[1149] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL AMOR, FECUNDO E INDISOLUBLE
De la Homilía en la Misa en la Jornada del Jubileo de las Familias, en la Plaza de San Pedro, 25 marzo 1984
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2. Queridos esposos, queridas familias cristianas; y todos vosotros, queridos hermanos y hermanas que formáis esta numerosa asamblea litúrgica: deseo invitaros hoy a la Fuente de agua viva, que es Jesucristo, el Redentor del mundo: Jesucristo, Esposo divino de la Iglesia, Esposa suya en la tierra.
La alianza del amor esponsal, en la que participan los esposos cristianos, está inscrita profundamente en el misterio de la Redención.
Ésta es un “gran Misterio” en Cristo y en la Iglesia.
Hoy, como Obispo de Roma, deseo invitar de modo particular a las parejas de esposos y a las familias aquí presentes y, por medio de ellas, a todos los esposos y a todas las familias de la Iglesia y del mundo
–a meditar, a la luz del misterio de la Redención, sobre la dignidad y la grandeza de la vocación de esposos y padres,
–y a renovar, en este Misterio divino, la gracia del Sacramento del matrimonio.
¡Que abran de par en par sus corazones y se inclinen hacia la Fuente de agua viva, que salta hasta la vida eterna!
El matrimonio es un gran sacramento, que en cierto sentido consagra al hombre y a la mujer como dispensadores del amor recíproco, y como colaboradores del Creador en la obra de la transmisión de la vida humana.
En el centro de la alianza sacramental de los esposos, gracias al poder redentor de Cristo, brota la Fuente de agua viva, tal como una vez brotó de la roca en el desierto. Esta agua que salta hasta la vida eterna.
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3. La liturgia de este domingo nos recuerda que en los lugares en los que Moisés hizo brotar agua de la roca, los hijos de Israel se oponían a Dios y “lo tentaban” diciendo: “¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?” (Éx 17, 7). Estos lugares fueron llamados “Masá y Meribá” (ib.).
Encontramos el eco de esta controversia y de esta protesta en el Salmo responsorial de la liturgia de hoy:
“Ojalá escuchéis hoy su voz: / ‘no endurezcáis el corazón como en Meribá, / como el día de Masá en el desierto, / cuando vuestros padres me pusieron a prueba / y me tentaron aunque ha bían visto mis obras’” (Sal 95/94, 8-9).
En la época contemporánea, la vida de la sociedad (quizás sobre todo en los países ricos y desarrollados) está llena de episodios y de acontecimientos que atestiguan la oposición a Dios, a sus planes de amor y de santidad, a sus mandamientos, por lo que se refiere a la esfera del matrimonio y de la familia.
Dice el Concilio Vaticano II: “La dignidad de esta institución no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecido por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación” (Gaudium et spes, 47).
Y la Exhortación Familiaris consortio, publicada en 1981 como fruto del Sínodo de los Obispos sobre el tema de la misión de la familia cristiana en el mundo contemporáneo, después de haber presentado los aspectos positivos de la situación en la que se encuentra la familia en el mundo de hoy, enumera los signos de preocupante degradación de algunos valores fundamentales: “una equivocada concepción teórica y práctica de la independencia de los cónyuges entre sí, las graves ambigüedades acerca de la relación de autoridad entre padres e hijos, las dificultades concretas que con frecuencia experimenta la familia en la transmisión de los valores, el número cada vez mayor de divorcios, la plaga del aborto, el recurso cada vez más frecuente a la esterilización, la instauración de una verdadera y propia mentalidad anticoncepcional” (núm. 6).
Así se puede decir que a través de la civilización contemporánea pasa una vasta ola de discordia con el Creador mismo y con Cristo-Redentor: la discusión sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, la discordia sobre la santidad e inviolabilidad de la vida humana, las controversias sobre la esencia misma de la libertad de la dignidad y del amor del hombre.
Y se puede decir que la humanidad contemporánea, como en otro tiempo los hijos de Israel en Masá y en Meribá, “tienta” a Dios y “lo pone a prueba” en este campo fundamental, aunque –más que en otras épocas– “ve las obras” de Dios.
“La humanidad, pues, tienta al Señor” (cfr. Éx 17, 7), y con el modo de actuar de cada persona, de los matrimonios rotos, de las familias destruidas, de los niños privados de la vida aun antes de nacer y, finalmente, con la voz de la legislación permisiva y de la costumbre, parece preguntar: “¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?”.
“Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis el corazón, como en Meribá”.
Escuchemos esta voz que pasa a través de la cruz de Cristo y su pasión. Esta voz no juzga a los hombres desilusionados y desdichados, sino que solamente llama con su propio nombre lo que está mal.
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4. Cristo pide a la samaritana agua del pozo de Jacob, y luego, mientras le habla del agua viva, la misma mujer le responde: “dame esa agua” (Jn 4, 15).
Y entonces –¡de qué manera tan expresiva!– comienza el siguiente coloquio:
Jesús: “Anda, llama a tu marido y vuelve” (ib. v. 16).
La samaritana: “No tengo marido” (ib. v. 17).
Jesús: “Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho verdad” (ib. vv. 17-18).
La samaritana: “Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén” (ib. vv. 19-20).
Jesús: “Créeme, mujer: se acerca la hora... en que los que quieren dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad” (ib. vv. 21. 23-24).
Jesús habla con la samaritana, con una mujer divorciada varias veces, con una mujer adúltera. Pero indirectamente habla también con cada uno de aquellos hombres que, a pesar de lo que “al principio” había sido establecido por Dios, la habían tomado por mujer, aunque había sido la mujer de otro.
Jesús, en el coloquio con esta mujer –a la que quizá se le había hecho mal– está lleno de amor y de comprensión. Sin embargo, proclama la verdad. Toca la conciencia. La conciencia es la voz de la verdad. Jesús guía a la samaritana hacia la verdad sobre el amor que debe unir al hombre y a la mujer en el matrimonio.
La Encíclica Humanae vitae (cfr. núm. 9) afirma que este amor, es decir, el amor conyugal, es ante todo amor plenamente humano, o sea, sensible y espiritual; no un simple impulso de instinto y sentimiento, sino también y principalmente, un acto de la voluntad libre. Es además, amor total, lo cual significa una forma del todo especial de amistad personal, en la que los esposos comparten generosamente todo, sin reservas indebidas y cálculos egoístas. Es también amor fiel y exclusivo hasta la muerte; una fidelidad que puede ser a veces difícil, pero que es siempre posible, siempre noble y meritoria, cosa que nadie puede negar. Es finalmente amor fecundo, que no se agota todo en la comunión entre los cónyuges, sino que está destinado a prolongarse, suscitando nuevas vidas. Ésta es la verdad acerca del amor matrimonial, expresada por el Magisterio para nuestro tiempo.
Y Jesús dice que solamente en la verdad el hombre es un verdadero adorador de Dios. Sólo en la verdad del amor matrimonial el marido y la mujer adoran a Dios “en espíritu y verdad”.
Queridos hermanos y hermanas: Tratemos de transferir esta conversación de Cristo con la samaritana a la dimensión de nuestro tiempo. Pongámosla en el centro de nuestra asamblea eucarística.
¿Qué quiere decir renovar la gracia del sacramento del matrimonio? Quiere decir volver a encontrar la verdad sobre el amor de los esposos y de los padres, que tiene su origen en Dios Creador y su definitivo sello sacramental en el Redentor del mundo. Significa acoger esta verdad, aceptarla con el corazón y con la conciencia, hacer de ella la medida de la vida.
Queridos esposos: ¿qué fuerza tiene esta verdad en vuestra vida? El día de vuestro matrimonio os habéis prometido recíprocamente un amor verdadero y total, sin limitaciones ni restricciones. ¿Queréis volver a encontrar hoy la verdad, la pureza de aquel amor? Lo podréis hacer, si sabéis hallar la gracia que Dios os ofrece siempre en el sacramento. Y hallaréis esa gracia, día tras día, si sabéis orar con fe. Orar juntos en la intimidad de la familia. He ahí una consigna que el Papa os deja en este encuentro jubilar. Gracias a la oración asidua y fervorosa, vosotros no perderéis nunca la verdad acerca de vuestro amor.
La Iglesia enseña esta verdad de generación en generación. La enseña en nuestra época mediante la Casti connubii, la Gaudium et spes, la Humanae vitae y la Familiaris consortio.
Es una verdad exigente, como es exigente todo el Evangelio. Sin embargo, todo lo que ella exige, sirve para el bien del hombre, para el bien del hombre entendido auténticamente. Sirve para su dignidad. Sirve para el amor. Sirve para la gloria de Dios, porque la gloria de Dios consiste en que el hombre viva de acuerdo con la verdad y el amor.
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5. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5, 5).
De esto nos habla el misterio de la Redención.
De esto nos habla el Año Jubilar de la Redención.
“Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo... murió por nosotros” (ib. v. 8).
Peregrinamos hacia este amor como al manantial del agua viva. Nos encontramos aquí reunidos, ante el sepulcro de San Pedro: esposos y esposas, padres e hijos, matrimonios, familias, todos nosotros, que deseamos adorar al Padre en espíritu y en verdad.
Todos deseamos vencer la tentación, con la que el mundo actual “tienta” al Creador y al Redentor, lo “pone a prueba” diciendo “¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?” “¿Somos su sacramento en Jesucristo? ¿O bien la única dimensión y el sentido de nuestra vida son la temporalidad, la “mundanidad” y la libertad desenfrenada del “hombre” sensual?
Queremos vencer esta tentación. Día a día, año tras año, para toda la vida. Deseamos vencerla con el poder de Cristo: con el amor con el que Él nos ha amado. Deseamos –por Él, con Él y en Él– adorar al Padre en espíritu y verdad.
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha “dado” en el Sacramento de la Iglesia.
Oremos juntos por la victoria de este amor en cada uno de nosotros, en cada matrimonio, en cada familia.
De esta victoria depende el futuro de toda la familia humana.
La Iglesia la pide sin cesar, rezando como hemos hecho durante el Sínodo de los Obispos del año 1980 relativo a la misión de la familia cristiana en el mundo actual.
Oh Dios, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra; Padre, que eres Amor y Vida, haz que cada familia humana sobre la tierra se convierta, por medio de tu Hijo Jesucristo, “nacido de mujer”, y mediante el Espíritu Santo, fuente de caridad divina, en verdadero santuario de la vida y del amor para las generaciones que siempre se renuevan.
Haz que tu gracia guíe los pensamientos y las obras de los esposos hacia el bien de sus familias y de todas las familias del mundo.
Haz que las jóvenes generaciones encuentren en la familia un fuerte apoyo para su humanidad y su crecimiento en la verdad y en el amor.
Haz que el amor, corroborado por la gracia del sacramento del matrimonio, se demuestre más fuerte que cualquier debilidad y cualquier crisis, por las que a veces pasan nuestras familias.
Haz finalmente, te lo pedimos por intercesión de la Sagrada Familia de Nazaret, que la Iglesia en todas las naciones de la tierra pueda cumplir fructíferamente su misión en la familia y por medio de la familia.
Por Cristo nuestro Señor, que es el camino, la verdad y la vida, por los siglos de los siglos. Amén.
[DP (1984), 88]
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2. Cari Sposi, e care Famiglie cristiane; e voi tutti cari fratelli e sorelle che formate questa numerosa assemblea liturgica, desidero oggi invitarvi alla Fonte di acqua viva, che è Gesù Cristo, il Redentore del mondo: Gesù Cristo, Sposo Divino della Chiesa, sua Sposa in terra.
L’alleanza dell’amore sponsale, alla quale partecipano gli sposi cristiani, è inscritta profondamente nel mistero della Redenzione.
Essa è un “grande Mistero” in Cristo e nella Chiesa.
Oggi, come Vescovo di Roma, desidero invitare in modo particolare le coppie di sposi e le famiglie qui presenti e, per mezzo loro, tutti gli sposi e tutte le famiglie nella Chiesa e nel mondo
–a meditare, alla luce del mistero della Redenzione, sulla dignità e la grandezza della vocazione di sposi e di genitori,
–e a rinnovare, in questo Mistero Divino, la grazia del Sacramento del Matrimonio.
Vogliano spalancare i loro cuori a chinarsi sulla Fonte di acqua viva, zampillante per la vita eterna!
Il matrimonio è un grande sacramento, che in un certo senso consacra l’uomo e la donna come dispensatori del reciproco amore, e come collaboratori del Creatore nell’opera della trasmissione della vita umana.
Al centro dell’alleanza sacramentale degli sposi, grazie alla potenza redentiva di Cristo, sgorga la Sorgente di acqua viva, così come una volta sgorgò dalla roccia nel deserto. Quest’acqua zampillante per la vita eterna.
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3. La liturgia dell’odierna domenica ci ricorda che sui luoghi, nei quali Mosè fece uscire l’acqua dalla roccia, i figli di Israele si opponevano a Dio e “lo mettevano alla prova” dicendo: “Il Signore è in mezzo a noi sì o no?” 6. Questi luoghi sono stati chiamati “Massa e Meriba” (7).
Troviamo l’eco di questa controversia e di questa protesta nel salmo responsoriale dell’odierna liturgia:
“Ascoltate oggi la sua voce: non indurite il cuore, / come a Meriba, / come nel giorno di Massa nel deserto, / dove mi tentarono i vostri padri: / mi misero alla prova, / pur avendo visto le mie opere” (8).
Nell’epoca contemporanea, la vita delle società (forse soprattutto nei paesi ricchi e sviluppati) è costellata di episodi e di eventi, che testimoniano l’opposizione a Dio, ai suoi piani di amore e di santità, ai suoi comandamenti, per quanto concerne la sfera del matrimonio e della famiglia.
Dice il Concilio Vaticano II: “La dignità di questa istituzione non brilla dappertutto con identica chiarezza, poichè è oscurata dalla poligamia, dalla piaga del divorzio, dal cosiddetto libero amore e da altre deformazioni; l’amore coniugale è molto spesso profanato dall’egoismo, dall’edonismo e dalle pratiche illecite contro la generazione” (9).
E l’esortazione “Familiaris Consortio”, pubblicata nel 1981 come frutto del Sinodo dei Vescovi sul tema del matrimonio e della famiglia nella missione della Chiesa contemporanea, dopo aver presentato gli aspetti positivi della situazione, in cui versa la famiglia nel mondo d’oggi, enumera i segni di preoccupante degradazione di alcuni valori fondamentali: “Una errata concezione teorica e pratica dell’indipendenza dei coniugi fra di loro; le gravi ambiguità circa il rapporto di autorità fra genitori e figli; le difficoltà concrete, che la famiglia spesso sperimenta nella trasmissione dei valori; il numero crescente dei divorzi; la piaga dell’aborto; il ricorso sempre più frequente alla sterilizzazione; l’instaurarsi di una vera e propria mentalità contraccettiva” (10).
Così dunque si può dire, che attraverso la civiltà contemporanea passa una vasta onda di questo dissidio col Creatore stesso e con Cristo-Redentore: la messa in discussione dell’unità ed indissolubilità del matrimonio, il dissidio sulla santità ed inviolabilità della vita umana, le controversie sull’essenza stessa della libertà, della dignità e dell’amore dell’uomo.
E si può dire che l’umanità contemporanea, come una volta i figli di Israele a Massa e a Meriba, “tenta” Dio e “lo mette alla prova” in questo campo fondamentale, anche se –più che in altre epoche– “vede le opere” di Dio.
“L’umanità dunque mette alla prova il Signore” (11), e col modo d’agire delle singole persone, dei matrimoni infranti, delle famiglie distrutte, dei bambini privati della vita ancora prima di nascere e, infine, con la voce della legislazione permissiva e del costume, sembra porre la domanda: “Il Signore è in mezzo a noi sì o no?”
“Ascoltate oggi la sua voce: Non indurite il cuore, come a Meriba!”.
Ascoltiamo questa voce che passa attraverso la Croce di Cristo e la sua Passione. Questa voce non giudica gli uomini delusi e infelici, ma soltanto chiama col proprio nome ciò che è male.
6. Ex. 17, 7.
7. Ibid.
8. Ps. 95 (94), 8-9.
9. Gaudium et spes, 47 [1965 11 22c/47].
10. IOANNIS PAULI PP. II, Familiaris consortio, 6 [1981 11 22/6].
11. Cfr. Ex. 17, 7.
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4. Cristo chiede alla Samaritana l’acqua del pozzo di Giacobbe, e poi, mentre le parla dell’acqua della vita, la stessa donna gli risponde: “Dammi di quest’acqua” (12).
E allora –quanto espressivo! –ha inizio il seguente colloquio:
Gesù: “Va’ a chiamare il tuo marito e poi ritorna” (13).
Samaritana: “Non ho marito” (14).
Gesù: “Hai detto bene ‘non ho marito’; infatti hai avuto cinque mariti e quello che hai ora non è tuo marito; in questo hai detto il vero” (15).
Samaritana: “Signore, vedo che tu sei un profeta. I nostri padri hanno adorato Dio sopra questo monte e voi dite che è Gerusalemme il luogo in cui bisogna adorare” (16).
Gesù: “Credimi, donna: è giunto il momento ed è questo, in cui i veri adoratori adoreranno il Padre in spirito e verità; perchè il Padre cerca tali adoratori. Dio è spirito, e quelli che lo adorano devono adorarlo in spirito e verità” (17).
Gesù parla con la Samaritana: con una donna più volte divorziata, con una donna adultera. Ma, indirettamente parla anche con ciascuno di quegli uomini, i quali, nonostante ciò che “al principio” era stato stabilito da Dio, l’avevano presa in moglie, anche se era già stata moglie di un altro.
Gesù nel colloquio con questa donna –alla quale forse era stato fatto torto– è pieno di amore e di comprensione. Ciò nonostante, raggiunge la verità stessa. Tocca la stessa coscienza. La coscienza è la voce della verità. Gesù guida la Samaritana alla verità su quell’amore, che dovrebbe unire l’uomo e la donna nel matrimonio.
L’enciclica “Humanae Vitae” (18) afferma che questo amore, cioè l’amore coniugale, è prima di tutto amore pienamente umano, vale a dire sensibile e spirituale; non semplice trasporto di istinto e di sentimento, ma anche e principalmente atto della volontà libera. È poi amore totale, vale a dire una forma tutta speciale di amicizia personale, in cui gli sposi generosamente condividono ogni cosa, senza indebite riserve e calcoli egoistici. È ancora amore fedele ed esclusivo fino alla morte; fedeltà che può talvolta essere difficile, ma che sia sempre possibile e sempre nobile e meritoria, nessuno lo può negare. È infine amore fecondo, che non si esaurisce tutto nella comunione tra i coniugi, ma è destinato a continuarsi, suscitando nuove vite. Questa è la verità sull’amore matrimoniale, espressa per il nostro tempo dal Magistero.
E Gesù dice che solo nella verità l’uomo è un vero adoratore di Dio. Solo nella verità dell’amore matrimoniale marito e moglie adorano Dio “in spirito e verità”.
Cari Fratelli e Sorelle! Trasferiamo questa conversazione di Cristo con la Samaritana nella dimensione dei nostri tempi. Poniamola al centro della nostra assemblea eucaristica!
Che cosa vuol dire: rinnovare la grazia del Sacramento del Matrimonio? Vuol dire: ritrovare la verità sull’amore degli sposi e dei genitori, che ha il suo inizio in Dio Creatore e il suo definitivo sigillo sacramentale nel Redentore del mondo. Significa: Accogliere questa verità; accettarla col cuore e con la coscienza; fare di essa la misura della vita!
Cari spossi, quale forza ha questa verità nella vostra vita? Nel giorno del matrimonio voi vi siete reciprocamente promesso un amore vero e totale, senza limitazioni né restrizioni. Volete oggi ritrovare la verità, la purezza di quell’amore? Lo potrete, se saprete ritrovare la grazia che Dio sempre vi offre nel Sacramento. E questa grazia saprete ritrovare giorno dopo giorno, se saprete pregare con fede. Pregare insieme nell’intimità della famiglia, ecco la consegna che il Papa vi lascia in questo incontro giubilare. Grazie alla preghiera assidua e fervorosa voi non smarrirete mai la verità sul vostro amore.
La Chiesa insegna questa verità di generazione in generazione. La insegna nella nostra epoca con la “Casti Connubii”, con la “Gaudium et Spes”, con la “Humanae Vitae”, con la “Familiaris Consortio”.
È una verità esigente, così come è esigente tutto il Vangelo. Tuttavia, ciò che essa esige, serve al bene dell’uomo, al bene dell’uomo inteso autenticamente. Serve la sua dignità. Serve l’amore. Serve la gloria di Dio: perchè la gloria di Dio è che l’uomo viva di verità e d’amore.
12. Io. 4, 15.
13. Io. 4, 16.
14. Ibid. 4, 17.
15. Ibid. 4, 17-18.
16. Ibid. 4, 19-20.
17. Ibid. 4, 21. 23-24.
18. Cfr. PAULI VI, Humanae vitae, 9 [1968 07 25/9].
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5. “L’amore di Dio è stato riversato nei nostri cuori per mezzo dello Spirito Sancto che ci è stato dato” (19).
Di questo ci parla il mistero della Redenzione.
Di questo ci parla l’Anno Giubilare della Redenzione: “Dio dimostra il suo amore verso di noi perchè... Cristo è morto per noi” (20).
Pellegriniamo verso quest’amore come alla sorgente dell’acqua viva. Siamo qui riuniti, presso il sepolcro di San Pietro: mariti e mogli, genitori e figli, coppie di sposi, famiglie, tutti noi che desideriamo adorare il Padre in spirito e verità.
Tutti desideriamo vincere la tentazione, con la quale il mondo di oggi “tenta” il Creatore e il Redentore, lo “mette alla prova” dicendo: “Il Signore è in mezzo a noi sì o no?”. Siamo il suo Sacramento in Gesù Cristo? Oppure l’unica dimensione e il senso della nostra vita sono la temporaneità, la “mondanità” e la sfrenata libertà dell’“uomo” sensuale?
Vogliamo vincere questa tentazione. Di giorno in giorno, di anno in anno, per tutta la vita. Desideriamo vincerla nella potenza di Cristo: per l’amore con il quale Egli ci ha amati! Desideriamo –per Lui, con Lui e in Lui– adorare il Padre in spirito e verità.
L’amore di Dio è stato riversato nei nostri cuori per mezzo dello Spirito che ci è stato “dato” nel Sacramento della Chiesa.
Preghiamo insieme per la vittoria di quest’amore in ognuno di noi: in ogni coppia di sposi, in ogni famiglia.
Da questa vittoria dipende il futuro dell’intera famiglia umana. La Chiesa incessantemente la chiede, pregando come abbiamo fatto durante il Sinodo dei Vescovi del 1980 concemente i compiti della famiglia cristiana nel mondo di oggi:
“Dio, dal quale proviene ogni paternità in cielo e in terra, / Padre, che sei Amore e Vita, / fa’ che ogni famiglia umana sulla terra diventi, / mediante il Tuo Figlio, Gesù Cristo, “nato da Donna”, / e mediante lo Spirito Santo, sorgente di divina carità, / un vero santuario della vita e dell’amore / per le generazioni che sempre si rinnovano. / Fa’ che la tua grazia guidi i pensieri e le opere dei coniugi / verso il bene delle loro famiglie / e di tutte le famiglie del mondo. / Fa’ che le giovani generazioni trovino nella famiglia un forte sostegno / per la loro umanità e la loro crescita nella verità e nell’amore. / Fa’ che l’amore, rafforzato dalla grazia del Sacramento del Matrimonio, / si dimostri più forte di ogni debolezza e di ogni crisi, / attraverso le quali, a volte, passano le nostre famiglie. / Fa’, infine, te lo chiediamo per intercessione della Sacra Famiglia di Nazaret, / che la Chiesa in mezzo a tutte le nazioni della terra / possa compiere fruttuosamente la sua missione / nella famiglia e mediante la famiglia. / Per Cristo nostro Signore, / che è la via, la verità e la vita / nei secoli dei secoli. Amen”.
[Insegnamenti GP II, 7/1, 767-773]
19. Rom. 5, 5.
20. Ibid. 5, 8.