[1150] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA FIDELIDAD, SUSTRATO DE LA EXISTENCIA MATRIMONIAL Y HUMANA
Discurso Ho ascoltato, en el Encuentro con las Familias, 25 marzo 1984
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Queridísimos hermanos y hermanas:
1. He escuchado con viva atención los testimonios que algunos de vosotros han traído a esta Sala y, además, he seguido con interés la representación dramática de algunas páginas de un antiguo trabajo literario mío. Al expresaros sincera gratitud por el intenso momento de comunión que se me ha permitido vivir hoy con vosotros, os saludo a todos cordialmente.
Este encuentro tiene un puesto particular en la economía del Año Jubilar de la Redención. ¿Acaso no es éste un año de conversión y de reconciliación? Pues bien, la familia cristiana es el “lugar” donde el ser humano está llamado a tener una experiencia singularmente profunda de lo que significa “existencia reconciliada” con los propios semejantes, gracias a la reconci liación personal con Dios. En un mundo dramáticamente dividido por tensiones de todo género, como es el nuestro, aparece muy importante la invitación a la comprensión recíproca, que puede venir de las familias cristianas, en las cuales se vive con gozosa coherencia la experiencia renovada cada día de la reconciliación.
Quiero repetiros, pues, esposos cristianos, la vibrante exhortación del Apóstol Pablo: “Os lo pedimos por Cristo: dejaos reconciliar con Dios” (2 Cor 5, 20). Se trata de una exhortación en la que, realmente, resuena una triple invitación: Dejaos reconciliar con el Dios del principio: esto es, reconciliaos con el pasado. Dejaos reconciliar con el Dios de la esperanza: reconciliaos con vuestro futuro. Dejaos reconciliar con el Dios del amor: reconciliaos con vuestro presente.
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2. Dejarse reconciliar con el Dios del principio. No hemos sido nosotros quienes hemos puesto el comienzo. Ha sido Él quien nos ha creado. Tenemos que recibirnos de su mano. Muchos hombres de nuestro tiempo no quieren aceptar ya este hecho: ser tal como son, es decir, con ciertas características, con una cierta prehistoria, en una cierta hora del mundo, en una cierta situación social y cultural. Decir sí a mí mismo; decir sí al hecho de que Dios me hace vivir aquí y ahora, así y no de modo diverso; decir sí a mis limitaciones, pero decir también sí al tú, al prójimo, al hecho de que él ha sido creado por Dios así: todo esto forma parte inevitablemente de nuestro sí a Dios.
Con el pecado original el hombre retiró este sí a su principio, tratando de existir a partir de cero y no de Dios. Pero Dios no ha retirado su sí. Continuó siendo el Dios del principio, y en Jesucristo nos ha dado un nuevo comienzo. En Jesús asumió la naturaleza humana, sufrió hasta el fondo el pasado equivocado que el hombre mismo se creó para sí, compartiendo su situación hasta sentir el abandono de Dios en la cruz. Así superó este pasado, transformándolo en un nuevo principio.
Por esto, vivir reconciliados significa aceptar y ser fiel a ese sí que en un tiempo fue pronunciado en relación con nosotros, y significa aceptar y ser fieles a ese sí que en un tiempo hemos pronunciado ante Dios. Quien tiene el valor de dejar que este sí de Dios y el propio sí a Dios sean más fuertes que toda experiencia negativa, quien está dispuesto a superar siempre de nuevo en la reconciliación con Dios y con el prójimo su infidelidad a este sí, sólo ése está reconciliado con la propia existencia.
Es un error profundo pensar que realice más a la persona la aventura de partir siempre nuevamente de cero, el poder cambiar el propio partner cuando se quiera, en vez de ser fiel –incluso en medio de las dificultades– a ese sí que se pronunció una vez. Quien retira el sí que pronunció antes, quien retira la fidelidad entonces prometida, quien retira el amor donado una vez, se arranca a sí mismo de los fundamentos en los que está anclada su vida. Ya no tiene patria y es arrastrado a una caída sin fin, que en el primer momento podrá resultar lisonjera, pero que desemboca inevitablemente en la alienación del propio ser, en la pérdida de la propia identidad, en la destrucción de sí.
La fidelidad al propio principio –que significa fidelidad al partner que he aceptado ante Dios y fidelidad a mí mismo que he pronunciado este sí, fidelidad que prescinde de cómo haya yo evolucionado y de cómo me haya realizado, o no, fidelidad al tú tal como es, prescindiendo de cómo este tú haya evolucionado–, esta fidelidad es la estructura en la que se apoya no sólo el matrimonio y la familia, sino la misma existencia humana, garantía de la fiabilidad y del orden sin los cuales la humanidad se precipitaría.
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3. Luego, hay que dejarse reconciliar con el Dios de la esperanza: esto es, reconciliarse con el propio futuro. Muchos son los interrogantes que se os plantean: ¿tendrá la humanidad, también mañana, de qué vivir, o el egoísmo y la explotación destruirán los recursos de la vida en nuestro planeta? ¿Prevalecerá el espíritu de la reconciliación y del amor sobre el espíritu del egoísmo y de la afirmación de sí, capaces de empujar a la humanidad a catástrofes desastrosas?
En un mundo organizado cada vez más perfectamente, pero también cada vez más manipulado, en un mundo de bienestar y del consumo, se nos pregunta si tiene sentido todavía vivir en él, o si ese mundo, en cambio, no hace más que dar vueltas en el vacío, reducirse a nada y, por lo mismo, cerrarse a toda perspectiva futura.
Quien no tiene el valor de afrontar el futuro, tampoco tiene el valor de dar vida a un nuevo futuro. La “antilife-mentality”, tan difundida en nuestros días, camina a la par con el repliegue sobre la pequeña felicidad del momento, sobre las amistades cerradas en sí mismas, con un partner que nos comprenda y nos consuele al menos por el espacio de un momento. Pero precisamente así es como el mundo no puede progresar, precisamente así es como comprometemos el futuro mismo del hombre, precisamente así es como provocamos esas involuciones de las que queremos huir.
El que cree puede decir sí a un porvenir que no dependa sólo de las perspectivas futuras, por muy grandes que sean, contempladas externamente, porque cree en ese Dios que nos ha abierto el gran futuro –ése que nadie nos podrá quitar– precisamente en la catástrofe de la cruz. Cree en el Dios que no preservó a Jesús de la muerte, pero que lo resucitó de entre los muertos, y por esto, tiene el valor de aceptar y plasmar el futuro finito de este mundo. Sabe que merece la pena invertir, en este mundo, esa medida de amor que va más allá de un cálculo puramente racional acerca de nuestras perspectivas de porvenir. Sólo quien cree en el futuro más grande de Dios tendrá el valor de afrontar el futuro finito del mundo y tendrá la fuerza de disipar las sombras que pesan sobre este futuro.
Allí donde nosotros palpamos nuestras limitaciones, allí donde nos sentimos finitos, allí está Dios en el principio. ¡Fiémonos de su comienzo siempre nuevo! ¡Construyamos su futuro!
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4. Finalmente, hay que reconciliarse con el Dios del amor: esto es, reconciliarse con el propio presente. Dirían muchos: ciertamente queremos decir sí al Dios del principio, queremos decir sí al Dios de la esperanza, pero lo que nos resulta difícil vivir es el presente. Es ahora cuando ya no nos comprendemos, ahora sentimos lo arduo que resulta volver a encontrar la armonía perdida, ahora se nos derrumban las esperanzas de otro tiempo, ahora no logramos hacer frente a deberes y exigencias.
Comprendo bien estas dificultades. Si todo dependiese sólo de vosotros, ciertamente tendríais razón. Pero no estáis solos, no tenéis que afrontar vuestra vida solos. Hay Alguien que comparte vuestro camino. El nombre de Dios es Emmanuel: “Dios-con-nosotros”. Él que se sacrificó en la cruz, Él que en la cruz se halló inmerso en la oscuridad del abandono y de la muerte, ha resucitado y, atravesando puertas cerradas, se hace presente en medio de los suyos y les dice: “Paz a vosotros” (cfr. Jn 20, 19). El Dios-con-nosotros, Cristo resucitado, camina con su pueblo y, en él, con cada una de las familias, las cuales, “mediante el mutuo afecto de sus miembros y la oración en común dirigida a Dios, se ofrecen como santuario doméstico de la Iglesia” (cfr. Apostolicam actuositatem, 11).
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5. A este propósito quisiera que vosotros, los que participáis en esta jornada jubilar, regresarais a vuestras casas con esta convicción profunda: tenemos que orar en familia cada día; tenemos la responsabilidad primaria de enseñar a nuestros hijos a orar, convencidos de que “un elemento fundamental e insustituible de la educación para la plegaria es el ejemplo concreto, el testimonio vivo de los padres” (Familiaris consortio, 60, 2).
Efectivamente, la familia cristiana encuentra y consolida su identidad en la oración. Esforzaos por hallar cada día un tiempo para dedicarlo juntos a hablar con el Señor y a escuchar su voz. ¡Qué hermoso resulta que en una familia se rece, al atardecer, aunque sea una sola parte del Rosario!
Una familia que reza unida, se mantiene unida; una familia que ora, es una familia que se salva.
¡Actuad de manera que vuestras casas sean lugares de fe cristiana y de virtud, mediante la oración rezada todos juntos!
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6. Queridos esposos, queridas familias: Os habéis prometido el amor de Cristo, os pertenecéis en este amor de Cristo. No es sólo obligación, no es sólo un ideal lejano, es presente. Cuando os unís en el Señor, cuando oráis juntos, cuando os abandonáis cada vez más en sus manos, cuando vais siempre de nuevo uno al encuentro del otro, perdonándoos mutuamente como Él os quiere perdonar, cuando en el momento presente decís sí a su voluntad, cuando en el presente le invocáis y le pedís: Sé Tú más fuerte en nosotros y entre nosotros de lo que nosotros lo somos, entonces Él cumplirá su promesa y os dirá: “No temáis. Soy Yo” (cfr. Mc 6, 50); entonces Él se hará presente en medio de vosotros (cfr. Mt 18, 20); entonces podréis experimentar en vuestra situación particular lo que Él ha prometido a la Iglesia y a sus discípulos en general: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 20). El Dios del amor está con vosotros. Está en medio de vosotros a través de su Hijo. Jesucristo alienta sobre vosotros y os comunica su Espíritu (cfr. Jn 20, 22), a fin de que seáis, en el Espíritu, testigos de la redención.
Caminad, pues, en el amor, sostenidos por la esperanza. Estáis llamados a ser otras tantas iglesias domésticas para llevar a todas partes la luz de la única Iglesia universal: en las situaciones más diversas, en las dudas y en los afanes de este mundo. Por medio de vosotros quiere hacerse presente la luz de una nueva esperanza, la fuerza de un nuevo principio, la potencia del amor divino. Y de este modo, el Año Santo que tiende a su fin, no se concluirá, sino que se abrirá a una nueva época que vive de la reconciliación que nos ha dado Dios. Que os acompañe mi Bendición.
[DP (1984), 89]
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Carisimi Fratelli e Sorelle:
1. Ho ascoltato con viva attenzione le testimonianze che alcuni di voi hanno portato in quest’Aula ed ho seguito, altresì, con interesse la drammatizzazione di alcune pagine di un mio antico lavoro letterario. Nell’esprimere sincera gratitudine per l’intenso momento di comunione che mi è stato dato di vivere oggi con voi, a tutti rivolgo un saluto cordiale.
Quest’incontro ha una sua particolare collocazione nell’economia dell’Anno Giubilare della Redenzione. Non è forse, questo, un Anno di conversione e di riconciliazione? Ebbene, la famiglia cristiana è il “luogo”, nel quale l’essere umano è chiamato a fare un’esperienza singolarmente profonda di ciò che significa “esistenza riconciliata” con i propri simili grazie alla personale riconciliazione con Dio. In un mondo drammaticamente diviso da tensioni di ogni genere, com’è il nostro, appare molto importante l’invito alla reciproca comprensione, che può venire dalle famiglie cristiane nelle quali si vive con gioiosa coerenza l’esperienza ogni giorno rinnovata della rinconciliazione.
Voglio quindi oggi ripetere a voi, sposi cristiani, la vibrante esortazione dell’apostolo Paolo: “Vi supplichiamo in nome di Cristo: lasciatevi riconciliare con Dio” (1). È un’esortazione nella quale echeggia, in realtà, un triplice invito: Lasciatevi riconciliare col Dio dell’inizio, e cioè riconciliatevi col vostro passato. Lasciatevi riconciliare col Dio della speranza: riconciliatevi col vostro futuro. Lasciatevi riconciliare col Dio dell’amore: riconciliatevi col vostro presente.
1. 2 Cor. 5, 20.
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2. Lasciarsi riconciliare col Dio dell’inizio. Non siamo stati noi a porre l’inizio. È stato lui a crearci. Dobbiamo riceverci dalla sua mano. Molti uomini del nostro tempo non vogliono più accettare questo fatto: di essere così come sono, cioè con certe caratteristiche, con una certa pre-istoria, in una certa ora del mondo, in una certa situazione sociale e culturale. Dire di sì a me stesso; dire di sì al fatto che Dio mi fa vivere qui ed ora, così e non in modo diverso; dire di sì ai miei limiti, ma anche dire di sì al tu, al prossimo, al fatto che egli è stato creato da Dio così: tutto questo fa inevitabilmente parte del nostro sì a Dio.
Nel peccato originale l’uomo ha ritirato questo sì al suo inizio, cercando di esistere partendo da zero e non da Dio. Ma Dio non ha ritirato il suo sì. È rimasto il Dio dell’inizio ed in Gesù Cristo ci ha donato un nuovo inizio. Ha assunto in Gesù la natura umana, ha sofferto fino in fondo il passato sbagliato che l’uomo stesso si era creato, condividendone la situazione fino a sentire l’abbandono di Dio in Croce. Ha così superato questo passato, trasformandolo in nuovo inizio.
Vivere riconciliati significa perciò accettare ed essere fedeli a quel sì che un tempo è stato pronunciato nei nostri confronti e significa accettare ed essere fedeli a quel sì che un tempo abbiamo pronunciato di fronte a Dio. Chi ha il coraggio di lasciare che questo sì di Dio e il proprio sì a Dio saiano più forti di ogni esperienza negativa, chi è disposto a superare sempre di nuovo nella riconciliazione con Dio e col prossimo il suo venir meno a questo sì, solo questi è riconciliato con la propria esistenza.
È profondamente errato pensare che s’a più realizzante come persona l’avventura di partire sempre di nuovo da zero, il poter cambiare il proprio partner quando lo si voglia, anzichè esser fedele –pur in mezzo alle difficoltà–, a quel sì che si è pronunciato una volta. Chi ritira il sì che ha pronunciato un tempo, chi ritira la fedeltà allora promessa, chi ritira l’amore un tempo donato, strappa se stesso dalle fondamenta alle quali è ancorata la sua vita. Non ha più patria e viene trascinato in una caduta senza fine, che in un primo momento potrà lusingare, ma che sbocca inevitabilmente nell’alienazione del propio essere, nella perdita della propria identità, nella distruzione di sè.
La fedeltà al propio inizio –che significa fedeltà al partner che ho accettato di fronte a Dio e fedeltà a me stesso che ho pronunciato questo sì, fedeltà che prescinde da come io mi sia evoluto e da quanto io mi sia realizzato o meno, fedeltà al tu così come è, a prescindere da come questo tu si sia evoluto –questa fedeltà è la struttura portante non solo del matrimonio e della famiglia, ma della stessa esistenza umana, garanzia di quell’affidabilità e di quell’ordine senza i quali l’umanità precipiterebbe.
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3. Occorre poi lasciarsi riconciliare col Dio della speranza: riconciliarsi cioè col proprio futuro. Sono molti gli interrogativi che ci si pongono: l’umanità avrà anche domani di che vivere, oppure l’egoismo e lo sfruttamento distruggeranno le risorse stesse della vita sul nostro pianeta? Prevarrà lo spirito della riconciliazione e dell’amore sullo spirito dell’egoismo e dell’affermazione di sè, capaci di spingere l’umanità a catastrofi disastrose?
In un mondo organizzato sempre più perfettamente, ma anche sempre più manipolato, in un mondo del benessere e del consumo, ci si chiede se abbia ancora senso vivere in esso, o se esso non faccia invece altro che girare a vuoto, che vanificarse e quindi chiudersi ogni prospettiva futura.
Chi non trova più il coraggio di affrontare il futuro, non ha neppure il coraggio di dar vita ad un nuovo futuro. La “antilife-mentality”, così diffusa ai nostri giorni, va di pari passo col ripiegamento sulla piccola felicità del momento, sulle amicizie chiuse su se stesse, con un partner che ci capisca e ci consoli almeno per lo spazio di un momento. Ma è proprio così che il mondo non può progredire, è proprio così che compromettiamo l’avvenire stesso dell’uomo, proprio così provochiamo quelle involuzioni a cui vogliamo sfuggire.
Colui che crede, può dire di sì ad un futuro che non dipenda solo dalle prospettive future, per quanto grandi siano, viste esternamente perchè crede in quel Dio che ci ha aperto il grande futuro –quello che nessuno ci potrà togliere– proprio nella catastrofe della Croce. Crede in quel Dio che non ha preservato Gesù dalla morte ma l’ha risuscitato dai morti, e per questo ha il coraggio di accettare e plasmare il futuro finito di questo mondo. Sa che val la pena di investire, in questo mondo, quella misura d’amore che va al di là di un calcolo puramente razionale circa le nostre prospettive avvenire. Solo chi crede nel futuro più grande di Dio troverà il coraggio di affrontare il futuro finito del mondo e avrà la forza di dissipare le ombre che su questo futuro pesano.
Là, dove noi tocchiamo i nostri limiti, là dove ci sentiamo finiti, là Dio è all’inizio. Fidiamoci del suo sempre nuovo inizio! Costruiamo il suo futuro!
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4. Occorre, infine, rinconciliarsi col Dio dell’amore, riconciliarsi cioè col proprio presente. Molti diranno: certo vogliamo dire di sì al Dio dell’inizio, vogliamo dire di sì al Dio della speranza, ma è il presente che ci è difficile vivere. È ora che non ci comprendiamo più, ora sentiamo quant’è arduo ritrovare l’armonia perduta, ora ci crollano le speranze d’un tempo, ora non riusciamo a far fronte a doveri ed esigenze.
Comprendo bene tali difficoltà. Se tutto dipendesse solo da voi, avreste certamente ragione. Ma non siete soli, non dovete affrontare la vostra vita da soli. C’è Qualcuno che condivide il vostro cammino. Il nome di Dio è “Dio-con-noi”. Colui che sulla Croce si è sacrificato, Colui che sulla Croce si è trovato immerso nel buio dell’abbandono e della morte, è risorto e, passando attraverso porte chiuse, si rende presente in mezzo ai suoi e dice loro: “Pace a voi” (2). Il Dio-con-noi, il Cristo risorto è in cammino col suo popolo e, in esso, con ogni famiglia, la quale “mediante il mutuo affetto dei membri e l’orazione fatta a Dio in comune, si mostra come il santuario domestico della Chiesa” (3).
2. Cfr. Io. 20, 19.
3. Cfr. Apostolicam actuositatem, 11 [1965 11 18/11].
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5. A questo riguardo vorrei che voi, partecipanti a questa Giornata Giubilare, tornaste alle vostre case con questa profonda convinzione: dobbiamo pregare in famiglia ogni giorno; abbiamo la responsabilità primaria di insegnare ai nostri figli a pregare, convinti che “un elemento fondamentale e insostituibile dell’educazione alla preghiera è l’esempio concreto, la testimonianza viva dei genitori” (4).
Infatti, la famiglia cristiana trova e consolida la sua identità nella preghiera. Sforzatevi di trovare ogni giorno un tempo da dedicare insieme a parlare col Signore e ad ascoltare la sua voce. Come è bello che in una famiglia si reciti alla sera anche solo una parte del Rosario!
Una famiglia che prega unita, si mantiene unita; una famiglia che prega è una famiglia che si salva!
Fate in modo che le vostre case siano luoghi di fede cristiana e di virtù mediante la preghiera recitata tutti insieme!
4. IOANNIS PAULI PP. II, Familiaris consortio, 60, 2 [1981 11 22/60].
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6. Cari coniugi, care famiglie, voi vi siete promessi l’amore di Cristo, vi appartenete in questo amore di Cristo. Esso non è soltanto obbligo, non è soltanto un ideale lontano, esso è presente. Quando voi siete uiti nel Signore, quando insieme pregate, quando vi abbandonate sempre di nuovo nelle sue mani, quando sempre di nuovo andate incontro l’uno all’altro perdonandovi vicendevolmente come lui vi vuol perdonare, quando nell’attimo presente dite di sì alla sua volontà, quando nel presente lo invocate e gli domandate: Sii più forte tu in noi e tra noi di quanto lo siamo noi, allora Egli compirà la sua promessa e vi dirà: “Non temete. Sono io” (5); allora Lui si renderà presente in mezzo a voi (6); allora potrete sperimentare nella vostra situazione particolare quello che Lui ha promesso alla Chiesa e ai suoi discepoli in generale: “Ecco, io sono con voi tutti i giorni, fino alla fine del mondo” (7). Il Dio dell’amore è con voi. Egli è in mezzo a voi attraverso il Figlio suo. Gesù Cristo alita su di voi e vi comunica il suo Spirito (8) affinchè siate, nello Spirito, testimoni della Redenzione.
Camminate, dunque, nell’amore, sorretti dalla speranza. Voi siete chiamati ad essere altrettante chiese domestiche per portare dovunque la luce dell’unica Chiesa universale: nelle situazioni più varie, nei dubbi e nei travagli di questo mondo. Attraverso di voi vuol rendersi presente la luce di una nuova speranza, la forza di un nuovo inizio, la potenza dell’amore divino. E allora l’Anno Santo che volge al suo termine non si concluderà, ma si aprirà ad un’epoca nuova che vive della riconciliazione donataci da Dio. Vi accompagni la mia Benedizione.
[Insegnamenti GP II, 7/1, 781-786]
5. Cfr. Marc. 6, 50.
6. Cfr. Matth. 18, 20.
7. Ibid. 28, 20.
8. Cfr. Io. 20, 22.