeto personal, más aún, basándose en lo que el hombre puede expresar únicamente por medio del cuerpo.
En este sentido, el hombre –varón o mujer– no sólo habla con el lenguaje del cuerpo, sino que en cierto sentido permite al cuerpo hablar “por él” y “de parte de él”: diría en su nombre y con su autoridad personal. De este modo, también el concepto de “profetismo del cuerpo”, parece tener fundamento: el “pro-feta”, efectivamente, es aquel que habla “por” y “de parte de”: en nombre y con la autoridad de una persona.
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2. Los nuevos esposos son conscientes de esto cuando, al contraer el matrimonio, realizan su signo visible. En la perspectiva de la vida en común y de la vocación conyugal, ese signo inicial, signo originario del matrimonio como sacramento de la Iglesia, será colmado continuamente por el “profetismo del cuerpo”. Los cuerpos de los esposos hablarán “por” y “de parte de” cada uno de ellos, hablarán en el nombre y con la autoridad de la persona, de cada una de las personas, entablando el diálogo conyugal, propio de su vocación y basado en el lenguaje del cuerpo, releído a su tiempo oportuna y continuamente, ¡y es necesario que sea releído en la verdad! Los cónyuges están llamados a construir su vida y su convivencia como “comunión de las personas” sobre la base de ese lenguaje. Puesto que al lenguaje corresponde un conjunto de significados, los esposos –a través de su conducta y comportamiento, a través de sus acciones y expresiones (“expresiones de ternura”: cfr. Gaudium et spes, 49)– están llamados a convertirse en los autores de estos significados del “lenguaje del cuerpo”, por el cual, en consecuencia, se construyen y profundizan continuamente el amor, la fidelidad, la honestidad conyugal y esa unión que permanece indisoluble hasta la muerte.
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3. El signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia se forma cabalmente por esos significados, de los que son autores los esposos. Todos estos significados dan comienzo y, en cierto sentido, quedan “programados” de modo sintético en el consentimiento matrimonial, a fin de construir luego –de modo más analítico, día tras día– el mismo signo, identificándose con él en la dimensión de toda la vida. Hay un vínculo orgánico entre el releer en la verdad el significado integral del “lenguaje del cuerpo” y el consiguiente empleo de ese lenguaje en la vida conyugal. En este último ámbito el ser humano –varón y mujer– es el autor de los significados del “lenguaje del cuerpo”. Esto implica que tal lenguaje, del que él es autor, corresponda a la verdad que ha sido releída. Basándonos en la tradición bíblica, hablamos aquí del “profetismo del cuerpo”. Si el ser humano –varón y mujer– en el matrimonio (e indirectamente también en todos los sectores de la convivencia mutua) confiere a su comportamiento un significado conforme a la verdad fundamental del lenguaje del cuerpo, entonces también él mismo “está en la verdad”. En el caso contrario, comete mentira y falsifica el lenguaje del cuerpo.
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4. Si nos situamos en la línea de perspectiva del consentimiento matrimonial que –como ya hemos dicho– ofrece a los esposos una participación especial en la misión profética de la Iglesia, transmitida por Cristo mismo, podemos servimos, a este propósito, también de la distinción bíblica entre profetas “verdaderos” y profetas “falsos”. A través del matrimonio como sacramento de la Iglesia, el hombre y la mujer están llamados de modo explícito a dar –sirviéndose correctamente del “lenguaje del cuerpo”– el testimonio del amor nupcial y procreador, testimonio digno de “verdaderos profetas”. En esto consiste el significado justo y la grandeza del consentimiento matrimonial en el sacramento de la Iglesia.
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5. La problemática del signo sacramental del matrimonio tiene carácter profundamente antropológico. La formamos basándonos en la antropología teológica y en particular sobre lo que, desde el comienzo de las presentes consideraciones, hemos definido como “teología del cuerpo”. Por ello, al continuar estos análisis, debemos tener siempre ante los ojos las consideraciones precedentes, que se refieren al análisis de las palabras clave de Cristo (decimos “palabras-clave” porque nos abren –como la llave– cada una de las dimensiones de la antropología teológica, especialmente de la teología del cuerpo). Al formar sobre esta base el análisis del signo sacramental del matrimonio, del cual –incluso después del pecado original– siempre son partícipes el hombre y la mujer, como “hombre histórico”, debemos recordar constantemente el hecho de que ese hombre “histórico”, varón y mujer, es, al mismo tiempo, el “hombre de la concupiscencia”; como tal, cada hombre y cada mujer entran en la historia de la salvación y están implicados en ella mediante el sacramento, que es signo visible de la alianza y de la gracia.
Por lo cual, en el contexto de las presentes reflexiones sobre la estructura sacramental del signo del matrimonio, debemos tener en cuenta no sólo lo que Cristo dijo sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, haciendo referencia al “principio”, sino también (y todavía más) lo que expresó en el Sermón de la Montaña, cuando apeló al “corazón humano”.
[DP (l (98)3), 25]
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1. Il segno del matrimonio come sacramento della Chiesa viene costituito ogni volta secondo quella dimensione, che gli è propria dal “principio”, e allo stesso tempo viene costituito sul fondamento dell’amore sponsale di Cristo e della Chiesa, come l’unica ed irripetibile espressione dell’alleanza fra “questo” uomo e “questa” donna, che sono ministri del matrimonio come sacramento della loro vocazione e della loro vita. Nel dire che il segno del matrimonio come sacramento della Chiesa si costituisce sulla base del “linguaggio del corpo”, ci serviamo dell’analogia (analogia attributionis), che abbiamo cercato di chiarire già in precedenza. È ovvio che il corpo come tale no “parla”, ma parla l’uomo, rileggendo ciò che esige di essere espresso appunto in base al “corpo”, alla mascolinità o femminilità del soggetto personale, anzi, in base a ciò che può essere espresso dall’uomo unicamente per mezzo del corpo.
In questo senso, l’uomo –maschio o femmina– non soltanto parla col linguaggio del corpo, ma in certo senso consente al corpo di parlare “per lui” e “da parte di lui”: direi, a suo nome e con a sua autorità personale. In tal modo, anche il concetto di “profetismo del corpo” sembra essere fondato: il “pro-feta”, infatti, è colui che parla “per” e “da parte di”: a nome e con l’autorità di una persona.
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2. Gli sposi novelli ne sono consapevoli quando, contraendo il matrimonio, ne istituiscono il segno visibile. Nella prospettiva della vita in comune e della vocazione coniugale, quel segno iniziale, segno originario del matrimonio come sacramento della Chiesa, verrà continuamente colmato dal “profetismo del corpo”. I corpi degli sposi parleranno “per” e “da parte di” ciascuno di loro, parleranno nel nome e con l’autorità della persona, di ciascuna delle persone, svolgendo il dialogo coniugale, proprio della loro vocazione e basata sul linguaggio del corpo, riletto a suo tempo opportunamente e continuamente –ed e necessario che esso sia riletto nella verità! I coniugi sono chiamati a formare la loro vita e la loro convivenza come “comunione delle persone” sulla base di quel linguaggio. Dato che al linguaggio corrisponde un complesso di significati, i coniugi –attraverso la loro condotta e comportamento, attraverso le loro azioni e gesti (“gesti di tenerezza”)1– sono chiamati a diventare gli autori di tali significati del “linguaggio del corpo”, di cui conseguentemente si costruiscono e di continuo si approfondiscono l’amore, la fedeltà, l’onestà coniugale e quell’unione, che rimane indissolubile fino alla morte.
1. Cfr. Gaudium et spes, 49 [1965 12 07c/49].
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3. Il segno del matrimonio come sacramento della Chiesa si forma per l’appunto di quei significati, di cui i coniugi sono autori. Tutti questi significati sono iniziati e in certo senso “programmati” in modo sintetico nel consenso coniugale, al fine di costruire in seguito –nel modo più analitico, giorno per giorno– lo stesso segno, immedesimandosi con esso nella dimensione dell’intera vita. C’è un legame organico fra il rileggere nella verità l’integrale significato del “linguaggio del corpo” e il conseguente usare di quel linguaggio nella vita coniugale. In quest’ultimo ambito l’essere umano –maschio e femmina– è l’autore dei significati del “linguaggio del corpo”. Ciò implica che questo linguaggio, di cui egli è autore, corrisponda alla verità che è stata riletta. In base alla tradizione biblica, parliamo qui del “profetismo del corpo”. Se l’essere umano –maschio e femmina– nel matrimonio (e indirettamente anche in tutti gli ambiti della mutua convivenza) conferisce al suo comportamento un significato conforme alla verità fondamentale del linguaggio del corpo, allora anche lui stesso “è nella verità”. Nel caso contrario, egli commette menzogne e falsifica il linguaggio del corpo.
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4. Se ci poniamo sulla linea prospettica del consenso coniugale, che –come abbiamo ormai detto– offre agli sposi una particolare partecipazione alla missione profetica della Chiesa, tramandata da Cristo stesso, ci si può a questo proposito servire anche della distinzione biblica tra profeti “veri” e profeti “falsi”. Attraverso il matrimonio come sacramento della Chiesa, l’uomo e la donna sono in modo esplicito chiamati a dare –servendosi correttamente del “linguaggio del corpo”– la testimonianza dell’amore sponsale e procreativo, testimonianza degna di “veri profeti”. In questo consiste il significato giusto e la grandezza del consenso coniugale nel sacramento della Chiesa.
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5. La problematica del segno sacramentale del matrimonio ha carattere altamente antropologico. La costruiamo sulla base dell’antropologia teologica e in particolare su ciò che, sin dall’inizio delle presenti considerazioni, abbiamo definito come “teologia del corpo”. Perciò, nel continuare queste analisi, dobbiamo sempre avere davanti agli occhi le considerazioni precedenti, che si riferiscono all’analisi delle parole-chiave di Cristo (diciamo “parole-chiave” perchè ci aprono –come la chiave– le singole dimensioni dell’antropologia teologica, specialmente della teologia del corpo). Costruendo su questa base l’analisi del segno sacramentale del matrimonio, di cui –anche dopo il peccato originale– sono sempre partecipi l’uomo e la donna, quale “uomo storico”, dobbiamo ricordare costantemente il fatto che quell’uomo “storico”, maschio e femmina, è ad un tempo l’“uomo della concupiscenza”; come tale, ogni uomo e ogni donna entrano nella storia della salvezza e ne vengono coinvolti mediante il sacramento, che è segno visibile dell’alleanza e della grazia.
Perciò, nel contesto delle presenti riflessioni sulla struttura sacramentale del segno del matrimonio, dobbiamo tener conto non soltanto di ciò che Cristo disse sull’unità ed indissolubilità del matrimonio facendo riferimento al “principio”, ma anche (e ancor più) di ciò che egli espresse nel Discorso della Montagna, quando si richiamò al “cuore umano”.
[Insegnamenti GP II, 6/1, 247-249]