[1125] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL HEROÍSMO DE LA VOCACIÓN CRISTIANA DE LOS CÓNYUGES
Discurso Con animo lieto, a los participantes en un Seminario de Estudio sobre “la procreación responsable” organizado por el Centro de Estudios e Investigación sobre la Regulación de la Fertilidad, de la Universidad del Sacro Cuore, de Roma, y el Instituto Juan Pablo II de Estudios sobre el Matrimonio y la Familia, 17 septiembre 1983
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1. Con alegría en el alma os recibo al final de vuestra importante reunión. Os saludo cordialmente y expreso mi viva complacencia a los organizadores del “Seminario de Estudio” por esta oportuna iniciativa que os ha reunido para reflexionar sobre uno de los puntos esenciales de la doctrina cristiana acerca del matrimonio. Habéis tratado de redescubrir estos días las razones de lo que enseñó Pablo VI en la Carta Encíclica Humanae vitae, y que yo mismo he repetido en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio.
Profundizar en las razones de estas enseñanzas es uno de los deberes más urgentes de quien se ocupa de enseñar la ética o se dedica a la pastoral familiar. De hecho, no es suficiente que dichas enseñanzas se den fiel e integralmente, sino que es necesario también dar a conocer sus razones más hondas.
En primer lugar son razones de orden teológico. En el origen de toda persona humana hay un acto creador de Dios: ningún hombre viene a la existencia por azar; es siempre el término del amor creador de Dios. De esta fundamental verdad de fe y de razón, resulta que la capacidad procreadora inscrita en la sexualidad humana es –en su verdad más profunda– cooperación con la potencia creadora de Dios. Y resulta también que de esta misma capacidad el hombre y la mujer no son árbitros, ni tampoco dueños, puesto que están llamados a compartir en ella y por medio de ella, la decisión creadora de Dios. Por tanto, cuando mediante la contracepción los esposos privan al ejercicio de su sexualidad conyugal su potencial capacidad procreadora, se atribuyen un poder que sólo a Dios pertenece, el poder de decidir en última instancia la venida de una persona humana a la existencia. Se atribuyen la facultad de ser depositarios últimos de la fuente de la vida humana y no sólo la de ser cooperadores del poder creador de Dios. En esta perspectiva, la contracepción se ha de considerar objetivamente tan profundamente ilícita, que jamás puede justificarse por razón ninguna. Pensar o afirmar lo contrario equivale a opinar que se pueden dar en la vida humana situaciones tales que sea lícito no reconocer a Dios como Dios.
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2. Además hay razones de orden antropológico. Las enseñanzas de la Humanae vitae y de la Familiaris consortio encuentran justificación en el contexto de la verdad de la persona humana: en esta verdad tienen su fundamento dichas enseñanzas.
La conexión inseparable de que habla la Encíclica entre el significado unitivo y el significado procreador, inscritos en el acto conyugal, nos hace comprender que el cuerpo es parte constitutiva del hombre y pertenece al ser de su persona y no a su poseer. En el acto que expresa su amor conyugal, los esposos están llamados a hacer cada uno don de sí al otro, y nada de cuanto constituye su ser personal puede quedar excluido en esta donación. Escuchemos al respecto un texto sumamente profundo del Vaticano II: “Ille autem amor, utpote eminenter humanus, cum a persona in personam voluntatis affectu dirigatur, totius personae bonum complectitur... Talis amor, humana simul et divina consocians, coniuges ad liberum et mutuum sui ipsius donum... conducit” (Gaudium et spes, 49). “A persona in personam”, estas palabras tan sencillas expresan la verdad entera del amor conyugal, que es amor inter-personal. Un amor totalmente centrado en la persona, en el bien de la persona (totius personae bonum complectitur), en el bien constituido por el ser personal. Este bien es lo que los cónyuges se dan mutuamente (liberarum et mutuum sui ipsius donum). El acto contraceptivo introduce una limitación sustancial en el interior de esta donación recíproca y expresa el rechazo objetivo de dar cada uno al otro todo el bien de la feminidad o masculinidad. En una palabra, la contracepción contradice la verdad del amor conyugal.
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3. No se pueden ignorar las dificultades que encuentran los esposos para ser fieles a la ley de Dios; estas dificultades han sido objeto de vuestras reflexiones. Es preciso hacer todo lo posible para que los esposos reciban ayuda adecuada.
En primer lugar es necesario evitar que se “gradúe” la ley de Dios según las situaciones varias en que se encuentren los esposos. La norma moral nos revela el proyecto de Dios sobre el matrimonio, el bien entero del amor conyugal; querer limitar este proyecto es una falta de respeto a la dignidad del hombre. La ley de Dios es expresión de las exigencias de la verdad de la persona humana, el orden de la Sabiduría divina “quem si tenuerimus in hac vita, perducet ad Deum, et quem nisi tenuerimus in vita, non perveniemus ad Deum”, como dice San Agustín (De ordine, 1, 9, 27; CSEL 63, 139).
Cabe preguntarse, en efecto, si la confusión entre “graduación de la ley” y “ley de graduación” no encuentre acaso explicación en una escasa estima de la ley de Dios. Se opina que ésta no es apta para todo hombre ni toda situación, y se la quiere sustituir con un orden diferente del orden divino.
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4. En la ética cristiana hay una verdad central que debe recordarse en este momento. Hace unos días, en la liturgia de las Horas de la fiesta de la Natividad de María, leíamos: “La gracia es la que da vida a la ley y por esto es superior a la misma, y de la unión de ambas resulta un conjunto armonioso, conjunto que no hemos de considerar como una mezcla, en la cual, alguno de los dos elementos citados pierda sus características propias, sino como una transmutación divina, según la cual todo lo que habla de esclavitud en la ley se cambia en suavidad y libertad” (San Andrés de Creta, Discurso I: PG 97, 806).
El Espíritu donado a los creyentes escribe en nuestro corazón la ley de Dios y, por tanto, no se nos impone sólo desde fuera, sino que se nos da interiormente. Creer que existen situaciones en que de hecho, no es posible a los esposos ser fieles a todas las exigencias de la verdad del amor conyugal, equivale a olvidar el acontecimiento de gracia que caracteriza la Nueva Alianza, es decir, que la gracia del Espíritu Santo hace posible lo que no es posible al hombre abandonado a sus solas fuerzas. De modo que es preciso sostener a los esposos en su vida espiritual, invitarles a que recurran con frecuencia a los Sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía, para que estén retornando continuamente y convirtiéndose sin cesar a la verdad de su amor conyugal.
Todo bautizado, y por consiguiente también los esposos, está llamado a la santidad como enseñó el Vaticano II (cfr. Lumen gentium, 39). “In variis vitae generibus et officiis una sanctitas excolitur ab omnibus, qui a Spiritu Sancto aguntur, atque voci Patris oboedientes Deumque Patrem in spiritu et veritate adorantes, Christum pauperem, humilem, et crucem baiulantem sequuntur, ut gloriae Eius mereantur esse consortes” (núm. 41). Todos, incluidos los esposos, estamos llamados a la santidad, y ésta es una vocación que puede exigir incluso heroísmo. No hay que olvidarlo.
[DP (1983), 258]
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1. Con animo lieto vi accolgo al termine del vostro importante Convegno. Nel rivolgervi il mio cordiale saluto, desidero esprimere agli organizzatori del “Seminario di studio” vivo compiacimento per l’opportuna iniziativa, che vi ha raccolto a riflettere su uno dei punti essenziali della dottrina cristiana a riguardo del matrimonio. Durante questi giorni, infatti, avete cercato di riscoprire le ragioni di ciò che Paolo VI ha insegnato nella Lettera Enciclica “Humanae Vitae”, e che io stesso ho ripreso nell’Esortazione Apostolica “Familiaris Consortio”.
L’approfondimento delle ragioni di questo insegnamento è uno dei doveri più urgenti per chiunque sia impegnato nell’insegnamento dell’etica o nella pastorale familiare. Non è, infatti, sufficiente che esso sia fedelmente ed integralmente proposto, ma è necessario che ci si impegni altresì a mostrare quali sono le sue ragioni più profonde.
Esse sono, innanzi tutto, di ordine teologico. All’origine di ogni persona umana v’è un atto creativo di Dio: nessun uomo viene all’esistenza per caso; egli è sempre il termine dell’amore creativo di Dio. Da questa fondamentale verità di fede e di ragione deriva che la capacità procreativa, inscritta nella sessualità umana, è –nella sua verità più profonda– una co-operazione con la potenza creativa di Dio. E deriva anche che di questa stessa capacità l’uomo e la donna non sono arbitri, non sono padroni, chiamati come sono, in essa e attraverso ad essa, ad essere partecipi della decisione creatrice di Dio. Quando, pertanto, mediante la contraccezione, gli sposi tolgono all’esercizio della loro sessualità coniugale la sua potenziale capacità procreativa, essi si attribuiscono un potere che appartiene solo a Dio: il potere di decidere in ultima istanza la venuta all’esistenza di una persona umana. Si attribuiscono la qualifica di essere non i co-operatori del potere creativo di Dio, ma i depositari ultimi della sorgente della vita umana. In questa prospettiva, la contraccezione è da giudicare, oggettivamente, così profondamente illecita da non potere mai, per nessuna ragione, essere giustificata. Pensare o dire il contrario, equivale a ritenere che nella vita umana si possano dare situazioni nelle quali sia lecito non riconoscere Dio come Dio.
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2. Esistono, poi, ragioni di ordine antropologico. L’insegnamento della “Humanae Vitae” e della “Familiaris Consortio” si giustifica nel contesto della verità della persona umana: è questa verità che sta alla base di esso.
La connessione inscindibile, di cui parla l’Enciclica, fra il significato unitivo ed il significato procreativo, inscritti nell’atto coniugale, ci fa capire che il corpo è parte costitutiva dell’uomo, che esso appartiene all’essere della persona e non al suo avere. Nell’atto che esprime il loro amore coniugale, gli sposi sono chiamati a fare di se stessi dono l’uno all’altro: nulla di ciò che costituisce il loro essere persona può essere escluso da questa donazione. Ascoltiamo al riguardo un testo, di rara profondità, del Vaticano II: “Ille autem amor, utpote eminenter humanus, cum a persona in personam voluntatis affectu dirigatur, totius personae bonum complectitur... Talis amor, humana simul et divina consocians, coniuges ad liberum et mutuum sui ipsius donum... conducit” (1). “A persona in personam”: queste parole così semplici esprimono l’intera verità dell’amore coniugale, l’amore inter-personale. Un amore tutto incentrato sulla persona, sul bene della persona (totius personae bonum complectitur): sul bene che è l’essere personale. È questo bene che, i coniugi si donano reciprocamente (liberum et mutuum sui ipsius donum). L’atto contraccettivo introduce una sostanziale limitazione all’interno di questa reciproca donazione ed esprime un obiettivo rifiuto a donare all’altro, rispettivamente, tutto il bene della femminilità o della mascolinità. In una parola: la contraccezione contraddice la verità dell’amore coniugale.
1. Gaudium et spes, 49 [1965 12 07c/49].
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3. Non si possono ignorare le difficoltà che gli sposi incontrano per essere fedeli alla legge di Dio e queste difficoltà sono state oggetto della vostra riflessione. È necessario che si faccia quanto è possibile perchè i coniugi siano aiutati in modo adeguato.
È necessario, innanzi tutto, evitare di “graduare” la legge di Dio a misura delle varie situazioni in cui gli sposi si trovano. La norma morale ci rivela il progetto di Dio sul matrimonio, il bene intero dell’amore coniugale: voler ridurre tale progetto è una mancanza di rispetto verso la dignità dell’uomo. La legge di Dio esprime le esigenze della verità della persona umana; quell’ordine della Sapienza divina “quem si tenuerimus in hac vita”, come dice S. Agostino, “perducet ad Deum, et quem nisi tenuerimus in vita, non perveniemus ad Deum” (2).
Ci si può, in effetti, chiedere se la confusione fra la “gradualità della legge” e la “legge della gradualità” non abbia la sua spiegazione anche in una scarse stima per la legge di Dio. Si ritiene che essa non sia adatta per ogni uomo, per ogni situazione, e si vuole perciò sostituirvi un ordine diverso da quello divino.
2. S. AUGUSTINI, De Ordine, 1, 9, 27; CSEL 63, 139.
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4. C’è una verità centrale nell’etica cristiana, che a questo punto deve essere chiamata. Leggevamo alcuni giorni fa nella Liturgia delle Ore della Festa della Natività di Maria: “La legge fu vivificata dalla grazia e fu posta al suo servizio in una composizione armonica e feconda. Ognuna delle due conservò le sue caratteristiche senza alterazioni e confusioni. Tuttavia la legge, che prima costituiva un onere gravoso e una tirannia diventò, per opera di Dio, peso leggero e fonte di libertà” (3).
Lo Spirito, donato ai credenti, scrive nel nostro cuore la legge di Dio così che questa non è solo intimata dall’esterno, ma è anche e soprattutto donata all’interno. Ritenere che esistano situazioni nelle quali non sia di fatto possibile agli sposi essere fedeli a tutte le esigenze della verità dell’amore coniugale equivale a dimenticare questo avvenimento di grazia che caratterizza la Nuova Alleanza: la grazia dello Spirito Santo rende possibile ciò che all’uomo, lasciato alle sole sue forze, non è possibile. È necessario, pertanto, sostenere gli sposi nella loro vita spirituale, invitarli ad un frequente ricorso ai Sacramenti della Confessione e dell’Eucaristia per un ritorno continuo, una conversione permanente alla verità del loro amore coniugale.
Ogni battezzato, quindi anche gli sposi, è chiamato alla santità, come ha insegnato il Vaticano II (4): “In variis vitae generibus et officiis una sanctitas excolitur ab omnibus, qui a Spiritu Sancto aguntur, atque voci Patris oboedientes Deumque Patrem in spiritu et veritate adorantes, Christum pauperem, humilem, et crucem baiulantem sequuntur, ut gloriae Eius mereantur esse consortes” (5). Tutti, coniugi compresi, siamo chiamati alla santità ed è vocazione, questa, che può esigere anche l’eroismo. Non lo si deve dimenticare.
[Insegnamenti GP II, 6/2, 561-564]
3. S. ANDREAE CRETENSIS, Sermo I: PG 97, 806.
4. Cfr. Lumen gentium, 39.
5. Ibid., 41 [1964 11 21a/41].