[1106] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL LENGUAJE DEL AMOR Y LA HONESTIDAD: FORMADO EN LA VERDAD
Alocución Abbiamo detto, en la Audiencia General, 9 febrero 1983
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1. Dijimos ya que en el contexto de las presentes reflexiones sobre la estructura del matrimonio como signo sacramental, debemos tener en cuenta no sólo lo que Cristo declaró sobre la unidad e indisolubilidad, haciendo referencia al “principio”, sino también (y aún más) lo que dijo en el Sermón de la Montaña, cuando apeló al “corazón humano”. Aludiendo al mandamiento “No adulterarás”, Cristo habló del “adulterio en el corazón”: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 28).
Así, pues, al afirmar que el signo sacramental del matrimonio –signo de la alianza conyugal del hombre y de la mujer– se forma basándose en el “lenguaje del cuerpo” una vez releído en la verdad (y releído continuamente), nos damos cuenta de que el que relee este “lenguaje” y luego lo expresa, en desacuerdo con las exigencias propias del matrimonio como pacto y sacramento, es natural y moralmente el hombre de la concupiscencia: varón y mujer, entendidos ambos como el “hombre de la concupiscencia”. Los Profetas del Antiguo Testamento tienen ante los ojos ciertamente a este hombre cuando, sirviéndose de una analogía, censuran el “adulterio de Israel y de Judá”. El análisis de las palabras pronunciadas por Cristo en el Sermón de la Montaña nos lleva a comprender más profundamente el “adulterio” mismo. Y a la vez nos lleva a la convicción de que el “corazón” humano no es tanto “acusado y condenado” por Cristo a causa de la concupiscencia (concupiscentia carnis), cuanto, ante todo, “llamado”. Aquí se da una decisiva divergencia entre la antropología (o la hermenéutica antropológica) del Evangelio y algunos influyentes representantes de la hermenéutica contemporánea del hombre (los llamados maestros de la sospecha).
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2. Pasando al terreno de nuestro análisis presente, podemos constatar que, aunque el hombre, a pesar del signo sacramental del matrimonio, a pesar del consentimiento matrimonial y de su realización, permanezca siendo naturalmente el “hombre de la concupiscencia”, sin embargo es, a la vez, el hombre de la “llamada”. Es “llamado” a través del misterio de la redención del cuerpo, misterio divino, que es simultáneamente –en Cristo y por Cristo en cada hombre– realidad humana. Además, ese misterio comporta un determinado ethos que por esencia es “humano”, y al que ya hemos llamado antes ethos de la redención.
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3. A la luz de las palabras pronunciadas por Cristo en el Sermón de la Montaña, a la luz de todo el Evangelio y de la Nueva Alianza, la triple concupiscencia (y en particular la concu piscencia de la carne) no destruye la capacidad de releer en la verdad el “lenguaje del cuerpo” –y de releerlo continuamente de un modo más maduro y pleno–, en virtud del cual se constituye el signo sacramental tanto en su primer momento litúrgico, como, luego, en la dimensión de toda la vida. A esta luz hay que constatar que, si la concupiscencia de por sí engendra múltiples “errores” al releer el “lenguaje del cuerpo” y juntamente con esto engendra incluso el “pecado”, el mal moral, contrario a la virtud de la castidad (tanto conyugal como extraconyugal), sin embargo, en el ámbito del ethos de la redención queda siempre la posibilidad de pasar del “error” a la “verdad” como también la posibilidad de retorno, o sea, de conversión, del pecado a la castidad, como expresión de una vida según el Espíritu (cfr. Gál 5, 16).
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4. De este modo, en la óptica evangélica y cristiana del problema, el hombre “histórico” (después del pecado original), basándose en el “lenguaje del cuerpo” releído en la verdad, es capaz –como varón y mujer– de constituir el signo sacramental del amor, de la fidelidad y de la honestidad conyugal, y esto como signo duradero: “Serte fiel siempre en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad y amarte y respetarte todos los días de mi vida”. Esto significa que el hombres es, de modo real, autor de los significados por medio de los cuales, después de haber releído en la verdad el “lenguaje del cuerpo”, es incluso capaz de formar en la verdad ese lenguaje en la comunión conyugal y familiar de las personas. Es capaz de ello también como “hombre de la concupiscencia”, al ser “llamado” a la vez por la realidad de la redención de Cristo (simul lapsus et redemptus).
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5. Mediante la dimensión del signo, propia del matrimonio como sacramento, se confirma la específica antropología teológica, la específica hermenéutica del hombre, que en este caso podría llamarse también “hermenéutica del sacramento”, porque permite comprender al hombre basándose en el análisis del signo sacramental. El hombre –varón y mujer– como ministro del sacramento, autor (co-autor) del signo sacramental, es sujeto consciente y capaz de autodeterminación. Sólo sobre esta base puede ser el autor del “lenguaje del cuerpo” puede ser también autor (co-autor) del matrimonio como signo: signo de la divina creación y “redención del cuerpo”. El hecho de que el hombre (el varón y la mujer) es el hombre de la concupiscencia, no prejuzga que sea capaz de releer el lenguaje del cuerpo en la verdad. Es el “hombre de la concupiscencia”, pero al mismo tiempo es capaz de discernir la verdad de la falsedad en el lenguaje del cuerpo y puede ser autor de los significados verdaderos (o falsos) de este lenguaje.
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6. Es el hombre de la concupiscencia, pero no está completamente determinado por la “libido” (en el sentido en que frecuentemente se usa este término). Esa determinación significaría que el conjunto de los comportamientos del hombre, incluso también, por ejemplo, la opción por la continencia a causa de motivos religiosos, sólo se explicaría a través de las específicas transformaciones de esta “libido”. En tal caso –dentro del ámbito del lenguaje del cuerpo–, el hombre estaría condenado, en cierto sentido, a falsificaciones esenciales: sería solamente el que expresa una específica determinación de parte de la “libido”, pero no expresaría la verdad (o la falsedad) del amor nupcial y de la comunión de las personas, aun cuando pensase manifestarla. En consecuencia, estaría condenado, pues, a sospechar de sí mismo y de los otros, respecto a la verdad del lenguaje del cuerpo. A causa de la concupiscencia de la carne podría solamente ser “acusado”, pero no podría ser verdaderamente “llamado”.
La “hermenéutica del sacramento” nos permite sacar la conclusión de que el hombre es siempre esencialmente “llamado” no sólo “acusado”, y esto precisamente en cuanto “hombre de la concupiscencia”.
[DP (1983), 38]
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1. Abbiamo detto in precedenza che nel contesto delle presenti riflessioni sulla struttura del matrimonio come segno sacramentale, dobbiamo tener conto non soltanto di ciò che Cristo dichiarò sulla sua unità e indissolubilità facendo riferimento al “principio”, ma anche (e ancor più) di ciò che egli disse nel Discorso della Montagna, quando si richiamò al “cuore umano”. Riportandosi al comandamento “Non commettere adulterio”, Cristo parlò dell’“adulterio nel cuore”: “Chiunque guarda una donna per desiderarla ha già commesso adulterio con lei nel suo cuore” (1).
Così, dunque, nell’affermare che il segno sacramentale del matrimonio –segno dell’alleanza coniugale dell’uomo e della donna– si forma in base al “linguaggio del corpo” una volta riletto nella verità (e di continuo riletto), ci rendiamo conto che colui il quale rilegge questo “linguaggio” e poi lo esprime, non secondo le esigenze proprie del matrimonio come patto e sacramento, è naturalmente e moralmente l’uomo della concupiscenza: maschio e femmina, intesi ambedue come l’“uomo della concupiscenza”. I profeti dell’Antico Testamento hanno certamente davanti agli occhi questo uomo quando, servendosi di una analogia, stigmatizzano l’“adulterio di Israele e di Giuda”. L’analisi delle parole pronunciate da Cristo nel Discorso della Montagna c’induce a comprendere più profondamente l’“adulterio” stesso. E in pari tempo ci porta a convincerci che il “cuore” umano non è tanto “accusato e condannato” da Cristo a motivo della concupiscenza (concupiscentia carnis), quanto prima di tutto “chiamato”. Qui passa una decisa divergenza fra l’antropologia (o l’ermeneutica antropologica) del Vangelo e alcuni influenti rappresentati dell’ermeneutica contemporanea dell’uomo (i cosiddetti maestri del sospetto).
1. Matth. 5, 28.
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2. Passando sul terreno della nostra presente analisi, possiamo costatare che sebbene l’uomo, nonostante il segno sacramentale del matrimonio, nonostante il consenso coniugale e la sua attuazione, rimanga naturalmente l’“uomo della concupiscenza”, tuttavia, egli è contemporaneamente l’uomo della “chiamata”. È “chiamato” attraverso il mistero della redenzione del corpo, mistero divino, che ad un tempo è –in Cristo e per Cristo in ogni uomo– realtà umana. Quel mistero, inoltre, comporta un determinato ethos che per essenza è “umano”, e che abbiamo già in precedenza chiamato ethos della redenzione.
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3. Alla luce delle parole pronunciate da Cristo nel Discorso della Montagna, alla luce di tutto il Vangelo e della Nuova Alleanza, la triplice concupiscenza (e in particolare la concupiscenza della carne) non distrugge la capacità di rileggere nella verità il “linguaggio del corpo” –e di rileggerlo continuamente in modo più maturo e più pieno–, per cui el segno sacramentale viene costituito sia nel suo primo momento liturgico sia, in seguito, nella dimensione di tutta la vita. A questa luce occorre costatare che, se la concupiscenza di per sè genera molteplici “errori” nel rileggere il “linguaggio del corpo” e insieme a ciò genera anche il “peccato”, il male morale, contrario alla virtù della castità (sia coniugale che extra-coniugale), tuttavia, nell’ambito dell’ethos della redenzione rimane sempre la possibilità di passare dal’“errore” alla “verità”, come pure la possibilità di ritorno, ossia di conversione, dal peccato alla castità, quale espressione di una vita secondo lo Spirito (2).
2. Cfr. Gal. 5, 16.
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4. In questo modo, nell’ottica evangelica e cristiana del problema, l’uomo “storico” (dopo il peccato originale), in base al “linguaggio del corpo” riletto nella verità, è capace –come maschio e femmina– di costituire il segno sacramentale dell’amore, della fedeltà e dell’onestà coniugale, e questo come segno duraturo: “Esserti fedele sempre, nella gioia e nel dolore, nella salute e nella malattia, e di amarti e onorarti tutti i giorni della mia vita”. Ciò significa che l’uomo, in modo reale, è autore dei significati per mezzo dei quali, dopo aver riletto nella verità il “linguaggio del corpo”, è anche capace di formare nella verità quel linguaggio nella comunione coniugale e familiare delle persone. Ne è capace anche come “uomo della concupiscenza”, essendo nello stesso tempo “chiamato” dalla realtà della Redenzione di Cristo (simul lapsus et redemptus).
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5. Mediante la dimensione del segno, propria del matrimonio come sacramento, viene confermata la specifica antropologia teologica, la specifica ermeneutica dell’uomo, che in questo caso potrebbe anche chiamarsi “ermeneutica del sacramento”, perchè consente di comprendere l’uomo in base all’analisi del segno sacramentale. L’uomo –maschio e femmina– come ministro del sacramento, autore (co-autore) del segno sacramentale, è soggetto cosciente e capace di autodeterminazione. Soltanto su questa base egli può essere l’autore del “linguaggio del corpo”, può essere anche autore (co-autore) del matrimonio come segno: segno della divina creazione e “redenzione del corpo”. Il fatto che l’uomo (il maschio e la femmina) è l’uomo della concupiscenza, non pregiudica che egli sia capace de rileggere il linguaggio del corpo nella verità. È l’“uomo della concupiscenza”, ma nello stesso tempo è capace di discernere la verità dalla falsità nel linguaggio del corpo e può essere autore dei significati veri (o falsi) di quel linguaggio.
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6. È l’uomo della concupiscenza, ma non è completamente de terminato dalla “libido” (nel senso in cui viene spesso usato questo termine). Una tale determinazione significherebbe che l’insieme dei comportamenti dell’uomo, perfino anche, per esempio, la scelta della continenza per motivi religiosi, si spiegherebbe soltanto attraverso le specifiche trasformazioni di questa “libido”. In tal caso –nell’ambito del linguaggio del corpo– l’uomo sarebbe in certo senso condannato a falsificazioni essenziali: sarebbe soltanto colui che esprime una specifica determinazione da parte della “libido”, ma non esprimerebbe la verità (o la falsità) dell’amore sponsale e della comunione delle persone, anche se pensasse di manifestarla. Di conseguenza, egli sarebbe dunque condannato a sospettare se stesso e gli altri, riguardo alla verità del linguaggio del corpo. A causa della concupiscenza della carne potrebbe essere soltanto “accusato”, ma non potrebbe essere veramente “chiamato”.
L’“ermeneutica del sacramento” ci consente di tirare la conclusione che l’uomo è sempre essenzialmente “chiamato” e non soltanto “accusato”, e ciò proprio in quanto “uomo della concupiscenza”.
[Insegnamenti GP II, 6/1, 365-368]