[1123] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA VERDAD DE LA LEY MORAL, LA VERDAD DEL SER
Alocución La notte è avanzata, en la Audiencia General, 27 julio 1983
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1. “La noche va ya muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz” (Rom 13, 12). La redención, misterio que durante este Año Santo queremos meditar y vivir de un modo extraordinario, ha colocado al hombre en un nuevo estado de vida, lo ha trasformado interiormente. Él, por tanto, debe despojarse de las “obras de las tinieblas”, es decir, debe “comportarse decentemente” caminando en la luz.
¿Cuál es la luz en que debe vivir el que ha sido redimido? Es la ley de Dios: esa ley que Jesús no ha venido a abolir, sino a llevar a su definitivo cumplimiento (cfr. Mt 5, 17).
Cuando el hombre oye hablar de ley moral, piensa casi instintivamente en algo que se opone a su libertad y la mortifica. Pero, por otra parte, cada uno de nosotros se encuentra plenamente en las palabras del Apóstol, que escribe: “Me deleito en la ley de Dios según el hombre interior” (Rom 7, 22). Hay una profunda consonancia entre la parte más verdadera de nosotros mismos y lo que la ley de Dios nos manda, a pesar de que, para usar todavía las palabras del Apóstol, “en mis miembros siento otra ley que repugna a la ley de mi mente” (ib. 23). El fruto de la redención es la liberación del hombre de esta situación dramática y su capacitación para un comportamiento honrado, digno de un hijo de la luz.
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2. Obsérvese que el Apóstol llama a la ley de Dios “ley de mi mente”. La ley moral es, al mismo tiempo, ley de Dios y ley del hombre. Para comprender esta verdad, debemos volver continuamente, en el fondo de nuestro corazón, a la primera verdad del Credo: “Creo en Dios Padre... creador”. Dios crea al hombre, y éste, como toda criatura, se encuentra sostenido por la Providencia de Dios, porque el Señor no abandona ninguna de las obras de sus manos creadoras. Esto significa que Él se cuida de su criatura, conduciéndola –con fuerza y suavidad– a su fin propio, en que ella alcanza la plenitud de su ser. Porque Dios no se muestra envidioso de la felicidad de sus criaturas, sino que desea que vivan en plenitud. También el hombre, y sobre todo el hombre, es objeto de la Providencia divina: es guiado por la Providencia divina a su fin último, a la comunión con Dios y con las demás personas humanas en la vida eterna. En esta comunión el hombre alcanza la plenitud de su ser personal.
Es la misma e idéntica la lluvia que fecunda la tierra; es la misma e idéntica la luz del sol que genera la vida de la naturaleza. Sin embargo, una y otra no impiden la variedad de los seres vivientes: cada uno de ellos crece según su propia especie, aunque sean idénticas la lluvia y la luz. Esto es una pálida imagen de la Sabiduría providente de Dios: ella conduce a toda crea tura según el modo conveniente a la naturaleza que es propia de cada una. El hombre está sujeto a la Providencia de Dios en cuanto hombre, es decir, en cuanto sujeto inteligente y libre. Como tal, está en disposición de participar en el proyecto providencial, descubriendo sus líneas esenciales inscritas en su mismo ser humano. Este proyecto creador de Dios, en cuanto es conocido y participado por el hombre, es lo que llamamos ley moral. La ley moral es, pues, la expresión de las exigencias de la persona humana, que ha sido pensada y querida por la Sabiduría creadora de Dios, como destinada a la comunión con Él.
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3. Esta ley es la ley del hombre (“la ley de mi mente”, dice el Apóstol), o sea, una ley que es propia del hombre: sólo el hombre está sujeto a la ley moral, y en ello está su dignidad verdadera. En efecto, sólo el hombre, en cuanto sujeto personal –inteligente y libre– es partícipe de la Providencia de Dios, está aliado conscientemente con la Sabiduría creadora. El código de esta alianza no está escrito primariamente en los libros, sino en la mente del hombre (“la ley de mi mente”), es decir, en esa parte de su ser, gracias a la cual él es constituido a “imagen y semejanza de Dios”.
“Vosotros, hermanos –dice el Apóstol Pablo– habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad... Pero si mutuamente os mordéis y os devoráis, mirad no acabéis por consumiros unos a otros” (Gál 5, 13 y 15).
La libertad, vivida como poder desvinculado de ley moral, se revela como poder destructor del hombre: de sí mismo y de los demás. “Mirad no acabéis por consumiros unos a otros”, nos advierte el Apóstol. Éste es el resultado final del ejercicio de la libertad contra la ley moral: la destrucción recíproca. Por tanto, más que contraponerse a la libertad, la ley moral es la que garantiza la libertad, la ley moral es la que hace que sea verdadera, no una máscara de libertad: el poder de realizar el propio ser personal según la verdad.
Esta subordinación de la libertad a la verdad de la ley moral no debe, por otra parte, reducirse sólo a las intenciones de nuestro obrar. No es suficiente tener la intención de obrar rectamente para que nuestra acción sea objetivamente recta, es decir, conforme a la ley moral. Se puede obrar con la intención de realizarse uno a sí mismo y de hacer crecer a los demás en humanidad: pero la intención no es suficiente para que en realidad nuestra persona o la de otro se reconozca en su obrar. La verdad expresada por la ley moral es la verdad del ser, tal como es pensado y querido no por nosotros, sino por Dios que nos ha creado. La ley moral es ley del hombre, porque es la ley de Dios.
La redención, restituyendo plenamente al hombre a su verdad y a su libertad, le devuelve la plena dignidad de persona. La redención reconstruye así la Alianza de la persona humana con la Sabiduría creadora.
[DP (1983), 211]
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1. “La notte è avanzata, il giorno è vicino. Gettiamo via perciò le opere delle tenebre e indossiamo le armi della luce” (1). La Redenzione, mistero che durante questo Anno Santo vogliamo meditare e vivere in modo straordinario, ha collocato l’uomo in un nuovo stato di vita, lo ha interiormente trasformato. Egli, perciò, deve gettare via le “opere delle tenebre”, deve, cioè, “comportarsi onestamente” camminando nella luce.
Qual è la luce in cui deve vivere colui che è stato redento? Essa è la legge di Dio: quella legge che Gesù non è venuto ad abolire, ma a portare al suo definitivo compimento (2).
Quando l’uomo sente parlare di legge morale, pensa quasi istintivamente a qualcosa che si oppone alla sua libertà e la mortifica. D’altra parte, però, ciascuno di noi si ritrova pienamente nelle parole dell’Apostolo, che scrive: “Acconsento nel mio intimo alla legge di Dio” (3). C’è una profonda consonanza fra la parte più vera di noi stessi e ciò che la legge di Dio ci comanda, anche se, per usare ancora le parole dell’Apostolo, “nelle mie membra vedo un’altra legge che muove guerra alla legge della mia mente” (4). Il frutto della Redenzione è la liberazione dell’uomo da questa situazione drammatica e la sua abilitazione ad un comportamento onesto, degno di un figlio della luce.
1. Rom. 13, 12.
2. Cfr. Matth. 5, 17.
3. Rom. 7, 22.
4. Ibid. 7, 23.
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2. Si noti: l’Apostolo chiama la legge di Dio “legge della mia mente”. La legge morale è, nello stesso tempo, legge di Dio e legge dell’uomo. Per comprendere questa verità, dobbiamo continuamente riandare nel profondo del nostro cuore alla prima verità del Credo: “Credo in Dio Padre... creatore”. Dio crea l’uomo e questi, come ogni creatura, si ritrova sorretto dalla Providenza di Dio, poichè il Signore non abbandona nessuna delle opere delle sue mani creatrici. Questo significa che Egli si prende cura della sua creatura, conducendola –con forza e soavità– al suo fine proprio, nel quale essa raggiunge la pienezza del suo essere. Dio, infatti, non è invidioso della felicità delle sue creature, ma vuole che esse vivano in pienezza. Anche l’uomo, anzi soprattutto l’uomo, è oggetto della Provvidenza divina: egli è condotto dalla Provvidenza divina al suo fine ultimo, alla comunione con Dio e con le altre persone umane nella vita eterna. In tale comunione l’uomo raggiunge la pienezza del suo essere personale.
È la stessa ed identica pioggia che feconda la terra; è la stessa ed identica luce del sole che genera la vita nella natura. Tuttavia, l’una e l’altra non impediscono la varietà degli esseri viventi: ciascuno di essi cresce secondo la sua propria specie, anche se identiche sono la pioggia e la luce. È questa una pallida immagine della Sapienza provvidente di Dio: essa conduce ogni creatura secondo il modo conveniente alla natura ch’è propria di ciascuna. L’uomo è soggetto alla Provvidenza di Dio in quanto uomo, cioè in quanto soggetto intelligente e libero. Come tale, egli è in grado di partecipare al progetto provvidenziale, scoprendone le linee essenziali inscritte nel suo stesso essere umano. Questo progetto creativo di Dio, in quanto conosciuto e partecipato dall’uomo, è ciò che noi chiamiamo legge morale. La legge morale è, dunque, l’espressione delle esigenze della persona umana, che è stata pensata e voluta dalla Sapienza creatrice di Dio, come finalizzata alla comunione con lui.
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3. Questa legge è la legge dell’uomo (“la legge della mia mente”, dice l’Apostolo), una legge cioè che è propria dell’uomo: solo l’uomo è soggetto alla legge morale ed in questo sta la sua dignità vera. Solo l’uomo, infatti, in quanto soggetto personale –intelligente e libero– è partecipe della Provvidenza di Dio, è alleato consapevole con la Sapienza Creatrice. Il codice di questa alleanza non è scritto primariamente sui libri, ma nella mente dell’uomo (“la legge della mia mente”), in quella parte, cioè, grazie alla quale egli è costituito a “immagine e somiglianza di Dio”.
“Voi..., fratelli –dice l’apostolo Paolo– siete stati chiamati a libertà. Purchè questa libertà non divenga un pretesto per vivere secondo la carne, ma mediante la carità siate a servizio gli uni degli altri... Ma se vi mordete e divorate a vicenda, guardate almeno di non distruggervi del tutto gli uni gli altri” (5).
La libertà, vissuta come potere sganciato dalla legge morale, si rivela potere distruttivo dell’uomo: di se stesso e degli altri. “Guardate almeno di non distruggervi del tutto gli uni gli altri”, ci ammonisce l’Apostolo. Questo è l’esito finale dell’esercizio della libertà contro la legge morale: la distruzione reciproca. Anzichè, dunque, contrapporsi alla libertà, la legge morale è ciò che garantisce la libertà, ciò che fa sì che essa sia vera, non una maschera di libertà: il potere di realizzare il proprio essere personale secondo verità.
Questa subordinazione della libertà alla verità della legge morale non deve, peraltro, ridursi solo alle intenzioni del nostro agire. Non è sufficiente avere l’intenzione di agire rettamente perchè la nostra azione sia obiettivamente retta, conforme cioè alla legge morale. Si può agire con l’intenzione di realizzare se stessi e di far crescere gli altri in umanità: ma l’intenzione non è sufficiente perchè in realtà la nostra o altrui persona sia riconosciuta nell’agire. La verità espressa dalla legge morale è la verità dell’essere, come esso è pensato e voluto non da noi, ma da Dio che ci ha creati. Le legge morale è la legge dell’uomo, perchè è la legge di Dio.
La Redenzione, restituendo pienamente l’uomo alla sua verità e alla sua libertà, gli ridona la piena dignità di persona. La Redenzione ricostruisce così l’Alleanza della persona umana con la Sapienza creatrice.
[Insegnamenti GP II, 6/2, 124-126]
5. Gal. 5, 13 et 15.