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[1255] • JUAN PABLO II (1978-2005) • UNIDAD Y COMPLEMENTARIEDAD DEL HOMBRE Y LA MUJER CREADOS A IMAGEN DE DIOS

Del Discurso L’uomo e la donna, en la Audiencia General, 23 abril 1986

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1. “Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó varón y mujer” (Gén 1, 27).

El hombre y la mujer, creados con igual dignidad de personas como unidad de espíritu y cuerpo, se diversifican por su estructura psico-fisiológica. Efectivamente, el ser humano lleva la marca de la masculinidad y de la feminidad.

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2. Al mismo tiempo que es marca de diversidad, es también indicador de complementariedad. Es lo que se deduce de la lectura del texto “jahvista”, donde el hombre, al ver a la mujer apenas creada, exclama: “Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gén 2, 23). Son palabras de satisfacción y también de transporte entusiasta del hombre, al ver un ser esencialmente semejante a sí. La diversidad y a la vez la complementariedad psico-física están en el origen de la particular riqueza de humanidad, que es propia de los descendientes de Adán en toda su historia. De aquí toma vida el matrimonio, instituido por el Creador desde el “principio”: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; se unirá a su mujer: y vendrán a ser los dos una sola carne” (Gén 2, 24).

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3. A este texto del Gén 2, 24, corresponde la bendición de la fecundidad, que relata el Gén 1, 28: “Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla...”. La institución del matrimonio y de la familia, contenida en el misterio de la creación del hombre, parece que se debe vincular con el mandato de “someter” la tierra, confiado por el Creador a la primera pareja humana.

El hombre, llamado a “someter la tierra” –tenga cuidado de: “someterla”, no devastarla, porque la creación es un don de Dios y, como tal, merece respeto–, el hombre es imagen de Dios no sólo como “varón y mujer, sino también en razón de la relación recíproca de los dos sexos”. Esta relación recíproca constituye el alma de la “comunión de personas” que se establece en el matrimonio y presenta cierta semejanza con la unión de las Tres Personas Divinas.

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4. El Concilio Vaticano II dice a este propósito: “Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio ‘los hizo hombre y mujer’ (Gén 1, 27); esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás” (Gaudium et spes, 12).

De este modo la creación comporta para el hombre tanto la relación con el mundo, como la relación con el otro ser humano (la relación hombre-mujer), así como también con los otros semejantes suyos. El “someter la tierra” pone de relieve el carácter “relacional” de la existencia humana. Las dimensiones: “con los otros”, “entre los otros” y “para los otros”, propias de la persona humana en cuanto “imagen de Dios”, establecen desde el principio el puesto del hombre entre las criaturas. Con esta finalidad es llamado el hombre a la existencia como sujeto (como “yo” concreto), dotado de conciencia intelectual y de libertad.

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5. La capacidad del conocimiento intelectual distingue radicalmente al hombre de todo el mundo de los animales, donde la capacidad cognoscitiva se limita a los sentidos. El conocimiento intelectual hace al hombre capaz de discernir, de distinguir entre la verdad y la no verdad, abriendo ante él los campos de la ciencia, del pensamiento crítico, de la investigación metódica de la verdad acerca de la realidad. El hombre tiene dentro de sí una relación esencial con la verdad, que determina su carácter de ser trascendental. El conocimiento de la verdad impregna toda la esfera de la relación del hombre con el mundo y con los otros hombres, y pone las premisas indispensables de toda forma de cultura.

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6. Conjuntamente con el conocimiento intelectual y su relación con la verdad, se pone la libertad de la voluntad humana, que está vinculada, por intrínseca relación, al bien. Los actos humanos llevan en sí el signo de la autodeterminación (del querer) y de la elección. De aquí nace toda la esfera de la moral: efectivamente, el hombre es capaz de elegir entre el bien y el mal, sostenido en esto por la voz de la conciencia, que impulsa al bien y aparta del mal.

Igual que el conocimiento de la verdad, así también la capacidad de elegir –es decir, la libre voluntad–, impregna toda la esfera de la relación del hombre con el mundo, especialmente con los otros hombres, e impulsa aún más allá.

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7. Efectivamente, el hombre, gracias a su naturaleza espiritual y a la capacidad de conocimiento intelectual y de libertad de elección y de acción, se encuentra, desde el principio, en una particular relación con Dios. La descripción de la creación (cfr. Gén 1-3) nos permite constatar que la “imagen de Dios” se manifiesta sobre todo en la relación del “yo” humano con el “Tú” divino. El hombre conoce a Dios, y su corazón y su voluntad son capaces de unirse con Dios (homo est capax Dei). El hombre puede decir “sí” a Dios, pero también puede decirle “no”. La capacidad de acoger a Dios y su santa voluntad, pero también la capacidad de oponerse a ella.

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8. Todo esto está grabado en el significado de la “imagen de Dios”, que nos presenta, entre otros, el Libro del Sirácida: “El Señor formó al hombre de la tierra. Y de nuevo le hará volver a ella. Le vistió de la fortaleza a él conveniente (a los hombres) y le hizo según su propia imagen. Infundió el temor de él en toda carne y sometió a su imperio las bestias y las aves. Diole lengua, ojos y oídos y un corazón inteligente; llenóle de ciencia e inteligencia y le dio a conocer el bien y el mal. Le dio ojos –¡nótese la expresión!– para que viera la grandeza de sus obras... Y añadióle ciencia, dándole en posesión una ley de vida. Estableció con ellos un pacto eterno y les enseñó sus juicios” (Sir 17, 1. 3-7. 9-10.). Son palabras ricas y profundas que nos hacen reflexionar.

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9. El Concilio Vaticano II expresa la misma verdad sobre el hombre con un lenguaje que es a la vez perenne y contemporáneo. “La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad... La dignidad humana requiere que el hombre actúe según su conciencia y libre elección...” (Gaudium et spes, 17). “Por su interioridad es superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones y donde él personalmente decide su propio destino” (Gaudium et spes, 14). “La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre” (Gaudium et spes, 17). La verdadera libertad es la libertad en la verdad, grabada, desde el principio, en la realidad de la “imagen divina”.

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10. En virtud de esta “imagen” el hombre, como sujeto de conocimiento y libertad, no sólo está llamado a transformar el mundo según la medida de sus justas necesidades, no sólo está llamado a la comunión de personas propia del matrimonio (communio personarum), de la que toma origen la familia, y consiguientemente toda la sociedad, sino que también está llamado a la Alianza con Dios. Efectivamente, él no es sólo criatura de su Creador, sino también imagen de su Dios. Es criatura como imagen de Dios, y es imagen de Dios como criatura. La descripción de la creación ya en Gén 1-3 está unida a la de la primera Alianza de Dios con el hombre. Esta Alianza (lo mismo que la creación) es una iniciativa totalmente soberana de Dios Creador, y permanecerá inmutable a lo largo de la historia de la salvación, hasta la Alianza definitiva y eterna que Dios realizará con la humanidad en Jesucristo.

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11. El hombre es el sujeto idóneo para la Alianza, porque ha sido creado “a imagen” de Dios, capaz de conocimiento y de libertad. El pensamiento cristiano ha vislumbrado en la “semejanza” del hombre con Dios el fundamento para la llamada del hombre a participar en la vida interior de Dios: su apertura a lo sobrenatural.

Así, pues, la verdad revelada acerca del hombre, que en la creación ha sido hecho “a imagen y semejanza de Dios”, contiene no sólo todo lo que en él es “humanum”, y, por lo mismo, esencial a su humanidad, sino potencialmente también lo que es “divinum”, y por lo tanto gratuito, es decir, contiene también lo que Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– ha previsto de hecho para el hombre como dimensión sobrenatural de su existencia, sin la cual el hombre no puede lograr toda la plenitud a la que le ha destinado el Creador.

PP (1986), 93]