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[1208] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL CAMINO DE LA VOCACIÓN MATRIMONIAL

De la Carta Apostólica Hoc omine vos, en el Año Internacional de la Juventud, 31 marzo 1985

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10. Sobre esta vasta perspectiva que vuestro proyecto juvenil de vida adquiere en relación con la idea de la vocación cristiana, deseo dirigir la atención junto con vosotros, jóvenes destinatarios de la presente Carta, hacia el problema que, en cierto sentido, se encuentra en el centro de la juventud de todos vosotros. Éste es uno de los problemas centrales de la vida humana y es, a la vez, uno de los temas centrales de reflexión, de creatividad y de cultura. Éste es también uno de los principales temas bíblicos, al que personalmente he dedicado muchas reflexiones y análisis. Dios ha creado al ser humano: hombre y mujer, introduciendo con esto en la historia del género humano aquella particular “duplicidad” con una completa igualdad, si se trata de la dignidad humana, y con una complementariedad maravillosa, si se trata de la división de los atributos, de las propiedades y las tareas, unidas a la masculinidad y a la feminidad del ser humano.

Por lo tanto, éste es un tema de suyo grabado en el mismo “yo” personal de cada uno y cada una de vosotros. La juventud es el período en el que este gran tema invade, de forma experimental y creadora, el alma y el cuerpo de cada muchacho o muchacha, y se manifiesta en el interior de la joven conciencia junto con el descubrimiento fundamental del propio “yo” en toda su múltiple potencialidad. Entonces, también en el horizonte de un corazón joven se perfila una experiencia nueva: la experiencia del amor, que desde el primer instante pide ser esculpido en aquel proyecto de vida, que la juventud crea y forma espontáneamente.

Todo esto posee cada vez su irrepetible expresión subjetiva, su riqueza afectiva e incluso, su belleza metafísica. Al mismo tiempo, en todo esto se contiene una poderosa exhortación a no falsear esta expresión, a no destruir esa riqueza y desfigurar esa belleza. Estad convencidos de que esta llamada viene del mismo Dios, que ha creado el ser humano “a su imagen y semejanza”, concretamente “como hombre y mujer”. Esta llamada brota del Evangelio y se hace notar en la voz de las jóvenes conciencias si éstas han conservado su sencillez y limpieza: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (63). Sí. A través de aquel amor que nace en vosotros –y quiere ser esculpido en el proyecto de toda la vida– debéis ver a Dios que es amor (64).

Por lo tanto os pido que no interrumpáis el diálogo con Cristo en esta fase extremadamente importante de vuestra juventud, más aún, os pido que os empeñéis todavía más. Cuando Cristo dice “sígueme”, su llamada puede significar: “te llamo aún a otro amor”; pero muchas veces significa: “sígueme” a Mí que soy el esposo de la Iglesia, mi esposa...; ven conviértete tú también en el marido de tu mujer... conviértete en la esposa de tu marido. Convertíos ambos en participantes de aquel misterio, de aquel sacramento, del cual en la Carta a los Efesios se dice que es grande: grande “referente a Cristo y a la Iglesia” (65).

Mucho depende del hecho de que vosotros, también en este camino sigáis a Cristo; que no huyáis de Él mientras tenéis este problema que consideráis justamente el gran acontecimiento de vuestro corazón, un problema que existe en vosotros y entre vosotros. Deseo que creáis y os convenzáis de que este gran problema tiene su dimensión definitiva en Dios, que es amor; en Dios, que en la unidad absoluta de su divinidad, es a la vez una comunión de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Deseo que creáis y os convenzáis de que este vuestro “gran misterio” humano tiene su origen en Dios que es el Creador, que está arraigado en Cristo Redentor, que como el esposo “se ha donado totalmente”, y a todos los esposos y esposas enseña a “donarse” de acuerdo con la plena capacidad de la dignidad personal de cada uno y cada una. Cristo nos enseña el amor esponsal.

Emprender el camino de la vocación matrimonial significa aprender el amor esponsal día tras día, año tras año; el amor según el alma y el cuerpo, el amor que “es longánime, es benigno, que no busca lo suyo... todo lo excusa”; el amor, que “se complace en la verdad”, el amor que “todo lo tolera” (66).

Vosotros, jóvenes, precisamente tenéis necesidad de este amor si vuestro futuro matrimonio debe “superar” la prueba de toda la vida. Y, en concreto, esta prueba forma parte de la esencia misma de la vocación que, a través del matrimonio, intentáis grabar en el proyecto de vuestra vida.

Por ello, no ceso de pedir a Cristo y a la Madre del Amor Hermoso por el amor que nace en los corazones jóvenes. Muchas veces durante mi vida me ha sido posible acompañar, en cierto modo, más de cerca este amor de los jóvenes. Gracias a esta experiencia he comprendido cuán esencial es el problema que tratamos aquí, cuán importante y grande es. Pienso que el futuro del hombre se decide en buena medida por los caminos de este amor, inicialmente juvenil, que tú y ella... o tú y él descubrís a lo largo de vuestra juventud. Ésta es –puede decirse– una gran aventura, pero es también una gran tarea.

Hoy los principios de la moral cristiana matrimonial son presentados de modo desfigurado en muchos ambientes. Se intenta imponer a ambientes y hasta a sociedades enteras un modelo que se autoproclama “progresista” y “moderno”. No se advierte entonces que en este modelo el ser humano, y sobre todo quizá la mujer, es transformado de sujeto en objeto (objeto de una manipulación específica), y todo el gran contenido del amor es reducido a mero “placer”, el cual, aunque toque a ambas partes, no deja de ser egoísta en su esencia. Finalmente, el niño, que es fruto y encarnación nueva del amor de los dos, se convierte cada vez más en “una añadidura fastidiosa”. La civilización materialista y consumista penetra en este maravilloso conjunto del amor conyugal –paterno y materno–, y lo despoja de aquel contenido profundamente humano, que, desde el principio, llevó una señal y un reflejo divino.

¡Queridos jóvenes amigos! ¡No os dejéis arrebatar esta riqueza! No grabéis un contenido deformado, empobrecido y falseado en el proyecto de vuestra vida: el amor “se complace en la verdad”. Buscadla donde se encuentra de veras. Si es necesario, sed decididos en ir contra la corriente de las opiniones que circulan y de los “slogans” propagandísticos. No tengáis miedo del amor, que presenta exigencias precisas al hombre. Estas exigencias –tal como las encontráis en la enseñanza constante de la Iglesia– son capaces de convertir vuestro amor en un amor verdadero.

Y si tengo que hacerlo en algún lugar, deseo repetir aquí de modo especial el deseo formulado al comienzo, es decir, que estéis “siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere”. La Iglesia y la humanidad os confían el gran problema del amor sobre el que se basa el matrimonio, la familia; es decir, el futuro. Esperan que sabréis hacerlo renacer; esperan que sabréis hacerlo hermoso, humana y cristianamente. Un amor humana y cristianamente grande, maduro y responsable.

63. Matth. 5, 8.

64. Cfr. 1 Io. 4, 8. 16.

65. Cfr. Eph. 5, 32.

66. Cfr. 1 Cor. 13, 4. 5. 6. 7.

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11. En el vasto ámbito en el que el proyecto de vida, formado durante la juventud, se encuentra con “los demás”, hemos analizado el punto más neurálgico. Pensemos aún que este punto central, en el que nuestro “yo” personal se abre a la vida “con los demás” y “para los demás” en la alianza matrimonial, encuentra una palabra muy significativa en la Sagrada Escritura: “El hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer”67.

La palabra “dejará” merece una atención particular. La historia de la humanidad pasa desde el comienzo –y pasará hasta el final– a través de la familia. El ser humano forma parte de ella mediante el nacimiento que debe a sus padres: al padre y a la madre, para dejar en el momento oportuno este primer ambiente de vida y amor y pasar a otro nuevo. “Al dejar al padre y a la madre”, cada uno y cada una de vosotros contemporáneamente, en cierto sentido, los lleva dentro consigo, asume la herencia múltiple, que tiene su comienzo directo y su fuente en ellos y en sus familias. De este modo, aun marchando, cada uno de vosotros permanece; la herencia que asume lo vincula establemente con aquellos que se la han transmitido y a los que debe tanto. Y él mismo, –ella o él– seguirá transmitiendo la misma herencia. De ahí que el cuarto mandamiento del Decálogo posea tan gran importancia: “Honra a tu padre y a tu madre” (68).

Se trata aquí, ante todo, del patrimonio de ser hombre y, sucesivamente, de ser hombre en una más definida situación personal y social. Tiene su contenido en esto hasta la semejanza física con los padres. Más importante todavía es todo el patrimonio cultural, en cuyo centro se encuentra casi a diario la lengua. Los padres han enseñado a cada uno de vosotros a hablar aquella lengua que constituye la expresión esencial del vínculo social con los demás hombres. Ello está determinado por límites más amplios que la familia misma o bien que un determinado ambiente. Éstos son, por lo menos, los límites de una tribu y la mayoría de las veces los confines de un pueblo o de una nación, en la que habéis nacido.

La herencia familiar se extiende de este modo. A través de la educación familiar participáis en una cultura concreta, participáis también en la historia de vuestro pueblo o nación. El vínculo familiar significa la pertenencia común a una comunidad más amplia que la familia, y a la vez otra base de identidad de la persona. Si la familia es la primera educadora de cada uno de vosotros, al mismo tiempo –mediante la familia– es un elemento educativo la tribu, el pueblo o la nación, con la que estamos unidos por la unidad cultural, lingüística e histórica.

Este patrimonio constituye también una llamada en el sentido ético. Al recibir la fe y heredar los valores y contenidos que componen el conjunto de la cultura de su sociedad, de la historia de su nación, cada uno y cada una de vosotros recibe una dotación espiritual en su humanidad individual. Tiene aplicación aquí la parábola de los talentos que recibimos del Creador a través de nuestros padres, de nuestras familias y también de la comunidad nacional a la que pertenecemos. Respecto a esta herencia no podemos mantener una actitud pasiva o incluso de renuncia, como hizo el último de los siervos que menciona la parábola de los talentos (69).

Debemos hacer todo lo que está a nuestro alcance para asumir este patrimonio espiritual, para confirmarlo, mantenerlo e incrementarlo. Ésta es una tarea importante para todas las sociedades, de manera especial quizás para aquellas que se encuentran al comienzo de su existencia autónoma, o bien para aquellas que deben defender su propia existencia y la identidad esencial de su nación ante el peligro de destrucción desde el exterior o de descomposición desde el interior.

Al escribiros, jóvenes, trato de tener presente ante mis ojos la situación compleja y diversa de las tribus, de los pueblos y de las naciones en nuestro mundo. Vuestra juventud y el proyecto de vida, que cada uno y cada una de vosotros elabora durante la juventud, están desde el primer instante insertos en la historia de estas sociedades diversas, y esto sucede no “desde el exterior”, sino principalmente “desde el interior”. Esto se convierte para vosotros en una cuestión de conciencia familiar y, consiguientemente, nacional: es una cuestión de corazón, una cuestión de conciencia. El concepto de “patria” se desarrolla mediante una inmediata contigüidad con el concepto de “familia” y, en cierto sentido, se desarrolla el uno dentro del ámbito del otro. Vosotros de forma gradual, al experimentar este vínculo social, que es más amplio que el familiar, comenzáis a participar también en la responsabilidad por el bien común de aquella familia más amplia, que es la “patria” terrena de cada uno y de cada una de vosotros. Las figuras preclaras de la historia, antigua o contemporánea de una nación, guían también vuestra juventud y favorecen el desarrollo de aquel amor social que se llama a menudo “amor patrio”.

[DP (1985), 70]

67. Gen. 2, 24; cfr. Matth. 19, 5.

68. Ex. 20, 12; Deut. 5, 16; Matth. 15, 4.

69. Cfr. Matth. 25, 14-30; Luc. 19, 12-26.